CARAVANA DE SUEÑOS
Dejar atrás la vida entera a sabiendas de que ya nada será igual. Pensar que tal vez no se volverá a ver a los hijos o a los padres. Decir adiós al hogar que guarda las cosas queridas. Sumergirse en la incertidumbre. Sentir el pánico en el vientre. Aferrarse a la esperanza. Tomar aire y… echar a andar.
La caravana de migrantes que a fines del año pasado salió de Centroamérica con la intención de llegar al país del norte, constituyó un hecho sin precedente. Entre siete y diez mil salvadoreños, hondureños y nicaragüenses se lanzaron en masa a caminar un promedio de cuatro mil kilómetros plagados de peligros e incomodidades, para tratar de llegar a los límites fronterizos mexicanos.
Ahí, enfrentarían la parte más dura del viaje. Obtener una visa de refugiado en los Estados Unidos implica trámites eternos y casi todos fallidos. Discriminación, rechazo, desesperación y frustración. Muchos se arriesgarían a pasar ilegalmente a riesgo de ser defraudados por los polleros, perderse en el desierto, ser deportados por la migra, que sus hijos les sean arrebatados o acabar asesinados de un tiro en la cabeza por los cazadores de inmigrantes de grupos paramilitares como el Arizona Border Recon.
ENFOQUE DE GÉNERO
En este ya de por sí lastimoso panorama, las mujeres llevan la peor parte. Las integrantes de la caravana enfrentaban la misma problemática de todas las migrantes del mundo. La mayoría huía de situaciones violentas y falta de oportunidades. Muchas viajaban solas o como cabezas de familia. Algunas estaban embarazadas o iban con niños. Ante el latente peligro de ser violadas, tomaban anticonceptivos de manera rutinaria.
Aunque el campamento en donde las entrevistamos se hallaba adecuadamente acondicionado, esto no es lo normal. Las necesidades femeninas son lo que
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