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Neoplasia: Crónicas de Afmapu
Neoplasia: Crónicas de Afmapu
Neoplasia: Crónicas de Afmapu
Libro electrónico425 páginas6 horas

Neoplasia: Crónicas de Afmapu

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El epitafio de mis padres perpetraba mi mente lacerante. La tierra todavía estaba húmeda, así que al intentar tocar aquel pedazo de roca sentí frías mis rodillas. Rolando había estado junto a mí en cada momento, mas él no comprendía lo que significaba su partida. No habíamos alcanzado a salvarlos, pero lo que profundamente apremiaba mi pecho era que no podría continuar con su labor, no me sentía capaz de asumir aquella responsabilidad. Sin despedirme tomé ropa, mochila, armas y me fui. Caminé con mi escopeta sujeta no sé por cuántos kilómetros, hasta que mi mano se durmió. Así pasé días esquivando hordas de todas clases y tamaños. Las enseñanzas de Omar me sirvieron para ser invisible y alimentarme, hasta que me trajeron aquí.
IdiomaEspañol
EditorialMAGO Editores
Fecha de lanzamiento25 oct 2018
ISBN9789563175158
Neoplasia: Crónicas de Afmapu

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    Neoplasia - Lía D'acosta

    © Copyright 2018, by Lía D'acosta

    Primera edición: octubre 2018

    Colección de novela: Viaje al fin de la noche

    Director: Máximo G. Sáez

    www.magoeditores.cl

    editorial@magoeditores.cl

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Registro de Propiedad Intelectual Nº 290.043

    ISBN:

    Diseño y diagramación: Catalina Silva R.

    Lectura y revisión: MAGO Editores

    Mapas: Gonzalo López

    Derechos Reservados

    Dedicado a todas las víctimas del Conflicto Mapuche.

    Tañi piuke mew muleimi.

    Agradecimientos:

    A Ángela y Rolando Collinao Miranda por la orientación en la Cosmovisión Mapuche. (Azmapu)

    A mi madre por su apoyo incondicional en el cuidado de mi hijo Kalfü.

    A mi compañía de teatro Entreparéntesis, y a mis estudiantes, por la inspiración.

    A la familia y amigos que me motivan a crear y a seguir en la lucha día a día por el arte y la cultura.

    Y especialmente, a todas las personas que no se rinden en la búsqueda de la felicidad, a quienes albergan la esperanza de una sociedad mejor a pesar del sufrimiento y la desesperación.

    «Tenía 5 años cuando tuvimos que huir, nos habíamos sentido protegidos por la lejanía, pero ahora todas las rutas se convertían en la vía de la muerte. No ocurrió lo que se pensó; el fin de la civilización en una batalla nuclear. En secreto se concibieron otro tipo de armas, y en este augurio de absolución inexistente no se predijo que éstas serían igualmente calamitosas. Nos fuimos con temor, pero de igual forma con esperanza, pues no sabíamos que la naturaleza aún no terminaba de responder al agravio de la humanidad».

    Capítulo 1

    Kimen

    (Aprender)

    Del diario de Lúthien.

    Año 2076 (Inicio de La era de la Oscuridad.)

    «Aquí yacen los padres de nuestra comunidad.

    Honraremos su voluntad y sus ideales.

    Y nos volveremos a encontrar en donde se acaba el mar.»

    El epitafio de mis padres perpetraba mi mente lacerante, la tierra todavía estaba húmeda, así que al intentar tocar aquel pedazo de roca sentí frías mis rodillas. Rolando estaba de pie junto a mí, no podía verlo, pero sentía su presencia, él había estado junto a mí desde que éramos unos niños, si es que alguna vez lo fuimos. Rolando sentía mi dolor, pues no habíamos alcanzado a salvarlos, mas, él no comprendía lo que esto significaba; apremiaba mi pecho no poder continuar con su labor, no me sentía capaz de asumir aquella responsabilidad. Así que, sin despedirme, a la madrugada siguiente, tomé ropa, mochila, armas y me fui, caminé con mi escopeta sujeta no sé por cuántos kilómetros hasta que mi mano se durmió. Ese cosquilleo me reveló mi soledad, tenía que ser fuerte, pero ahora sólo por mí misma. Pasaron los días, esquivé hordas de todas clases y tamaños, las enseñanzas de Omar me habían servido para ser invisible y alimentarme… …hasta que me trajeron aquí.

    Antes de abrir los ojos sentí el olor a tierra mezclada con cenizas. Tenía mi mejilla en el suelo, una palma bajo mi tronco y una palma bajo mi cabeza, me cautivó lo suave de la tierra. Me di vuelta con mucho esfuerzo, no sentía mi cuerpo, solamente el dolor. Palpitaban mis extremidades y mi cabeza hervía. Vi un techo negro con un agujero por el que salía el humo. Alguien tiró leña al fuego que estaba a un metro de mí y giré hacia mi costado derecho, una silueta se configuraba tras las llamas. Traté de incorporarme y me habló en una lengua que no logré descifrar, el sonido penetró por mis oídos heridos, me los tapé, me punzaban. Me senté como pude frente al fuego y estiré mis piernas, luego mi cabeza cayó hacia adelante, estaba exhausta, me agotaba el impulso de levantarla. Me habló ahora en palabras que sí entendía y levanté mi vista lentamente, era un hombre de edad, había visto muy pocos en mi corta vida. Tenía el cabello cano y largo caía por sus hombros, llevaba un cintillo puesto en su frente y un poncho. Me preguntó mi nombre con insistencia, yo no quería responder, aturdida aún me quedé quieta nada más observándolo. Acercó a mí un cántaro con agua, bebí con desesperación, era el agua más sabrosa que había probado, juraría que estaba dulce. Me volví a recostar en la tierra, el calor me adormecía. Abrí nuevamente los ojos por un momento más tarde, lo vi afilando mi chuchilla, pero por alguna razón esto no me puso en alerta y continué durmiendo. Cuando desperté por tercera vez, la luz de la mañana entraba fuerte por la entrada principal de esta estructura circular, ya podía ponerme de pie, así que caminé hacia la salida, cuando crucé el luminoso umbral una extraordinaria visión se presentó ante mí.

    Como la construcción en la que yo estaba había muchas otras, niños corrían por el sitio abierto, mujeres con sus bebés conversaban, hombres cargaban sacos de alimentos. A lo lejos se veía hombres y mujeres cultivando la tierra y todos vestían a la usanza mapuche, de manera casual y sencilla. La mayoría andaba descalzo y los que no, llevaban sandalias hechas de neumáticos. El estado de ánimo era de alegría y júbilo, y a pesar de que mis ojos percibían esta visión, algo me obligaba a no creerlo. Desde mis cinco años había estado huyendo y peleando, por comida, por espacios, por vestigios, y ellos parecían estar en una burbuja temporal y espacial donde no habían sido invadidos ni perseguidos. Me preguntaba qué condición geográfica les permitía vivir como lo hacían y sentí una profunda admiración. De pronto razoné que yo era un agente extraño. De un momento a otro, mujeres, hombres, jóvenes y niños comenzaron a girarse hacia mí, yo no supe qué hacer ni qué decir. Luego miré mis ropas, como reacción natural, y pude ver entonces que estaba manchada de sangre, me levanté la polera, alguien había curado una herida en mi abdomen. Súbitamente me mareé y caí de rodillas, alguien me tomó en sus brazos y me volvió a meter en la que, ahora sabía, era una ruka.

    Traté de hacer memoria de los relatos de mi padre sobre el pueblo mapuche, incluso los habíamos buscado, al tiempo desistió de la idea asumiendo que ellos también habían desaparecido, como todo lo demás que conocíamos. Cerré los ojos para concentrarme en este pensamiento y cuando los abrí una mujer estaba frente a mí. Me habían puesto encima de una cama pequeña, tenía frazadas tejidas bajo y sobre mi cuerpo. La mujer hermosa me limpiaba el rostro con un paño mojado y una palangana en su falda. Ella tenía el pelo negro, liso, largo y brillante, y sus manos morenas estaban curtidas por el trabajo. Fue agradable sentir ese contacto lleno del afecto de una madre, sin que yo tuviera la intención se me humedecieron los ojos y ella me consoló con una canción, fue bálsamo para mis oídos y mi corazón, sufrí con tanta belleza. Luego se acercaron a hablarme el anciano y otro hombre, ella en su lengua les pidió algo y se retiró, logré levantar mi tronco, colocando mi mano en mi abdomen, afirmándome la herida como si se me fuera a caer.

    —¿De dónde vienes? —Me dijo el hombre, y ambos se sentaron en un par de troncos que había cerca de la cama.

    —Dime dónde estoy y te diré de dónde vengo. —Oí mi voz rasposa y delgada.

    —¿Qué es lo último que recuerdas? —Sentí que se abría nuevamente la herida.

    —Estaba peleando… querían llevarme. Me defendí y me enterraron una cuchilla que estaba atada a una escopeta. Me arrastraron por un rato y… —Intenté recordar más, pero no pude. —… ahí todo se ennegrece, después desperté ahí en el suelo. —Apunté con mi mentón cerca de la fogata.

    —Nosotros estábamos limpiando los alrededores y nos encontramos con los que te llevaban. No parecías ser una de ellos. —Me decía el hombre joven.

    —¿De dónde vienes? —Me volvió a preguntar ahora el anciano.

    —Mi familia y yo huimos al sur cuando la enfermedad no se pudo contener. Nos unimos a varios nómades más. Así llevábamos una década sobreviviendo hasta que… —El anciano me vio a los ojos, su actitud me dio confianza. —…hasta que nos atacaron brutalmente, mis padres dieron su vida defendiendo las reservas de comida. —Dije fríamente, como si fuera la historia de alguien más.

    —¿Cómo lograron sobrevivir a la bacteria? —Preguntó el hombre.

    —Nos encontramos con unos médicos que habían viajado grandes distancias, ellos tenían una vacuna. Intentaron compartirla, pero no hallaron a nadie que pudiera ayudarles a masificarla. —Dije con gravedad en mis palabras, tratando de justificar la fortuna que tenía de estar viva.

    —Entonces, ¿estuviste expuesta? —Se puso de pie el hombre con temor. —Hicimos mal en traerte, tal vez has traído la bacteria contigo. Hemos sido extremadamente cuidadosos y ahora cometemos este error, no debimos sentir compasión por ella. —Miraba el hombre al anciano con reproche.

    —Calma —Dijo este. —¿Qué edad tenías cuando te vacunaron?

    —No lo recuerdo bien… era sólo una niña. —Contesté.

    —¿Qué haremos contigo ahora? —Decía el hombre más joven con angustia.

    El anciano se puso de pie y dialogaron en su lengua. El hombre joven tenía el cabello muy largo y liso, la espalda ancha y brazos fuertes, llevaba una camisa ocre y pantalón café oscuro hasta debajo de la rodilla, el trarilonko de su cabello era rojo. En las paredes había carne y pescado colgando y también tenían verduras secándose. El fuego ahora estaba apaciguado, pero por los utensilios pude darme cuenta de que lo avivaban para cocinar. El hombre joven salió un poco molesto y el anciano se acercó.

    —No podemos dejarte ir, puedes delatar nuestra posición. Te vas a quedar aquí un tiempo, cuando vayamos a otra expedición te dejaremos en tu camino. Procura ser un aporte y no un estorbo, no quiero arrepentirme de haberte salvado. —Comenzó a salir y lo detuve diciendo:

    —No tengo camino. —Se devolvió.

    —¿Cómo que no tienes camino? —Me miró incrédulo.

    —Hui porque no me siento capaz de realizar lo que se me ha encomendado. No tengo camino. —Se quedó pensando un momento y antes de salir dijo:

    —Entonces, hay que volverte capaz. —Un intento de sonrisa se esbozó en mi rostro y volví a recostarme, cerré los ojos y sentí que por fin descansaba, aunque se configuró en mí una refulgente y peligrosa luz de esperanza.

    El tiempo me fue enseñando lo majestuoso del lugar que habitaban y protegían. Difícil para mí fue la visión de una abundante vertiente que fluía sin cesar entre matorrales verdes, esta agua caía diáfana desde las montañas que estaban ahí junto a nosotros inmensas y silentes. Era sorprendente como la naturaleza reinaba en este lugar y cómo ellos vivían en comunión con la misma. Cada mañana pensaba en Omar, en cómo este quizás era el lugar que buscó por tanto y de tan lejos, y yo lo tenía frente a mí, pero no podía mostrárselo.

    Este asentamiento era pehuenche, algunos oriundos de la montaña y otros que retornaron a la tierra de sus ancestros escuchando el llamado de su sangre en la hora adversa. Estaban muy bien organizados, no sé si llamarles comunidad, porque era mucho más que eso; las fronteras eran protegidas por los weichafe, tenían toki, ayantoki y machi, cada lof o familia tenía lonko, y todo se resolvía en trawün, las reuniones en las que todos expresaban su opinión y se oían con respeto.

    En una ocasión seguí a unos niños a las alturas, me sorprendí al mirar mis pies que no había sendero, los niños descalzos prácticamente caminaban sin irrumpir en el suelo, parecía que flotaban a ras de suelo. Cuando llegamos a la orilla de un caudal, otra vez sentí que mis ojos me engañaban, el sonido de la corriente caló mi pecho en una conmoción. Pensé en mi madre y en sus relatos acerca de la importancia de los ríos en nuestro país y de cómo los chilenos los habían destruido. Me acerqué temerosa, con devoción y respeto, pude ver entonces que habían construido una especie de posa con rocas. Allí se metieron dos de los niños y con su mano limpia comenzaron a sacar peces, los lanzaban a los otros dos que habían quedado en la orilla, estos los juntaban en bolsas de tela. Me aproximé aún más y me asombró ver la cantidad de peces que habían quedado atrapados allí, seguramente colocaban una carnada. Cuando llenaron las bolsas, los muchachos comenzaron a lanzar el resto de los peces al caudal del río. Qué desperdicio pensé y les grité: —¡No, no los dejen ir! —El niño más grande del grupo me observó con extrañeza, como si recién percibiera mi presencia y me contestó: —Si no los dejamos ir, ¿cómo habrá peces mañana? —El más pequeño prosiguió entonces: —Sólo tomamos lo que necesitamos.

    Los niños acabaron de liberar a los peces y se fueron corriendo de regreso, yo me quedé sentada a la orilla del río, el brillo y correr de las aguas me habló, comprendí que esta era la forma en la que se debía sobrevivir, sin irrumpir en el ciclo de la vida. Sentí unas ganas enormes de contar esta revelación a Rolando, con quién corrí así mismo de niña. No quería que esta idea se me fuera, no quería perder el significado. Me pareció tan lejana entonces la humanidad como yo la conocía, arrasadora y acaparadora, que por un instinto intrínseco en mis entrañas sentí que esto debía registrarlo. Cuando volví a mi ruka, busqué con qué escribir, tenía guardado un preciado lápiz mina que me habían regalado mis papás y una libreta arrugada que había pasado por varias lluvias y varios soles, y comencé a explicar al papel las ideas que abundaban revueltas en mi cabeza.

    Pasaron los meses y tuve que hacerme ropa, así que me enseñaron a telar, también me enseñaron a cocinar y me enseñaron a disfrutar de las virtudes de la naturaleza, pero con amor, sin abusar. Desde la organización social y cultural hasta hacer remedio con distintas hierbas silvestres, y poco a poco me fui adaptando a aquel rol, sin embargo, cada vez que había una expedición algo se encendía en mí y me llamaba a seguir a los weichafe. Más que para volver a un supuesto camino, me picaban las manos por volver a la zona de combate, zona que había sido para mí desde los diez años mi lugar junto a Omar y Rolando en mi propia comunidad.

    Un día entró mi Tache a la ruka, el que me guiaba, el anciano que había salvado mi vida, vio que limpiaba mi escopeta corredera y lo percibió. Estaba a punto de cumplir 16, pero no me convertiría en kure. Me observó un buen rato en esta tarea y supo entonces que yo tenía otro destino. Pronto lo supe yo también, pues comenzó a entrenarme en otros ámbitos, el uso de las armas y la forma de actuar en un enfrentamiento. Acá me sentía mucho más cómoda, con más energía, pronto empecé a vestir como weichafe y a compartir con ellos.

    El día de mi primera expedición fue el mismo al que llamarían más tarde, ‘el hoyo negro del sol’. Sin conocer el dispositivo o procedimiento que ocasionó la peor catástrofe, el pehuenche recordaría aquel día como una fábula mitológica, pues en aquella fecha funesta indefinidamente todo cambió. Íbamos un grupo avanzando hacia el plano cuando nuestras sombras desaparecieron sorpresivamente, el sol se apaciguó, levantamos la vista todos al mismo tiempo, no había ninguna nube, pero el sol escondía igualmente su rostro, una bruma oscura se apoderaba del cielo. Al pasar los días y las semanas el sol no volvió a brillar, nada podría enmendar ahora esta nueva temeridad, las prioridades cambiarían indefectiblemente, pues sin sol nada crecería.

    Se decidió almacenar alimentos y adentrarse más a las montañas, comenzaron procesos de conservación, por lo que nos designaron una misión trascendental, encontrar sal en los vestigios de pueblos y ciudades. Cada vez que bajaba pensaba más en Omar, en cómo estaría dirigiendo ante la contingencia y la forma en que yo podría haberlo ayudado. Omar era un hombre fuerte e inteligente, pero yo no había podido evitar nunca, desde que lo conocí, estar preocupada por él, por alguna razón yo podía sentir su sufrimiento, lo veía hablar sólido e impenetrable delante de la gente, pero bajo toda esa valentía y orgullo él escondía su dolor.

    Una tarde estaba con mi Tache guardando sal en sacos cuando tuve un presentimiento en mi pecho y un pensamiento absorbió mi mente, estaba ayudándoles a ellos, pero no lo hacía para mí, no sentía que preservaba mi propia vida. Los ojos café claro de Omar estaban en mi mente, yo estaba en un lugar al que no pertenecía. Mi maestro notó mi inquietud y me dijo en su lengua, la que yo ya comprendía: —Las raíces están metidas en nuestras venas más profundamente de lo que logramos comprender. Ven conmigo—. Salimos de la ruka y me llevó cuesta arriba, el camino fue oscuro y silencioso, al llegar sentí frío y confusión. Nos sentamos a contemplar la inmensidad del valle, el cual moría lentamente, y me dijo:

    —El ser humano cree que como individuo debe sobresalir, cumplir con su deber, honrar su nombre. Sin embargo, el hombre que se asume a sí mismo nada más como un ente individual y solitario jamás podrá tener honor. —Abrió entonces su morral, traía toda clase de alimentos, ají seco, carne, pan, fruta en almíbar. —¿Cómo obtuvimos todo esto? —Me preguntó.

    —Trafkin, nos lo dieron a cambio de la sal que hemos reunido. —Respondí con la frente ceñida, intentando comprender hacia dónde dirigiría nuestra conversación.

    —Esa es la base, todos trabajamos para todos. Colaboración. Nadie aquí quiere acumular para sí mismo, ayudarnos entre todos es la única forma que tenemos de sobrevivir, porque cada uno de nosotros tiene características especiales, dones, habilidades que vienen con nosotros, en nuestra sangre, como te dije en la ruka, más allá de nuestra comprensión. Si la humanidad asume que se debe vivir en armonía con todo lo que nos rodea y entre nosotros mismos, la vida tal vez podrá persistir.

    Creo que en ese momento lo miré por última vez a los ojos y pude notar que mi interior se había transformado, se había removido mi espíritu, el que ahora danzaba con vehemencia a mi alrededor. Y al mirar el horizonte sentí como cambiaba mi semblante, una fuerza feroz se apoderaba de mí y me transmutaba, renacía por completo en una distinta mujer, seguía siendo yo misma, pero ahora se agudizaban mis oídos, mi vista y mi tacto, se caía mi piel y me envolvía otra que se endurecía.

    Cuando volvimos a la ruka, me ayudó a guardar mis pertenencias. Volví a ponerme las botas que no usaba hace ya un año, cuando caminé con ellas sentí que hería la tierra. Se despidieron de mí con júbilo, se permitieron hacer un afafán (grito que acompaña una acción o una palabra para darle fuerza) y eso me llenó el alma de energía. Sólo al darles la espalda me permití llorar, pues no podía dejar que vieran mi tristeza, hay que despedirse con alegría siempre, para partir tranquilo y confiado.

    Del diario de Lúthien.

    Año 2077 (Era de la Oscuridad.)

    Asentamiento costero de La Hermandad.

    Omar llegó lo más lejos que pudo en su huida a Sudamérica, como muchos otros de su cultura. Yo apenas tenía 10 años cuando lo vi llegar, cubierto de barro, arrastrando sus pies, sujetando apenas una enorme mochila que sobrepasaba su cabeza, y cayendo luego de bruces al suelo. Cuando mi madre limpió su cara todos reaccionaron, ninguno de nosotros había tenido antes la oportunidad de conocer a alguien que hubiese estado en la zona cero. Sus facciones eran muy puras y marcadas, un semblante de color canela, pestañas crespas, barba crecida, de nariz delgada y levemente convexa. Fue recibido con reticencia, pues su rostro recordaba la temporada de ‘cacería humana’, cruzada medieval de uno de los grupos más radicales del medio oriente. Mi madre me relató cómo el conflicto del Medio Oriente se había desatado en genocidio, cómo se exhibían asesinatos frente a cámaras para hacer propaganda con el propósito de confundir y atemorizar. Muchos tenían aún en sus mentes grabadas estas imágenes y culpaban a la gente árabe y musulmana del inicio de la guerra. No obstante, la guerra se había gestado décadas antes y no eran precisamente aquellos los que la habían iniciado, esto lo aprendí posteriormente, por las largas conversaciones que teníamos Omar y yo sobre el origen, desarrollo y posible fin de la guerra. Me explicó muchas veces cómo la zona estratégica de comercio entre Occidente y Oriente siempre había sido zona de conflicto y las religiones su principal aliciente. A través de los tiempos no podía aseverarse si fue economía inventando religiones para someter y gobernar, o bien, si la religión instigaba en las bases de la economía, pero de una forma u otra todo dependía de aquel paso y de aquella conexión. Geográficamente se crearon naciones y se fijaron fronteras en las cuales quedaron mezcladas muchas visiones de mundo e ideologías, mas, ese no era el problema, sino que estas ideologías eran opuestas. Así, a través de la historia siempre las potencias mundiales habían elaborado guerras de poder con nombre de guerra religiosa. Este método y funcionamiento ya era parte de la vida de todos los que habitaban la zona, solamente que la guerra que a Omar le había tocado vivir, decía él, era la última. Seguramente, si la tecnología no hubiera avanzado tanto o el fanatismo no se hubiera masificado de esa manera, tal vez hasta el día de hoy se trataría de una guerra controlada y estable como siempre lo fue anteriormente. Omar, que conocía de mejor manera la historia del territorio, nos contaba a mis padres y a mí sobre el negocio del petróleo, y luego, el gas, y sobre los políticos y dueños de empresas que eran los mismos. Esto se encubría por una publicidad llamativa y embustera que permitía dicha gestión oscura y perversa. Se originaba y se desarrollaba a vista y paciencia del resto del mundo, pero no se reaccionaba debido a un temor implantado por una mano oscura que se diluía por doquier. Algo era capaz de matarte cualquier día en cualquier lugar, lo que se llamó convenientemente ‘terrorismo’. Según mis padres, en Chile esto se conocía solamente por la televisión y no se informaban porque tenían esa falsa sensación de que no les alcanzaría nunca. En una ocasión escuché a Omar discutir con alguien de pasada, me detuve y puse atención: —La invasión de Rusia a Afganistán gatilló el apocalipsis, pues los norteamericanos comenzaron a entrenar y financiar una guerrilla de yihadistas para controlar el país y contrarrestar la soberanía política de Rusia, así se dio el primer paso hacia la situación bélica que marcó el punto de no retorno. Las siguientes generaciones se convirtieron en milicias especializadas extremistas, fanáticos religiosos, como esos, a los que ustedes les decían Isis. —El rostro y actitud de Omar en ese instante representaba el holocausto. Él, al igual que el resto de los seres humanos sólo había sido víctima de la infatigable ambición, y esto se fue descubriendo locuazmente con el diálogo y conversatorios que mis padres y mi comunidad no pudieron nunca dejar atrás, a pesar de que una vida de sobrevivencia era el pan de cada día. Fundamental fue en mi niñez aprender todos los sucesos y acciones que nos habían llevado al punto crítico en el cual nos encontrábamos, nos hacían participar y opinar a los más pequeños desde que tengo memoria. Nos relataban historias y nos hacían sacar conclusiones, así llegué a comprender, por ejemplo, que las catástrofes naturales tenían el mismo origen nefasto, era difícil creer que sismos eran producidos por la mano del hombre, aunque debido al uso de las armas biológicas ya teníamos asumido que la maldad no tenía límites.

    Sudamérica se sintió apartada de La Gran Guerra por un tiempo, por ser considerada ‘el granero’ del mundo, se convirtió en el destino soñado para los refugiados. De todas las razas y culturas llegaban personas con la misma frase en sus labios: ‘mientras más al sur mejor’, por eso mi comunidad era tan cosmopolita. Aunque de la pandemia ningún continente estuvo a salvo, la soberbia ciega, y cuando creas una enfermedad ésta toma personalidad y propósito, las enfermedades no conocen fronteras ni tratados. Todos coincidían en que nunca fue el objetivo terminar con la vida, pero de seguro que los poderosos estaban todavía en algún lugar, ocultos, esperando una redención que nunca llegaría, para que cuando volviese el mundo a resurgir ser amos y señores nuevamente.

    Omar hablaba castellano, pues era viudo de una argentina que había vivido allá, ella trabajó en los gaseoductos que recorrían la zona. Él había visto los excesos de la guerra con sus propios ojos, además poseía entrenamiento militar, lo que fue muy propicio y oportuno, pues en el momento en que se acababan las fuentes de abastecimiento, la lucha a muerte se volvió inevitable. Fue así como mis padres le solicitaron en una reunión que comenzara a entrenarnos a los más pequeños, recuerdo bien aquel día, pues apenas recibió la petición, sus ojos se fijaron inmediatamente en mí. Nos enseñó a usar armas y a crear estrategias de protección y ataque. Un día me comentó: ‘lamento que lo que ha ocurrido en mi nación cuando yo era niño se repita una vez más acá, no quiero enseñar lo que intentaba olvidar, y por sobre todo lamento que tú seas mi aprendiz a la misma edad que yo empecé a usar un arma.’

    Alejándome de la montaña impetuosa y protectora caminé sin descanso por la oscuridad a reencontrarme con Omar, mi comandante, y también con mi compañero de armas, Rolando. Lo único que podía pensar en mi ruta era la cantidad de tiempo que había transcurrido desde mi partida, sólo esperaba verlos con vida y que siguieran utilizando los mismos asentamientos. El camino de regreso fue mucho más hostil que el de la huida, sin embargo, ahora había madurado todas mis técnicas y me fue más sencillo eludir el peligro. Se veía que las gentes estaban en una etapa de descomposición, todo vestigio de humanidad se aceleraba a su desaparición, cada cierto trecho me encontraba con cadáveres carcomidos y no por animales. Revisé dos de nuestros asentamientos antes de encontrarlos, ya no seguían el patrón de hace dos años atrás. Al ingresar al patio central del asentamiento que se encontraba junto al mar, mismo lugar en el que fueron sepultados mis padres, un murmullo comenzó a oírse, muchos me habían reconocido.

    El sitio se percibía inanimado, un estado de decepción habitaba en cada rincón, las carpas enclenques cubiertas de tierra y la poca movilización me perturbó y me fracturó. Los rostros conocidos estaban demacrados, no había ni un solo niño a la vista, el mar estaba oloroso y teñía todo el ambiente con una sensación de putrefacción. Habían disminuido sin duda en número y estaban atemorizados, alerta, escondidos, expectantes quizás, no se podía apreciar en realidad ninguna actividad. Como el cielo, de un celeste oscuro pastoso y deprimente, así se sentía el alma de mi hermandad, agonizante, en la infinita dejación y abandono de la fe. Omar apareció frente a mí, seguía siendo un hombre fuerte y delgado, el moreno de cabello rizado, corto y ensortijado. Y todavía vestía la misma chaqueta zurcida y las botas negras de cuero. Puso su escopeta spas-12 al lado para abrazarme, yo no supe bien qué hacer. Miré para todos lados buscando a Rolando, pero él no aparecía, cuando estaba a punto de preguntar por él, sus ojos negros y pestañas gruesas se aparecieron entre la multitud, su mirada era de reproche y de profundo dolor. No fue capaz de acercarse y yo no fui capaz de decir nada.

    Omar me invitó a descansar en su carpa, se sentó frente a mí y me observó por largo rato con sus ojos brillosos. Entendí que estaba emocionado por mi regreso y que notaba lo mucho que yo había crecido. Luego, comenzó a explicarme como todo había ido empeorando desde…

    —El hoyo negro del sol. —Le dije, expresando en castellano como lo habían nombrado los mapuche. —Sí, exacto. —Me dijo y continuó:

    —No se puede frenar el peligro, pues día a día aparecen más y más en busca de comida y son capaces de todo. —La anarquía no es el peor enemigo de hombres y mujeres, sino el hambre, pensé. —Teníamos este territorio marcado como proyecto agrícola cuando se calmara la situación, pero esta nueva diabluría que ha exhumado el aliento de los árboles y la llegada del sol nos deja en la incertidumbre. Algunos que llegaron del norte hace muy poco, científicos, a quienes protegemos a cambio de información, nos contaron que la atmosfera es ahora un mapa de zonas irregulares, y esto ha acrecentado la idea de que tal vez nunca más podremos volver a cultivar. Ahora, tenemos comisiones que sólo se encargan de buscar comida enlatada y no perecibles, pero nunca será suficiente.

    —¿Y el agua? —Pregunté con urgencia en mi voz, tenía el estómago apretado, sentía tanta culpa como ganas de remediar todo lo que Omar me relataba.

    —El agua está escaseando en los pozos de los asentamientos, así que estamos planificando la forma de filtrar mayor cantidad de agua salada. —Recordé en ese momento que había lloviznado en mi camino de regreso y la lluvia tenía un sabor ácido, en vez de limpiar y purificar, ensuciaba. Me quedé en silencio meditando por un momento, pero no podía decir nada, mejor era empezar a actuar.

    —¿Me puedo quedar aquí contigo? —Pregunté y él sonrió, dejando entrever las margaritas de sus mejillas.

    —Ésta es tu casa. —Me puso la mano en el hombro y comenzó a salir. Asumió quizás que yo quería estar en soledad. Lo detuve. —Omar, tu viaje, ¿cuándo comenzó?… es decir, ¿me gustaría saber por qué? —Ahora levanté la vista y lo miré a los ojos. El se sentó en su cama y bajó la vista, cómo si buscara en los archivos oscuros de sus recuerdos:

    —Era usual oír de lejos una bomba caer, retumba profundo y te hace vibrar todo el cuerpo, cuando ya te acostumbras ese retumbar no produce temor, sólo se aprietan un poco los músculos y ya… pero aquel día, ese retumbar comenzó a oírse cada vez más cerca, nos hizo alzar la vista hacia el horizonte, se veían varias pilas de humo subir entre el anaranjado nuboso del amanecer. La fila que hacíamos para recoger la ayuda humanitaria comenzó a desintegrarse, la gente empezó a correr hacia todas las direcciones, tomando de la mano a sus seres queridos. Les hice un gesto a toda mi familia, y comenzamos a correr, tomé en brazos a mi hija y mi mujer corrió detrás de mí, mi hermano, su esposa y sus dos hijos corrieron todos de la mano y nos siguieron. Escuchamos como los aviones cortaban el aire y el terror se apoderó de nosotros, ya estábamos entre los escombros, ¿qué más podrían destruir? Fue ahí que lo supimos instantáneamente, venían a matarnos a nosotros. Empezamos a ver como caían las bombas, como todo se pulverizaba a nuestro alrededor, y comencé a pensar en un refugio, ellos me seguían… pero de un momento a otro desaparecieron de mi vista. Mis brazos se adormecían y sacaba fuerzas de flaqueza para poder llevarla, mi hija me gritaba, me decía algo, pero no podía contestarle, no podía entender lo que decía, mi mujer con sus ojos rojos llenos de lágrimas auguraba que no había escapatoria, y al negar con su cabeza me explicaba que mi hermano no había sobrevivido. Divisé a lo lejos una cavidad en la cual podríamos refugiarnos, con un brazo seguí sosteniendo a mi hija y tomé a mi mujer de la mano, pero al correr tuve que sujetar con mis dos brazos a mi bebé, no podía… solté su mano y… nunca más la vi, el polvo, el ruido hizo sangrar nuestros oídos, y en una completa sordera y con los ojos llenos de lágrimas negras logré esconderme. El miedo y el dolor eran indescriptibles, tanto en mi cuerpo como en mi espíritu. Luego todo se oscureció. Cuando volví a despertar, su cuerpo todavía estaba en mis brazos, su sangre bañaba mis piernas, mas, ella se había ido. Cerré mis ojos para dejarme llevar también, pero las horas pasaron, se hizo de noche, y pronto el frío no me dejó pensar, sólo quedó en mí un instinto de sobrevivencia, salí de entre los escombros, y divisé a lo lejos una luz cálida a la distancia, y esperé…—Ahora se detuvo y apretó sus mandíbulas, levantó la vista y me miró serio, endurecido. —…se les fue de las manos, si tan sólo uno de los lados hubiera ganado la guerra.

    —Ese era el lema, un lema imposible: ‘hay que liquidarlos a todos’. —Dije, casi repitiendo lo que había oído muchas veces en mi niñez, siguiendo la intención de Omar, la de no sucumbir en la desesperación.

    —Irónico, pues eventualmente eso fue ocurriendo. Todos fueron siendo eliminados. —Dijo con voz ya cansada. —Creyeron que el mar podría impedir el esparcimiento, pero ya estábamos en el mundo mezcladas todas las razas y cada quién tenía un lugar diferente al cual acudir.

    —Me da angustia pensar que si la guerra no hubiera ocurrido, es muy probable que viviéramos sin distinción de ningún tipo, sin discriminación y tal vez habríamos aprendido a cuidar la tierra. —Dije, ciñó la frente e intentó sonreír.

    —Antes de la guerra había esfuerzos por reciclar y buscar fuentes de energía sustentable… también había proyectos, ideales para terminar con las diferencias. —Escucharlo despertó ese dejo de esperanza que intentaba esconder en lo recóndito. Además, su voz me devolvió a aquellos días en los que crecía todavía junto a mis padres, estaba de regreso en mi hogar.

    —Una sociedad no debiera tener seres bélicos e irracionales… —Asintió meciendo su cabeza de arriba abajo.—… tal vez… —Y me interrumpió:

    —Tú,

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