Arte, el grito de mis heridas
Por Nicole León
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Bienvenidos a una obra que no les dejará indiferentes ni impasibles. Entre las páginas de este libro, encontrarán la autobiografía de la autora, poemas, fotografías y enlaces a producciones audiovisuales creadas por ella misma. Un viaje para los sentidos y las emociones.
«Mujer, tus ojos
mimetizados con las gotas
sumergidas en tu cuerpo.
En tu vientre, mi sangre.
Abre tu boca para respirar,
saca un sonido, no sé si un suspiro.
Ahora soy también parte de tu silencio.
Palabras que se quedaron atrás,
lágrimas permanentes en mis ojos,
delicados cristales por los que veo,
miro hacia adentro y me descubro
olvidada en tu vientre.
¡No me entra vida!
¡Páreme, mujer!
Dame a luz».
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Arte, el grito de mis heridas - Nicole León
Introducción
Son las 2 de la madrugada. Coordenadas: 37° 58' 255 N, 0° 41' 135
O.
Con pies descalzos, estoy adujando cabos y levando anclas. Me encuentro preparada para empezar otra temporada a bordo de un barco.
Me he embarcado nuevamente con el objetivo de ahorrar dinero para mudarme a Madrid y abrirme camino como actriz. Pero, además de trabajar, en este tiempo que pasaré en medio del mar, tengo otra meta: escribir mi autobiografía.
La escritura siempre ha estado presente como mecanismo de autorregulación y desahogo en mi vida, al igual que otros tipos de arte. En este libro he decidido combinar el relato de mi propia historia con creaciones que he hecho a lo largo de mi vida. Los textos que abren cada capítulo fueron escritos durante distintas etapas: se trata de redacciones que hice desde que era pequeña hasta el día de hoy. Aunque no se los mostraba a nadie, los guardaba porque tenía la esperanza de que, en algún momento, alguien se pudiera interesar en estudiar mi cerebro y alma.
A lo largo de estas páginas hay también ilustraciones, fotografías y códigos QR que dan acceso a vídeos que he desarrollado en el contexto de la terapia psicoexpresiva, un recurso que fue fundamental en mi camino. Cada pieza ha vivido un proceso de transformación. Ese fue el caso de las seis muñequitas que dibujé a los 16 y que mantuve en un cajón hasta que, once años después me atreví a darles vida, a animarlas y a ponerles sonidos que hice con mi cuerpo o con objetos.
A pesar de que siempre me he expresado y he elaborado mis traumas por medio de recursos artísticos, negaba la posibilidad de ser yo la autora de mi biografía. ¿Por qué? Porque siempre estuvo más presente en mí la idea del suicidio que de la vida. Sin embargo, sigo de pie —o de rodillas—, existiendo y haciendo arte. Aquí está el relato de cómo logré sobrevivir.
Capítulo 1
Vientre
Mujer, tus ojos mimetizados con las gotas sumergidas en tu cuerpo.
En tu vientre, mi sangre.
Abre tu boca para respirar, saca un sonido, no sé si un suspiro.
Ahora soy también parte de tu silencio.
Palabras que se quedaron atrás, lágrimas permanentes en mis ojos,
delicados cristales por los que veo, miro hacia adentro y me descubro olvidada en tu vientre.
¡No me entra vida!
¡Páreme, mujer! Dame a luz.
Nací en la madrugada del 6 de diciembre de 1994 en una clínica de Quito, Ecuador, en la mitad del mundo. Soy hija de una pareja que se había enamorado, se había casado, me había planeado y me había deseado; sin embargo, llegué a este mundo con el sabor amargo del rechazo en mi piel. Cuando me sacaron del vientre de mi madre elegida para esta tierra —en una cesárea después de que el parto natural no funcionara bien— no lloré. Quizás no quería avisar de que ya estaba aquí. Nací con el recuerdo de la humedad de la selva en mi nariz envuelta entre musgo y hojarasca, arrullada por el sonido salvaje de la tierra. El médico me dio unos golpecitos y ahí liberé el llanto.
Me pusieron junto a mi madre y ella me vio tan pequeña que le dio miedo hacerme daño. No me tocó ni me dio ni un beso por el susto, pero me miró con amor y, sobre todo, con alivio: era una niña y no un varón, como le habían pronosticado a los seis meses de embarazo. El llanto que había derramado durante los últimos tres meses por el temor a que en su interior estuviera creciendo un niño podía disiparse: había sido solo un error. Se dio cuenta de que había hecho bien en aferrarse a la esperanza que la llevó a preparar solamente ropita blanca, verde o amarilla y a llevar con ella el día del parto unos aretes que le dio a mi papá junto al susurro tímido:
—En el caso de que sea mujer.
Mis papás se conocían desde pequeños, desde el año 1974 cuando, durante el partido en que Alemania y Holanda se enfrentaban por el Mundial de Fútbol, los hermanos mayores de mi padre le dijeron si quería ir con ellos a jugar con las vecinas que habían conocido unos días antes. Allí se encontraron por primera vez y comenzaron una amistad que mantuvieron hasta los 13 años, cuando mi padre se mudó y perdieron contacto. Tenían 18 años cuando se reencontraron. Mi padre reapareció en el barrio conduciendo una camioneta que había heredado. Así comenzaron a pasar momentos juntos y, al tiempo, empezaron su noviazgo. Seis años después se casaron y decidieron esperar antes de tratar de tener niños. Pasaron otros seis años hasta que pensaron que ya era hora y dejaron de tomar medidas anticonceptivas. Mi madre rápidamente quedó embarazada. Siempre había pensado que quería ser mamá a los 30 años, y así fue.
Lo que no había pensado hasta ese momento era en la posibilidad de que en su vientre creciera un varón. Siempre se había imaginado siendo la mamá de una mujer y cuando el médico le dijo alegre: «Me parece que tendrán un niñito», sintió que le daban una noticia terrible. Los hombres en su vida le habían hecho mucho daño. Estaba acostumbrada a cambiar de trabajo para terminar con el acoso de algún jefe o compañero, y había sufrido los golpes y palabras duras de su padre mientras crecía.
Durante años me habían ocultado esta parte de la historia, pero yo cargaba en mi memoria y en mi cuerpo toda la tristeza y decepción que habían caído sobre mi madre en los últimos meses de gestación. Pasaron muchos años hasta que pude entender desde cuándo arrastraba ese peso dentro de mí. Durante una sesión de terapia logré identificar el origen y hablé con mi madre para buscar confirmación. Era cierto: me dijo que había llorado amargamente por el hecho de pensarme niño.
Tal vez fue por ese rechazo que sentí que nunca quise nacer y que, desde que estoy en este mundo, sentí el impulso de irme de él. Nací por obligación, forzada con una cesárea; respiré y lloré por obligación, por esas cachetadas que el médico me dio; tuve que adaptarme a este mundo por obligación, aunque siempre sentí que no era mi lugar.
Cuando alguien prende una luz de repente, vienen a mí las imágenes de mi nacimiento. Cuando me sacaron en el quirófano, las luces fuertes quemaban mis ojos. En el vientre de mi madre estaba cómoda, rodeada por un color rojizo, hasta que en un momento el agua empezó a enfriarse y sentí que me habían olvidado. Me sentía incómoda adentro, pero cuando nací me sentí más incómoda aún.
Desde pequeña me parecían extrañas las normas que debíamos cumplir: no entendía por qué había que ponerse zapatos y hacía todo lo posible para estar descalza; me gustaba sentarme en el suelo y no en las sillas; las palabras se me hacían difíciles de aprender y los nombres —sobre todo el mío— me parecían ridículos.
Tengo una tristeza profunda que me acompaña, no sé si viene por herencia de mi familia o de otras vidas, pero lo que sí sé es que ese rechazo que experimenté en el vientre me llevó a estar siempre pendiente de tener el cariño de otros y me produjo un miedo implacable a perderlo. Por las noches, antes de dormir, de pequeña, le gritaba a mi madre:
—¿Me quieres?
Solamente cuando escuchaba su «sí» largo que retumbaba en los pasillos hasta llegar a mi cama podía dormirme tranquila.
Mi padre siempre está bromeando, es muy simpático y tiene una risa fuerte. Cuando algo le causa gracia la explosión de alegría se escucha desde lejos. Él es altruista y generoso, capaz de quedarse sin nada con tal de que las personas que tiene cerca estén bien. Es muy confiado y siempre ve lo bueno de las personas, pero también es muy perfeccionista y exigente con su trabajo y con él mismo. Cuando yo era pequeña era una persona estricta, muy estructurada y testaruda.
Mi madre es despistada y sensible. Siempre hizo las cosas a su manera. Además, es tímida y por eso a veces la gente piensa que es arrogante. Siempre fue muy espiritual.
Mis padres vienen de familias muy distintas. Ambos son los primeros hijos, pero cada uno tiene un rol distinto en su familia. Mi padre es visto como un ejemplo, es alguien que ha hecho siempre lo que esperaban de él; mi madre, en cambio, es vista como alguien especial, como el alma sensible de su familia, algo que no siempre —al menos no para todos— es considerado una virtud.
En la familia de mi madre, mi abuelo y mi abuela viven juntos, pero en cuartos separados. En la familia de mi padre, en cambio, están todos muy unidos, pero bajo la norma de hacer siempre lo que quiere el hombre de la casa.
De pequeña, en las visitas a mis abuelos encontraba los contrastes más grandes que jamás había visto. En el hogar de mis abuelos maternos he sentido hambre; en cambio, en la casa de mi padre siempre había primer plato, un segundo y postre. La casa de la familia de mi mamá tenía problemas edilicios, faltaban cosas, siempre había un poco de caos; mis abuelos paternos, en cambio, tenían todo en abundancia y todo allí estaba todo organizado y muy limpio.
Cuando nací pasé un tiempo en el hospital hasta que mis padres pudieron llevarme a casa. Fuimos a vivir a un edificio en Quito. Tiempo después quisieron darme un hermano, pero mi madre tuvo un aborto, se asustó y ya no lo intentó más. En ese apartamento crecí y viví con mi padre y mi madre todas las cosas —las cotidianas, las formativas y las más duras y desgarradoras— que hoy, después de años de silencio, he decidido relatar.
Capítulo 2
El deseo de volar
Hace unos años atrás nació una bebé que no lloró cuando salió del vientre de su amada mamá.
En su niñez tuvo los sentimientos a flor de piel.
Le costó mucho aprender a comunicarse, pero el contenido de sus poemas
dejaba asombrados a los demás.
En los últimos años de su niñez y al principio de su
[adolescencia
empezó a callar.
Con miedo, apenas sonreía.
Las lágrimas congeladas rozaban permanentemente su
[rostro
con ardor, pues las palabras atoradas estaban en su
[garganta. La gente la miraba sin preguntarse por la dulzura de su
[llanto.
Un día tuvo la necesidad de volver a hablar.
Para entonces, ya había olvidado lo que tanto le había [costado aprender. Pues ahora su alma se cuestionaba aún más el significado y la pronunciación de las palabras. Ella decidió expresar sus sentimientos a través de su mirada, de una caricia,
del baile y de sutiles sonidos que salían de su interior. Llego el día en que, con los ojos cerrados, la boca
[entreabierta se quedó. Todos los que la visitaban se llenaban de purificación. Ella los veía perfectamente, sabía cómo eran y qué [amaban.
En este estado permaneció unas décadas más
y su mente relató esta historia que finalizó con un suspiro, levantando sus brazos, porque el lugar donde soñó estar la estaba esperando para ser coloreado.
Los recuerdos de mi infancia empiezan, como para la mayoría de las personas, a los cuatro o cinco años, pero en mis memorias no abundan precisamente los juegos divertidos sino las sensaciones grises que siempre me acompañaron. Desde esa edad recuerdo tener el deseo de volar de este mundo o de volverme invisible. A veces, solo deseaba la muerte para desaparecer; otras, fantaseaba con morir y resucitar para ver si la gente me había llorado y, de ese modo, saber si me querían.
Sentía una sensación de extrañeza y de no pertenencia a este mundo que se volvió más profunda y angustiante cuando empecé mi camino escolar en la Escuela Cristiana Academia Victoria. Era muy tímida y no podía relacionarme con mis compañeros, me sentía más cercana y parecida a los animales que a los otros niños. Detestaba usar calzado y, cuando nadie me veía, hacía un hueco en mis zapatos para que mi pie respirara. A veces, en lugar de hablar, hacía gestos o gruñidos y no sé si los maestros se asustaban o preocupaban o enojaban, pero fuera lo que fuera que sintieran, me hacían notar su desprecio.
Mi mente volaba, no podía poner atención a lo que enseñaban en clase. No lo hacía a propósito o porque no quisiera aprender, sino porque no podía. Todo me abrumaba y me resultaba artificial y pesado. Empecé a tocarme y descubrí que esa sensación me ayudaba a lidiar con la frustración que sentía a menudo. Cuando me encontraba muy incómoda, angustiada o sola, me masturbaba sin parar. Al principio, lo hacía en mi casa, pero luego comencé a hacerlo en la escuela, delante de mis compañeros, en cualquier momento en el que mis emociones se volvían demasiado espesas.
—¿Qué haces? —dijo una vez