Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Sobrevivir... A la vida y al cáncer
Sobrevivir... A la vida y al cáncer
Sobrevivir... A la vida y al cáncer
Libro electrónico266 páginas4 horas

Sobrevivir... A la vida y al cáncer

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

«… me desperté a mitad de la noche y vi cómo por la ventana entraba la muerte… No, no se trata de una broma, no estaba dormida, se trataba de la imagen típica de la muerte, esa que podemos ver en las películas, allí estaba con su capa negra, con su cara desencajada (…) tenía miedo, pero
por alguna razón o algún tipo de conexión neuronal de mi cerebro, de repente el temor se disipó. Me enfadé y dije: ‘¡No es mi hora, aléjate de mí, no voy a dejar que me toques siquiera con un dedo, vete, lárgate o te tiro abajo si hace falta, pero no pienso irme contigo!’». Con la fuerza de sus convicciones, Lu, como la llaman sus seres queridos y sus amigos cercanos, le dio un giro a su destino.
Esta historia relata los obstáculos que debió sortear una joven mujer diagnosticada de cáncer, cuyas relaciones de pareja le habían devuelto solo menosprecio y descalificaciones a su amor incondicional. El calvario del deterioro físico y mental que ella remontó con tenacidad y constancia cuando nadie le daba respuestas ni le resolvía las secuelas que le habían dejado los tratamientos a los que había debido someterse. El modo en que supo recuperar las riendas de su vida poniendo su energía en organizar grupos de sostén e información sobre problemas oncológicos, dedicándose a sanar su cuerpo y su propia autoestima y a explicar a otras personas cuáles son los pasos cruciales para lograrlo. 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 jul 2023
ISBN9791220144179
Sobrevivir... A la vida y al cáncer

Relacionado con Sobrevivir... A la vida y al cáncer

Libros electrónicos relacionados

Biografías y memorias para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Sobrevivir... A la vida y al cáncer

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Sobrevivir... A la vida y al cáncer - Lucia Blanco Mon

    Que felices somos en la ignorancia

    Nací en Sandiche, un pueblito de la provincia de Asturias que hoy parece deshabitado, unas pocas casas puestas sin más, sin supermercado y con una estación de tren que no tiene mucho uso. No es una exageración, hasta el año 2015 tenía unos 62 habitantes en total y si buscas información en Google casi ni la encuentras. Pero en mis tiempos, en ese pueblo había dos bares y estaban llenos. La gente cogía el tren para ir a vender en el mercado del poblado vecino. No hacían falta permisos, ni declaraciones, ni tanto papeleo, así que todo era más fácil, pero también más duro. Mi abuela se levantaba de la cama, sabe Dios a qué hora, cogía el goxu (así se llamaba el cesto de paja que utilizaban) se lo ponía en la cabeza y se iba al otro pueblo a vender porque si no vendía, no podría comprar comida. Cómo explicarlo, la leche en un pueblo siempre está disponible, pero las vacas que te la dan también tienen que comer, así que estábamos en las mismas… todo es parte de un ciclo que se repite, claro siempre podrás comer un par de huevos con patatas fritas, aunque eso depende de cuántos hermanos tengas.

    Mi abuelo trabajaba en el ferrocarril, mientras que mi padre, sus hermanos y hermanas tenían que trabajar si querían comer. Eran muchos, así que esa era una buena forma de decidir quién merecía más la comida… era el que trabaja y así no había dudas, ni peleas, ni discusiones. Todos lo sabían y lo respetaban, así que todos trabajaban, las mujeres a cuidar la casa, las vacas, hacer la comida y alguna afortunada, a lo mejor, podía estudiar un poco. Sí, un poco, porque había un colegio de monjas para niños sin recursos, pero o les pagabas o

    no te dejaban estudiar. De algún modo, los pobres eran considerados seres inferiores, gentuza… digamos que para estudiar estaban los ricos. Se conseguía dinero como se podía honradamente, eso sí, había un poco de picaresca vale, pero era para sobrevivir.

    Una parte de la familia que se había ido a América mandaba lo que podía. En mi casa, abrigos de piel que mi abuela usaba como mantas hasta que estaban tan estropeados que los tiraba al río. Sí, ese era el cubo de la basura. A lo mejor algún día en algún fondo marino me encuentro una manta de mis antepasados.

    La vida en América debía de ser distinta, porque mientras mi abuela y las otras señoras del pueblo bajaban corriendo a recoger el carbón que se caía del tren (si, de vapor) para poder calentarse en casa o venderlo en el mercado, en América vestían abrigos de piel. ¿Eran felices? No lo sé, no había tiempo para planteárselo. Solo había que trabajar, cocinar, dormir, trabajar, cocinar, dormir -sea cual fuese el orden-, esa era la rutina. Mis tíos fueron haciendo su vida como podían porque el ambiente en casa no era muy adecuado para vivir serenamente. Mi abuelo tenía problemas mentales, problema que, sumado a las costumbres de la época, significaba que mi abuela pagaba siempre los platos rotos.

    Cuando mis padres llegaron a la adolescencia, hubo algunos cambios positivos con respecto a la que habían tenido de mis abuelos. Por ejemplo, salían los domingos a bailar, no siempre, solo cuando no había que trabajar. Uno, cada dos o cada tres semanas; es así como se conocieron y así fue su cortejo durante años. Mi padre trabajaba toda la semana para poder comer, mi madre estudiaba, se encargaba de su hermana pequeña y de los quehaceres de la casa porque mis abuelos maternos trabajaban; así que podría decirse que era una relación de algún domingo de vez en cuando con la oposición de mi abuela, por supuesto.

    Supongo que, como toda madre, mi abuela pensaba que su hija, mi mamá, tenía que encontrar algo mejor. Mi padre venía de una familia muy pobre, qué futuro podía esperarle con ese muñeco, decía… Y es que papá era muy guapo y muy listo. Mi madre continuó su relación con él, hasta que un día pasó lo que pasaba en aquella época… quedó embarazada, así que mi abuela, que aún no se reponía de la bendición, se apresuró a organizar una boda antes de que se enterase Dios, que es pecado y la gente habla; así se resolvían las cosas. Menuda boda, mi abuela eligió el vestido, el día, el lugar, dónde iban a vivir, adónde irían de viaje de novios (las tradiciones mandan aun en casa del pobre) y hasta el banquete.

    Obviamente, la opción de mi abuela era que viviesen en su casa, no podía ser de otra forma, de esta manera lo tendría todo controlado; pero mi padre siempre fue un rebelde y no olvidemos que tenía 19 años… Bendita juventud, así que muy feliz no estaba. Las normas en casa de mi abuela eran muy claras: ella manda y todo es pecado, no se puede hablar mal, no se puede cerrar la puerta de la habitación, ella decide sobre sus vidas y sobre la vida de la niña que viene en camino, así que no era nada fácil acoplarse a las reglas.

    Unos meses después de que mi hermana naciese, mi padre, como era de esperar, no aguantó más y decidieron dejar la casa… ¿Pero a dónde vais a ir, alma de cántaro, si no tenéis una peseta? Pues bien, la alternativa de ir a casa de mis abuelos paternos no era la mejor así que, inicialmente y con sus limitados recursos, encontraron una casita que pagaban a duras penas, pero los gastos comenzaron a ahogarles y tener una niña pequeña les dificultaba tanto la situación que decidieron no arriesgarse, así que acabaron yéndose con ellos. Imaginaos la situación, mi madre se encontró en un pueblo desconocido, con una familia de la que sabía muy poco y con una niña de apenas un año. Mientras tanto, mi padre estaba en la mili, el servicio militar obligatorio que había aún en España en los 80, que implicaba irse a otra provincia por unos cuantos meses. Debo decir que por las fotos que tengo y por las historias que me han contado, no parece que mi padre se lo pasase muy mal allí, sin embargo, me imagino que la situación para mi madre era diferente, seguramente ella se sentía sola y perdida. Cuando mi padre finalmente regresó, su vida se centraba en trabajar para conseguir ahorrar y tener un futuro mejor o, mejor dicho, darnos un futuro mejor, porque no tardé en aparecer yo.

    Tres años después de mi hermana, nací yo. Siempre pensé que había sido ella quien me había pedido a la cigüeña, siempre creí que yo había sido buscada conscientemente; hasta que un día, cuando ya tenía 20 años, a mi padre se le escapó que a la primera no la quería y a la segunda, tampoco… Vaya, mi gozo en un pozo, yo también llegué sin querer. De alguna forma lo entiendo… ¡sorpresa, otra boca que alimentar, otro gasto, otra preocupación! Para colmo de males, mi hermana, que siempre había sido muy tranquila, también se vio afectada con mi llegada… la pobre sabía que cuando yo dormía debía permanecer callada, no podía despertarme. Pues vaya plan, ella que quería una hermana para jugar y terminó sin poder expresarse, digamos, agobiada por las circunstancias.

    Por alguna razón, de esa época guardo muy pocos recuerdos, parece injusto que también se borren de la memoria los que pudieron ser los mejores. Sin embargo, mi madre, que tenía que salvaguardar su salud mental manteniéndose ocupada se pasaba el día haciéndonos fotos, grabándonos en cintas de casete y escribiendo en una libreta todas nuestras ocurrencias. La llamamos la libreta de las tonterías. Nuestra vida era jugar, estar todo el rato en la calle, lloviese o nevase. Íbamos a casa de mi tía a buscar la leche y era toda una aventura; solo en eso ya pasábamos la mañana. Luego era comer, dormir la siesta y otra vez afuera, a ver qué se nos ocurría para jugar por la tarde. Jugar debería ser la normalidad para cualquier niño, pero cuando te haces adulto entiendes que no todos corremos con la misma suerte.

    Esa era nuestra realidad, mi realidad; la de mi madre en cambio era diferente. Ella nos mantenía fuera de esa casa el mayor tiempo posible para no escuchar los gritos de mi abuela, para no ver a mi abuelo tirado en el banco de la cocina, arrepentido por lo que hacía y diciendo que nadie le quería. Un poco también para que no nos diésemos cuenta de que por las ventanas de nuestra habitación entraba el agua, para que no notásemos que para poder bañarnos en invierno tenía que coger la nieve y derretirla porque las cañerías se congelaban y no teníamos agua corriente en casa, en conclusión, para mantenernos en la ignorancia y evitarnos el sufrimiento.

    De hecho, nosotras éramos felices. Dormíamos los cuatro juntos en una habitación hecha por mi abuelo con unos cuantos ladrillos, mi hermana y yo en literas y mis padres, en su cama pegada a nosotras. Qué intimidad para una pareja, ¿verdad? Esa circunstancia, como muchas otras, me hicieron pensar siempre que más que una pareja fueron compañeros de batalla, pero no me adelantaré a los acontecimientos.

    Momentos felices pero fugaces

    Recuerdo pocas cosas de mi infancia, pero no olvido los domingos por la mañana cuando papá estaba en la casa. Me despertaba en mi litera, me tocaba la de arriba y como buen perico que soy, miraba hacia abajo y allí estaba él, entonces sin pensarlo dos veces, me le lanzaba encima y pensaba (en mi inocencia) que el grito y la mueca de dolor que hacía eran una broma. Hoy entiendo que no lo era y que le dolía, pero así era yo; me lanzaba a por mis mimos, que luego no tenía más hasta el siguiente domingo y es que mi hermana y mi madre no eran nada cariñosas, mi abuela tenía muchas cargas que sobrellevar y a mi abuelo lo veíamos poco, así que papá era mi refugio. Toda mi infancia me pregunté por qué no me querían. Recuerdo que, cuando deseaba un beso o pedía un abrazo, me decían que era muy pegajosa y muy pesada. Así que cuando llegaba papá me iba corriendo a sus brazos a decirle que eran unas perras, que me trataban mal. Perdón por la palabra, pero es que en mi pueblo no había filtros. Fue, de hecho, una de mis primeras palabras.

    Cuando cumplí tres años nos mudamos. De aquello solo recuerdo haber ido en una furgoneta con nuestra lavadora de Otsein y haber aparecido en una casa entera para nosotros cuatro. Teníamos hasta un patio para jugar, ¡qué lujo! Los charcos de la habitación por la humedad no me importaban, teníamos una cocina, una salita y ¿¿os he dicho que teníamos un patio?? ¡un patio! Era felicidad pura, aunque los motivos que nos llevaron a ella no lo fuesen. El hecho que había motivado a mi padre a mudarse fue que una de las locuras de mi abuelo fue en contra de mi hermana que para aquel entonces tenía seis años, no hubo violencia física, pero el hecho fue suficiente para que en papá surgiera su lado de león protector y nos sacase de allí. Ese día también se acabó el vivir entre gallinas, conejos, vacas y naturaleza, algo que disfrutaba, pero de todas formas ese año me tocaba empezar el colegio, así que no tendría tanto tiempo libre como hasta entonces, mi hermana, en cambio, había iniciado el colegio tres años antes. El tiempo que ella estaba en clase era mi tiempo de hija única, mi tiempo de tener a mamá solo para mí. Lástima no recordarlo.

    La dura realidad 

    Para la mayoría el colegio es de las mejores experiencias. No fue mi caso. Sinceramente el cole era una mierda: yo no quería jugar con los demás niños, no quería estar con todos aquellos desconocidos, así que estaba tras la profesora todo el rato. Para mi desgracia ella también me decía que era una pesada y que me fuese a jugar. Pero yo no quería jugar, quería ir con mi madre a por la leche, quería ir a ver las vacas, ir a coger los huevos al gallinero del vecino, quería volver a mi normalidad, pero eso se había acabado; ahora tenía que estar en un aula encerrada todo el día con un montón de niños desconocidos. Además, por la tarde en casa, el tiempo no daba para mucho. Salíamos de la escuela a las 16:30 y en el invierno a las 18:00 ya era de noche, ¿qué podíamos hacer?

    Los fines de semana tampoco tenían mucha gracia, pero sin duda era una opción mejor que ir al colegio, los sábados íbamos a la misa porque si no mi abuela se enfadaba y, aunque en mi padre ella no tenía ningún efecto, en mi madre seguía mandando. De hecho, los domingos íbamos a comer a su casa, sin duda la mejor carne guisada con patatas redondas. ¡Nunca habrá un plato más rico en la vida! Mi abuelo materno era un grandullón simpático y cariñoso, yo siempre estaba sentada en sus rodillas y él siempre tenía una sonrisa. Mi abuela, en cambio, nunca me quiso… ni a mi madre, que mi madre había sido su oveja negra, cómo decirlo, las otras dos hijas, sus hermanas, habían estudiado, pero mi madre suspendía matemáticas y para rematar se quedó embarazada a los veinte años. Una pecadora, sentenciada de por vida…

    Los adultos piensan que no notamos ciertas cosas, pero yo, a mi corta edad, sabía que a mi madre no la trataban nada bien y yo en aquella época únicamente quería estar con mi madre cuando salíamos de casa. El resto de las personas estaban fuera de mi zona de confort y además me parecía demasiado a mi padre y mi padre era un rebelde que no obedecía a mi abuela, así que yo también estaba sentenciada. A diferencia de mí, mi hermana era de tez clara y pelo castaño. Yo era de la otra raza como decían ellas, más bien morena como mi padre y también rebelde por no someterme a ellas. No olvido un día en que mis padres asistieron a una boda y nos dejaron al cuidado de mi abuela, en particular recuerdo la sensación de abandono al ver a mi madre salir por la puerta… Estuve llorando hasta que volvió y mi abuela no quiso quedarse conmigo nunca más; mejor, yo tampoco quería permanecer con ella, porque a mi hermana la adoraba, pero era muy evidente que por mí no sentía lo mismo.

    ¿Y el resto de la familia? Pues bien, de las hermanas de mi madre, mi tía mayor no hablaba mucho, no mostraba ningún sentimiento ni por nosotras ni por nadie, parecía que se sentía superior a mi madre. Mi tía pequeña en principio parecía diferente, pero con el paso de los años se fue transformando hasta formar parte de su juego. Imaginaos el aquelarre, mi abuela a la cabeza, ellas detrás y finalmente mi hermana. ¡Sí, a mi hermana consiguieron convertirla! Por razones más que obvias mi padre no pisaba aquella casa ni de broma, así que mi madre y yo quedábamos solas ante esa jauría y todo el rato que estábamos allí solo escuchaba cosas malas sobre mi padre. Es increíble cómo la energía de algunas personas puede consumir a la de otras. Mi abuelo no podía defendernos porque ellas eran mayoría. De esta manera y poco a poco se fue apagando su alegría. ¿Cómo podía yo querer a personas que trataban tan mal a mi padre y a mi madre?

    Por el lado de mi padre, mi abuela, años después de irnos de su casa del pueblo, fue rescatada por una de mis tías, pero a pesar de todo lo vivido, era una señora tan buena, tan alegre, tan cariñosa. Con ella sí me sentía querida, pero mi madre, por sus problemas con mi padre, no quería pasar tiempo con su familia porque se sentía juzgada por lo cual no pasábamos tanto tiempo con ellos.

    Sin duda las relaciones de familia son complejas, podría decirse que un poco extrañas. A estar con la familia de mamá íbamos obligados por ella, aunque ni ella estaba cómoda allí, mientras que con mi familia paterna las visitas eran forzadas por mi padre, pero claro él tenía muy poco tiempo, así que las visitas eran muy reducidas, esto hacía que los miembros de su familia fuesen casi unos desconocidos para nosotras.

    De los esfuerzos y las carencias 

    En toda familia existen capítulos de abundancia y de sequía económica, al menos eso creo. En nuestro caso la situación económica y el afán de mi madre por ahorrar (empeño que en aquel momento no entendía) hacían que nuestra vida después del colegio no fuese interesante. Yo recuerdo que todos los niños de mi escuela celebraban sus cumpleaños en casa o en la hamburguesería e invitaban a toda la clase. No era nuestro caso, nosotras ni siquiera podíamos ir a sus fiestas porque no había dinero para hacerles el regalo, que era la entrada obligatoria. Nuestros cumpleaños eran con la abuela y con la tarta de galletas hecha por mi madre, nuestra única invitada era Elilia, una señora cubana vecina de mi abuela que vivía con su marido y no tenían hijos ni casi familia aquí. 

    Mi abuela, como buena samaritana con los de afuera, siempre la incluía en las celebraciones familiares y nos obligaba a ir de visita. Recuerdo su casa llena de elefantes y de símbolos budistas, era otro mundo para nosotras, qué gente más rara, pensaba yo de pequeñita, pero era muy aburrido. Ir a visitar a una señora a sentarte dos horas en un sofá de piel y escucharlas hablar de la vida de adultos. ¡Qué pena no haber podido disfrutarlos de mayores! no haber podido preguntarles sobre su interesante vida, no haber sabido ser unas buenas nietas para ellos que estaban solos y nosotras habríamos ganado dos abuelos. Pero las cosas en la vida suceden cuando suceden y no podemos cambiarlo. Elilia falleció cuando éramos muy pequeñas, tanto como para casi no sentir pena, solo una sensación extraña porque una persona había muerto en la vivienda de al lado de mi abuela. 

    Tampoco había dinero para actividades extraescolares, no había dinero para una mochila como la que llevaban las otras niñas, ni para unos playeros bonitos, la ropa era heredada de alguna prima y si nos quedaba grande se remangaba. Pienso que por esta razón en el colegio éramos marginadas, yo quizá un poco más que mi hermana, porque en su clase había más igualdad económica. Siempre he pensado que a mí debió tocarme la clase de las ricas, todas mis compañeras iban a gimnasia rítmica (yo no porque no había dinero ni para un maillot ni para ir a las competiciones), todas celebraban sus cumpleaños, todas iban a las excursiones… la excepción era siempre yo, y en esa dinámica crecí.

    Era diferente en todo…

    No se trataba únicamente de una cuestión monetaria (aunque no sé si eso influyó) o si es que yo era realmente diferente en todo. Por ejemplo, todas llevaban melena y yo no podía porque mi madre no me lo permitía… Luego era imposible desenredarnos el pelo, decía; así que toda la vida de coleta y ni en eso podía rebelarme, hasta en eso tenía que ser diferente. No sé cómo, pero todas tenían alguna aventura que contar los lunes. Iban a competiciones de gimnasia, iban a algún sitio con sus padres. Yo iba a misa a escuchar a un señor que todos los sábados nos contaba lo mismo. Hoy día aun os podría dar una misa entera porque me la sé de memoria. Quiero aclarar que nunca sufrí ningún tipo de violencia, sin embargo, eso no fue necesario para que desde muy chica me sintiera fatal. Se reían de mí, me apartaban en las actividades del colegio. Sí, fui víctima de bullying.

    No todo era terrible, menos mal que tuve a Carla, mi única amiga. A diferencia de mí, ella sí tenía dinero; era la hija de la profesora, así que solíamos tenernos la una a la otra. Podría decirse que ella era excluida del resto por ser hija de quien era, pero para mí Carla era mi salvación. Lo mejor de todo es que rara vez faltaba a clase, salvo por alguna gripe y entonces ese se convertía en el peor día de mi vida. ¿Apego emocional? Sin duda… recuerdo que le suplicaba a mi madre que me dejara quedarme en casa cuando ella enfermaba, pero claro, no colaba. Muchas veces me pregunté ¿qué más da no ir un día, si era buena estudiante?, además era la preferida de los profesores porque atendía a la clase y no abría la boca en toda la mañana, lo que me hacía ser aún más odiada por mis compañeras, pero para mi madre que yo quisiera quedarme en casa era solo un capricho, ella no entendía que ese día que pasaba sola se convertía en un infierno, solo la ansiedad de estar pensando que al día siguiente tenía que estar en el colegio sin Carla me consumía, además sabía que estaría sola en el recreo porque los profesores te obligaban a salir. Nadie podía quedarse en el aula y esa media hora de receso se me hacía eterna, el patio era como una jungla, las niñas de mi clase jugaban a perseguir a los niños que escapaban. Perdón, pero no lo entendía, ¡qué juego más absurdo! Yo quería jugar a las canicas, a las muñecas, a pintar con tiza y solo Carla me entendía. Lo positivo era que los niños no me trataban mal, solo ellas (un grupito). El resto de la clase era como un planeta desconocido y me generaba miedo.

    Lo duro que es crecer 

    Cuando tenía seis años finalmente nos mudamos de aquella casa que, aunque para mí no tenía nada de malo, no era de lo más habitable a causa del agua que bajaba por las paredes y dejaba charcos en toda la habitación. Gracias al esfuerzo de mis padres y sus ahorros, pudieron comprarse un piso nuevo más cerca del colegio… y el esfuerzo fue muy grande porque a pesar de que el piso costaba 4 millones de pesetas oficialmente y les concedieron hipoteca, el constructor pedía otros dos millones en B. Y si no podías pagar, entonces era tu problema, ya habría otro que sí podría.

    Inicialmente, mi hermana y yo compartíamos habitación y teníamos una habitación más pequeña para los juguetes. Sí, teníamos muchos juguetes porque mi tía mayor, que tenía una buena posición económica, era la que nos compraba los juguetes en

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1