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La verdad
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Libro electrónico257 páginas3 horas

La verdad

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Podría ser la tuya...

Una historia estremecedora en la que la autora desnuda su alma en un increíble viaje entre pensamientos y emociones. En busca siempre de la VERDAD y de la comprensión de los traumas vividos, la autora consigue transformar esas experiencias, tomándoselas como un aprendizaje y una oportunidad nueva para reinventarse, superarse y seguir adelante.

En el emocionante recorrido de su vida encontró respuesta a un sinfín de preguntas. ¿Y si todo fuera mentira? ¿Y si no interesara que se supiera que ese estado de dicha, paz y bienestar indescriptible fuera el estado normal del ser? ¿Y si el estado natural es el de estar enamorado de la vida, de uno mismo y de los demás? ¿Y si pudiéramos acceder a otras dimensiones y pudiéramos encontrar el camino de regreso a casa? ¿Ysi pudiéramos vivir en el reino del cielo, aquí en la Tierra?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 ene 2021
ISBN9788418238680
La verdad
Autor

Inés Gil

Inés Gil es utora, integradora social y coach. Estudió Técnico Superior en Integración Social. Siempre impulsada por el crecimiento personal y espiritual, años más tarde hizo una formación de Experto en Coaching Personal y Ejecutivo Nivel Excellent. Es A.P.I. colegiada y actualmente se dedica al asesoramiento inmobiliario.

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    La verdad - Inés Gil

    Introducción

    Me ha costado mucho darle un sentido a mi vida y a todo lo que pasaba en ella hasta que me he dado cuenta de que no se trata de entender, sino de aceptar. Todo es hermoso, todo está bien y lo que te ocurre es justo lo que necesitas experimentar en ese momento de tu vida para poder aprender, madurar y crecer como persona. Y lo más grande es que, cuando empiezas a aceptar, comienzas a comprenderlo todo.

    Toda mi vida, desde que tengo uso de razón, he sido una buscadora empedernida. Siempre he estado haciéndome preguntas e intentado conocer las respuestas. Unas las he encontrado, otras las hallaré en el camino y supongo que algunas de ellas no las conoceré jamás, al menos, en este mundo.

    Desde muy jovencita fui encontrándome con situaciones complicadas. No sé si me tocaba, si me lo buscaba o si era lo que necesitaba para llegar a ser quien soy. Yo quiero creer que fue esto último. Quizás sea porque es algo inherente en mí o por las experiencias difíciles y la vida nada corriente que he vivido, pero hay una fuerza que me mueve y me dirige una y otra vez en busca de conocimientos y sabiduría.

    Este libro no pretende ser una biografía, y esa es la razón por la que no detalla cada momento de mi vida, simplemente narra lo que para mí fueron las duras situaciones que me han llevado a ser la persona que soy hoy. Lo que realmente quiero es contar el proceso, el aprendizaje que para mí ha supuesto cada una de esas experiencias vividas, esas bendiciones que en un principio parecieron desgracias y más tarde resultaron ser oportunidades.

    Una infancia difícil

    Yo juzgué que mi infancia fue terrible, muy difícil o, al menos, así lo viví. Mi madre era muy joven, tan solo tenía diecisiete años cuando me tuvo a mí. Dulce, cariñosa y protectora, nos demostraba siempre su amor incondicional. De personalidad totalmente contraria era mi padre, que tenía once años más que ella. Él, en cambio, era una persona autoritaria y rígida que no sabía cómo dar cariño a los demás. De hecho, nunca nos manifestó sus sentimientos.

    Soy la mayor de tres hermanas. Marian era la segunda, nos llevábamos tres años y medio, y después llegó Elsa, la pequeña, siete años menor que yo.

    Mis padres estaban todo el día trabajando, pues según ellos la vida era muy dura y había que ganar dinero suficiente para sobrevivir. Mi padre regentaba un bar en el que permanecía todo el día y también la noche, porque se quedaba de fiesta con los amigos.

    Mi madre se encargaba de nosotras y de la casa y a su vez trabajaba de seis de la mañana a cinco de la tarde en el bar, por lo que en realidad le quedaba poco tiempo para dedicarnos. Recuerdo que mi hermana Marian y yo pasábamos las tardes jugando con las muñecas mientras mi madre limpiaba y preparaba la cena.

    Fui una niña muy buena y muy aplicada en el colegio, sacaba matrículas de honor. Mi madre estaba muy orgullosa de mí, pero mi padre, ¡ay, mi padre!, no me hacía ni caso. Yo creía y sentía que él no me quería, y por ello tenía un vacío dentro de mí y un sentimiento de carencia muy grande por su falta de cariño.

    Una noche, cuando yo tenía unos siete u ocho años, estaban televisando un partido del Real Madrid, equipo del que mi padre era un seguidor empedernido. Mi hermana y yo estábamos saltando y riendo en el sofá a su lado. Él nos decía que nos calláramos, pero como niñas que éramos y animadas como estábamos, seguimos jugando sin hacerle caso. De repente, se levantó y me pegó un guantazo que me dejó toda la mano marcada en mi cara. Yo me quedé desconcertada durante unos segundos y luego salí corriendo a encerrarme en mi habitación. Esta experiencia fue la primera que recuerdo como un antes y un después en mi vida, al menos, de forma consciente.

    Desde ese momento, el sentimiento de que no me quería se acrecentó aún más dentro de mí. Por si fuera poco, siempre escuchaba gritos en casa: mi padre le decía unas cosas horribles a mi madre, le faltaba el respeto y la insultaba, y seguidamente pegaba un portazo y se marchaba. Recuerdo que Marian tenía pesadillas todas las noches y venía a mi habitación a pedirme que la dejara dormir conmigo. Juntas nos apretujábamos en esas camas de noventa centímetros de la época. Yo también tenía miedo, por eso había escondido alguna sartén debajo de la cama.

    La mala relación de mis padres y ver lo mucho que afectaba aquella situación a mi madre me provocaba una creciente confusión que empezó a originarme problemas emocionales. Mi desarrollo estuvo marcado por la inseguridad, puesto que todo aquello me generaba incertidumbre, me desestabilizaba y me angustiaba. El sentimiento de carencia respecto a la figura ideal de padre que yo ansiaba, tan distinta a la realidad, me causó problemas de conducta que de alguna manera eran un escudo para protegerme de mis más profundos sentimientos de abandono, miedo e infelicidad.

    Marian lloraba todos los días cuando mi madre la dejaba en el colegio y una profesora le aconsejó un cambio de centro. Con once años, mi madre nos cambió de escuela. Yo me rebelé porque me había alejado de mis amigos sin que pudiera siquiera opinar. Así que mi sentimiento de carencia siguió en aumento; ahora también me faltaban mis amigos. El resultado no se hizo esperar: dejé de interesarme por los estudios y, por consiguiente, ya no sacaba tan buenas notas.

    A esa edad empecé a encontrarme mal. Todo lo que comía lo vomitaba y me dolía horrores la barriga. Mi madre me llevó al médico y su respuesta fue que estaba empachada, que tomase arroz hervido y que en unos días se me pasaría. Sin embargo, los días transcurrían y cada vez estaba peor; seguía vomitando y ya no podía andar derecha, iba completamente doblada, cogiéndome a las puertas y muebles para poder andar. Tenía un mal presentimiento y se lo dije a mi madre:

    —¡Mamá, me voy a morir!

    Por suerte, no fue así.

    Me llevó a urgencias y, una vez allí, me mandaron directamente al hospital de Barcelona, donde me salvaron la vida. Pasé tres días de interminables pruebas, tubos por todos lados y análisis de todas clases, pero los médicos no encontraban lo que tenía. El tercer día por la noche, en esa habitación hospitalaria con mi madre, empecé a decir que veía una luz muy brillante y hermosa, y seguidamente le describí, una tras otra, las mariposas de colores que veía por toda la habitación.

    —Mira, mamá, qué mariposa lila tan bonita hay encima del armario. Mira esa otra amarilla, al lado de la ventana. Mira la azul, que está en el techo…

    Ella se asustó muchísimo y salió corriendo en busca del médico, que estaba acabando ya su turno. Tras examinarme, el médico le dijo que yo estaba delirando y que me abrían para ver lo que tenía o me perderían. Y que no había casi tiempo para esperar el cambio de turno, que si no lo hacían rápidamente, no lo contaría. Mi madre no lo dudó ni un instante.

    El diagnóstico fue peritonitis, una perforación del apéndice que podría haber sido mortal. Ese médico me salvó la vida. Estaba claro que mi momento no había llegado.

    La recuperación fue muy lenta, estuve mucho tiempo en cama. Me sentía muy débil y perdí mucho peso. Todo el mes que estuve ingresada mi madre lo pasó durmiendo en un sillón al lado de mi cama, no se separaba de mí para nada. Pasada aquella treintena de días, me dieron el alta, pero había estado tan delicada que prácticamente tuve que volver a aprender a andar.

    Rebelde con causa

    A medida que pasó el tiempo, aquel episodio quedó atrás y me convertí en una adolescente. Con trece años era una chica bastante introvertida, tenía solo dos buenas amigas, me costaba mucho socializar y mostrarme como era. En casa ayudaba a mi madre en todo lo que podía, ella era mi mejor amiga y con mi padre todo seguía igual de mal.

    Un día llegué a casa cinco minutos después de la hora prevista, las nueve de la noche, pero como mi padre era tan estricto, me castigó sin salir durante un mes entero. Como no podía ver a mis amigos, empecé a hacer novillos de las clases extraescolares de mecanografía y de francés para poder pasar tiempo con ellos. Cuando mi madre se enteró, me quiso castigar, pero yo no le obedecí. La relación que teníamos era muy cercana; siempre me sobreprotegía y era más mi amiga que mi madre. Ella siempre le escondía todo a mi padre, no le contaba nada por miedo a su reacción; pero esta vez, al no poder sobrellevar la situación, me amenazó con decírselo.

    El miedo que yo le tenía a mi padre era tan grande que me escapé de casa. Estuve todo el día escondida debajo de la cama en casa de una amiga. Y cuando por la noche ella me convenció para volver, me encontré con mi tío Jordi, a quien mi madre había llamado muy asustada al ver la reacción de mi padre al contarle lo que había pasado.

    La escena que aconteció después fue de película. Yo acorralada contra la pared de la cocina, mi tío con los brazos en cruz delante de mí para protegerme y mi padre gritando como un poseso:

    —¡Eres una hija de perra, eres la oveja negra de la familia! ¡Eres la deshonra y la vergüenza de esta familia!

    No sé cuántas barbaridades más salieron de su boca.

    Esas palabras me marcaron durante mucho tiempo porque me las creí. ¿Cómo iba a ser de otra manera si era una cría? Además, el sentimiento de que no me quería se acentuó muchísimo más.

    Crecer sin el afecto de mi padre y con el sentimiento de ser una mala hija por las cosas que oía por parte de él hizo que el mayor de mis miedos fuese el de ser considerada mala e imperfecta y, en consecuencia, ser rechazada. Esa creencia me hizo desarrollar una excesiva autoexigencia con el objetivo de alcanzar la perfección e interioricé que no estaba bien cometer errores, que no me los podía permitir.

    Cuando llegó la etapa del instituto, ya no me interesaba estudiar. Supongo que pensaba que no me había servido de nada porque, al fin y al cabo, mi padre no me había querido por mucho que me hubiese esforzado. Mi rendimiento escolar siguió bajando, ahora notablemente, y yo sentía un gran desánimo y manifestaba una gran apatía. Así que empecé a comportarme de manera muy distinta a como lo había hecho hasta entonces: empecé a no estudiar, a fugarme de clase, a fumar tabaco, a hacer tonterías… En definitiva, me convertí en una rebelde. Pero a mi entender, una rebelde con causa.

    Mi conducta era muy impulsiva, desconfiada y desobediente, era muy poco tolerante a los problemas y pasé por la etapa de «nadie me comprende ni me entiende».

    En el instituto fueron tantas las faltas de asistencia que un día me llamó el director al despacho y me expulsó. Por miedo a que mi padre se enterase, presa del pánico por sus posibles represalias, anuncié en casa que no quería seguir estudiando. Así que, con quince años, dejé los estudios y me puse a trabajar con mis padres en el bar. Pero mis pesadillas, lejos de desaparecer, continuaron.

    Mi padre era insufrible; siempre se dirigía a nosotras gritando delante de los clientes. La relación con él era muy difícil, así que empezaron mis problemas serios de rebeldía. Por ejemplo, empecé a escaparme del bar cuando me gritaba y, por supuesto, continuaron las discusiones también entre mis padres. Uno de esos días me volvió a decir cosas horribles. Recuerdo que estábamos en el patio del bar, en un lugar donde se colgaban los jamones:

    —¡No sirves para nada! ¡Eres una vergüenza! ¡Te voy a colgar de los ganchos de los jamones!

    Solo sabía gritar y decir verdaderas burradas. ¿Qué había provocado sus palabras esa vez? Y qué más da.

    Mis sentimientos encontrados eran de rabia, impotencia y frustración. Sentía una tremenda tristeza. Seguía teniendo un padre que, a mi entender, no me quería, me avergonzaba delante de los clientes y nunca estaba contento con lo que hacía, por más empeño que yo pusiera. Jamás oí de él el reconocimiento de que yo hubiera hecho algo bien. A decir verdad, no teníamos ningún tipo de diálogo, tan solo se dirigía a mí para gritarme o humillarme.

    Por esa época tuve mi primer novio, con dieciséis años. Con él perdí la virginidad y probé por primera vez los porros. Recuerdo que al principio era muy placentero y divertido, y a esto se sumaba la ayuda que me proporcionaba el porro para evadirme del abandono familiar que sentía; aliviaba el estrés y la ansiedad de mis problemas con mi padre. Las sensaciones que me producía de euforia, somnolencia y relajación hacían que de esta forma todo fuese más llevadero, más liviano y más agradable.

    Un día, al llegar a casa, me encontré a mi madre recogiendo un montón de cosas. Había decidido que nos marchábamos de casa y me pidió llorando que la ayudara. Me confesó que ya no podía soportar más a mi padre y, por supuesto, me puse de su parte y empecé rápidamente a guardar nuestras cosas para llevárnoslas. Creo que fue entonces cuando yo aprendí e interioricé una gran intolerancia a la frustración, y durante mucho tiempo no supe cómo resolverla adecuadamente.

    Cuando mi padre llegó a casa y se la encontró vacía, se llevó un gran susto; supuso enseguida que estábamos en casa de mi abuela, por lo que se presentó allí para hablar con mi madre. Recuerdo que, al verlo aparecer, como venía gritando como siempre, mi hermana Marian se puso delante de mi madre y le dijo:

    —¡No vas a tocar a la mamá, antes tendrás que pasar por encima de mi cabeza!

    Al final, mi padre le pidió perdón, le dijo que la quería mucho, que no la quería perder, y le prometió que cambiaría. Así que volvimos a casa.

    Un año más tarde, mi relación con mi primer amor se acabó, pero yo había iniciado un idilio con el hachís, comúnmente llamado «chocolate».

    Tanto el hachís como la marihuana son parte de la misma planta. La principal diferencia entre ellos es que la marihuana no se procesa, se obtiene de flores secas, mientras que el hachís se elabora haciendo una extracción de resina de la planta. Este último es más fuerte que la marihuana, ya que posee una mayor concentración de sustancias químicas psicoactivas. El efecto comienza transcurridos unos diez minutos aproximadamente después de fumarlo y la duración del colocón oscila entre una y dos horas.

    Mi primer contacto fue con el hachís, momento en el que experimenté una sensación de leve euforia y de bienestar generalizado. Las situaciones desde mi nueva óptica eran superdivertidas, y los problemas, menos severos y urgentes. En definitiva, me reía de cualquier cosa, por muy poco sentido que tuviese.

    Mi aspecto físico y mis sensaciones corporales también se veían alterados. Mis ojos, de color verde claro, se enrojecían hasta tal punto que parecían tomates. La boca se me quedaba seca como la suela de un zapato. La memoria también se veía mermada y perdía el sentido del tiempo. Tenía una fluidez de pensamiento muy intensa y llena de asociaciones, en la que detalles que eran apenas perceptibles se evidenciaban. El sexo se volvía afrodisíaco, ya que había una desaceleración del tiempo: era más consciente del tacto y la experiencia se tornaba más sensual.

    El hachís siempre lo fumé en forma de cigarrillos mezclados con tabaco, es decir, un porro. Aunque alguna vez también lo probé en cachimba, una pipa especial. Además, tuve contacto con el aceite, que era mucho más fuerte por su alto contenido de THC.

    Al principio fumaba esporádicamente, compraba un gramo, que en aquel entonces valía mil pesetas —seis euros en la equivalencia del año 1986—. De aquel gramo salían cuatro o seis porros, dependiendo de lo grandes que te los hicieras. Pasado algún tiempo, solo me importaba comprar, fumar, colocarme y evadirme de mi realidad.

    No mucho tiempo después, conocí a un chico que vendía chocolate y empecé a comprarle a él. Yo era muy guapa y jovencita, tenía diecisiete años, y claro, me trataba muy bien y me daba más de la cuenta para que así siguiese yendo a comprarle a él. Yo le gustaba, él también a mí, así que en unos dos meses estábamos saliendo juntos. De esta manera, ya no tuve que gastarme más dinero en porros, por lo que pasé de fumar esporádicamente a fumar a diario y a todas

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