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Morir cada noche
Morir cada noche
Morir cada noche
Libro electrónico176 páginas2 horas

Morir cada noche

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Morir cada noche no me daba miedo. Era placentero. Un descanso de la consciencia. El último y refinado placer del día. Si lo anunciara en un cartel, indicaría: «No molesten, cerrado hasta mañana».
Es balsámico saber que, en unos minutos, cada uno de tus problemas se van a desmoronar por un precipicio que será la antesala de un descanso reparador. De una muerte a tiempo parcial.
Hasta que la vida decide cambiar el guion y hace saltar por los aires lo que había construido con esmero en los últimos cinco años.
IdiomaEspañol
EditorialLetrame Grupo Editorial
Fecha de lanzamiento4 abr 2025
ISBN9791370122515
Morir cada noche

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    Morir cada noche - J. Miguel López Caparrós

    Imagen de portada

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © J. Miguel López Caparrós

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 979-13-7012-251-5

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Para Pau y Pol, mis hijos.

    .

    «Amarse a uno mismo es el comienzo

    de un romance de por vida».

    Oscar Wilde

    .

    Estoy decidido a empezar un relato. Pero me he frenado en seco al pensar cuál tenía que ser la primera palabra. Un artículo me ha parecido pobre; aunque no hay un motivo racional. ¿Un sustantivo?, no lo albergaba en mi cabeza. ¿Un verbo? Corría como…; balanceaba su obsesión…; subió los tres pisos del edificio con la respiración atropellada… No, no encontraba la conjugación. ¿Un adverbio? ¿Una preposición? ¿Un adjetivo?…

    Entonces, por puro zanganeo o por una excusa imperdonable de mal escritor, he pensado: «Qué lástima no haber nacido antes que Miguel de Cervantes Saavedra y haber empezado con: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho un hidalgo…».

    J. Miguel López Caparrós

    Posible título: Para ser del todo asno no me falta más que la cola.

    1

    Morir cada noche no me daba miedo. Era placentero. Un descanso de la consciencia. El último y refinado placer del día. Si lo anunciara en un cartel, indicaría: «No molesten, cerrado hasta mañana».

    Es balsámico saber que en unos minutos cada uno de tus problemas se van a desmoronar por un precipicio que será la antesala de un descanso reparador. De una muerte a tiempo parcial.

    ¿Qué más se le puede pedir a la vida? ¿Hay una muerte más plácida que la que te encuentra tumbado en un colchón Emma Hybrid Premium comprado sin reparar en gastos? Con sábanas limpias, suaves y con leves tonos marineros.

    Morir cada noche no me daba miedo. Porque justo antes me había encargado de darles una gigantesca patada a todos mis problemas sin reparar a que extraño lugar iban a viajar. Sin darme cuenta, mis pesados párpados apagaban los últimos vestigios de luz y el sueño me acababa envolviendo.

    Morir cada noche no me daba miedo. Hasta que un día la ansiedad te atenaza. No te deja descansar. Te altera el ritmo del sueño y se presenta sin permiso el maldito insomnio.

    El mes de julio de 2024, en la ciudad de Barcelona, fue muy caluroso. No digo nada nuevo de un mes de julio. Ya hacía algunos años, los veranos calentaban de forma aplicada. Eran los últimos días del mes y estaba deseando coger unos días de vacaciones. ¡Qué más daba dónde! Descansar, buenos paseos y buena lectura eran suficientes para vaciar la cabeza.

    Estaba recogiendo cuando Elisa, la persona que me ayuda a tener en orden todo lo referente a la consulta, entró en la sala donde paso tiempo con mis pacientes y me abordó.

    —Mario, espera un segundo —me dijo con un punto de desasosiego.

    La vi algo agitada.

    —Discúlpame —Hizo un par de respiraciones y prosiguió—: No sé si he hecho bien.

    —No te preocupes, mujer, seguro que no es tan grave.

    —Igual he cometido la imprudencia de darle cita para mañana a una señora. La he notado muy agobiada… Superada.

    Toda la conversación estaba transcurriendo de pie. Le indiqué que se sentara, yo hice lo propio.

    Pensé que estaba alterada por las vacaciones.

    —A ver, ya teníamos previsto cerrar la consulta dos semanas a partir de mañana, ¿no? Entonces…

    Aunque me dio la sensación de que ella pudo apreciar mi disposición a seguir hablando, cortó en seco mi discurso.

    —Eso es lo que me tiene alterada. —Era evidente su nerviosismo—. Conozco al dedillo el calendario, porque yo misma lo propuse.

    —Bien, ¿me lo explicas?

    —No sé si podré. Ha llamado una señora con voz temblorosa y, sin que yo pudiera decirle una sola palabra, me ha suplicado ayuda. Que se encontraba muy mal. Que no podía soportar tanto dolor.

    No me atreví a interrumpirla. Por experiencia profesional conocía de esos gritos de socorro. Había algo en la expresión de Elisa que me obligaba a tenderle una mano a aquella señora.

    —¿Te dijo algo más?

    —Sí, nos había llamado porque confía en nosotros.

    —¿Y eso?

    —Le costaba articular las palabras. Con dificultad acabó por decirme que conocía a una persona que había hecho terapia con nosotros y quedó muy satisfecha. Le cogí el teléfono, no pudo decirme más. Le di hora para mañana, a las nueve. —Hizo un alto en su discurso—. No me atrevo a llamarla y decirle que es imposible. Las vacaciones las empezamos mañana. —Paró—. Soy incapaz.

    La vi tan agobiada que para atajar su malestar decidí ser resolutivo.

    —Déjalo, mañana a las 9:00 la estaré esperando. Tú puedes olvidarte de la consulta y hacer lo que tenías pensado.

    —¡Ni hablar! Mañana a las 8:30 estoy aquí preparando café para los dos.

    Estaba dispuesto a abandonar todos mis pensamientos y tirarme en la cama, pero mi cerebro quedó bloqueado. Incapaz de darme una orden precisa sobre lo que tenía que hacer. Respiré profundamente y poco a poco empecé a tener sensaciones desagradables. A la vez tuve una percepción vívida de consciencia.

    Recordé de forma nítida la conversación que había tenido con Elisa. La mujer que nos llamó estaba superada, sin duda necesitaba ayuda. El episodio me estaba afectando. No podía desconectar como todas las noches desde hacía poco más de cinco años. Me tranquilicé con unos ejercicios de respiración: siete segundos inspirando, cuatro reteniendo el aire y siete expirando. Una vez, otra vez…

    La súbita alteración no había descosido el orden de lo que hacía cada noche antes de morir. En el sobre de una cajonera del dormitorio, desde hacía más de cinco años, reposaba un tablero de ajedrez. Cada noche, antes de echarme en la cama movía una ficha. Una noche una blanca, a la siguiente una negra. Hasta dar jaque mate. Si ganaban las blancas me invitaba a un buen restaurante y si ganaban las negras me invitaba a otro mejor (es más difícil ganar con las negras). Cada noche, antes de echarme en la cama, movía una ficha blanca o una ficha negra. Sin hacer trampas.

    2

    Hacía poco más de cinco años que no me saltaban las alarmas. Que no había conocido a ninguna mujer que me sacara de un camino recto y ordenado que empecé a trazar después de sufrir lo que yo, en aquel momento, pensé que era lo más traumático que un ser humano puede sufrir: que una mujer te deje. Sin explicaciones. Sin nada que para mí justificara lo que pensé que era una decisión cruel. Aderezada con un «no te debo ninguna explicación». Con un «me he desenamorado de ti, es suficiente».

    No os voy a contar si ya estaba con otro o con otra. Si se iba a ir a Estados Unidos a formarse como astronauta. Si llevábamos dieciocho años casados. Si, si, si… No lo voy a hacer. Lo que sí voy a hacer es poneros en antecedentes. Desde hace poco más de cinco años, decidí que no era bueno empezar una historia de amor. De probar a dónde me podía llevar.

    Decidí que no. Que no me enamoraría. Es más, decidí, como si eso fuera posible, no dejar que nadie se enamorara de mí. ¡Claro que quedé con mujeres! Poco a poco, después de aquel bestial trompazo, tuve citas. Que no permití que fueran más allá de un par de encuentros. Tal vez el «A Dios pongo por testigo que nunca volveré a pasar hambre» que grita Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó me hizo mucho daño, y yo parafraseando lo convertí en un «nunca más me volveré a enamorar». Eso sí, sin poner a nadie por testigo.

    Cuando atravesó el marco de la puerta de la consulta, tuve una sensación nueva. O tal vez olvidada por haberla sentido hacía mucho tiempo. No era una mujer espectacular, pero, sin saber el por qué, verla me activó. Al mirarnos a los ojos, para después saludarnos, la sensación subió muchos grados.

    No me podía permitir instalarme en aquel estado de ánimo sublime. Reaccioné con toda mi fuerza de voluntad y me puse en mi sitio. El de un psicólogo que atiende a una paciente que está atravesando una crisis aguda.

    —Siéntate, por favor.

    Llevaba un bolso pequeño. Al sentarse en el sillón lo puso en su regazo. Noté que observó la sala. No interrumpí su inspección. Fue Elisa la que se preocupó de que aquella estancia diera paz a nuestros pacientes. Me impidió, desde el primer día, que en la habitación hubiese una mesa que levantara un muro entre psicólogo y la persona que llegaba, sin duda, con alguna preocupación seria. En el centro de la estancia había un par de sillones. De colores suaves. No estaban enfrentados; ligeramente girados.

    Si en un primer momento tuve la intención de aportar ideas, no tardé demasiado en darme cuenta de que tenía que dejarme llevar por Elisa. Cuidó la iluminación, la insonorización, la climatización…

    Me insistió en la importancia de los colores de cada uno de los elementos de lo que tenía que ser un espacio agradable y seguro para los pacientes. En las paredes de colores suaves apenas se apoyaban un par de paisajes. Las copias de los cuadros de Edward Hopper, que me entusiasman, se tuvieron que conformar con ocupar la sala de espera. Y ella se ocupó de elegir las de tonos más ligeros.

    Yo ocupé el otro sillón. Empezamos a conversar.

    —Bienvenida a nuestra consulta. Espero ayudarte.

    —Gracias. —Para mi sorpresa lo pronunció de forma tranquila.

    —Supongo que ya estarás informada, de todas formas, te digo quién soy. Me llamo Mario Sotovila, tengo cuarenta y nueve años y soy psicólogo clínico.

    Prestó atención, casi sin parpadear. Su cara era de agradecimiento.

    La esperaba más alterada; recordaba lo sobrepasada que estaba Elisa cuando me explicó la conversación telefónica que habían mantenido.

    Sin darme tiempo a hacerle una pregunta se adelantó.

    —Hoy estoy más calmada, he tomado los ansiolíticos que me suministro si estoy a punto de explotar.

    —Me alegro. —Esbocé una sonrisa.

    Sin que le hiciera ningún comentario al respecto, me hizo la observación de que sabía que hoy era nuestro primer día de

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