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El bueno, la mala y la pobre Paola
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El bueno, la mala y la pobre Paola
Libro electrónico460 páginas6 horas

El bueno, la mala y la pobre Paola

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¿Cuál es el límite entre realidad y ficción? ¿Hay una sola realidad o son varias y cada uno la percibe a su manera? A veces no entendemos lo que nos pasa y creemos estar enloqueciendo, pero ¿no será que todo es normal y por vivir tan de prisa hacemos de nuestra existencia algo un tanto superficial? Precisamente esto era lo que sentía Paola. Ni su hermana le había creído cuando le confió lo que le estaba pasando y su esposo, para protegerla y no contradecirla, no admitía que algo en ella estaba cambiando. Él creyó ayudarla pasando por alto el desorden de su conducta, pero su actitud más el secreto de un pasado que ni le pertenecía, expuso al matrimonio a vivir situaciones de lo más desventuradas hasta llevarlo al borde del precipicio.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 oct 2022
ISBN9788411443210
El bueno, la mala y la pobre Paola

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    El bueno, la mala y la pobre Paola - Angélica Casella

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Angélica Casella

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-321-0

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    1

    Los invitados se habían marchado y un silencio inquietante invadía la casa. Carlo había insistido en celebrar mis 30 años pese a que yo me había opuesto. Tal vez él no entendía que algo en mí estaba cambiando.

    Nos habíamos casado muy jóvenes. Él tenía 27 años y acababa de terminar con éxito su carrera de Derecho, yo tenía 21 años y estudiaba Ciencias Económicas, pero tras el nacimiento de nuestra primera hija, abandoné los estudios. Aun así, luchamos sin descanso por el bienestar de la familia. Teníamos una buena posición económica, una hermosa casa en la ciudad de Colonia, dos autos, vacaciones y, por sobre todas las cosas, tres hijos maravillosos: Mélodie, Eliana y Gianluca. Todos pensaban que yo era una mujer afortunada, pero nada más lejos de la realidad.

    Desde hacía algún tiempo, esa fuerte personalidad que alguna vez creí tener se había desmoronado y sentía crecer en mí la imperiosa necesidad de volver a mis raíces. Volver a Buenos Aires en busca de esa identidad que con el pasar de los años se había esfumado.

    Tenía 16 cuando la crisis económica de Argentina nos obligó a emigrar a Alemania. Mi hermana Lidia y yo nos adaptamos rápido al cambio, pero Salvador, nuestro hermano mayor, no lo soportó y volvió a Buenos Aires. Mis padres no estuvieron de acuerdo con su decisión, pero Salvo —así lo llamamos— había dejado allí a su gran amor, Betty, con quien más tarde se casó. Lidia, en cambio, se casó con Ernesto, el mejor amigo y socio de Carlo.

    La familia había crecido y, a pesar del desarraigo, éramos felices, pero todo cambió aquella tarde de mayo. El repentino timbre del teléfono había hecho erizar toda mi piel y, cuando contesté, entendí el porqué. Una voz desconocida me comunicaba que la señora María Rosa se había descompuesto.

    —¿Tiene algún parentesco con esta mujer? Llamo del Fitness Center y ella nos dio este número…

    —Sí, es mi madre.

    Diez minutos, tan solo diez minutos había tardado en llegar allí, pero el tiempo no había alcanzado para darle el último adiós.

    De mí se decía que era la más fuerte de los tres hermanos y yo misma estaba convencida de esto, así que en medio de tanta desolación, oculté mi sufrimiento para apoyar a la familia a superar tan terrible pérdida. Mientras, en mi interior reconocía estar ante un problema más grande que mi propia existencia y combatía contra los sentimientos más ambiguos que se puedan imaginar. Si bien me proponía no perder la cordura, veía con impotencia como todo mi ser se hundía en un abismo de dolor que no mataba, pero me sometía en una eterna agonía.

    El tiempo pasó y, cuando consideré que los míos empezaban a resignarse, me abandoné a mis sentimientos. No era apropiado mostrarme débil, por lo que decidí alzar un muro entorno a mí. Estaba enojada con mi madre por haberme dado tanto amor sin considerar que un día se habría marchado, enojada conmigo por no saber cómo vivir sin ella y enfurecida con la vida, donde todo tiene un inicio, pero también un final.

    Esa noche, mientras los invitados festejaban mi cumpleaños —yo no—, pasó algo muy extraño y, desde entonces, mi vida ya no volvió a ser la misma.

    Molesta por la estúpida alegría de los presentes, busqué refugio en el comedor, lindante al salón principal de nuestra casa. Sven, un viejo y muy querido amigo de la familia, vino a hacerme compañía. Me contaba de sus experiencias como médico en unos pueblos de Colombia, cuando de pronto sentí un fuerte dolor de cabeza y un silbido tan intenso que parecía querer taladrar mi cerebro. Todo a mi alrededor se oscureció y perdí el conocimiento. No sé por cuánto tiempo estuve inconsciente y, cuando desperté, me encontré recostada sobre el sillón; Sven controlaba mi pulso.

    —¡Tranquilo, Carlo! No es nada grave —le dijo Sven a mi esposo, ofreciéndole el lugar junto a mí.

    —¡Paola, mi vida! —Carlo me besó la frente—. ¿Estás mejor?

    Lo miré con angustia y despegué los labios para responderle, pero no logré articular palabra. Me ayudó a incorporarme y me hizo beber un líquido amargo, luego se alejó. Quedé recostada con los ojos cerrados, mientras escuchaba el murmullo de los huéspedes que especulaban sobre las posibles causas de mi malestar. Uno de ellos vino a ocupar el lugar de Carlo, tomó mi mano y se inclinó para hablarme al oído.

    —¡No tengas miedo! Estoy contigo y no pienso abandonarte.

    No reconocí esa voz firme y al mismo tiempo suave, entonces abrí los ojos para ver quién era. Tenía una camisa roja, desabrochada hasta la mitad del pecho sobre el que brillaba una medalla de plata, pero cuando alcé la mirada, en lugar de un rostro vi apenas una imagen borrosa.

    La casa había quedado en silencio, pero esa voz melodiosa seguía sonando en mi mente. Sacudí la cabeza para despejar mis pensamientos y observé a mi esposo. Carlo estaba parado cerca de la ventana con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón. Su mirada parecía triste y se perdía en un punto cualquiera. Yo no entendía su actitud, pero tampoco me interesaba saber qué era lo que tanto le afligía.

    —¿Quién estuvo sentado a mi lado? —rompí el silencio con mi pregunta.

    —¿Perdón? —Carlo volteó a verme.

    —Que quién se sentó a mi lado cuando te alejaste. Llevaba puesta una camisa roja.

    Carlo frunció el entrecejo.

    —¡Nadie! Y que yo recuerde, ninguno de los presentes vestía de rojo.

    Pensé que mentía. Tal vez estaba enojado porque la fiesta no había resultado como él lo había planeado, pero yo le había dicho que no quería festejos y, sin decir más decir, me fui a dormir.

    El despacho legal de Carlo estaba en el centro de la ciudad. Lo gestionaba junto a Ernesto y a Peter Bauer, otro compañero de estudios. Mi esposo se encargaba de asuntos internacionales, por lo que muy a menudo viajaba y se ausentaba por varios días de la vida familiar. Cuando estaba en Colonia, si no tenía citas con clientes, prefería la oficina que estaba en el subsuelo de casa para analizar los asuntos más complejos. Vivía muy ocupado y el diálogo entre nosotros se había convertido en pocas palabras intercambiadas durante las comidas. Esa obstinada dedicación al trabajo y su desinterés hacia mí me hacían perder cada vez más el sentido de la realidad. A veces tenía la sensación de no tocar más el suelo con los pies, como si el planeta entero se alejase de mí, dejándome atrás como un punto perdido en el infinito. Cuando me detenía frente a un espejo, la imagen que se reflejaba ya no era la mía. Mi pobre alma gritaba desesperada, cautiva en un cuerpo extraño, y cada vez crecía más mi deseo de volver a Buenos Aires, abrazar mi pasado y encontrarme a mí misma.

    —No estoy bien —le dije un día a mi hermana.

    —¡Entiendo! Es la falta de mamá —respondió ella con un suspiro.

    —Tienes razón, pero no es todo. Estoy cansada.

    —¿Lo conversaste con Carlo?

    —No hay nada de qué hablar con él, su trabajo es más importante que yo. Si alguna vez advierte mi malestar, insiste en que tome el medicamento que me prescribió Sven. Eso me da somnolencia, entonces él puede seguir tranquilo con sus asuntos. No entiende por lo que estoy pasando.

    —¿Quién sino él debería comprenderte?

    —¡Nadie! —dije convencida de lo que acabada de afirmar.

    —Tres hijos, la casa… es mucho para ti. Tendrías que tomarte unas semanas de descanso.

    —Seguiré tu consejo —respondí, mientras mi mente paseaba muy lejos de allí.

    Esa noche, como tantas otras, no lograba conciliar el sueño. Al ver que Carlo no venía a acostarse, me levanté enfurecida, salí al patio y bajé las escaleras al costado de la casa que llevaban al subsuelo. Allí lo encontré, en su oficina privada intentando resolver asuntos ajenos.

    —¿Todavía despierta? —me preguntó sorprendido.

    —¿Y tú no piensas ir a dormir?

    —¿Qué pasa, Paola? Estoy terminando algunas cosas y…

    —¡Eres un egoísta! —lo frené—. No pretendo que me consueles, pero que entiendas.

    —¿Qué debo entender? Ya no sé cómo manejar esta situación. Vives en tu mundo, tratas de evitarme, no hablas nunca, pero cuando lo haces, es para agredirme, ¿y debería entenderte? —chilló, alzándose de hombros.

    Lo miré con rencor y, casi sin pensar, susurré:

    —Me voy. Me voy a Argentina.

    —¿Argentina?... ¿Pasó algo? —preguntó, abriendo desmesuradamente sus ojos negros.

    «¡Dios, cuánto te amo!», pensé con mucho dolor. «¿Qué pasó entre nosotros? ¿Dónde fueron a parar esos sentimientos fuertes que nos unían?». Su mirada mediterránea seguía escrutándome, la misma que me había cautivado cuando lo vi por primera vez en la biblioteca de la universidad.

    —¿Puedes responderme, Paola? —Se inquietó, poniéndose de pie—. ¿Pasó algo que debería saber?

    —¿Sabes por lo menos qué lugar ocupo yo en tu vida? —grité con rabia—. ¡Pero qué estúpida! ¿Cómo se me ocurre importunar al doctor Carlo Liporace con mis tonterías? —Ironicé, retrocediendo algunos pasos.

    —¡Estás realmente mal, tesoro! —Carlo caminó hacia mí con los brazos abiertos, pero yo me aparté—. Está bien, hablaremos mañana —decidió, guardando las manos en los bolsillos del pantalón.

    —No hay nada de qué hablar, ya está todo decidido —dije apretando los dientes y, sin darle tiempo a objetar, volví a mi cuarto.

    Discutir con Carlo me había alterado sobremanera. Había dormido mal y a la mañana siguiente me desperté con una extraña sensación. La absurda imagen de una pradera iba y venía de mi mente. Seguramente había soñado, pero no recordaba nada. Me levanté y fui hacia la cocina, pero me detuve a escuchar las voces que llegaban del comedor. Grande fue mi sorpresa al ver que Verónica, la empleada doméstica, estaba allí, sirviendo el desayuno a mis hijos.

    —¿Por qué has venido tan temprano? —le pregunté molesta.

    —Me lo pidió su esposo, señora —dijo sin levantar la vista.

    —No había necesidad. De ahora en más estableceré yo tu horario de trabajo.

    —¡Lo que usted mande, señora! —respondió Verónica con un toque de sarcasmo.

    —Bien. Hoy no almorzaré en casa, así que tendrás que encargarte de los niños.

    —De acuerdo. Esperaré a que llegue Carlo para servir la comida.

    —¿Carlo?... ¿desde cuándo tanta confianza? Él es el señor Liporace para ti —dije muy disgustada al escuchar el nombre de mi marido pronunciado por esa mujer.

    —Papá ya se fue —intervino Mélodie—. Fue a Fráncfort y dijo que volverá esta noche.

    —¡Ufa! ¿Y quién me llevará a jugar a la pelota? —se lamentó Gianluca, apoyando la carita sobre su mano izquierda.

    —No te preocupes, yo te acompañaré —lo consoló Verónica, acariciándole la cabeza.

    No soportaba a esa mujer, pero debo reconocer que era cariñosa con los chicos y se ocupaba de ellos con mucho afán.

    Verónica había aparecido en nuestras vidas pocos días después de lo que había pasado con mi madre. Se había presentado en la oficina de mi esposo para gestionar la herencia de un pariente muerto en Italia; según ella, un amigo de mi suegro. Carlo había puesto mucho empeño en ese caso y mi sorpresa fue mayor, cuando propuso asumirla como empleada doméstica. Me explicó que inicialmente Verónica había contactado a mi suegro para resolver ese asunto, pero como este había fallecido, era justo que él continuara con lo que su padre había iniciado. Me dijo también que la muchacha tenía un hijo pequeño a quien había dejado al cuidado de la abuela en un país de América Latina, que era muy pobre y ya no tenía recursos para quedarse en Europa, que el trámite de la herencia habría requerido varios meses y, dadas las circunstancias, creía justo que le diéramos un empleo; ella habría aliviado mi trabajo y al mismo tiempo nosotros le habríamos dado la posibilidad de ganar dignamente su dinero. Por más motivos que Carlo me diera, yo no estaba de acuerdo. La presencia de esa mujer me había perturbado desde el mismo día que la había visto entrar a nuestra casa. Toda su persona emanaba misterio, agravado por una inconfundible malsana curiosidad, pero a Carlo no le importó mi parecer y la empleó.

    Como cada mañana, también ese día llevé a los chicos a la escuela.

    —¿No vuelves a casa para el almuerzo porque tienes mucho trabajo, mami? —preguntó Mélodie.

    —Tengo que resolver algunas cosas —le respondí.

    —¿Vas al médico? —quiso saber.

    —No, no.

    —¿Quieres que te acompañe?

    —No, Mélodie, no hace falta.

    —Pero, ¿llegarás muy tarde?

    —¡No lo sé! —dije exasperada—. ¿Por qué tantas preguntas?

    —Porque estás nerviosa, mami, y casi pasas el semáforo en rojo.

    —¡El semáforo estaba en amarillo y no estoy nerviosa! —contesté, alzando la voz.

    —Pero estás gritando. ¿Discutiste con papá?

    Estacioné y me giré para mirarla.

    —Papá también estaba nervioso esta mañana —insistió la pequeña—. Me pidió que te avise, que va a volver muy tarde y si no están peleados, ¿por qué no te lo dijo él?...

    —No sé, se habrá olvidado, pero bajen, que ya va a tocar el timbre de la escuela.

    Me dieron un beso y se alejaron del auto. Esperé hasta verlos entrar, puse el auto en marcha y conduje hasta la oficina. Era temprano. Estaba sola y como quien busca una aguja en un pajar, yo también tamizaba cada recuerdo en busca de aquellas pequeñas cosas que habían llenado mi infancia de alegría. Prendí mi computadora, después fui a la cocina y puse a hacer café. Cuando estuvo listo, me serví una taza y fue en ese instante que nuevamente surgió esa extraña imagen: una extensa pradera, pero nada más, aunque me esforzara por recordar. Pensé en mi país, allí había extensas praderas. Suspiré profundo, intentando disipar la tensión. El retorno estaba decidido, pero no era fácil descifrar todo lo que pasaba por mi cabeza. La razón se debatía contra nuevos sentimientos, que por un lado me llevaban alto a soñar con el reencuentro de mi pasado para después dejarme precipitar en un torbellino de dudas. ¿Y si esos recuerdos fuesen reales solo en mi mente? ¿Y si las experiencias vividas tantos años en el extranjero hubiesen cambiado mis expectativas? Era todo muy confuso, pero tenía que volver para entender.

    Entre tantas imágenes, sonidos, perfumes y colores, intencionalmente escondidos en mi memoria para sufrir menos la distancia, ahora emergía más viva que nunca la figura del jacarandá con sus racimos llenos de perfumadas flores lilas… ¿Lilas o azules? No estaba segura, pero si cerraba los ojos, hasta me parecía oler la fragancia chispeante con la que se perfumaban las calles de Buenos Aires durante la primavera. Recordé la majestuosidad del ombú, la belleza del ceibo con sus flores rojo carmín, el verdor del campo, el canto alegre del Benteveo, los nidos sofisticados del hornero y se me hizo agua la boca al recordar el sabor del dulce de leche, los alfajores…

    La puerta del corredor se abrió y la llegada de algunos colegas me volvió a la realidad. El sabor del café se había mezclado al gusto amargo de mis lágrimas.

    2

    Caminaba rápido y cada paso estaba en perfecta sintonía con los latidos de mi corazón, tan loco de alegría como agitado por el temor de estar cometiendo un error. Me paré frente a la agencia de viajes. Mis pies parecían estar clavados al piso, pero mi voz interior repetía que era el momento justo, de lo contrario, no lo habría hecho jamás. Suspiré, aparté de mí todas las dudas y entré.

    Mientras esperaba, pensaba en Carlo, en mí. ¿Por qué no me sentía más amada? ¿Por qué él se había vuelto tan indiferente?, y esa mujer… Verónica. Nunca antes había sentido celos, pero desde que ella había irrumpido en nuestras vidas, mi esposo había cambiado.

    «¡Es cierto! Para ella tiene siempre una sonrisa cordial, en cambio, cuando se dirige a mí, se vuelve frívolo y distante», pensé.

    Mis días se sucedían uno igual al otro y me preguntaba en qué rincón de la vida me habría dejado olvidada.

    —¿En qué puedo ayudarla, señora? —preguntó un empleado.

    —Deseo viajar a Buenos Aires —dije antes de tomar asiento.

    Después de media hora, abandoné la agencia con el rostro radiante de felicidad y un pasaje con destino a Buenos Aires. No quise volver enseguida a casa. Quería realizar y disfrutar lo que acababa de hacer, y fui a recorrer las calles de la vieja Colonia bajo los rayos prometedores del sol otoñal. Caminé hasta llegar a la heladería italiana donde muchas veces había estado con mi mamá. Había pocas personas y la música fresca de Antonio Vivaldi sonaba suave en mis oídos. Ordené un capuchino. Estaba feliz, pero el recuerdo confuso de aquel sueño volvió a opacar mi estado de ánimo. Me agité y empecé a tamborear la mesa con los dedos. El dolor de cabeza se hacía más fuerte y pedí agua para tomar un analgésico. Al cabo de algunos minutos, sentí que mi cuerpo se relajaba y dejé vagar mis pensamientos. Observaba las partículas de polvo danzando en la luz del sol y fijé mi vista en la más pequeña, la que terminó posándose en el borde de mi vaso. En ese instante, aparecieron algunas imágenes sueltas, las que poco a poco fueron acomodándose hasta armar el rompecabezas de aquel maldito sueño que, sin recordarlo, me había mantenido en vilo todo el tiempo.

    Recordé la noche anterior. Después de la discusión, Carlo me había seguido al cuarto, obligándome a tomar esas gotas amargas como la hiel. Apagó la luz de mi velador y volvió a salir. Inmediatamente sentí que mi cuerpo se entumecía, pero no dormía. Trataba de acostumbrar la vista a la penumbra, cuando de pronto estalló un resplandor en el cuarto. Un escalofrío recorrió mi espalda, me tapé hasta la cabeza y después…

    Caminaba por una larga y estrecha alameda de árboles frondosos. La luz del sol se colaba en finos rayos dorados entre el follaje. El olor genuino de la tierra húmeda se mezclaba con la fragancia que emanaban los hongos crecidos sobre las ásperas cortezas, inundando el aire con un delicioso perfume de naturaleza salvaje. Solo el trinar de los pájaros rompía el silencio y la paz de ese lugar me incitaba a seguir caminando aún sin saber adónde iría a parar. Recorrí el sendero hasta el final, allí donde desembocaba en una vasta pradera. A mi derecha había una hermosa cabaña de dos pisos revestida de madera, construida sobre gruesos pilares de cemento que la elevaban del suelo, dándole el aspecto de estar suspendida en el aire. Una escalera con pocos peldaños daba acceso al balcón que circundaba la vivienda. De la baranda, hecha de troncos finos y entrecruzados, colgaban macetas rectangulares llenas de geranios rojo escarlata. Pegado a la puerta de ingreso había un ventanal de vidrio repartido a cuyos lados pendían dos faroles de hierro forjado.

    Cuanto más me acercaba, más crecía mi curiosidad. Por un momento, pensé haber sido engullida por algún libro de fábulas, esos que les leía a mis hijos antes de dormir, porque a medida que avanzaba, el sueño se tornaba más real. El sol me entibiaba la cara y la brisa jugaba con mi cabello, podía moverme con libertad y pensé que ciertas cosas no se perciben en los sueños. Iba a subir la escalera, pero los golpes de hacha que provenían de la parte posterior de la cabaña me detuvieron. Imaginé que el dueño de la vivienda estaba partiendo leña para el hogar y quise ver. Di algunos pasos, pero los golpes habían cesado y una figura masculina avanzaba hacia mí.

    —¡Al fin llegaste! —dijo el hombre, abriendo sus brazos.

    Levanté la mirada y no pude distinguir su cara porque tenía el sol de frente. Me hice sombra con la mano y volví a intentarlo, pero fue inútil; su rostro aparecía como escondido detrás de un velo. Sentí un mareo y me apoyé contra el tronco del árbol. Miré sus botas cubiertas de polvo, sus jeans estaban metidos en ellas y estaban sujetados por un cinturón negro con una hebilla plateada. Sus brazos fuertes y su dorso bien torneado estaban desnudos; sobre su piel bronceada brillaba la medalla de plata que había visto el día de mi cumpleaños. Levanté otra vez la cabeza para mirarlo. ¡Nada!

    —¡Te estaba esperando! —dijo el desconocido con entusiasmo.

    Trató de abrazarme, pero yo di un paso atrás.

    —Temía que no fueras a encontrarme —agregó.

    —¿Me esperabas?... Yo no te conozco.

    —¡Por supuesto que nos conocemos! —Su voz era firme y serena.

    —¡Lo siento! Me estarás confundiendo con otra persona. No sé cómo vine a parar acá. Empecé a caminar y me perdí —me reí nerviosa. Lo que estaba pasando era inconcebible.

    —No te perdiste, Poli, me necesitabas y saliste a buscarme.

    —Ese no es mi nombre, y yo no soy la persona que esperas.

    —Antes te gustaba que te llamara así, pero sé que te llamas Paola.

    —¿Quién te lo ha dicho? —pregunté muy enojada.

    —Fue imposible olvidarlo —explicó, mostrándome su medalla con mi nombre grabado.

    —¡No entiendo nada! Aquí hay un error.

    —¡No, Poli! El único error lo cometiste el día que te alejaste de mí. Presumías poder afrontar las dificultades de la vida sola, pero sin mi ayuda no lo lograrás —afirmó.

    —He dicho que Poli no es mi nombre, me llamo Paola y te prohíbo que vuelvas a llamarme de ese modo —dije muy molesta.

    Yo estaba segura de no conocerlo y, aunque me resultaba disparatado todo lo que decía, sabía que no me haría daño. En vano intenté mirarlo otra vez, porque no había modo de verle la cara.

    —¡No tengas miedo!, este será nuestro refugio. Cada vez que te sientas abatida y no sepas más cómo seguir adelante, aquí estaré yo esperándote para ayudarte a superar los problemas de la vida.

    Con un gesto de la mano me indicó que debía subir la escalera y obedecí. Una vez arriba, pasó delante de mí y abrió la puerta que daba acceso a una sala muy acogedora. Sobre la pared posterior se abría otra ventana que dejaba ver un molino de viento, erigido sobre un campo sembrado de trigo, amarillo como el sol y ondulante como las olas del mar.

    —¿Dónde estamos?

    —¿Dónde…? ¡Tú has nacido aquí!

    —Te equivocas, yo nací en Buenos Aires —sonreí con orgullo—. Mi ciudad es inmensa, está llena de gente, de rascacielos… ¡Deseo tanto volver! —susurré con nostalgia.

    —Iremos dentro de muy poco, pero Buenos Aires ofrece mucho más que la metrópoli.

    Su voz me infundía confianza y le pregunté por qué no podía verle la cara.

    —Me has borrado de tu vida, pero si lo deseas, podrías verme otra vez —respondió.

    —Estoy soñando, ¿no es así?

    —Si prefieres pensar que tu existencia es un sueño, entonces estás soñando; en cambio, si optas por creerme, te aseguro que estás bien despierta.

    Me gustaba escucharlo, aunque no hubiera lógica en su discurso. Sin más preguntas, me puse a observar el interior de la casa. A mi izquierda había una biblioteca, donde esta terminaba se abría una arcada que dejaba entrever una escalera. Al otro lado de la arcada había un hogar encendido…

    Seguía con la vista fija en un punto cualquiera, mientras mis dedos jugaban nerviosos con el sobre de azúcar vacío. Estaba impresionada y hubiera jurado haber vivido todo aquello. Pagué y, antes de salir, quise asegurarme de tener realmente el pasaje a Buenos Aires en la cartera; temía seguir soñando. Decidí entonces ir a la casa de mi hermana.

    —Te estuve buscando toda la tarde, ¿dónde estuviste? —me reprochó Lidia, apenas abrió la puerta.

    —¿Me controlas?

    —¡No! Es que me llamó Mélodie y me dijo que esta mañana estabas mal, que todavía no habías vuelto y me preocupé.

    —Necesitaba estar sola, dedicarme un poco de tiempo.

    —¡Bien hecho! ¿Y qué has hecho de bonito?

    —Compré un vuelo para Argentina.

    —¿Es una broma?

    —No. Viajo en unas semanas.

    —¡Cuánto me alegro! ¿Y Carlo qué dice?

    —No lo sabe.

    —¿Qué no lo sabe?... ¿Y cuándo piensas decírselo? —preguntó sorprendida.

    —En realidad se lo dije anoche en medio de una discusión, pero no tomó en serio mis palabras. Sabe lo mal que estoy, pero no le importa.

    —Tal vez no sepa cómo ayudarte. También Ernesto algunas veces no sabe cómo actuar ante mi sufrimiento, pero estoy segura que nos aman.

    —Nos aman... ¿Acaso amar significa ignorar el dolor de tu pareja?

    —Paola, nadie va a llenar este vacío y no podemos culparlos por no saber cómo lidiar con esta situación.

    —Entiendo lo que dices, pero no se trata de eso. Me mortifica que Carlo corra detrás del éxito, de la fama, del dinero… mientras lo que pase conmigo le da igual.

    —No estoy de acuerdo, pero confío en que este viaje te hará bien y, cuando vuelvas, vas a ver las cosas de otro modo.

    No quise hablar más del asunto y le conté lo que me había pasado la noche del cumpleaños. Después, entre risa y duda, le referí el sueño raro que había tenido. Según ella, me estaban traicionando los nervios y me decepcionó advertir que no daba importancia a lo que le había confiado. No tenía sentido seguir conversando con ella, además se había hecho tarde y mis hijos me esperaban.

    Salí de su casa y me encaminé hacia el estacionamiento. La sombra de la noche había caído y lo único que se oía de vez en cuando era el ronroneo de algún auto que circulaba por las calles desiertas. El olor acre de la humedad secular, mezclado al hedor del combustible quemado que emanaban las calderas, agravaba la tristeza de la vieja Colonia. La niebla entorpecía la visibilidad y las luces que asomaban por las ventanas parecían ojos de espectros errantes que escrutaban curiosos mi andar. Miré hacia lo alto con la vana esperanza de ver una estrella, pero el cielo se escondía detrás de la densa bruma. ¡Cuánta angustia, cuánta soledad!

    —¡Una dama tan bonita no debería caminar sola por las calles a estas horas! —dijo una voz a mis espaldas.

    —¡Vete! —grité con todas mis fuerzas y me eché a correr.

    —¡Espera, Paola! ¡Soy yo, Ernesto! —dijo mi cuñado, rompiendo en una carcajada.

    —¡Casi me matas del susto! —le reproché, tratando de controlarme, pero temblaba como una hoja.

    —¡Discúlpame! No era mi intención asustarte. ¿Estuviste con Lidia?

    —Sí —contesté muy tajante.

    —¡Ya está bien, no te enojes! ¿Te acompaño hasta el auto?

    —No hace falta, está ahí nomás. ¡Chau! —me alejé enojada.

    Carlo aún no había regresado. Los chicos estaban en el cuarto de Mélodie y me esperaban, mientras Verónica les contaba un cuento. En ese momento agradecí al cielo haber hablado con ellos siempre en mi lengua natal, de lo contrario no habrían disfrutado las historias que esa muchacha se inventaba, ya que ella hablaba solo castellano. Verónica se fue y, antes de acompañarlos a la cama, les dije que iba a viajar a Argentina.

    —¡Yo quiero ir contigo! —dijo Mélodie.

    —¿Me vas a comprar un regalito? —preguntó Gianluca.

    Eliana, más discreta que sus hermanos, me abrazó y me susurró al oído:

    —¡Que te diviertas mucho, mamita!

    Besé a los tres y me retiré. Verónica, después de contarme lo bien que se habían portado los niños, se fue.

    Esperé a Carlo casi hasta la medianoche. No llegaba y mis ojos se cerraban por el cansancio, entonces le escribí una nota y se la dejé sobre la mesa de la cocina: «Mañana quiero hablar contigo».

    3

    Habíamos terminado de almorzar y Carlo se levantó de la mesa para irse.

    —Tenemos que hablar —lo frené.

    —Ahora no puedo, en una hora tengo una cita.

    —¿No leíste la nota que te dejé? —le pregunté irritada.

    —¿Qué nota?... Ah sí, hablaremos esta noche.

    —Me voy en unas semanas —dije, levantando el tono de voz.

    Él se giró de golpe.

    —¿Adónde vas?

    —Te lo dije anoche, viajo a Buenos aires.

    —¡Felicitaciones! —ironizó—. ¿Le avisaste a tu hermano?

    —Voy a casa de una amiga, Magui.

    —¿Y no piensas ir de Salvo?

    —Si quiero, iré, de lo contrario…

    —¡Estás loca! No me parece justo —exclamó, dándome la espalda.

    —La única injusticia es vivir haciendo lo que quieren los demás, ¡Basta! ¡Se terminó!

    Carlo se me acercó, me aferró el brazo con fuerza y me sacudió.

    —¿Puedes decirme qué te pasa? —me gritó muy cerca de la cara.

    —¿Y me lo preguntas? ¿Acaso te preocupa saber cómo estoy, si tengo ganas de hablar o de llorar? ¡No! Al doctor Liporace le importa el derecho de las familias ajenas, su familia no tiene derecho alguno —dije soltándome bruscamente de él.

    Me miró consternado, luego consultó su reloj y dijo en tono moderado:

    —Tranquilízate, por favor. Hablamos esta noche.

    —Si tu carrera marcha viento en popa, lo demás puede esperar, ¿no es así? ¡Apúrate!, no sea cosa que por dedicarle tiempo a tu mujer pierdas dinero, fama o amistades.

    Su cara estaba roja, a punto de explotar. Descargó furioso el puño contra la puerta y se marchó. Los chicos estaban asustados porque nunca nos habían visto discutir.

    —¿Carlo se fue? —preguntó Verónica, entrando al comedor con el café humeante.

    La miré con odio.

    —Carlo no es tu hermano y si no te acostumbras a llamarlo Señor Liporace, será mejor que busques otro trabajo.

    La muchacha quedó muda y yo me arrepentí al instante de mi estúpido comportamiento, casi infantil. Corrí a mi cuarto y me encerré. Después de mucho llorar, me dormí.

    Soñaba que hablaba con mi mamá. Le pedía que vuelva porque me sentía muy sola, ella me miraba con mucho amor, sonreía y, sin mover los labios, me decía que estaba siempre conmigo…

    Me desperté y oí que alguien respiraba a mi lado.

    —¡Carlo! —dije, apoyando una mano sobre su pecho.

    —¡Cuánta tristeza, Poli! —dijo la voz del extraño—, pero estoy aquí para ayudarte a superar este dolor.

    —¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? —grité en la oscuridad.

    —Quiero solo amarte y protegerte —susurró el desconocido, acercando su cuerpo al mío.

    —¿Eres mi ángel de la guarda? ¿Vienes a anunciarme la muerte? ¡No tengo miedo de morir!

    —¿Deseas morir?

    —¡No, y tampoco quiero seguir soñando!

    —¿Todavía piensas que todo es un sueño? —preguntó con voz suave.

    —¡Estoy perdiendo la razón! —murmuré.

    —La razón… Todos tenemos nuestras razones y pocas veces nos comprenden. Yo conozco la causa de tu dolor, pero la vida es aquí y ahora. Este es tu presente y no puedes parar el tiempo para llorar un pasado que no volverá.

    —No quiero escucharte más, ¡vete!

    —Descansa, Poli. Cuando te sientas sola, búscame.

    Dichas estas palabras, se encaminó hacia la puerta. Salté de la cama para seguirlo, pero ese dolor de cabeza llegó como un relámpago. Me agaché y me tapé los oídos para no escuchar más ese silbido ensordecedor y terminé desplomándome en el suelo.

    —¡Paola! ¡Contesta, por favor!

    Reconocí la voz de Carlo. La escuchaba confusa y lejana, mientras mi cuerpo se hacía cada vez más pesado, como si quisiera hundirse en el seno de la tierra. Lo último que recuerdo es el sabor amargo de esas gotas, resbalando por mi garganta.

    —Mami, son las siete —me despertó con dulzura Eliana—. ¿Vienes a desayunar?

    Apenas podía abrir los ojos y me levanté de muy mal genio.

    —No me siento bien, será mejor quedarme en casa —les dije a mis hijos.

    —Entonces nos llevará papá a la escuela —decidió Gianluca, asomando sus hermosos ojos negros por sobre el borde de la taza.

    No le contesté porque me distrajo el cuchicheo que llegaba de la sala, allí estaban Carlo y Verónica. Me habría gustado saber de qué hablaban, pero mi malestar no lo permitía y fui a encerrarme en el cuarto de baño.

    Abrí el agua caliente de la ducha y dejé que esta acariciara mi cuerpo. Sentía mucha angustia: Verónica, la indiferencia de mi esposo, esas absurdas apariciones… ¿Y si Carlo tuviera

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