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Los niños terribles
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Libro electrónico180 páginas2 horas

Los niños terribles

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Información de este libro electrónico

Inés sabe que los adultos tienen razón al decir que los fantasmas no existen, y agradecería mucho que los muertos pudieran entenderlo también y la dejaran en paz. Andrés tiene sus esperanzas puestas en una corbata azul con líneas grises para escapar de la miseria y el maltrato que han marcado su infancia. Javier cree que sólo siendo un héroe logrará ganar el amor de su madre…
O de cualquier otro, que esté dispuesto a quererlo. En el viaje de crecer aprenderán que nuestras heridas no siempre crean cicatrices espantosas. Ser niños terribles no nos define como adultos horrorosos si reescribimos adecuadamente nuestra historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 nov 2020
ISBN9788418542107
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    Los niños terribles - A. B. Schneider

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © A.B. Schneider

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18542-10-7

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    .

    A mi padre… a quien extraño.

    .

    PRIMERA PARTE:

    LA INFANCIA FELIZ

    o

    Capítulo 1: Inés

    El doctor Daniel Salinas decía haber querido ser psiquiatra desde que tenía memoria. En opinión de su madre, dicha memoria debía estar limitada a un tiempo bien reciente, pues hasta hacía unos años deseaba ser oftalmólogo y antes de eso se paseó por todas las especialidades que se le cruzaron. Fuera esto cierto o no, desde el momento en que quedó aceptado en Psiquiatría —los cupos de oftalmología, dermatología, y hasta neurología ya estaban tomados— supo que su destino era ayudar a muchas personas a alcanzar vidas plenas, pese a enfermedades tan terribles como la depresión. Apenas recibido como especialista, se postuló como psiquiatra a una de los hospitales clínicos más prestigiosos del país.

    Tres meses después, aceptando que dicho hospital no tenía intención de llamarlo, y que su historial académico no debía ser tan atractivo como él pensaba, aceptó cubrir unas horas de consulta ambulatoria en un centro de salud mental privado. La paga era buena y tenían un beneficio indispensable para todo médico que se precie de serlo: una máquina de café con pase libre.

    Cuando le entregaron los datos de su primera paciente, una adolescente de dieciséis años, esperaba toparse con alguna chiquilla rica con deseos de llamar la atención de sus padres a través de fallidos intentos suicidas o anorexia. Al ver que la ficha con los antecedentes tardaba en cargarse en el sistema, y que ya llevaba cinco minutos de retraso, decidió arriesgarse a atenderla sin leer su expediente. ¡Qué historia podías tener a los dieciséis años!

    La joven, de estatura más bien baja y delgada, tenía un rostro en forma de corazón particularmente bello, pese a la cicatriz que lucía por encima de su ceja derecha, y unos ojos color miel que transmitían hastío. El cabello, castaño y lacio, iba tomado en una coleta, pero no debía llegarle más allá de los hombros. No portaba ninguna joya o complemento de los que las adolescentes solían usar, y aunque Daniel buscó exploratoriamente por un tatuaje visible, tampoco encontró nada. Sin duda, el diagnóstico era depresión…

    —Y bien, Inés, ¿qué te trae por aquí?

    —Un auto.

    Al doctor le tomó unos minutos entender la réplica, y se preguntó si se trataba de algún tipo de sarcasmo o más bien la respuesta de una mentalidad concreta. El rostro de la chica no dejaba adivinar gran cosa. «¡Diablos, debí leer la ficha!»

    —En realidad, me refiero al motivo que te trae por aquí.

    —Porque mi padre me manda. Se siente más tranquilo si estoy medicada.

    —¿Y por qué te dan medicamentos?

    —No lo sé…, usted es el que tiene mi expediente… Seguro que ahí han puesto más explicaciones de las que me han dado a mí.

    «Nota mental: ¡No volver a enfrentar un paciente sin leer la maldita ficha!».

    —Preferiría que tú y yo habláramos antes de leer tu expediente…, eso me ayudaría a conocerte. —La joven no respondió a eso y pareció incluso complacida. ¡Bien jugado! —. ¿Qué medicamentos estás tomando?

    —Una pastilla azul alargada, y una blanca redondita que hay que partir en dos. —Creyó ver una sonrisa en los labios de la chica. Claramente sabía que la respuesta era molesta y ridícula.

    —¿No sabes cómo se llaman?

    —¿No es usted el doctor? A mí nadie me paga por memorizar esas cosas…, a usted sí.

    El resto de la consulta transcurrió con la misma tónica, con respuestas cada vez más molestas por parte de ella, pero sin decir gran cosa.

    —¿Dirías que tienes buenas relaciones con los chicos de tu edad?

    —¿Ha visto la hora? —respondió Inés, apuntando al reloj ubicado sobre la cabeza de él—. Según ese aparato, ya se acabó la consulta. Seguro que tiene otros chiflados esperando a ser atendidos.

    —No está bien que… —«Te refieras a otros como chiflados», iba a agregar, pero pensó que esto podía incrementar la resistencia por parte de ella—. No te preocupes por otros pacientes… Como era la primera entrevista contigo, procuré dejar más tiempo. —«Eso, y que, al ser un jodido sustituto sin experiencia, los pacientes me rehúyen como a la lepra».

    —Muy bien por usted, pero a mí nadie me ha avisado de que esto se extendería más allá de la hora, y tengo otras cosas que hacer.

    Dicho esto, se puso de pie, hizo un gesto con la mano que Daniel interpretó como un «adiós» y salió por la puerta sin mirar atrás.

    Al volver a escudriñar la pantalla del ordenador, la ficha se había cargado al fin. Una hora después, y tras leer lo que parecieron mil páginas de expediente clínico, Daniel se enteró de que Inés, la menor de cuatro hermanos, tras perder a uno de ellos, perdió también a su madre en un accidente de auto donde ella iba en el asiento del copiloto. Los bomberos tardaron tres horas en sacarla del vehículo y todo ese tiempo, la madre muerta había estado a su lado. Se había intentado con al menos ocho terapeutas distintos en los últimos dos años y un sinfín de tratamientos fallidos que, si bien la mantenían menos críptica de lo que al parecer fue durante un tiempo, no lograban cumplir con el principal objetivo: hacer desaparecer los fantasmas.

    No había un diagnóstico claro. No encajaba en esquizofrenia, y algunos llegaron a plantear que lo inventaba, lo que era bastante probable. En una terapia de ocho meses, alegaba ya no verlos más, pero entonces fue el padre quien llegó reclamando que se le oía hablar por las noches y que, por tanto, no habían cumplido con el objetivo para el que se les pagaba.

    Describían al padre como un hombre cariñoso, pero sobrepasado con la situación de sus hijos, todos con algún tipo de problema. Daniel había encontrado, sin esperarlo, un caso increíble, y se propuso dar a la chica la ayuda que necesitaba, encontrar el diagnóstico que los demás no habían logrado, y devolver la tranquilidad a aquel padre. Seguro que los otros médicos no habían sido tan brillantes como él, ni habían tenido su perseverancia. Él haría la diferencia, para esta chica y su familia… La próxima vez que Inés viniera, estaría preparado.

    Desafortunadamente para Daniel y el tiempo que invirtió en prepararse para la segunda visita, la chica no regresaría. Esa tarde, cuando Inés llegaba a casa, se encontraría con que Esteban, el mayor de sus hermanos, había sido hospitalizado tras una sobredosis. En opinión de todos, el mayor de los chicos solía ser un buen joven, católico extremo y siempre queriendo agradar. Hasta el día que murió su madre. Las drogas se convirtieron en algún momento en un ridículo consuelo, y la razón de que sus calificaciones en la universidad, que nunca habían sido muy brillantes, le valieran una seguidilla de reprobaciones, hasta que ya no tenía sentido ir más. Pero el episodio de esa tarde generó un remezón en Fernando Santa María, el acongojado padre, pues su hijo mayor necesitaba su ayuda imperiosamente.

    Fernando resolvió por tanto que debía exigir una solución al problema de su hija —ya iban dos años de sesiones psiquiátricas nada baratas, sin llegar a ningún lado— y planificó una visita con el director de la clínica, un psiquiatra de renombre internacional, que dos años antes le había prometido resolver el problema rápidamente.

    La solicitud de Fernando fue clara y al grano: quería que le devolvieran una hija normal, o el reembolso de su dinero. El director alegó que era todo lo normal que se la podía devolver, y que en última instancia la culpa no era de ellos, sino de la madre naturaleza. A modo de consuelo, le recomendó un libro, escrito por un colega, sobre la aceptación de un hijo enfermo.

    —¿Y qué se supone que hago yo con ella? —preguntó Fernando.

    El médico miró el reloj, algo molesto de todo el tiempo que le estaban quitando ese cliente disconforme. Estaba tentado a hacerle ver que ese no era su problema. En lugar de eso, optó por un recurso más político, propio de un psiquiatra de renombre internacional: sonrió amable, le regaló su propia copia del libro mencionado y le señaló la salida.

    Fernando, que era un hombre práctico, resolvió no darle más vueltas al asunto y olvidarse del dinero perdido. Arrojó el libro a la basura, se encendió un cigarrillo y decidió aceptar que su hija no dejaría de ver fantasmas. Si lo pensaba, había alternativas bastante peores que imaginar cosas y resolvió que, si su aceptación de ese detallito dejaba las cosas en paz con Inés, él estaba dispuesto hasta a creer en vampiros.

    Esa noche, besó a la joven en la frente y le sonrió a modo de transmitir su aceptación. Una vez en su cuarto, tomó la guía telefónica y buscó por algún centro de rehabilitación para su hijo mayor. Era hora de dedicarle tiempo y dinero a Esteban.

    Inés fue la más feliz ante la rendición de su padre. Odiaba a todos y cada uno de los médicos con que había estado, el modo en que la miraban y la incredulidad con que la trataban constantemente y que la había llevado a pensar en sugerir a la Real Academia de la Lengua a que incorporaran la palabra «mentirosa» como sinónimo de «loca», pues, en la práctica, para la gente era lo mismo.

    En alguna ocasión, uno de los médicos le había hecho ver que, si ella fuese racional, vería con claridad que los fantasmas no pueden existir. Ella estaba muy de acuerdo con él: todo apuntaba a que no debían existir, por lo que alguien debería hacérselo ver a los fantasmas, y así le ahorrarían tener que ir a los interminables controles y terapias fallidas con psiquiatras.

    Lo peor de todo era aguardar a ser atendida en la sala de espera, acompañada de Margarita, su nana de toda la vida y a quien ella odiaba con saña. La mujer, si no encontraba alguna revista de copuchas de la realeza para leer, le hablaba de cómo debía revolverse su madre en la tumba al saber en qué se habían convertido sus hijos. «Si tan solo Sebita no hubiera muerto…», solía repetir, recordando las múltiples virtudes de su difunto hermano, y ganándose un renovado odio por parte de Inés.

    Durante un tiempo, quien la acompañaba a los controles era Pablo, su otro hermano, y habían llegado a un encantador acuerdo: asistir solo a una de cada dos sesiones, y en aquellas en que no acudía, gastarse el dinero de la consulta en placenteras tardes de cine, helados y golosinas. ¡Era increíble la cantidad de golosinas que se podían comprar con el dinero de una consulta psiquiátrica! Lamentablemente, Esteban los había descubierto y no dudó en denunciarlos, con lo que las tardes agradables terminaron y la insoportable Margarita se convirtió en su chaperona. Dejar de sufrir su compañía sería uno de los aspectos más agradables de no visitar más psiquiatras.

    Otra libertad que se sumaba, era dejar de lado la pastillita azul —el único medicamento que realmente tomaba de todos los que le habían sido indicados, y únicamente porque le gustaba el sabor de la cobertura—. Inés decidió que ahora que su padre la consideraba menos una complicación y más una hija, había llegado el momento de hacer una vida normal… O todo lo normal que se pudiera llevar cuando tenías un maldito fantasma persiguiéndote constantemente.

    Por eso, cuando Pablo le propuso que emprendieran un negocio juntos, Inés, en su desesperado intento por encajar entre personas normales, aceptó entusiasta, sin imaginar que el producto que iba a vender era su capacidad para contactar con espíritus.

    Con toda la seriedad de sus dieciséis años, intentó argumentar que, por razones inexplicables, solo podía contactar adecuadamente a un fantasma bien específico: su difunto hermano Sebastián. Pero en opinión de Pablo, la persona más práctica que Inés conocía, ese era un detalle que no necesitaban aclarar a los demás.

    Pablo, que habiendo nacido sin una mano se consideraba un maestro en el arte de despistar, desocupó el antiguo cuarto de costuras de su madre,

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