Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Las heridas del escorpión
Las heridas del escorpión
Las heridas del escorpión
Libro electrónico336 páginas5 horas

Las heridas del escorpión

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Charlie, violador y asesino reincidente, sale de la cárcel tras su última condena. Libre, sin nadie que le controle. Lo peor de todo es que no está rehabilitado y que por su cabeza sólo corre un único pensamiento: atacar de nuevo en cuanto tenga oportunidad. Y para conseguir sus anhelos es capaz de llegar hasta las últimas consecuencias…
Antonio Iznaola es un cabo de la Guardia Civil con un presente inmejorable y un futuro prometedor dentro del citado Cuerpo… pero con un horrible mancha en su pasado. Mancha que le carcome desde entonces.
Amaya es una chica que vive con su padre y cuya madre nunca superó la violación perpetrada por Charlie. Ella es una excelente informática que malvive a base de empleos precarios y temporadas en el paro. Podría irse a trabajar a Alemania con su novio Mikel, pero considera que su sitio está en Madrid junto a su padre. Y más ahora, que saben quién anda libre otra vez. 
A lo largo de la trama se verá las consecuencias que implica para los tres personajes que el escurridizo Charlie campe otra vez a sus anchas por las calles, siendo consciente de que es libre, y de que nadie tiene derecho a seguirle. ¿Nadie…? La novela se convertirá en una carrera contrarreloj para que el violador no cumpla sus anhelos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 nov 2020
ISBN9788418585821
Las heridas del escorpión

Relacionado con Las heridas del escorpión

Libros electrónicos relacionados

Suspenso para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Las heridas del escorpión

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Las heridas del escorpión - Jesús Brea

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Jesús Brea

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18585-82-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    1

    Sección 3, Audiencia Provincial de León. Marzo de 1994.

    Charlie, mientras los tres jueces de la Audiencia Provincial de León discutían sobre su caso, recordó el mejor momento de la mañana.

    Nada más llegar al edificio judicial y, pese a estar fuertemente escoltado por cuatro policías, tuvo tiempo de echar un rápido vistazo a la calle tras dos años sin saber de ella. A él no le interesaba la coqueta plaza con suelo empedrado y mucho menos la iglesia románica que la presidía, visitada por unos cuantos turistas pese al frío intenso de marzo. Todo eso lo contempló de pasada y con desgana.

    No.

    A él lo que le llamó la atención fueron las dos jovencitas que pasaron cerca de él sin ni tan siquiera dignarse a mirarle. Una era morena con el pelo rizado y la otra castaña con un flequillo muy cardado. La última parecía más simpática, pero a él le gustó mucho más la primera. Debajo de sus ropas de invierno se adivinaba una mujer voluptuosa y con curvas. Como él las prefería…

    Las dos caminaban sonriendo, con coquetería, sin ser conscientes del peligro que correrían en otras circunstancias... Seguramente reían al comentar algo de sus novios. Quizás de quién de ellos era más apasionado… Eso le excitó, provocándole una pequeña erección. Para él no suponía ningún trauma que tuviesen pareja. A él, simplemente, le gustaban así, con una edad en torno a veinte años y con la inocencia prácticamente intacta. Ya se encargaba él de robársela.

    Se percató de que llevaba más tiempo del conveniente mirándolas y desvió la mirada al suelo. Gracias a Dios no halló ningún periodista por los alrededores con el único propósito de desacreditarle. Tampoco se encontraba presente ninguno de los especialistas que estudiaron su caso en el Hospital Psiquiátrico de Sevilla durante los dos últimos años con revisiones periódicas —y soporíferas— cada seis meses. «Si conociesen mis pensamientos, obscenos perdería unos cuantos puntos», pensó mientras sonreía mirando al suelo con los colmillos afilados.

    Su mente se centró de nuevo en la sala.

    Se obligó a concentrarse en el presente y la mejor manera de lograrlo pasaba por desterrar de una manera definitiva cualquier atisbo de lujuria de su cabeza. Se hallaba muy cerca de conseguir de nuevo la ansiada libertad y cualquier gesto que no trasmitiese una sensación de preso manso, con problemas mentales, le perjudicaría. Para conseguirlo, llevaba dos años interpretando ese papel en el citado psiquiátrico y no le convenía salirse del guion en el último momento. En la mañana de hoy se limitaba a mirar continuamente al suelo, y si alguna vez levantaba la vista para confrontarla con algún juez, la desviaba enseguida, fijando la mirada en el infinito y abriendo la boca hasta que una baba se acercaba a la comisura de los labios. Luego cerraba la boca despacio y se centraba en el entarimado.

    —Que se levante el acusado, por favor —dijo el presidente de la sala.

    Charlie obedeció rápidamente antes de que los dos policías que lo custodiaban le obligasen a cumplirlo. Muy despacio, levantó la vista del suelo, miró de manera fugaz a los tres magistrados que tenía delante y la bajó de nuevo intentado trasmitir una sensación lastimera. Estaba cómodo interpretando ese papel que le situaba en la rampa de salida de la libertad. Y sabía, aunque en la sentencia le fueran mal dadas, que interpretaba el papel correcto.

    —Hemos estudiado con detenimiento el informe de usted que nos remiten desde el Hospital Público Psiquiátrico Penitenciario de Sevilla…

    El presidente de la sala levantó la vista del folio para echarle un vistazo rápido mientras se colocaba las gafas por el puente de éstas. Le dio la impresión de que el juez aprovechaba ese momento para estudiarle.

    Y se obró otro motivo para la esperanza.

    En el breve segundo que sus miradas se cruzaron, diría que no halló odio ni ira en el juez. No quiso hacerse ilusiones, simplemente divagaba sobre una intuición.

    —Los informes del equipo multidisciplinar formado por el personal sanitario, psicólogos, educadores, trabajador social, jurista, así como el resto de los monitores de ocio, nos indican que se ha producido una notable mejora en su comportamiento desde que usted ingresó en dicho centro hace ya dos años…

    Charlie lo miró y asintió levemente tratando de serenarse. Se constataba que, al menos por su parte, cumplió su cometido con creces. Desde que entró en el psiquiátrico, se propuso aprovechar esa gran ventaja que le proporcionaban. La ventaja de justificar sus actos en base a que su estado mental distaba mucho de ser el de una persona normal. Su abogado le insistió en que cumpliera a rajatabla el programa para la reinserción, ya que le parecía el camino idóneo para conseguir la libertad. ¡Y vaya si lo cumplió! Hasta su madre estaría orgullosa de él en base a la pantomima que se montó.

    Ahí estaba el informe de todos los especialistas corroborando el éxito de su objetivo. Por dentro sentía un subidón de adrenalina que le costaba disimular. Agachó la cabeza para ocultar la sonrisa que se asomaba en su rostro. Prefería seguir manteniendo un perfil bajo.

    —Según este detallado informe usted está capacitado para reinsertarse a la sociedad porque ya no representa ningún peligro sobre ella…

    —¡Pues claro que estoy capacitado para salir a la calle, señoría! —le apetecía gritar, mientras hacía verdaderos esfuerzos para no soltar una carcajada.

    Se sentía tan capacitado para reinsertarse como las otras tres veces que lo detuvieron por agresiones sexuales y las otras tantas que lo pusieron en libertad. ¡Faltaría más!

    Así era su vida desde que cumplió la mayoría de edad. Siempre sintió un deseo irrefrenable de acostarse con mujeres. Quisieran ellas o no. Abusaba de todas las que podía hasta que la Policía daba con él. Una vez detenido, y gracias a unas leyes que sin duda le beneficiaban, salía de la cárcel al cabo de tres o cuatro años. Así fue hasta esta última vez que le diagnosticaron como tarado.

    Su fingida locura, sin duda, la consideró una jugada maestra.

    Porque él, y no le costaba nada reconocerlo, sabía hasta cómo debía preparar su alegato. Si un abogado de oficio se encargaba de ello era, simplemente, porque le necesitaba para cumplir la ley, pese a que a él no le hacía falta que nadie le recordase como plantear su defensa para conseguir la absolución. ¡Como si no manejara ya todos los resquicios legales!

    El planteamiento obvio consistía en alegar que tenía las facultades mentales mermadas. ¿Cómo si no una persona como él cometía delitos una y otra vez sin ser plenamente consciente del daño que infringía a esas mujeres…? Como bien argumentó su abogado en repetidas veces, una persona en su sano juicio entendería que obrar fuera de la ley equivalía a arriesgarse a entrar en prisión. Algo nada apetecible. Si, como en su caso, la historia se repetía una y otra vez, quizás todo se debiera a alguna perturbación mental. Y aunque dudaron en varias ocasiones de que la estrategia funcionase, al final acertaron de pleno. Tras un año en la cárcel, lo consideraron un enajenado y lo trasladaron al Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Sevilla. Ese fue el principal paso para acortar de manera drástica su estancia enjaulado.

    —…en virtud de todo ello, consideramos que el acusado aquí presente, don José Simón de Carlo Ochoa, está preparado para reintegrarse a la sociedad desde este mismo instante.

    Con un golpe seco de su martillo se cerró la sesión.

    Esbozó una gran sonrisa sin cortarse. Ya no le hacía falta esconderse. Su abogado vino rápido hacia él y le estrechó la mano vigorosamente. También le soltó alguna frase de felicitación y unos cuantos parabienes. Le correspondió sin mucho espíritu. Juraría que incluso se le notó que pasaba totalmente de él. Y no lo hacía por ser descortés. Se trataba de algo mucho más sencillo. Aunque su cuerpo aún estuviera preso, su mente ya volaba libre imaginando cómo recuperar esos tres años encerrado.

    Eso sí, intentando ser más astuto para que no le pillaran.

    2

    Madrid, marzo de 1994

    —¡Amaya! —gritó su madre por tercera vez cada vez con un tonito más cabreado.

    —¡Voy! —le respondió con desgana ante su insistencia machacona, pero dejándole caer que no le gritase tanto.

    Se restregó un poco en el sofá y esperó a que acabase la escena de la serie que veía.

    —¿Ahora vas…? ¡Como vaya al salón y te agarre del pelo ya verás cómo vienes más rápido!

    Resopló indignada y apagó la tele, sin terminar de ver el Príncipe de Bel Air. Su madre, tantas veces alicaída con esos cambios constantes de humor en los que no quería saber nada de nada ni de nadie, había recuperado últimamente el brío. ¡Vaya sí lo recuperó! La encontraba mucho más activa que de costumbre. Incluso había ganado unos cuantos kilos. Se alegraba de ver ese cambio de actitud, aunque, a veces, tanto carácter la desesperaba.

    Arrastrando las zapatillas de casa como si fuera una penitente se acercó a la cocina.

    —¡Jo, mamá, ya estaba acabando! ¡Solamente me relajaba un poco después de toda la mañana en el cole!

    Acompañó su queja con un pequeño bufido.

    La aludida, que guisaba unas lentejas, se dio la vuelta y puso los brazos en jarras.

    —¿Qué te crees, bonita, que yo he estado toda la mañana tocándome las narices, por decirlo finamente?

    Esta cogió mucho aire por la nariz e inyectó sus ojos en sangre. No le extrañaría que al abrir la boca escupiese fuego.

    —Siempre estamos con lo mismo. Tu padre está a punto de llegar a casa de trabajar —continuó—. Espero que no se te caiga ningún anillo si mientras termino de hacer la comida, de limpiar y de recoger todos los cacharros, tú pones la mesa…

    —Pero… —quiso responder.

    —¡Ni pero ni peras! Tardas menos en hacerlo que en protestar.

    Dicho esto, se dio la vuelta y siguió cocinando.

    —A sus órdenes —se atrevió a replicar.

    Su madre no se dignó en contestar, aunque le pegó dos golpes a la olla con el cucharón de madera interpretables como una última advertencia ante un posible castigo.

    El sonido de la puerta principal abriéndose por la llegada de su padre sirvió como un bálsamo apaciguador.

    Como siempre.

    Si alguien mantenía la cordura en esa casa de grillos, esa persona siempre era su padre. Quizás no fuera el padre más atractivo del mundo, con su sempiterna barba, su incipiente calvicie y sus kilos de más, pero lo compensaba con una alegría y una dulzura que contagiaba a toda aquella persona que convivía con él. Gracias a ello, su madre superó infinidad de días difíciles en los que todo lo veía negro.

    En cuanto colgó la cazadora, se presentó en la cocina.

    —¿Qué pasa, cielo? —le dijo a ella dándole un beso en la mejilla.

    Sin darle tiempo para contestar, se acercó a su madre y, agarrándola por la cintura, la invitó a volverse y le dio un beso en los labios.

    —¡Qué bien huele esta olla! —exclamó él, haciendo ademán de olisquear el vapor que desprendían las legumbres.

    —¡Qué tonto eres! —replicó su madre, torciendo el gesto mientras se le escapaba una diminuta sonrisa por la comisura de los labios, antes de girarse para seguir con la comida.

    Los tres sabían que le encantaban los elogios, aunque se hiciera la indiferente.

    Tras las palabras de su padre se produjo un silencio. Este las miró a las dos y habló de nuevo.

    —Os veo muy calladas… ¿No habréis tenido una de esas discusiones que tanto os gustan?

    Acabó la frase con una enorme sonrisa. «Así es muy difícil replicarle», pensó Amaya.

    —Poca cosa —respondió su madre—. Una pequeña tragedia para un preadolescente. Le he pedido que me echara una mano para poner la mesa, fíjate qué dura soy.

    Lo dijo con un leve tono de guasa. Eso, más el guiño que le dedicó a su padre, le sugirió que ya no estaba enfadada con ella.

    —¡Ay, mi pobre! —le dijo su padre mientras la estrujaba los mofletes y la plantaba un montón de besos—. ¡Cuánto tiene que sufrir!

    Por un instante, se le ocurrió la idea de contestarles, pero lo descartó. Bastante les costaba ver a su madre de buen humor para estropearlo por una niñería. Por esta vez se tragaría el orgullo mientras colocaba la mesa.

    —Si no os importa, pongo un poco la tele… —contestó sin mirarlos.

    Sin darles tiempo para la réplica, la enchufó bajando bastante el volumen. Quería ver el final de la serie de Will Smith. Para su desgracia —qué raro—, le pilló una interminable tanda de anuncios, por lo que zapeó. El programa de corazón también daba anuncios, por lo que dejó el canal de la tertulia social. No le hacía mucha gracia, pero a falta de otra cosa…

    —…es inaudito que en un país como este se deje en libertad a un violador múltiple tras un par de años de reinserción en un hospital psiquiátrico. ¡En cuanto pise la calle de nuevo, volverá a reincidir! —vociferaba un tertuliano con una media melena canosa y con gafas—. ¿A quién pediremos responsabilidades, a los jueces que consienten eso, o a unas leyes demasiado benévolas para gente de esa calaña…?

    En la pantalla sobreimpresionado rezaba el siguiente titular: «José Simón de Carlo Ochoa conocido como el Violador de La Vega en libertad tras un par de años encerrado en el Hospital Psiquiátrico de Sevilla». Al reportaje le acompañaban fotos del barrio leonés en los que sobresalía los andenes ferroviarios donde el tal Charlie cometió sus fechorías.

    Conocía la zona. Sus padres eran leoneses y paseó alguna vez por allí.

    —¡Papá! ¡Mamá! ¡Están sacando a León en la tele!

    La pareja, que se reía tras contarse alguna confidencia entre ellos, se centró en la televisión. A su madre se la cambió el rictus de la cara en un instante. Incluso se le cayó el cucharón de la mano al suelo.

    —…todo el mundo tiene derecho a la reinserción si se comprueba que está rehabilitado. Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad… —defendía un tertuliano con algo de sobrepeso, pelo ralo y voz amanerada.

    —¿Que todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad…? —gritó su madre fuera de sí—. ¿Lo dices porque a lo mejor conoces a ese hijo de perra? —continuaba ella discutiendo con la tele—. ¿O quizás ha violado a tu madre o a tu hermana y por eso se merece esa segunda oportunidad de la que hablas…? ¡Manda cojones!

    —María, por favor, tranquilízate —le dijo su padre, agarrándola con suavidad por el antebrazo. También él, de repente, parecía seriamente preocupado.

    —¿Cómo quieres que me tranquilice si dejan en libertad a semejante basura? —contestó ella, enfurecida, zafándose de su mano—. ¡Ha violado a un montón de mujeres indefensas y cualquier persona con dos dedos de frente sabe que lo volverá a hacer en cuanto pueda!

    Su madre, tan elegante como guapa en condiciones normales —ella se parecía más a su padre para su desgracia—, estaba perdiendo la compostura y eso la convertía en una mujer vulnerable, puesto que se volvía agresiva y asocial.

    —Tienes razón, María, pero te emocionas tanto que asustas a Amaya. ¿Verdad, cielo?

    Este la miró solicitando su ayuda urgente e invitándola a apagar la dichosa televisión. Le asustó tanto ver a su madre tan afectada que cumplió la orden en un santiamén.

    —Lo siento mamá, no quería…

    —Tú no tienes la culpa de nada, Amaya, se le pasará —contestó su padre, serio, pero trasmitiéndole serenidad—. Lo mejor será que nos vayamos un poquito a nuestra habitación. En un rato venimos a comer.

    Su madre, con la mirada ausente, obedeció.

    Totalmente perdida, apagó las lentejas y se sentó en una silla. Escondió la cabeza entre las manos y rezó para que los nubarrones negros no volvieran a la cabeza de su madre.

    3

    Burgos, junio de 1994

    —¿La penúltima?

    Peque fue mirando a los seis del grupo buscando alguna mirada cómplice.

    Antonio Iznaola sabía lo que pasaría a continuación. Su amigo buscaría su complicidad. Por algo los dos tenían la fama de ser los más juerguistas del grupo.

    —¿Qué dices, Toñín? —le preguntó.

    Salieron de su pueblo a las once de la noche y llegaron a Las Llanas cuarenta y cinco minutos más tarde, salvo Montes y Julia, que vivían en la ciudad.

    Las Llanas era una de las zonas de marcha más famosas de Burgos. Encima, su ubicación la hacía especial. Se hallaba al este de la imponente catedral de la ciudad y las calles anexas aún conservaban ese encanto de ciudad antigua. Si a eso le añadían que se trataba de calles muy anchas y rellenas de bares en las que uno encontraba música de varios estilos.

    —Por mí no hay problema —le contestó mientras miraba de perfil a Julia, su novia, cuya cara ceñuda no presagiaba nada bueno.

    —Entonces no se hable más —respondió Peque—. Se acepta la moción.

    Mientras pronunciaba estas palabras, señaló a todos los del grupo y todos contestaban afirmativamente. Solo le quedaba Julia por responder.

    —Haced lo que queráis —respondió ella—. Son las seis menos diez y yo lo que quiero es irme a casa.

    Lo soltó mirando a su amiga Noe, que acaramelada con su pareja Ángel, no daba la impresión de prestarle mucha atención.

    A él, sin embargo, sí le afectaban dichas palabras. Con toda seguridad la fiesta tocaba a su fin. Era hora de acompañar a su pareja a casa. Debía de confesar que, de momento, había sido una gran noche. Como todos los años que acudían a las fiestas de San Pedro por su ambientazo. Hasta las calles se abarrotaban de gente bebiendo y fumando por no sentir el agobio de los garitos atestados. Y así, con la tontería, las seis horas y pico que llevaban allí se les pasaron en un santiamén.

    —¿Tan pronto? —le preguntó Blanca a Julia—. Todavía nos queda tomar un cubata más e ir a desayunar por ahí.

    Blanca era la mejor amiga de Julia. Sin ser tan exuberante como Noe ni tan guapa de cara como Julia, a él le parecía muy atractiva. Tenía un cuerpo proporcionado y unos ojos grandes y muy expresivos. Le gustaba Montes y esperaba, paciente, a que el muchacho se lanzase. Mientras tanto, este se vanagloriaba ante los chicos de que cualquier día se lo pediría… Ahora mismo le notaba más ebrio que ninguno del grupo, por lo que no descartaba que ese día fuese hoy. Aunque si bebía más, quizás conseguiría el efecto contrario. Montes se ponía muy empalagoso y decía muchas estupideces cuando se pasaba con el alcohol. Todo eso no parecía importarle demasiado a Blanca. Sin duda, ella prefería que se lanzase de una vez. Y ese pequeño detalle la hacía reticente a irse…

    —Me han dejado hasta las cinco y media y mira qué hora es. Cuando llegue a casa mi madre me mata —se quejó Julia ante Blanca, consciente de que su amiga la quería de celestina.

    —¡Si la bronca te caerá igual, mujer! —exclamó Ángel, sin soltar ni un milímetro a Noe—. ¡La noche es joven!

    A Iznaola le hizo gracia ese comentario. Ángel estaría ya en Alicante si Noe se lo pidiese. El carácter guasón y bravucón que le distinguía sin ella presente mutaba bruscamente en sumiso y bobalicón ante un leve pestañeo de su pareja.

    —¡Qué más quisiera yo tener unos padres tan paso… comprensivos como los vuestros! —se quejó Julia con amargura—. Me encantaría quedarme un poquito más, pero paso de movidas con ellos.

    —Vamos, Julia. Bebemos la última en los bares de arriba o en Las Bernardas —otra zona de marcha en la que todo el mundo acababa con la noche bastante vencida— y te acompaño a casa —dijo a su pareja sin mucha convicción.

    Iznaola soltó el comentario a ver por dónde salía ella. Todo porque no le apetecía nada irse. Si acompañaba a su novia hasta Gamonal, entre ir y venir al barrio, más el rato de despedida pasaría perfectamente hora y media, por lo que se le cortaría todo el rollo. Sin contar con que ese «rato de despedida» sería ínfimo. Ella deseaba llegar a casa cuanto antes. Y que luego, cuando se juntase de nuevo con el grupo ya no sería lo mismo, seguramente se les habrían pasado las ganas de fiesta.

    —¿Otra vez con lo mismo…? —le contestó ella de malas maneras—. Siempre me dices que nos bebemos la última y luego no tienes fin. Me tengo que enfadar contigo para que nos vayamos…

    Puso los brazos en jarras, cogió aire con mucha solemnidad, y continuó hablando.

    —No te estoy pidiendo que me acompañes, solo te estoy diciendo que me marcho.

    Las últimas palabras las escupió casi gritando y con bastante desprecio.

    Iznaola se sintió avergonzado. El resto de la cuadrilla era testigo de cómo le humillaba. Y todos ellos evitaban cruzar la mirada con la suya por la razón consabida. Mientras tanto, él se notaba cada vez más rabioso. Antes de hablar, le convendría contar hasta diez.

    No llegó a contar ni uno.

    —Solamente te he pedido beber otra copa —le respondió también con un tono bastante alto—. Podrías ahorrarte el numerito de que soy un borracho. Sobre todo delante de todo el mundo.

    Apreciaba como la gente de alrededor, y otros de paso, seguían la conversación con más o menos disimulo. Le daban ganas de mandar a más de uno a la mierda, pero en el fondo sabía que ellos no tenían la culpa de nada.

    —¡Venga, chicos, va! —exclamó Peque, tratando de calmar el ambiente—. Que no llegue la sangre al río…

    —¡Eso, eso! —dijo Noe—. Daos un besito de reconciliación y aquí no ha pasado nada.

    Esta guiñó un ojo a Julia buscando su complicidad.

    —Perdona, Noe —le contestó Julia con mucha frialdad—, pero ya estoy harta de solucionarlo todo con un besito, de tener una bronca todos los fines de semana y de volver a las andadas al sábado siguiente. Estoy bastante cansada de toda esta situación.

    Se lo contaba a su amiga, que apenas la prestaba atención. A él ni le miró.

    Toñín no daba crédito. No sabía si cortaba con él o simplemente se desahogaba delante de todos. Alucinado, no le parecía ni el momento ni el lugar idóneo. Esa conversación deberían mantenerla en privado. Les estaba amargando la fiesta a todos.

    —Creo a ellos no les importan nuestros malos rollos, Julia. Si quieres decirme algo, dímelo a mí, no me montes un pollo nocturno —se defendió Iznaola, clavándole la mirada.

    La aludida maduró unos segundos la respuesta antes de dársela.

    —Tranquilo— le contestó mirándole fijamente con un tono de voz calmado, pero mucho más duro que cuando le gritó—. Ya me voy, así puedes beberte un cubata, dos, tres o los que te salgan de los huevos.

    Sin darle tiempo a responder, echó a andar dejándoles a todos plantados.

    Iznaola no reaccionó hasta el quinto o sexto paso después de negar con la cabeza un montón de veces.

    —¡Espera, que te acompaño! —gritó para que ella le oyera y se parara.

    Julia no le hizo ni caso y prosiguió a lo suyo.

    Él levantó las manos al cielo, negó varias veces más y salió corriendo en su búsqueda. Cuando llegó a su altura, la agarró del brazo para que parara.

    —Deja que te acompañe y lo hablamos, venga —le dijo en plan conciliador.

    Ella se zafó, de malas maneras, de su brazo.

    —Ya no quiero que me acompañes ni que me persigas. En serio.

    La contestación sonaba a amenaza.

    —Vuelve con tus amiguitos, anda.

    Le indicó dónde se encontraban con un despectivo gesto con la cabeza antes de marcharse definitivamente.

    Iznaola no tuvo valor para seguirla ni aunque llevase puesto ese vestido negro que tanto le gustaba.

    Charlie rebuscó en el bolsillo interior de su cazadora y sacó el paquete de cigarrillos. Antes de coger uno, echó un vistazo para saber cuántos le quedaban. Soltó un bufido. Sin contar con el que se llevaba a la boca, ya solo tenía otro. Maldijo varias veces. Nada le salía como planeó. ¡Con qué ganas se bebería ahora dos copazos de coñac de un trago!

    Para no desesperar, y para desempolvarse del frío que crecía por momentos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1