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El verdadero nombre del diablo
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Libro electrónico266 páginas3 horas

El verdadero nombre del diablo

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El comandante Jesús Romero está en problemas. Tras la muerte de su protector y cómplice, el diputado federal Leopoldo Mares, tendrá que hacer frente a la envestida del procurador, obligado a echar mano de toda su experiencia para levantar una cortina de humo y salir librado de la inminente orden de aprensión.

-Contando el de hoy, ¿cuántos

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento12 oct 2023
ISBN9781685745189
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    El verdadero nombre del diablo - Emilio Carrera Rivera

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    El verdadero

    nombre del diablo

    Emilio Carrera Rivera

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku, LLC

    www.ibukku.com

    Diseño de portada: Ángel Flores Guerra B.

    Diseño y maquetación: Diana Patricia González Juárez

    Copyright © 2023 Emilio Carrera Rivera

    ISBN Paperback: 978-1-68574-517-2

    ISBN Hardcover: 978-1-68574-519-6

    ISBN eBook: 978-1-68574-518-9

    ¿Es usted un demonio? Soy un hombre.

    Y por lo tanto tengo dentro de mí todos los demonios.

    Gilbert Keith Chesterson

    [1]

    Benítez fumaba su enésimo cigarro del día. Aunque difícilmente algún caso lograba perturbarle, después de casi tres décadas de médico forense, tenía el asunto dándole vueltas en la cabeza. Ananías Guzmán, con un toque de nudillos en el marco de la puerta, lo devolvió al presente.

    —Listo, doctor. Ya se fueron todos.

    Benítez tomó la cajetilla de Raleigh y se levantó.

    Guzmán esperó a que pasara su jefe y caminó tras él. Ambos iban en silencio, escoltados por el sonido de sus pasos por el pasillo. A medida que se acercaban al anfiteatro, el zumbido de los refrigeradores se hizo presente. Benítez sabía que era una mera formalidad, el hecho de que Guzmán estuviera seguro era suficiente: «Tenemos otro». La luz blanca del anfiteatro atacó las pupilas de Benítez, que empezaba a sentir la llegada de un dolor de cabeza. Solamente una de las planchas estaba ocupada, una sábana blanca cubría el cuerpo. Postergando unos segundos la inspección, se dirigió al botiquín empotrado en la pared, sacó un par de cafiaspirinas. Guzmán observó a su jefe dirigirse al garrafón del agua, llenar un cono y engullir los analgésicos acompañados de un largo trago de agua. Decidió no aproximarse; prefería que Benítez, a solas, revisara y sacara conclusiones. Benítez se acercó a la plancha. Tomó el extremo de la sabana que cubría la cabeza, algo no cuadraba. «Tenemos a otro», le había dicho Ananías, pero frente a él estaba el rostro de una mujer. Antes de cuestionar a su asistente decidió terminar con la inspección. Jaló la sábana. Ahora las veía, a la altura del ombligo. No quiso contarlas, eran más de diez puñaladas. Observó los senos, demasiado firmes, demasiado perfectos. Volvió a revisar el rostro. En el mentón se adivinaba la presencia de vello, vello que se negaba a desaparecer bajo el efecto de los tratamientos hormonales. Destapó el área pélvica y no pudo restringir el impulso de cerrar los ojos y sentir cómo la boca se le amargaba. Él área genital había sido cortada por completo. Guzmán decidió que era oportuno dar su informe.

    —El cuerpo fue hallado en las inmediaciones del metro Portales, en uno de los pasos subterráneos de Tlalpan, el primero de sur a norte. Al parecer el occiso es uno de los muchos prostitutos que laboran sobre Calzada de Tlalpan. En esta ocasión las mutilaciones se limitaron al área genital. Si agregamos las heridas en la región abdominal, tenemos un cuadro de lesiones muy parecidas a las del hijo del difunto diputado Mares.

    Benítez tomó la lámpara de pie, y la acercó a la región abdominal del cadáver. Las heridas eran profundas, decididas y mortales. Guzmán, sin preguntar, continuó con el informe.

    —Puedo asegurar que se trata del mismo cuchillo, los cortes coinciden.

    —¿Estaba vivo? —Benítez miraba a los ojos a su asistente—. ¿Estaba vivo cuando lo mutilaron?

    Guzmán afirmó con un movimiento de cabeza.

    —¿Quiénes recogieron el cuerpo? —Benítez sacó un pañuelo de tela, del bolsillo posterior del pantalón, y se sonó de forma ruidosa.

    —El Queso y la Zuliana. Ya hablé con ellos. Saben en la que se meten si andan de hocicones.

    Benítez se acercó a Guzmán.

    —Ananías, te encargo el reporte por escrito. ponlo en el expediente junto con los otros. Me voy, me urge un ron. —Benítez se encaminó fuera del anfiteatro y, sin voltear, evitando el contacto visual, le ordenó a su asistente—: Manda el cuerpo al crematorio.

    [2]

    —Lo lamento, comandante, son órdenes del procurador.

    A Laura le costaba sostener la mirada al comandante Romero. Se sentía como una traidora, al tener que ser ella la que le debía notificar que, hasta nuevo aviso, tenía restringida la entrada a su oficina. Romero era su jefe y, por qué no decirlo, el mejor jefe que había tenido en la judicial. Jamás había intentado propasarse con ella y eso, dentro de la corporación, era algo muy raro. Tenía su carácter, como todos los jefes, y corrían historias muy oscuras sobre su proceder, asuntos que francamente a ella no le importaban.

    Romero no pudo ocultar la incomodidad. A pesar de que Laura le había dado la noticia en voz baja y de forma discreta, sentía la mirada de todos los que laboraban en el piso. Pinches metiches.

    Al ver los ojos de Laurita y su genuino gesto de angustia, intentó suavizar el momento.

    —No se apure, Laurita, sé perfectamente de dónde viene la orden. Voy a tomarme un café, ya sabe dónde. Si llega Gálvez, dígale que, si puede o, más bien, si no lo comprometo, me alcance o me marque al celular.

    —Sí, comandante.

    Al girar la vista a los otros escritorios, vio cómo los ocupantes ocultaban sus rostros en papeles o desviaban la mirada a los monitores de las computadoras. Culeros. Todavía no se terminaba de enfriar el cadáver de Mares y el puto del procurador ya se le estaba echando encima. Encendió un cigarro. Podía pedir una cita, tratar de convencerle. Él nunca se negó a entregar a Mares, pero lo que le pidió cuando lo visitó en su oficina, ese maldito día, no estaba tan sencillo. Aunque no estaba de acuerdo ni al tanto de muchas de las actividades del difunto diputado Mares, él, Jesús Romero, era un hombre fiel y agradecido, y en esos momentos el diputado pasaba el trago amargo del asesinato, brutal asesinato, de su único hijo. Exhaló el humo y volvió a repasar los argumentos en su defensa y consideró que eran sólidos y válidos; además que también podría ofrecerle al procurador alguna información sobre otros políticos. Dio una fumada profunda al cigarro y se encaminó a los elevadores. No tenía caso acelerarse: todo en la vida, y más en la política, es negociable.

    [3]

    El director del periódico El independiente, con taza de café en una mano y cigarro en la otra, revisaba el artículo de JM sobre el aumento de la inseguridad en la ciudad, atribuida por el reportero a la cada vez más evidente ineptitud de la procuraduría y su titular.

    —¡Este cabrón quiere que nos cierren el changarro! —pensó en voz alta.

    Dio una última calada al cigarro y lo sumergió en lo que quedaba de café en la taza. Accionó el interfono.

    —Raquel, mándeme al mamoncito de JM y, si no ha llegado, déjele recado en el cuchitril que llama escritorio.

    JM, reportero de nota roja, trataba de exorcizar la cruda con una taza de café y dos aspirinas. «¡Pinche Benítez, infeliz, cómo aguanta! Eran las tres de la mañana y con medio pomo de ron adentro y andaba como si nada. Seguramente ya está en el SEMEFO revisando muertitos, fresco como lechuga». Escuchó el taconeo inconfundible de Raquel acercarse.

    — JM, dice mi jefecito que vayas a su oficina.

    —¡Qué bárbara, Raquelita! Con esa falda y esas medias me quieres matar de un infarto.

    —No te hagas el chistoso, qué bárbaro tú. Mira nada más cómo vienes: hueles a chiles en vinagre.

    —Me emborracho por tus desaires.

    —¡Ándale! Ya no andes de mamón, que se ve que mi jefecito te va a poner una cagotiza.

    JM apuró lo que le quedaba de café y caminó tras la secretaria mientras cantaba: «Si por pobre me desprecias, yo te concedo razón. Yo te concedo razón, si por pobre me desprecias».

    Raquel, antes de ocupar su escritorio, le dedicó una mirada por encima del hombro y una sonrisa: «Cómo eres baboso».

    —¿Se puede?

    —Pásate y cierra la puerta.

    —De haber sabido me traigo un condón.

    —Pues deberías cargarlo en la bolsa, porque cualquier día de estos el procurador te manda meter una buena cogida.

    —¡Ay, no chingues, Pollito! ¿A poco no te gustó mi artículo?

    —A mí me encantó, pero al procurador le va a caer en los huevos. ¡Y no me digas Pollito, pendejo!

    — ¡Eso chinga! Yo sabía que no te iban a temblar las chichis para publicarlo.

    —Está muy bueno, pero pudieras evitar ser mordaz.

    — Tú sabes, Pollito, que la crítica es fundamental para los políticos, aunque no lo entiendan. El señalarles sus errores les permite corregir sus estrategias y cambiar el rumbo para bien. Está superpendejo el procurador si piensa que con esos traspiés que anda dando tiene oportunidad para la grande.

    —Pues tú sabrás. ¡Óyeme, cabrón, ya me llegó el apeste! Todavía vienes pedo. No mames, más respeto a la institución.

    —No seas ignorante, Pollito, para mí la bebida es una herramienta de trabajo. Ya lo dijo Hemingway: escribe borracho, edita sobrio.

    —Ah, mira qué buena excusa. Ya la neta, ¿por qué eres así? ¿Te violaron de niño?

    —Ya me voy, Pollito, antes de que me recuerdes mi tormentosa infancia.

    [4]

    —¡Quiúbole, Juanito! ¿Qué andas haciendo tan tarde por aquí? Ya mero y no me encuentras.

    Aurelio, sentado en la acera, con una cobija cubriéndole las piernas, no disimulaba el gusto por la visita de Juan. Este le retornaba el saludo acompañado de una sonrisa tímida. Sostenía contra su pecho una bolsa de mandado. La tarde estaba fresca, pero sin amenaza de lluvia; por la hora, el tráfico de personas, frente a la central camionera del Sur, era nutrido.

    —No me digas. Déjame adivinar... Te mandaron a la tienda.

    Juan se mantenía sonriente. Negó con la cabeza.

    — ¿No? ¿Entonces a qué debo el honor de tu visita?

    La sonrisa de Juan se trasformó en una mueca y luego en un gesto de melancolía. Desvió la mirada hacia la gente que pasaba, se mordía la punta de la lengua, como si se esforzara en encontrar las palabras indicadas. «Mi madrina está muerta. En estos momentos, junto con otros dos muertos, arde dentro de su casa, por un incendio que yo provoqué». Después de un ligero movimiento negativo de cabeza, inspiró profundo y regresó la vista a Aurelio.

    —Me he quedado solo, mi madrina se fue. No tengo donde quedarme y no conozco a nadie. Usted es el único amigo que he hecho desde que llegué a la capital, y quiero pedirle consejo: tengo un poco de dinero —Juan apretó la bolsa contra su pecho. El movimiento no pasó desapercibido para Aurelio—, creo que suficiente para pagarme unas noches en algún cuarto. ¿Sabrá usted de alguno?

    El mendigo ponderó la situación. En su concepto, Juan era un muchacho transparente, trabajador y responsable. Recordaba el día que lo conoció y cómo se vio reflejado en él cuando era joven. Siempre le admiró la devoción con la que atendía a la anciana, que por lo que sabía ni su pariente era. No le sorprendía nada que, al faltar la mentada madrina, la familia le diera las gracias con una patada en las nalgas. La gente rica es mal agradecida y culera. El muchacho no negaba la cruz de su parroquia, al igual que a él, lo indio se les veía a leguas. Lo fácil era mandarlo a la chingada. El D.F. estaba lleno de historias trágicas y gente jodida; lo que le pasaba a Juan no era problema suyo. Ahora miraba a Juan, su mirada limpia, sus enormes ojos negros. Lucía indefenso, pequeñísimo en comparación a la maldad que caminaba buscando víctimas por cada esquina de la ciudad. No quería cargar en la conciencia que le pasara algo al muchacho.

    —¿Sabes qué? —Aurelio se palmeó el muslo—. De momento te vas a quedar conmigo. —Apareció una sonrisa de alegría en la cara de Juan—. Tú eres mi cuate y está cabrón que andes solo en la ciudad, ya va a oscurecer. Además, no creo que me salgas asesino.

    [5]

    Ignacio Robles no pudo evitar estremecerse al encontrar el misal sobre su escritorio. Desde que le notificaron sobre la muerte de Juan y Martha de Vizcaya no había regresado a la casa parroquial de Puebla. Casi un mes había pasado y se le habían terminado las excusas para no volver, para tratar de olvidar, pero el misal seguía ahí recordándole que él era cómplice de la desgracia, al guardar silencio, al no avisar a Martha o al Diputado que Juan estaba profundamente trastornado y que requería ayuda psiquiátrica. Aunque el procurador en persona le afirmó que todo había sido un accidente, no tenía duda de que la respuesta de las autoridades era una farsa. A la semana, gracias a la presión ejercida por el Obispo, el personal del SEMEFO mandó, de forma muy conveniente, el cuerpo cremado del presunto cadáver de Juan. No se tragaba el supuesto error en el manejo del cadáver. Al recibir la urna, al efectuar los trámites para depositarla en un nicho de la catedral de San Cristóbal, al celebrar la misa de difunto, una inquietud lo atormentaba: él sabía que esas cenizas no eran de Juan, que por alguna razón las autoridades ocultaron la verdad de lo sucedido. Ahora estaba nuevamente frente al misal en el que Juan plasmaba sus delirios y alucinaciones. Esquizofrenia, mencionó el médico que curó a Juan en San Cristóbal, cuando intentó automutilarse, que ese tipo de conductas estaban relacionadas con la esquizofrenia. No tenía duda: su historia con Juan estaba lejos de terminar. Abrió el cajón del escritorio y guardó el misal.

    [6]

    —Salud. Y gracias por aceptar acompañarme.

    Benítez había decidido oportuno platicar con Ananías Guzmán sobre el expediente, el expediente especial, y sobre el envío de los cuerpos sin registrar y sin clasificar al crematorio. Se sentía incómodo ocultándole información; agravaba aún más su malestar el hecho de que Guzmán, lejos de cuestionar su proceder, obedeciera sus órdenes, como lo que era, un elemento fiel y disciplinado. Lo esperó en el estacionamiento recargado en su carro. Al verlo salir, le silbó y le pidió que se acercara. Sabía que Ananías era soltero, por lo que era poco probable que llevara prisa para llegar a su casa. Guzmán se acercó diligente, esperando una indicación especial para el día siguiente, en el que se llevaba a cabo la inauguración de los nuevos comedores para el personal del SEMEFO por parte del procurador; su cara fue de sorpresa al escuchar de la boca de su siempre serio y reservado jefe: ¿Me aceptas una copa? Quiero platicar contigo. Y ahí estaban, en la cantina del Médico: Benítez con un ron y Guzmán con una cerveza.

    —Tenemos varios años trabajando y siempre has demostrado ser un hombre discreto y con criterio. Sabes que eres mi mano derecha y en la medida de lo posible trato de ser un buen jefe. —Benítez hizo una pausa y encendió un cigarro—. Contando el de hoy, ¿cuántos son los cuerpos que te he pedido que mandes al crematorio sin reportarlos?

    —Cuatro.

    — ¿Y que tenían en común?

    —Todos presentaban heridas por arma punzocortante;

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