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Lágrima Dulce
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Libro electrónico337 páginas4 horas

Lágrima Dulce

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Octubre de 2019. En el barrio Gótico de Barcelona aparecen los cadáveres de varias jóvenes con misteriosos mensajes en sus cuerpos. Las macabras muertes se mezclan con la sublevación en la cual se encuentra inmersa la ciudad, adversa a una situación política y judicial que carga duramente contra el movimiento independentista de Cataluña. La investigación se tornará sombría cuando se descubre que dos de los cadáveres pertenecen a las hijas de un reputado juez.¿Qué relación tienen los asesinatos con el histórico contexto político y social en España?  
La inspectora Lucía Guijarro tomará el mando de la investigación y dejará de lado su pasado para descubrir el autor de las muertes y la conexión de los asesinatos con una relación de amor prohibida surgida tres años antes a seiscientos kilómetros de distancia.  
Amor, política y suspense se combinan en esta novela que describe con exquisitez los detalles que no han salido a la luz sobre el procedimiento judicial en el que se juzgaron a los políticos independentistas de Cataluña, y los mezcla con una historia de ficción. Un thriller absorbente de lectura vertiginosa de principio a fin que invita al lector a tratar de diferenciar lo real de lo inventado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 dic 2021
ISBN9788419198327
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    Lágrima Dulce - Iago Tudela

    Lágrima Dulce

    Iago Tudela

    ISBN: 978-84-19198-32-7

    1ª edición, octubre de 2021.

    Editorial Autografía

    Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

    www.autografia.es

    Reservados todos los derechos.

    Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

    «¿Quieres ser rico? Pues no te afanes

    en aumentar tus bienes, sino en disminuir

    tu codicia». Epicuro de Samos

    PRÓLOGO

    La chica prestaba atención al repiqueteo de la aguja con tal de no lastimarse los dedos. Lucía un pequeño rasguño con sangre seca en la parte interna del dedo índice fruto de un descuido y no quería que se repitiera. Cada vez que la herida le rozaba con algo sentía un desagradable escozor.

    A pesar de que hacía poco tiempo que podía disfrutar de la máquina de coser, conducía el trozo de tela negra con inusual esmero por la placa de la aguja, rodeándola con destreza y haciendo pasar los bordes de la pieza por el sitio elegido. Los dedos finos y huesudos bailaban diligentes sobre el tejido moldeándolo con suavidad.

    Parecía feliz. Quizás era el único momento del día en que lo parecía. Y tal vez solo lo parecía. Disponía de una hora para sentarse en la habilitada mesa de costura y abstraerse del dolor constante que le invadía el pecho. Concentrarse en aquella manualidad le permitía espantar recuerdos, imágenes que se le hacinaban bruscas en su cabeza, como destellos en mitad de la noche.

    Esparcidos por la mesa había varios trozos de tela negra ya terminados. De textura suave, alargados, de unos siete centímetros de ancho y con ambos extremos acabados de forma triangular. Había solicitado telas de otros colores más vivos y con estampados, pero de momento debía conformarse con el negro. Notó cómo se le caía un mechón de pelo por la frente y paró de inmediato para evitar que se le enroscara en la tira del hilo. Volvió a recogerse el pelo con una de las piezas negras ya terminadas. Cogió las tijeras de punta redonda y cortó otro trozo de tela negra, que previamente había medido. Lo colocó encima del retal que acababa de coser. Hizo girar la ruedecilla del selector de puntada y colocó ambos retales en el pie prensatela. La máquina volvió a sonar.

    Tac-tac-tac-tac-tac-tac…

    A su lado, una mujer de rostro dulce la miraba con atención. No iba vestida como los demás: toda de blanco, con unas zapatillas de goma de color rojo. Observaba a la chica con interés, pero con unos ojos de quien lo hace cada día. Con cierta ternura. La chica le dirigió una mirada distraída. El ruido de la máquina no le permitió oír lo que le dijo la mujer, pero en sus labios pudo leer: «Lo estás haciendo muy bien», seguido de una amplia sonrisa.

    Tac-tac-tac-tac-tac-tac…

    La chica volvió a concentrarse en el repicar de la aguja. No quería distraerse ni perder un segundo de aquella sensación reconfortante. Quería alargar aquel momento tanto como le fuera posible. Mantener alejada la tristeza que se había instalado como una inquilina en su interior. Un reloj colgaba de la única pared de la sala, que disponía de amplios ventanales que daban al pasillo. Nunca lo miraba para no entristecerse viendo avanzar la aguja más larga. Siempre esperaba que fuera la mujer quien le avisara de que se había acabado el tiempo por aquel día. «Mañana un rato más», le decía acariciándole el pelo. Quizás en unos días le ampliaran el horario de permiso con la máquina, quien ahora se había convertido en su mejor amiga. Sabía que aquello se alejaba de la normalidad que podría vivir cualquier chica de su edad, pero se había transformado, de forma desgarradora, en su nueva normalidad.

    El ruido cesó de golpe. La chica sacó el trozó de tela de la placa de la aguja y se lo acercó a los ojos para observarlo con detenimiento. Las puntadas habían quedado perfectas, rectas, uniformes. Pasó la huella del pulgar por encima de ellas, en una caricia que le provocó una casi imperceptible mueca de aprobación.

    Tres golpes en el cristal de la ventana del pasillo la asustaron.

    1

    Barcelona, octubre 2019

    —¡Silencio, silencio!

    El mazo asido por el juez De Marcos golpeaba la mesa en busca de un silencio difícil de obtener, tras la capciosa pregunta que acababa de formular el abogado.

    Ante la expectación que había provocado el caso, la sala de vistas número tres de los juzgados de Barcelona estaba llena de curiosos, detractores y familiares que querían seguir el juicio de primera mano, sin dejar un asiento libre. Todo en su interior transmitía solemnidad: grandes cuadros con marcos dorados, mobiliario de madera oscura y una gran lámpara de araña que se descolgaba del techo. Al fondo se situaban los periodistas acreditados que, entre codazos y empujones, buscaban captar la mejor imagen que fuera la portada de su periódico de la mañana siguiente. Por las ventanas, separadas un palmo del techo, penetraba un rayo de sol que alumbraba al imputado, que estaba siendo interrogado en esos momentos. Como si el cielo, en una actitud caprichosa, estuviera señalando al culpable del asesinato de la joven de dieciocho años que había aparecido muerta, cuatro meses atrás, delante de la fuente principal del parque de la Ciutadella, con doce puñaladas en el pecho.

    Con gesto nervioso, el letrado se acomodó las gafas de pasta con su dedo índice y, disimuladamente, se secó una gota de sudor que se le deslizaba por su sien. Sentía los ojos de la sala y del jurado popular fijos en él, mientras en su mente formulaba la siguiente pregunta:

    —¿Afirma, por tanto, señor Fuentes, que entre las diez y las doce de la noche del pasado 25 de junio, usted estaba en el parque de la Ciutadella, lugar donde se encontró el cuerpo sin vida de la víctima?

    Fabián Fuentes era de tez morena y mandíbula prominente. El desaliñado cabello negro caía con desdén sobre su frente salpicada de lunares. Tenía la mirada perdida; sus ojos estaban custodiados por unos cercos morados. Deslizó inconscientemente una mirada hacia el público, en busca de algo que centrara sus pensamientos. Al darse cuenta de su gesto, miró al suelo antes de responder:

    —Así es.

    —¿Y nos puede decir qué hacía allí? —inquirió el abogado.

    —Había quedado con unos amigos para tomar unas cervezas. Nos descontrolamos un poco, me sentí mareado y decidí irme a casa.

    —¿Se fue solo?

    —Sí.

    Después de la última respuesta, una ligera mueca socarrona, casi imperceptible, apareció en la comisura del labio superior del abogado, que se relamía en su interior antes de formular la pregunta estrella. Aquella que, en los programas de televisión norteamericanos, la denominan la pregunta del millón de dólares. Aquella que, en este juicio, le iba a dar la victoria.

    —Y, por último, señor Fuentes, ¿en el camino de vuelta a casa, se encontró usted con la víctima?

    La respiración de los asistentes se paró por un momento. Esperaban, nerviosos, la respuesta del imputado. El sonido constante de las cámaras de los periodistas vaticinaba el momento crucial del juicio. Las videocámaras enfocaban en primer plano el rostro desencajado de Fabián Fuentes, que veía cómo su vida iba a cambiar para siempre después de su respuesta.

    —Sí, me encontré con ella.

    La sala volvió a rugir en rumores y comentarios que auguraban el final del caso y sentenciaban al culpable del asesinato. Los miembros del jurado realizaron anotaciones en sus libretas. El abogado dirigió una mueca irónica de superioridad al banquillo contrario, mientras fingía anotar algo en su cuaderno.

    —No tengo más preguntas, señoría.

    El juez De Marcos volvió a hacer uso del mazo para solicitar orden en una sala dominada por las emociones. Cuando consiguió un mínimo de silencio, con rostro serio, dirigió la vista hacia el banco en el que estaba sentado el fiscal.

    —Su turno, señor Carbonell.

    La toga del fiscal únicamente dejaba entrever el nudo de la corbata color fucsia con pequeños puntos blancos, anudada al cuello de corte italiano de la camisa blanca. Tomaba los últimos apuntes, con media sonrisa esbozada bajo la nariz. Levantó lentamente la cabeza para mirar, primero al juez, y luego al imputado. Carraspeó ligeramente y aguardó un instante a que el auditorio se mantuviera en absoluto silencio.

    —Gracias, señoría. Con la venia de la sala. Buenos días, señor Fuentes. Como bien sabe, en este caso, la policía científica no consiguió obtener pruebas de ADN en el escenario del crimen. En consecuencia, me veo obligado a realizarle algunas preguntas que le podrán parecer extrañas, inconexas tal vez, pero esenciales, al fin y al cabo.

    El juez De Marcos se removió en su silla, inquieto.

    —Señor Fuentes, ¿tiene usted hermanos? —preguntó el fiscal.

    —Sí, un hermano. Lucio.

    —Según veo en los documentos aportados al caso, sufre usted un trastorno mental; esquizofrenia, concretamente. ¿Es así?

    Fabián Fuentes asintió con la cabeza.

    —Señores del jurado, quiero indicarles que el señor Fuentes ha recibido autorización psiquiátrica para poder prestar testimonio dado que, en estos momentos, se encuentra en posesión de sus plenas facultades mentales. Por tanto, deben tomar sus respuestas como plenamente válidas.

    Carbonell se detuvo un instante para dar tiempo a que los miembros del jurado anotaran aquello, y cogió un pequeño mando electrónico que reposaba al lado de su libreta de apuntes. Lo dirigió a la pantalla que había colocada al lado de la silla en la que estaba sentado el interrogado.

    —Dígame, señor Fuentes, ¿es este su perfil de Facebook?

    Fuentes asintió con la cabeza, sin poder disimular su cara de preocupación.

    La pantalla de televisión se iluminó y apareció una fotografía tomada de noche, en la que se apreciaba un tumulto de gente con banderas, pancartas y sosteniendo carteles. La instantánea era oscura y con poca resolución, lo que provocaba cierta dificultad para apreciar los rostros de algunos de los integrantes.

    —¿Reconoce dónde fue tomada esta fotografía?

    Titubeó el imputado antes de contestar:

    —Es la manifestación en contra de los derechos de los homosexuales, cerca de la plaza de España.

    —Esta manifestación tuvo lugar a la misma hora en la que el forense determinó la muerte de la joven. Y desde la plaza de España al parque de la Ciutadella hay casi cinco kilómetros de distancia.

    Carbonell hizo una pequeña pausa. Premeditada.

    —¿Es usted el individuo con camisa blanca que aparece en esta fotografía?

    Fuentes rumió la respuesta. Demasiado, para la sencillez de la pregunta.

    —Sí, soy yo.

    —Por tanto, es imposible que usted estuviera en el escenario del crimen. ¿Quién se encontraba en el parque de la Ciutadella la noche de autos, señor Fuentes?

    Fabián Fuentes luchaba por reprimir la lágrima que se asomaba, extrovertida, al balcón de su párpado inferior. Un nudo en la garganta le impedía articular palabra, sintiéndose mínimamente aliviado por ello, ya que se encontraba en un callejón sin salida.

    —Le ayudaré —dijo el fiscal—. Su finalidad en este juicio radica en encubrir a una tercera persona como principal culpable en este crimen, usando su esquizofrenia como parte del plan. Usted era conocedor de que esta circunstancia constituiría un atenuante en caso de que lo declarasen culpable del asesinato y, por tanto, su pena se podría ver reducida considerablemente, por lo que decidió actuar como señuelo.

    Carbonell levantó el brazo, señalando a alguien entre el público asistente.

    —En la primera hilera de sillas se encuentra la novia de la víctima, y ha quedado demostrado que en la familia Fuentes no simpatizan especialmente con el colectivo homosexual. Díganos, señor Fuentes, ¿quién, con unas facciones semejantes a las suyas, se encontró con la víctima en el parque de la Ciutadella?

    El murmullo se extendió por la sala, inmersa en una tensión expectante.

    Fabián Fuentes dirigió de nuevo una mirada perdida a los asistentes. Estuvo un momento en silencio, para luego susurrar:

    —Mi hermano, Lucio.

    2

    Barcelona, octubre 2019

    El sonido provocado por el tacón de los Santoni de Carbonell resonaba en los techos abovedados del hall que conducía al exterior de los juzgados de Barcelona. El traje gris marengo, con americana de un solo botón, le quedaba adecuadamente entallado a la cintura. La luz blanca deslumbraba sus ojos color cian y se le reflejaba en el rostro tostado, perfectamente rasurado.

    Sabía que había hecho un buen trabajo dentro de la sala de vistas, desenmascarando una trama urdida para sabotear la legislación penal vigente, con el objeto de que un culpable de asesinato resultase impune. Nada más y nada menos. Ese era su trabajo, se decía. No tenía por qué enorgullecerse de ello, pero hay formas y formas de hacerlo. Y la suya era encomiable.

    En su mano derecha llevaba cogido el maletín de piel marrón, disponiéndose a salir de los juzgados, cuando por su espalda escuchó un repiqueteo de pasos ligeros.

    —¡Ha estado magnífico, señor Carbonell!

    —¿Cuántas veces debo decirte que puedes llamarme Raimon, Vila?

    Pascual Vila llevaba cinco años siendo el asistente de Carbonell. Es decir, el asistente del fiscal. De cara rechoncha y mejillas sonrosadas, exhibía una escasa telaraña de pelo peinado de forma que disimulara al máximo su incipiente calvicie. Su cuerpo chato no superaba el metro sesenta y cinco de estatura, lo que provocaba que la mayoría de trajes le fueran grandes y se pisara el bajo del pantalón. No tuvo que superar más oposiciones estatales que el dedo índice de Carbonell para convertirse en el nuevo ayudante del fiscal, lo que le agradecía diariamente siendo extremadamente leal y diligente en su trabajo.

    —Disculpe, sheñor. La costumbre.

    —Veo que las sesiones con el logopeda van viento en popa —soltó Carbonell, burlón.

    —Hago lo que puedo con esa letra del demonio, sheñor. El doctor Martí me dice que no pronuncio bien la letra ese cuando eshtoy nervioso o excitado.

    —Yo lo dejaría en nervioso. Porque no recuerdo la última vez que te excitaron… —añadió Carbonell, que seguía juguetón.

    —Ya, bueno —Vila soltó una carcajada nerviosa—. Ya sabe que soy exigente con las mujeresh.

    Carbonell fingió creérselo y empujó la puerta giratoria que daba al exterior. Vila no consiguió entrar en el mismo compartimento y esperó impaciente al siguiente.

    En Barcelona hacía un día radiante, más típico de finales de primavera que del otoño en el que se encontraban. Una ligera brisa agitó el pequeño tupé que escasamente engominado lucía el fiscal. La calle era un hervidero de transeúntes de todas las nacionalidades; pakistaníes y británicos eran los más numerosos y hacían patente la globalización en la que estaba sumida la ciudad. Un adolescente con gorra pasó a toda velocidad subido en un patinete eléctrico, sorteando señales y señoras con carrito de la compra. La regulación por parte del Ayuntamiento de ese nuevo tipo de vehículos estaba al caer pero, hasta entonces, cada uno circulaba como le parecía.

    —Voy a tomar un café —dijo Carbonell dirigiéndose a Vila—. ¿Te vienes?

    No obtuvo respuesta y giró la cabeza. A trancas y barrancas su asistente salía de la puerta giratoria.

    —Creo que me lo tomaré en la oficina, señor. Tengo trabajo acumulado, pero gracias.

    Carbonell enarcó las cejas en forma de despedida y se encendió un cigarrillo mientras cruzaba la calle.

    Haciendo chaflán se encontraba el bar La Venia, frecuentado por abogados, fiscales y jueces, dada su proximidad a los juzgados. El nombre se lo puso su dueño, Juan Luis, en una poco disimulada estrategia comercial que invitaba a entrar a los profesionales del ámbito jurídico, quienes tenían trato preferencial. No obstante, Carbonell no era de los que acudieran a menudo. En la medida de lo posible, rehusaba frecuentar sitios públicos donde intuía que podía encontrarse con colegas del sector que le calentasen la oreja narrándole, con sazonada inventiva, sus fechorías jurídicas.

    Sin embargo, tras lo ocurrido hacía escasos minutos en la sala de vistas, le apetecía un momento de desconexión saboreando una taza de café.

    El interior del bar estaba reformado y el murmullo constante denotaba la hora punta de cafés y desayunos. Había una decena de mesas de madera lacada, cada una iluminada por su correspondiente bombilla Edison colgando del techo. En la esquina reposaba una pequeña barra con taburetes altos, que invitaban a sentarse a todo aquel que quisiera tomar un tentempié rápido. Todas las paredes eran acristaladas, lo que provocaba una gran luminosidad en el interior y una temperatura agradable.

    Tras una breve inspección, Carbonell observó que el bar estaba lleno y optó por sentarse en uno de los dos taburetes que quedaban libres en la barra. Al verlo, Juan Luis, el dueño, dejó a medias el expreso que estaba preparando y se acercó mostrando una gran sonrisa.

    —¡Dichosos los ojos, Raimon!

    Juan Luis era de los que estrechaban la mano con energía, decidiendo siempre cuándo terminaba el apretón.

    —Qué caro eres de verte, figura —añadió, campechano—. ¿Te pongo lo de siempre?

    —Hoy alíñalo, Juan Luis —contestó Carbonell.

    El dueño del bar preparó un cortado que sirvió en un vaso grande, y volvió hacia el sitio del fiscal con una botella de bourbon en la mano.

    —Tú me dices…

    Tras un par de segundos, Carbonell levantó ligeramente los dedos índice y corazón de su mano derecha y el barman dejó de verter el licor.

    —Como puedes ver, hoy estoy a tope —dijo Juan Luis, acabando de preparar el expreso que había dejado a medias—. Con el tema del procés esto se me pone hasta arriba casi cada día. Así que no puedo darte mucha charla, figura.

    Carbonell alzó el vaso y sacudió la cabeza haciéndole ver que no se preocupase por ello. Dio un pequeño sorbo y miró un segundo la bebida con ademán de aprobación. Cogió una servilleta para limpiarse los labios y miró de soslayo a su derecha.

    —Un caso complicado —dijo.

    La cara del juez De Marcos reflejó un atisbo de sorpresa, que rápidamente se apresuró a disimular.

    El pelo corto y cano dejaba paso a unas entradas consecuencia de la edad y de las múltiples sentencias que cargaba a sus espaldas. La nariz aguileña sostenía unas gafas sin montura que solo usaba cuando notaba la vista cansada. Con gesto distraído, se llevó la taza de café a los labios con tal de arañar un par de segundos que le sirvieran para pensar una respuesta que no le comprometiera.

    —Supuestamente usted y yo no deberíamos hablar del caso fuera de la sala de vistas.

    —El caso ya está visto para sentencia —contestó Carbonell—. Así que técnicamente nuestro trabajo, el suyo y el mío, ha terminado. El jurado deberá decidir.

    De Marcos ladeó la cabeza mientras cerraba un par de segundos los ojos, mostrando así cierta conformidad.

    —Es una forma de verlo.

    —Su trabajo es admirable —murmuró el fiscal—. Y más en los tiempos que corren. Con Catalunya resentida, los bancos en el punto de mira… cualquier sentencia se mira con lupa.

    El juez asintió con la cabeza. Sin mirarlo.

    —Juzgan a los que juzgan, como digo yo.

    —Y tiene razón. En cierto modo, usted y yo estamos en el mismo bando en la sociedad actual. El problema está en que ahora, con la que está cayendo, parecemos los malos.

    De Marcos se quitó las gafas y las dejó encima de la barra.

    —No sabía que hubiera bandos.

    —Debe haberlos. El sentimiento de pertenecer a un grupo es algo innato en el ser humano. Es una forma de protección. Indios y vaqueros, Darwin y la Iglesia, anarquía y comunismo. Y ahora, justicia e independencia.

    Los hombres no se miraban al hablar, como si el hecho de hacerlo rompiese el respeto tácito que habían impuesto.

    De Marcos esperó a que cesara el molesto sonido de la cafetera calentando la leche.

    —Actualmente no basta con que se haga justicia, sino que es necesario que se vea que se hace justicia.

    Asintió el fiscal, fija la mirada en su vaso.

    —Cuando era pequeño, mi padre intentó sin éxito adentrarme en el mundo de la navegación. Incluso un par de domingos zarpamos por el litoral mediterráneo. Y recuerdo que me decía: «El palo que va delante es el que aguanta la vela». Yo no lo entendía del todo bien. Es más, diría que no tiene nada que ver con la navegación. Pero ahora creo que, en el sistema actual, la justicia es ese palo. Que, si cae, zozobra el barco.

    Se encogió el juez de hombros. En silencio.

    Carbonell apuró su vaso mientras se levantaba y dejó un billete de cinco euros encima de la barra.

    —A esta invito yo.

    Diez minutos más tarde, Pascual Vila llegaba a las oficinas judiciales con la voluntad de poner orden en el papeleo burocrático que tanto incordiaba a su jefe. Era parte del trabajo sucio, responsabilidad del ayudante del fiscal y lo aceptaba con agrado.

    El edificio estaba situado en el centro de una plaza semicircular custodiada por palmeras que, mecidas por el viento, soltaban sus dátiles sobre el suelo, dejándolo ligeramente pegajoso. La fachada era exageradamente moderna, constituida por un impetuoso frontal acristalado que hacía efecto espejo y sobre el cual se reflejaba la estación de autobuses situada enfrente. En los últimos años, el Ayuntamiento de Barcelona se había afanado en reformar los edificios de la ciudad que albergasen dependencias judiciales, creando de esta forma la nueva Ciutat de la Justicia. Aquello había arañado un buen pellizco de los presupuestos del Parlament, pero muchos se preguntaban si quizás, antes que los inmuebles, no hubiera sido prioritario reformar el sistema.

    Las puertas automáticas se abrieron al detectar la presencia de Vila. Guiñó el ojo al guardia de seguridad de la entrada y deslizó su tarjeta identificativa por el lector.

    —Buenos días, Merche. ¿Algo para mí? —preguntó a la secretaria.

    —Hoy tienes visita.

    La mujer señaló con la cabeza hacia un lado a la vez que escribía en el aire con un bolígrafo ficticio, como si estuviera pidiendo la cuenta en un bar. Vila puso los ojos en blanco y se encaminó hacia su despacho.

    —¿Los periodistash ya no pedís cita?

    —¿Después de tantos años todavía tengo que pedirte cita? Merche es un encanto.

    Ignacio Robles aguardaba sentado con un maletín colgado en bandolera y un bolígrafo en la mano. Los ojos pequeños color café le quedaban pegados al puente de una nariz estrecha y ligeramente puntiaguda. Superaba la cuarentena y llevaba el pelo rapado para disimular la alopecia, lo que ensalzaba su tez pálida.

    —Que tu periódico arrase en tiradash se te está subiendo a la cabeza.

    —Reconozco que llevamos un trienio bastante bueno. Pero los pies en el suelo, Vila. —Golpeó el suelo enmoquetado con el zapato.

    —No demuestra lo mismo el ático que te acabas de comprar. Merche me lo cuenta todo.

    Rio Robles entre dientes.

    —El derecho a la vivienda está reconocido en la Constitución.

    Pascual Vila colgó el abrigo en el perchero y se dejó caer sobre la silla.

    —¿Qué quieresh, Nacho?

    —Vengo del juzgado.

    —Sí, te he visto al final de la sala haciéndote hueco como un pollo saliendo del caparazón.

    —Aquello parecía la jungla. Nadie esperaba el giro de guion.

    Se encogió de hombros el otro.

    —Conoces a Carbonell casi tanto como yo. Domina la escena. ¿Ya tienesh el titular para mañana?

    Robles se zafó del maletín y lo dejó en el suelo. Con el bolígrafo se quitó un trozo de dátil aplastado que le sobresalía de la suela del zapato.

    —Esperaba que me ayudaras.

    Vila fingió extrañeza. Ignacio Robles sabía jugar con la confianza que ambos tenían desde hace años, forjada a raíz del famoso caso de ADIGSA, la empresa pública de la Generalitat de Cataluña que rehabilita viviendas sociales, o comúnmente llamado el caso «del tres por ciento», en el cual el antiguo Gobierno catalán de Convergencia i Unió, supuestamente cobró comisiones por ese importe procedentes de los presupuestos de las obras públicas adjudicadas al Govern de la Generalitat. La caja de los truenos la destapó en 2005 Pascual Maragall con unas declaraciones sacadas de un artículo publicado en el periódico en el que escribía Robles. Sin embargo, Maragall tuvo que

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