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La eucaristía del miedo
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Libro electrónico222 páginas3 horas

La eucaristía del miedo

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Información de este libro electrónico

Arancha y Antonio forman un matrimonio de lo más corriente. Más allá de su lucha diaria por combatir los problemas económicos que atraviesa su negocio, la vida transcurre con normalidad para ambos. Hasta que un día reciben en su mesón la visita de un cliente de lo más extraño. A partir de ahí, la pareja se verá sumida en una pesadilla que les hará replantearse todo. Inquietantes fenómenos trastocarán la monotonía cotidiana y sumirán su existencia en una pesadilla. Varios vecinos de su misma población sufrirán también en sus carnes las consecuencias de esa anomalía que se apodera poco a poco del lugar. Los ecos de una tragedia acontecida en el pasado reverberarán con intensidad en la atmósfera, para cobrar animación y atormentar sus mentes. Adolfo, un cura de mente abierta, se verá envuelto en esa tempestad de infortunios que ha cobrado fuerza sobre el entorno.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ene 2023
ISBN9798215847725
La eucaristía del miedo
Autor

Juan Miguel Fernández

Autor asturiano de novelas de corte terrorífico y sobrenatural, que ya editó algunas de sus obras con sellos editoriales como Dólmen, Atlantis o Dissident Tales. También ha participado en diversas antologías de relatos de diferentes géneros literarios y en más de una ocasión presentó sus trabajos en prestigiosos festivales como Celsius 232.

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    La eucaristía del miedo - Juan Miguel Fernández

    LA EUCARISTÍA DEL MIEDO 

    Juan Miguel Fernández  

    Ilustrado por María Pizarro

    © Del texto: Juan Miguel Fernández, 2016

    © De las ilustraciones y portada: María Pizarro, 2016

    Maquetación digital: Juan Miguel Fernández

    Realizado en España. 

    Email de Juan Miguel: ludanluinar@gmail.com 

    Blog: ellatidodelucifer.blogspot.com.es/ 

    http://relatosilustrados.wixsite.com/mpizarro

    Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual.

    Para mis sobrinos Leyre, Iker, Izan, Sara y Nekane

     1.El extraño.

    2. El vigilante.   

    3. ¿Hay alguien ahí?

    4. El padre Adolfo.

    5. La nota.

    6. La película. 

    7. Visiones imposibles.

    8. Conversaciones.

    9. Imágenes de otro tiempo.

    10. Siervo del mal.

    11. Pesadillas.

    12. La consulta.

    13. El escenario de la tragedia. 

    14. Las sombras del pasado. 

    15. Confesiones.

    16. Pura fascinación.

    17. La fiesta.

    18. El discurso.

    19. Fuego y fe.

    20. La luz y la oscuridad.

    21. Los parientes. 

    22. El enviado de la diosa.

    23. Negras tribulaciones. 

    24. Los inquilinos del camposanto.

    Notas del autor.

    Sobre el autor.

    Agradecimientos.

    1.El extraño.

    Cuando Antonio vio entrar al hombre por la puerta de su negocio, supo que había algo extraño en él. Al principio no alcanzó a comprender qué era, pero algo hacía que el individuo destilara un aire que incomodó al hostelero. Ni siquiera la brisa que se coló tras su efigie espigada diluyó semejante impresión. 

    El extraño, de por lo menos metro noventa, se aproximó con lentitud y porte regio hacia la barra del local. Su sombra eclipsó en gran medida la luz natural que se colaba por la puerta principal. El dueño del establecimiento fue consciente de que no sólo a él produjo inquietud, pues los parroquianos que había sentados a una mesa de la sala enmudecieron al advertir su llegada. Hasta entonces habían permanecido enfrascados en una fútil discusión sobre política; una conversación airada que se cortó cuando el otro irrumpió en escena. Le observaron en silencio, con un deje temeroso que no pudieron disimular del todo, mientras se aproximaba al camarero. 

    —Un agua mineral, por favor —disparó el tipo, casi a bocajarro y con una voz suave pero ronca, que incrementó la desazón del camarero. 

    El extraño apoyó sus manos nudosas sobre la barra y encaró con gesto hierático a su interlocutor. Su mirada no parecía reflejar sentimiento alguno. Simplemente le observó con expresión neutral. El traje gris que llevaba era antiguo y le quedaba corto en las mangas, lo que acentuaba su anatomía un tanto desgarbada. 

    —¿Fría o del tiempo? —logró preguntar Antonio, una vez se hubo sobrepuesto al choque emocional. 

    El camarero era un tipo de rostro bonachón, cuyas generosas mejillas solía llevar cubiertas por una barba de tres días. Había ganado peso durante los últimos años y la camisa blanca le quedaba un poco justa en la zona del vientre, aunque en realidad no era un tipo gordo. Su cabello, oscuro y ensortijado, formaba una capa tupida sobre la frente amplia.

    El otro se limitó a girar la cabeza a ambos lados, con lentitud. Observó con aire enigmático a los vecinos que le contemplaban y encaró de nuevo al camarero. Los otros decidieron seguir a lo suyo, aunque a regañadientes y espoleados por el miedo que suscitaba en ellos semejante individuo. Era como si quisieran huir de la imagen del hombre, ignorar su presencia y aparentar normalidad. 

    Mientras la conversación de los parroquianos cobraba vida de nuevo, al principio de manera titubeante y luego más vivaz, el extraño contestó a la pregunta de Antonio. 

    —Del tiempo estará bien, gracias. 

    Había algo en su acento que delataba una procedencia extranjera, sin embargo Antonio no acertó a descifrar dicho origen. Arrastraba un poco las sílabas, como si hablara con desgana o le costase pronunciar algunos sonidos. 

    El camarero le sirvió parte del agua en un vaso y dejó la botella con el resto del contenido al lado. Se retiró casi con sigilo a una esquina y decidió aparentar normalidad hojeando un diario que tenía a un extremo de la barra. Se sentó sobre el taburete que había en ese lado y procuró no mirar ni una vez a su extraño cliente. El sudor se transformó enseguida en una constelación de gotitas sobre su frente. 

    —Pues esta primavera es un poco rara, ¿no? —escuchó decir a uno de los clientes que permanecían sentados a la mesa de enfrente, a un lado de la sala—. Estos últimos años parece que el tiempo anda loco. Las hojas de los árboles han salido en invierno, muy pronto, y luego vino esa helada a principios de mayo que arruinó todas las flores y los frutos que habían comenzado a nacer demasiado pronto. Ahora hay bosques que parecen de cuento de terror, con los árboles sin follaje y las ramas peladas. 

    —Eso es verdad, Eusebio, pero lo más raro de todo el asunto es que únicamente parece estar pasando aquí, por el pueblo y los alrededores —corroboró un tipo flacucho que había sentado a su lado, frente a una copa de sol y sombra que reposaba como un cáliz sagrado sobre la superficie de madera de la mesa. Éste exhibía un ojo de cristal en el lado derecho de la cara. Hacía muchos años, cuando era pequeño, uno de los miembros de su propia pandilla le había dejado tuerto mientras jugaban a los indios y vaqueros con unos arcos rudimentarios. El asta, fabricada con una varilla de paraguas, se había hundido tanto en la cuenca ocular que por entonces casi pierde la vida—. Es como si este condenado lugar estuviese dejado de la mano de dios, caray. El mes pasado hubo días en que la niebla lo inundaba todo un día tras otro y uno no podía ver qué narices tenía a dos palmos. Anda que no me vi yo en apuros muy gordos para subir hasta la cabaña que tengo en San Roque. Los caminos casi no se veían entre tanta niebla, caray. 

    —Y encima tú, que sólo ves por un ojo, habrás tenido que abrir bien los párpados —declaró con malicia un tercero, quien estaba sentado frente a los otros dos. Era un poco más joven, de unos cuarenta y tantos años y tenía la piel curtida por el sol, tan característica de las gentes del campo.

    El resto estallaron en carcajadas. Ya conocían las maneras de su amigo Severino, quien no dudaba en mofarse de los defectos de sus camaradas. Pero eran conscientes de que, en realidad, no lo hacía con malicia. Lo cierto es que era la forma en que el hombre quitaba hierro a los asuntos. 

    —Vale que sólo vea por un ojo, chaval —lo atajó el tuerto, arrebolado por la ira—. Pero en realidad todavía tengo dos ojos y me vas a chupar el que guardo entre la raja del culo. 

    Las carcajadas inundaron una vez más la estancia, ante la ocurrencia con que el hombre se había resarcido del ataque gratuito de su camarada. 

    —No te acalores, hombre, que no iba en serio —se defendió Severino con una risita nerviosa—. Ahora de verdad, creo tenéis razón con lo de los árboles. Estamos a mediados de primavera y andan más pelados que la cabeza de Eusebio, que ya es decir. Porque, tío, parece que llevas un aeropuerto encima de la crisma. No me lo tomes a mal, eh, amigo. Es que de verdad que estás bien pelado. Pero lo del tiempo no será algo tan raro. Ya debió pasar otras veces. Será sólo que el invierno no acabó de llegar a su tiempo y, cuando lo hizo, arrambló con todo lo que había germinado ya. 

    Antonio, el camarero, se removió inquieto sobre su taburete al notar cómo el extraño se giraba con un ademán tan lento que le hacía parecer una imagen fantasmal, una sombra de otro tiempo. Lo percibió por el rabillo del ojo, pero lo captó con toda claridad. Al fin se decidió a mirarle de nuevo, procurando, eso sí, guardar una apariencia casual. 

    El tipo, de edad madura aunque indefinida; —Antonio no hubiera sabido atribuirle unos años concretos—, encaró en silencio a los parroquianos. Clavó su mirada vacía en cada uno de ellos, como si estudiase sus rostros y quisiera escarbar a través de sus ojos lo que bullía en esas mentes. 

    —El tiempo no está loco —declaró con voz profunda y pausada. Su timbre seguía sin delatar sentimiento alguno. Se limitaba a derramar por la boca aquella información como un autómata carente de emociones—. El tiempo se amolda y a veces es dócil, pero sólo cuando la mano que lo acaricia es firme y antigua. El tiempo es como una bestia de muchas caras que sólo los más viejos saben apaciguar o enardecer, como un domador experto que controla a sus fieras.

    Se produjo de nuevo el silencio. Todos le observaron con expresión bobalicona, como quien mira a un loco que acaba de soltar una sarta de memeces. 

    Sin añadir nada más, el extraño se giró con la misma parsimonia y levantó su vaso hasta que sus labios rozaron con delicadeza la superficie de cristal. Comenzó a sorber el agua con un sonido que a Antonio se le antojó irritante, durante un periodo de tiempo que pareció eterno. El camarero entrevió con horror las encías de color cetrino que asomaron bajo el mohín que transformó aquella boca en un pozo y se dio cuenta de que sus dientes estaban tan podridos que parecían astillas de carbón. 

    Aquel gorgoteo que parecía incesante hizo que Antonio desviara la mirada. Imploró para sus adentros, con un deseo ferviente por librarse de la presencia del hombre. Ya no era sólo recelo, inquietud o miedo lo que le inspiraba, sino también un profundo sentimiento de rechazo.

    Al fin el sonido cesó, sucedido por una respiración rasposa y un golpe seco sobre la mesa cuando el culo del vaso fue depositado sobre su sitio. 

    —¿El baño, por favor? —preguntó el extraño, siempre con aquel deje carente de inflexiones que tan nervioso ponía a Antonio.

    —Esta ahí, al fondo a mi derecha —indicó el camarero, que señaló la dirección con el pulgar, sin poder reprimir el temblor que hacía oscilar su mano de manera visible.

    El resto había reanudado su charla, aunque ahora se habían olvidado de las rarezas del clima y retomaban la estéril conversación sobre política, casi como si se vieran obligados a hablar sobre algo que los distrajera de la realidad de aquel individuo que los tenía perturbados. Antonio bajó la mirada hacia las páginas del periódico que tenía en el regazo e intentó sumergirse en una noticia sin demasiado interés sobre unas obras que parecían eternizarse en la ciudad cercana, pero fue incapaz de concentrarse en la lectura. Fue al escuchar el sonido de unas puertas al abrirse cuando se percató de que el extraño se había equivocado de camino. Alzó la cabeza y comprobó que, en efecto, el tipo había seguido recto hacia la pared que Antonio tenía a su derecha y no había girado hacia el fondo, como le indicara.

    —Disculpe, señor, por ahí no es. Esa es la entrada de... —pero Antonio no terminó la frase, pues el otro le ignoró para internarse en la estancia que había al otro lado de esas puertas y su silueta se perdió en la penumbra del otro lado. 

    Antonio salió por el extremo más alejado de la barra, que estaba a unos pocos metros del umbral que acababa de traspasar su cliente. Tragó sus recelos esófago abajo con una buena dosis de saliva e hizo de tripas corazón para ir tras el extraño hombre alto. Cuando ya cruzaba la puerta del antiguo comedor, pues allí se había internado el individuo, escuchó unos cuchicheos a sus espaldas. El tuerto y Severino; aquel bromista incurable, intercambiaban por primera vez impresiones sobre el tipo que habían tenido delante.

    —Un tío de lo más peculiar, caray —murmuró el tuerto, quien no pudo esconder la congoja que anidaba en su estómago al referirse a tan inquietante personaje.

    —¿Peculiar, dices? —replicó Severino con sorna—. Yo diría más bien es que más raro que un perro verde, cojones.

    —Bajad un poco más la voz, narices —los atajó Eusebio con visible congoja—, que os va a oír y no me apetece que nos hable otra vez. Antes me ha puesto muy nervioso con esa forma de hablar tan rara y ese acento y esa voz que...

    —Casi te lo haces en los pantalones, ¿eh, calvorota? —bromeó el otro, aunque lo cierto es que no consiguió adoptar el timbre socarrón que le hubiera gustado. Lo admitiera o no, él también era presa del miedo. Un terror antiguo, nacido de la habitación más atávica de su inconsciente, un pavor a lo desconocido y lo primitivo que no acertó a explicarse de manera racional. 

    Antonio lanzó una mirada reprobadora a los parroquianos. En aquel incisivo escrutinio iba implícito un reproche claro que los otros captaron al momento. De nuevo se hizo el silencio entre ellos. Ninguno quería acudir en ayuda de su camarero y para ello optaron por no dificultar su proceder.

    —Disculpe, caballero —anunció Antonio con voz trémula, tras aclararse la garganta con un carraspeo nervioso—. Se ha... se ha equivocado de puerta. Esto es un comedor que lleva algún tiempo en desuso y...

    Antonio entornó los ojos en un intento por traspasar la penumbra del salón, que olía a polvo y cerrado. Entrevió la silueta del extraño, quien permanecía de espaldas a él en actitud como meditabunda. Se calló al escuchar que el tipo susurraba una suerte de salmodia incomprensible al tiempo que alzaba sus manos a la altura de los hombros, como si implorase algo a algún tipo de divinidad. El camarero guardó silencio unos segundos, pues no logró reunir el valor necesario para importunar al otro. Sin embargo, en cuanto hubo estado seguro de que había terminado su desconcertante rezo, o lo que diablos fuera aquello, y el tipo bajaba los brazos a ambos costados, continuó su explicación.

    —El baño... el baño está pasillo adentro, caballero, al fondo. Creo... creo que no puede estar aquí dentro. Es una zona restringida al público y...

    —No se preocupe, señor. Ya me iba —declaró el otro con aire enigmático, tras darse la vuelta y encarar al dueño del local con vacua mirada. 

    En ese instante Antonio percibió algo desconcertante, que sin embargo no supo calibrar con exactitud. Había algo más, un detalle que su mente racional no acertó en ese momento a procesar, pero que chirrió con fuerza en el sótano de su inconsciente. 

    Tras la marcha del extraño, que tuvo lugar en medio del mismo misterio que le había acompañado a la llegada, a todos los presentes les costó romper el mutismo que se había materializado en la estancia del bar. Al final fue el bromista Severino, quien decidió sesgar ese silencio gélido.

    —Pues muchas ganas de mear no tendría el tipejo este —opinó, mientras se arrellanaba inquieto sobre la silla—. Al final se ha ido sin vaciar el saco del pis. Vamos, a no ser que haya sacado a pasear el mandoble ahí adentro en el comedor, antes de que Antonio fuera a por él. 

    —No creo que le haya dado tiempo, caray —arguyó el tuerto con visible turbación—. Antonio enseguida ha ido en su busca. 

    —¿Tú qué opinas, Antonio? —quiso saber el calvo Eusebio, quien dirigió una mirada de desconcierto al camarero, que permanecía sumido en una actitud reflexiva al otro lado de la barra, sobre su taburete—. Ni siquiera se ha terminado el agua. Ha dejado la botella a medio acabar ahí en la barra. 

    Antonio alzó la mirada y les observó como si acabase de despertar de un sueño. Se lo veía confuso y daba la sensación de que ni siquiera recordaba la presencia de sus vecinos ahí, en la mesa de enfrente. 

    —Perdón, ¿cómo decís? —se disculpó, al tiempo que repeinaba sus cabellos con mano temblorosa—. No sé qué decir. Era un tipo raro. Debía ser algún extranjero con modales poco comunes por aquí. Igual estaba un poco desorientado. No sé, parecía... joder, parecía mayor. 

    Antonio compuso una mueca de sorpresa. Al final había atrapado esa idea que andaba buscando en los recovecos más inhóspitos de su mente. Eso era: el tipo al entrar apenas aparentaba unos cincuenta años. Sin embargo, cuando fue a buscarle al interior del comedor sus cabellos se veían encanecidos por completo y su semblante era un mapa de arrugas. Quizá el estado de nerviosismo le impidió entonces procesar aquella información visual tan evidente. Pero ahora que comenzaba a recomponer sus pensamientos, lo vio tan claro que le hizo pensar que era un estúpido. 

    —¡Me cago en tos mis muertos! —exclamó de pronto Eusebio, para mayor sorpresa de sus amigos. El hombre calvo fijaba su mirada en el vaso que el extraño había dejado mediado sobre la barra del bar—. Antonio, pero, ¿qué carajo de bebida le has dao al tipejo ese? Se ve más turbia y asquerosa que un vaso de leche cortada y llena de orines de vaca enferma. 

    El camarero observó el vaso. La botella, con un poso de agua cristalina corroboró su idea de que la bebida era por completo fresca, limpia y tan pura como habría jurado desde un principio. Sin embargo el agua del vaso estaba tan negra como el lodo de una ciénaga y en su superficie se revolvía algo como una miríada de lombrices. Aquello casi le hizo vomitar, pero logró reprimir el acceso y se levantó de la silla.

    —Os juro por lo que más queráis que

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