Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Fermín baztán
Fermín baztán
Fermín baztán
Libro electrónico545 páginas8 horas

Fermín baztán

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Fermín salva la vida en un encuentro fortuito, que le saca de la espiral descendente en que había caído, y lo aúpa a una posición privilegiada para conseguir lo que quiera hacer con ella a partir de entonces. De la Pérdida, pasa al Poder. Pero un gran poder conlleva una gran responsabilidad, y Fermín piensa que las injusticias deben ser reparadas, la verdad debe salir a la luz y se ha de corresponder un castigo a cada culpa, así que escoge el camino difícil. 

¡Ah, el Poder! ¿Se necesita ser despiadado para conservarlo? ¿Hasta dónde llegará Fermín? Una intensa aventura que explora en igual medida el mundo exterior, con sus injusticias y peligros, como el mundo interior, con sus empecinamientos y flaquezas, a ritmo trepidante. La historia de una amistad de hierro, de una voluntad inquebrantable y de la implacable búsqueda de la Justicia. La historia de Fermín Baztán, un hombre que quiso ser bueno.

Ignacio Rubio Landaluce, nació en Burgos, con un lápiz en la mano y aprendió a dibujar con Mortadelo. De familia navarra y vasca. Salió de España con diecinueve años recién cumplidos. Licenciado en Arquitectura Superior por la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala, desde entonces ha vivido y trabajado en tres continentes. Dibujante, escultor, escritor y cocinillas, ha diseñado interiores, muebles de autor, mecanismos prácticos y todas las tareas propias del arquitecto en general. Ha practicado algún deporte de riesgo y algún arte marcial. Curioso por naturaleza, con Julio Verne y Da Vinci como modelos, le interesan los temas más dispares.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 dic 2020
ISBN9791220106986
Fermín baztán

Relacionado con Fermín baztán

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Fermín baztán

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Fermín baztán - Ignacio Rubio Landaluce

    Fermin_europa-ediciones_cop_140x210.jpg

    Ignacio Rubio Landaluce

    Fermín Baztán

    © 2020 Europa Ediciones | Madrid

    www.grupoeditorialeuropa.es | info@grupoeditorialeuropa.es

    ISBN 979-12-201-0197-4

    I edición: diciembre del 2020

    Depósito legal: M-30262-2020

    Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

    Fermín Baztán

    A mi familia, por su apoyo

    Prólogo

    La lluvia golpeaba insistentemente en los cristales de las ventanillas. La oscuridad era casi completa en el exterior, salvo por las luces de la pista, que corrían alejándose del avión. Sentadas en primera clase, una mujer y una joven aguardaban el despegue, en silencio. Ambas tenían una expresión triste, aunque serena, en el rostro. Guardaban luto.

    La mujer parecía refugiarse en algunos pensamientos reconfortantes. Su elegancia y sobriedad en el vestir, tanto como en sus maneras, denotaban una buena cuna, una educación que había templado su carácter y le había dado la serenidad de aceptar resignadamente lo que no podía cambiarse.

    La joven vestía de manera igualmente elegante, aunque con algo menos de etiqueta. No se permitía, sin embargo, ni un pequeño toque de color. La tristeza era más profunda en ella y sus ojos habían quedado vacíos de lágrimas. A pesar de ello, debía haber heredado la fortaleza de carácter de su madre, pues estaba muy tranquila.

    Tras una breve orden del capitán a la tripulación, el aparato comenzó a vibrar al tiempo que aumentaba ostensiblemente el silbante ruido de las turbinas. Su movimiento hacia adelante fue aumentando en velocidad de manera sostenida, hasta que su nariz se despegó de la horizontal, como queriendo ya olfatear el destino. Finalmente, se separó del suelo y comenzó a ganar altura rápidamente. Al tiempo que empezaba a inclinarse hacia un lado, en una amplia curva, comenzaron a producirse los habituales ruidos y vibraciones característicos de los alerones y el plegado de los trenes de aterrizaje.

    La joven asió de la mano a su madre, no tanto por el nerviosismo que pudiera estar sintiendo por el despegue, pues ambas eran veteranas en esos lances, como porque con la separación del suelo, parecía haberse cerrado simbólicamente una etapa de sus vidas.

    — ¿Por qué enterrarle tan lejos, mamá?

    — Lejos, depende de cómo se mire... Además, él siempre quiso ser enterrado en el cementerio de su pueblo, estaba muy apegado a su tierra natal, a su querida Navarra.

    —Sí, eso es cierto... Pero yo nunca he ido antes, me gustaría haberla conocido en otras circunstancias —dijo la joven, para añadir nostálgicamente — ¡Me sé tantas historias de su pueblo y los campos aledaños!

    — En realidad, hija, te falta de conocer una parte fundamental de su vida —le contestó la madre.

    —¿Qué quieres decir, mamá? —replicó la hija, entre curiosa y molesta.

    El avión había alcanzado ya su altitud de crucero y la tripulación había terminado de repartir las mantas y almohadas. Las luces habían sido atenuadas y se había hecho el silencio en los pasillos. La pausa fue rota en voz queda por la joven.

    —¿Qué hay que yo no sepa, mamá?

    —Tenemos unas cuantas horas hasta llegar a nuestro destino, creo que es hora de contarte aquello que desconoces de él. No te tomes a mal no haberlo sabido hasta ahora, porque apenas hay dos personas vivas en el mundo que conocen los hechos que te voy a relatar y solo una de ellas los vivió en parte; la otra, que nada más los conoce como un relato, soy yo —la mujer hizo una pausa, preparándose para comenzar la crónica de un hombre muerto.

    Probablemente llevaba mucho tiempo pensando en ese momento, en qué tendría que desvelar y cómo sería la mejor manera de hacerlo y probablemente también había pensado mucho en su introducción. Tomando pausadamente aire, comenzó —Esta es la historia de un hombre que quiso ser bueno, es la historia de Fermín Baztán.

    Capítulo uno

    —Hola, Fermín —le dijo el abogado. Fermín le había estado esperando, sentado en la barra del bar, mirando hacia la calle toda la mañana. La figura de su abogado, a contraluz, se desdibujaba contra el destello del sol de mediodía, que entraba intenso a través del ventanal. Apartó ligeramente el café ya frío y se incorporó para darle la mano. No quiso preguntarle por temor a escuchar lo que no quería oír y se produjo un silencio incómodo.

    El abogado era un hombre de mediana edad, pero desgastado por los pleitos y la vida sedentaria. Su cara se veía como su traje, algo más ajada de lo que debiera. Bastantes canas asomaban ya en un peinado a raya que no lograba dominar sus obstinados mechones ni disimular totalmente la incipiente calvicie. Con la habilidad social nacida de su dilatada experiencia, rápidamente intentó reconducir la situación hacia derroteros más distendidos —Lamento el retraso, ¿llevas mucho esperándome? — Su sonrisa, sin embargo, colgaba lacia y desganada.

    Fermín no supo adivinar si esa sonrisa reflejaba la vida cansada de su abogado o escondía las muy probables malas noticias que temía recibir. Inclinó la cabeza en un sí silencioso e hizo ademán de preguntarle si quería tomar algo. El abogado posó su mano izquierda sobre el hombro de Fermín y se dirigió directamente al camarero —Un cortado, por favor. ¿Quieres tu otro café? —Colocó su maletín sobre la barra y accionó los dos pestillos, sin abrirlo. Póngame también un café con leche y cóbreme todo, por favor.

    Sonaron una serie de pitidos —Perdona— dijo el abogado, sacando del bolsillo de su chaqueta un smartphone. Después de manipularlo unos momentos hizo algunas anotaciones en él y lo volvió a guardar en el bolsillo. Para entonces el camarero estaba colocando los dos cafés delante de ellos. Solo estaban ellos en la barra y otro hombre, que con aire distraído hojeaba un periódico, sentado en una de las mesas, completaba el triste aforo. El abogado tomó las vueltas del platillo, dejando alguna moneda de propina. Sujetó la taza de su cortado por el asa y levantándolo a media altura, como preparación para su discurso, dejó ir lo que había ido a decir.

    —Hemos perdido otra vez. El juez ha desestimado el recurso, no vas a recuperar ninguna de tus pertenencias y estás condenado a pagar las costas— el abogado apuró el cortado de un trago, dejó la taza sobre la barra y abrió el maletín. Extrajo una voluminosa carpeta y se la extendió a Fermín— No te preocupes por mis honorarios ni los del procurador, sé que no me puedes pagar. Tendrás que ver cómo satisfaces las costas de la otra parte. Te devuelvo tu documentación. No voy a seguir representándote y te aconsejo que lo dejes estar. Aunque no tengas tus cosas, al menos tienes tus recuerdos y todavía puedes volver a empezar. Suerte. Adiós.

    Fermín, sin saber qué decir, siguió con la mirada a ese hombre que se marchaba. Había estado unido a él durante los últimos meses por uno de esos extraños avatares de la vida que, aunque todos saben comunes, nadie espera que le sucedan a uno. No pudo evitar pensar que su abogado se veía tan derrotado como se sentía él en ese momento. No pudo evitar tampoco pensar que mientras que él estaba pasando uno de los peores baches de su vida, su abogado siempre le había parecido un hombre derrotado, en un sentido que le hacía sentirse ligeramente superior. Saliendo de su ensimismamiento, cayó en la cuenta de que hacía rato había desaparecido ya, y mirando hacia la puerta vacía musitó —Gracias.

    Se sentía muy extraño en aquel bar, en mitad de ningún lugar, que podría igualmente haber estado en otros tantos países. Quizá porque en su propia vida no habría sido extraño el haber estado en alguno otro de esos países en ese preciso momento. Quizá porque habiendo recibido una noticia que temía, pero estaba esperando, sus sentimientos no estaban aflorando tal y como los había previsto. De hecho, no estaban aflorando en absoluto.

    Y no era normal saber que morían sus últimas esperanzas de recuperar siquiera sus enseres personales, aquellos objetos depositarios de verdaderas partes de su vida, anteriores a su matrimonio, compañeros de infortunios como de alegrías, secretos íntimos, retazos congelados de amor, amistad y camaradería, supervivientes a los avatares de innumerables mudanzas, objetos todos, a la postre, importantes en su vida y sin importancia para nadie en el mundo salvo el; no era normal, se repetía, recibir la necrológica de esas magras esperanzas en un lugar tan poco apropiado, con la inmediata fuga del pregonero, sin un sentimiento de duelo adecuado para acompañarla ni tampoco un hombro amigo en el que descansar la cabeza...

    Allá se fueron también las últimas esperanzas que había podido depositar en la condición humana, así como el último poso de su escasa fe en la justicia. Allá se desvaneció, según creyó entonces, su propia capacidad de amar.

    Quedó Fermín ensimismado en una agridulce marejada de pensamientos, su mente al pairo, concatenando sucesos, pensamientos e ideas ciertamente inconexos, estableciendo pautas arbitrarias en el caos atemporal de su cerebro, rememorando sucesos de escasa importancia y encontrándoles nuevo interés desde la actual perspectiva de su desahucio vital, de tal modo ausente que la cálida luz del ocaso le sorprendió en aquel mismo lugar de la barra, frente al mismo hombre de aire distraído. Pensó en los ocasos cercanos al ecuador, que para cualquier europeo parecen un súbito apagarse del sol, sin las prolongadas medias luces de tibieza en el color y largas sombras que podía observar fuera del bar. Y su mente dolida viajó en el tiempo y el espacio.

    Había llevado una vida que para el promedio podría calificarse de aventurera. A los dieciocho se fue de su país para alejarse del dolor que le produjo la muerte de su mejor amigo. Después de vivir en varios países, había regresado al suyo y se había casado a los treinta y cinco, con su novia de la adolescencia, enamorado y feliz. No le importó tener que volver a empezar profesionalmente, creía en el proyecto del matrimonio. Sin embargo, ella era ambiciosa y el perseguir su promoción profesional les había llevado a diversos destinos por todo el territorio nacional, destinos en que él se había visto obligado a un nuevo comenzar tras otro.

    Esta situación de perenne comienzo, que al principio había sido apreciada por su exmujer como capacidad de renuncia, entereza de carácter y demostración de compromiso, con el tiempo (y a medida que sus expectativas de contar con una pareja exitosa económicamente se desvanecían) en sus ojos vino a ser molicie, conformismo y dependencia interesada. Nunca reparó ella en que la persecución de su propia carrera originaba dicha situación, ni en que la asimetría genera desequilibrio y es un precio ineluctable que pagar para mantenerla. Tanto egoísmo hería a Fermín. Al final, se resintió el amor —El mío— pensó —porque, en realidad, no sé si alguna vez ella me quiso o siempre fui un cálculo de probabilidades...

    El subsiguiente estado de las cosas, distante y frío, quiso Fermín combatir de alguna manera, sin saber cómo, por no rendirse, por no renunciar al proyecto común, para recuperar los mejores tiempos pasados. Al no encontrar respuesta en sí mismo, la buscó fuera. Pero ella se negó a entrevistarse con consejeros matrimoniales de ninguna clase. Se negó incluso a admitir que tenían un problema. El problema no era ella, era solamente él. Al final, resultó ser tan solamente él, que ella prefirió redefinir su vida de éxito sin él. Fermín tenía el resultado muy presente. A cada quien según sus acciones y como la suya había sido la posición de la renuncia por el supuesto bien común, la suma total de sus haberes en la separación final era cercana a cero. Con lo que, cayó en la cuenta, apenas tenía ya para seguir pagando el hotel donde vivía.

    Este brusco descenso a su procaz condición económica, impermeable al sentido de la oportunidad, insolente en sus demandas de atención logró, al fin, romper la tensión superficial del contenedor de sus emociones, que manaron como un caudal de opacas aguas termales. Sintió la oleada espinazo arriba, la onda de choque calentando sus mejillas, el disparo de adrenalina navegar los nervios de sus antebrazos, crispar sus manos y escapar por las puntas de los dedos. Se puso en marcha, despidiéndose mecánicamente del camarero con quien había estado no compartiendo sino el paso del tiempo todos aquellos días. Se conocía y sabía que lo mejor sería estar a solas enseguida. Llegaba la ira.

    Al salir a la calle le sorprendió el aire, demasiado caliente para la hora, demasiado quieto para la estación, demasiado agradable para el desagradable momento en que se encontraba él, cosa que, en lugar de agradecer, aumentó la intensidad de su irritación. Se detuvo, sin embargo, cerró los ojos e inspiró profundamente, cargando sus pulmones de ese aire tan seco que podía sentir cómo absorbía su humedad interior. Imaginó que era un éter especial con la capacidad de absorber sus emociones, dejándole vacío al exhalarlo. Se demoró un par de minutos en ello, mientras sentía el sol bañando la mitad de su rostro. Tenía práctica dominándose a sí mismo.

    Más calmado, evitando pensar, se dirigió hacia su hotel, de dos estrellas, que en los bajos colindaba con el bar, pero cuya entrada estaba situada a la vuelta de la esquina. Fermín se preguntaba cuál sería la diferencia entre un hotelito barato y una pensión. Sabía que no es la reciente construcción o los acabados lo que otorgan las estrellas, sino el equipamiento con que cuente el establecimiento, pero nunca se había tomado el tiempo de enterarse de ello.

    —Además —pensó— el lujo es muy relativo. En la selva cualquier cosa es un lujo y yo he pernoctado en lugares en que, en su día, fue una bendición poder hacerlo y que de haber estado en España ni siquiera habría entrado... —Su mente divagaba ya por pensamientos neutros.

    —Buenas noches —le dirigió amablemente el chico de la recepción

    —Buenas noches —contestó él mecánicamente. Siempre le había parecido muy extraño decirlo cuando todavía había claridad solar en la calle, por mucho que fueran más de las diez— Por favor, prepare la nota para mañana, me iré por la mañana.

    La recepción era absolutamente escasa, sin siquiera casillero detrás del mostrador. Solamente un tablero con alcayatas numeradas y algunas llaves colgando en su lugar, a un costado un teléfono de pago en la pared, enfrente un sofá de tres personas, con un paragüero y al fondo las escaleras que subían a las habitaciones, mejor adecentadas en su primer tramo. No había ascensor. Sin detenerse, emprendió la subida. Después de cuatro tramos, salió a su pasillo.

    Fermín se acercó hasta la puerta de su habitación y la abrió. Modestamente amueblada, escrupulosamente limpia, la ropa de cama y los cortinajes mostraban ya signos de su edad. Una lámpara hacía tiempo pasada de moda pendía del centro de la moldura de escayola que presidía el cielo suspendido. La luz solar entrando por el balcón abierto todavía libraba la estancia de las penumbras. Bañaba la superficie de un pequeño escritorio, donde se había sentado durante todos aquellos días con su iBook, el único objeto en la habitación que no parecía tan gastado por el uso. Se sentó en la cama, cuyo somier de muelles crujió bajo su peso. Se descalzó despacio y fue desprendiéndose de su ropa, que dejó caer descuidadamente al suelo. Se quedó en ropa interior.

    Lentamente, se levantó para alcanzar el teléfono, lo descolgó y pidió a recepción que le comunicaran con un número. Después de colgar el recepcionista, escuchó el tono de llamada. Sonó en su oído durante un tiempo que no trató de cuantificar, perdido como estaba en sus propios pensamientos. Una voz muy conocida le sacó de ellos.

    —¿Quién es?

    —Íñigo —dijo en un tono sombrío, que de inmediato trató de animar— ¿sabes quién soy?

    —¡Hombre! ¿Cómo no voy a saber, Fermín? ¡Que alegría saber de ti! ¿Por dónde andas, de dónde me llamas? ¿Estás en España? —se atropelló, sensiblemente contento, Íñigo.

    — ¡Bueno, bueno, déjame respirar! —repuso Fermín, con un atisbo de sonrisa. Durante los años que estuvo fuera apenas le había contactado y después de casado se habían hablado incluso menos— Mira, acabo de liberarme de una desagradable tarea y, si estás disponible y quieres recibirme unos días, me gustaría pasarme mañana por tu casa y ponerte al día. ¡Así te resarzo de tanto tiempo sin hacerte caso!

    —¡Por supuesto, hombre! Ya sabes que tengo servicio todos los días y el fin de semana debería preparar la Ermita para la romería, pero bueno, si quieres puedes tomarte las Misas para conocer el pueblo, que tiene muchos sitios de interés, aunque no estaría de más que asistieras a alguna... Podemos pasar un buen día de campo, como antaño, si me ayudas con la limpieza y los preparativos... ¡Bueno, tu vente, que ya iremos viendo! —contestó Íñigo, para inmediatamente preguntar— Y ¿qué? ¿no me adelantas nada? ¡Me tienes en ascuas!

    —Perdona, Íñigo, pero estoy en una cabina y no me queda suelto. ¡Mañana nos vemos! —mintió Fermín y colgó, sentándose sobre la cama. Se puso a pensar acerca de ello —¿Por qué he tenido que mentirle? ¿No he tenido valor de decirle la verdad? ¡Que no tengo dinero, ni trabajo, ni nada de nada! Si estoy posponiéndolo, ¿por qué? Da igual, mañana se lo tendré que decir, y cara a cara... Quizás me pueda echar una mano y si no, al menos tendré un techo durante algunos días para organizarme...

    — Tendré que hacer algo enseguida —continuó diciéndose a sí mismo— Para poder siquiera mantenerme y moverme un poco en busca de algo mejor tendré que coger lo que sea, donde sea. Luego, lo más probable es que me vuelva a marchar de España, porque realmente ya nada me ata aquí. Sin embargo, fuera tengo algún amigo que me podría echar un cable…

    —Nada de todo esto estaría sucediendo si no me hubiese yo puesto en situación de pérdida, cediendo mi primacía individual ante el estúpido proyecto amoroso de pareja —se dijo en voz alta Fermín. Cada vez más alterado, asió el legajo de su divorcio y lo ojeó al azar— ¡Mentiras, mentiras, más mentiras! ¡¡Y la juez tragó con todo!! ¡Todo tan fácilmente comprobable, pero la puta discriminación positiva hacia la mujer, de la maldita Ley de Género, lo impidió! ¡Estoy seguro de que esa misma juez con el caso contrario, de todos modos, habría fallado a favor de ella, sólo porque es la mujer en un caso de divorcio! ¡Maldita justicia!

    Fermín, totalmente alterado, asió con ambas manos el legajo de documentos que le había devuelto su abogado, de un grosor aproximado al de un listín telefónico y lo rasgó limpiamente en dos, como si de una sola hoja se tratara. Todavía con ambos trozos en las manos, clavando las uñas en la cartulina de la carpeta, gritó con la boca cerrada hasta que no tuvo aire en los pulmones y lanzó los papeles contra la pared. Muchos de ellos revolotearon en el aire y se posaron por el camino, pero otro grupo impactó contra la lamparita del escritorio y la derribó. Se levantó y con los pies desnudos pateó la silla, que dio una voltereta y terminó impactando contra la pared opuesta, con gran estrépito. La habitación quedó hecha un desastre. Cuando se dirigía a patear otra vez la silla, unos golpes sonaron en su puerta.

    —¿Qué está pasando ahí adentro? — preguntó una voz autoritaria.

    —Se me ha caído la maleta, perdón por el ruido — inventó rápidamente Fermín.

    —¿Está usted bien? ¿Necesita algo? —inquirió de nuevo la voz.

    —Sí, estoy bien, no se preocupe. Buenas noches.

    Fermín escuchó los pasos perderse por el fondo del pasillo. Tomó aire pausadamente, apartó la cama, se colocó en el centro de la habitación y cerrando los ojos, expiró lentamente y adoptó una posición de defensa. Mientras concatenaba los diversos movimientos de Aikido, ejecutados de manera automática, toda su concentración consciente estaba aplicada en controlar la respiración para eliminar la rabia. Llevaba muchos años controlándola.

    Había estudiado varias artes marciales, había practicado varios deportes, se había dedicado a varios hobbies también, todo ello con el ánimo de atemperar su impaciencia, que era muy a menudo el detonador de sus estallidos de cólera y de su comportamiento seco y poco amable, que derivaba con gran frecuencia en un hándicap social.

    Hacía ya bastantes años que se había percatado de que la impaciencia trabajaba en su contra y se había propuesto atajarlo de raíz: dado que vivía de vender sus ideas, no podía permitirse el lujo de desperdiciar contactos por culpa de sus maneras o de no saber llevar perfectamente una negociación, con lo que acometió el intento de mejora personal en dos vertientes principales: la una como desempeño, inmaterial, efímera y la otra como producción, material, permanente.

    La primera le guio en la búsqueda del control de su mente por innumerables caminos, y técnicas, mientras que la segunda le encaminó por la senda de las Artes. No tardó mucho en descubrir que la frontera entre ambas vertientes la constituía su propio cuerpo; consecuentemente, lo trabajó como tercera vía de perfección. El cuerpo que sudoroso terminaba su serie de wazas de Aikido, ejecutadas de manera automática para invocar la calma ya no era el que había llegado a alcanzar en sus mejores años, sin embargo.

    Como una escultura expuesta a la intemperie desarrolla pátinas y es opacada por la suciedad, así Fermín había descuidado últimamente su físico, de manera involuntaria, forzado por las circunstancias. La falta de ejercicio sin un cambio inmediato en la dieta le había hecho ganar peso, no tantos kilos como para dejar de estar en forma, pero si los justos para dejar de verse joven y empezar a ser alcanzado por su edad.

    Fermín lo sabía, y no le gustaba nada. Se dijo a sí mismo que retomaría el ejercicio en cuanto tuviera solvencia económica. Se imaginó en algún gimnasio, sumergido en su rutina. Para pasar los malos tragos del presente siempre le resultaba de ayuda proyectar acciones positivas en el futuro.

    Advirtió que había logrado fintar una vez más a su lado colérico y que ya se encontraba bien, calmado y relajado. Decidió tomar una ducha, no sin antes recoger el estropicio y preparar las maletas. Recogió los papeles dentro de una bolsa. Puso la silla y la lamparilla en sus respectivos lugares, abrió el armario, sacó dos maletas y las preparó con el contenido del armario, dejando fuera la ropa del día siguiente. Cuando hubo terminado llevó el neceser al baño, preparó los utensilios de afeitado sobre el lavabo, abrió el agua de la ducha y se introdujo en ella.

    La ducha diaria era una bendición. A Fermín le gustaba un baño de vez en cuando, pero para poder disfrutárselo era necesaria la conjunción de tal número de requisitos que en realidad no lo tomaba más que unas pocas veces al año. La ducha, en cambio, era su lujo diario. Con el correr de los años había dado en una rutina, siempre la misma, que ejecutaba ya sin pensar en ella. Su mente, así libre, vagaba por los innumerables vericuetos de sus múltiples aficiones e intereses. Se podría decir que una gran parte de las soluciones que encontraba a sus problemas salían de ese rato bajo el agua.

    Salir de la ducha era, entonces, el momento de fijar en el consciente cualquier resolución tomada momentos antes. Además de secarse automáticamente, claro está. Una vez tomada buena nota mental de las sugerencias del subconsciente y dependiendo del día, pues no se rasuraba todos los días, si usaba la maquinilla eléctrica su cabeza continuaba con aquel suave flujo de ideas de la ducha, tan grato y tan fructífero a veces. Si tomaba la espuma de afeitar, había comenzado su día, pues siempre le sacaba de su ensimismamiento y le obligaba a concentrarse.

    Esa noche tomó la espuma de afeitar y pensó que no había llegado a ninguna conclusión respecto de su futuro más inmediato. Si, para los próximos días tenía algo de dinero e Íñigo le daría cobijo, pero ¿y después? Se aplicó la espuma y aclaró los restos de su mano con el chorro del lavabo. Se secó y preparó un hilo de agua constante y muy caliente. Con una mano tensó la piel para poder aplicar una firme pasada de maquinilla. Ya no pensaría más hasta terminar la tarea.

    —Eso es lo que me gusta de rasurarme: nunca pienso en nada, es como si se detuviese el tiempo —se dijo, procediendo a dar la primera pasada.

    Cuando hubo terminado, después del segundo apurado a contrapelo, se aclaró la cara, se aplicó aftershave y guardó todos los aparejos de regreso en el neceser. Se aplicó desodorante neutro y algo de colonia, se lavó los dientes y terminó de guardarlo todo en la maleta. Se detuvo un momento a pensar que los gestos habituales de su higiene personal habían llegado a ser tan automáticos que se había perfumado, aunque la ducha fuese nocturna y le esperase la cama y no un día completo de ajetreo —No importa, la colonia me la pongo para mí, porque me gusta, no para que me huelan los demás.

    Ya en la cama, apagó la luz de su mesita de noche y se tumbó boca arriba. Hacía tiempo que no rezaba al acostarse, pero de todos modos siempre pensaba en ello antes de dormirse. Lo había dejado en su primera gran pelea con Dios, acerca de la muerte de Fortún, el hermano de Íñigo. Nunca se lo pudo perdonar a Dios, quizás porque nunca pudo extraer ningún sentido a la muerte de su mejor amigo en la flor de la juventud. Quizás fuera porque de todos modos hacía mucho tiempo, tanto que parecía desde siempre, que no oía a Dios, aunque de verdad trataba de escucharle, lo que siempre le hizo creer que entonces Dios tampoco le oía a él, o si lo hacía no se dignaba en contestarle.

    En cualquier caso, su relación con Dios estaba muy deteriorada, aunque existía. Su educación católica había sido sólida y había provisto unos cimientos difíciles de erosionar, y aunque después él hubiera ido derivado en heterodoxas construcciones de fe, muy en la línea de los católicos tibios, hasta dar en el agnosticismo, su infantil devoción por la Virgen María todavía se traducía en una simpatía muy especial hacia ella, a quien saludaba cuando se acordaba. Estaba convencido de que en algunas ocasiones que él conservaba con pelos y señales en su memoria, sus logros aparentemente inalcanzables o sus escapes improbables de situaciones muy difíciles y de peligro mortal, había sido ella quien le había echado un capote. Una de sus frases habituales era: «mi ángel de la guarda hace horas extra», que soltaba hasta entre contertulios ateos recalcitrantes.

    También había contribuido a alejarle de su fe el ver cómo los meapilas de su edad, en su adolescencia, se emborrachaban como todos, decían los mismos tacos y trataban de ligar con la misma intensidad que los demás, con lo que su lógica de causa y efecto le decía que ir a Misa no hacía ninguna diferencia. Para acercarle a su fe, o no dejarle ir demasiado lejos de ella, estaba Íñigo, el hermano de su mejor amigo, Fortún, que al morir aquel se hizo sacerdote. Íñigo se había rebelado tanto o más que él, hasta la blasfemia permanente, durante unos meses, pero después pareció haber caído en una poza de aguas tranquilas, de donde salió con la férrea convicción de ingresar en el seminario, cosa que hizo. Así que a Fermín le pareció perder a sus dos hermanos electivos y se marchó de España.

    Nunca se alejaron sentimentalmente el uno del otro, a pesar de todo. Siendo Íñigo mayor, se preocupaba mucho de la salud mental y espiritual de Fermín y le solía amonestar con aquella autoridad que proviene del amonestado, que se sabe peor persona y menos instruida en aquellos campos sobre los que le están reconviniendo. Ante las pataletas ocasionales de Fermín, cuando creía ser demasiada la presión de Íñigo sobre él, éste sólo sonreía y decía muy suavemente: «escúchame o más has de rabiar en el infierno» y proseguía tranquilamente hasta terminar de decirle todo lo que tenía en mente.

    Pensando en todo esto, en las veces que Íñigo le había mostrado todo lo que le quería a través de esas pequeñas correcciones y enseñanzas, Fermín sonrió en la oscuridad —¡Es increíble que hayamos terminado siendo gentes de provecho, al menos él, con lo gamberros que éramos! —se dijo quedamente —No sólo no terminó en un correccional, sino que sufriendo la misma pérdida que yo, él lo superó todo e incluso tira de mi cada vez que nos vemos o hablamos... Mañana, querido amigo, podrás echarme otra pequeña bronca.

    Fermín se fue sumiendo en el sueño mientras buceaba en el recuerdo de su pérdida, que él había definido alguna vez como más que perder al amigo, perder al hermano, y más que perder al hermano, perder un trozo de uno mismo, en el pecho, donde se instala un frío y negro vacío que nadie ni nada puede llenar nunca más. Desde entonces, se había acostumbrado a vivir sin ese pedazo como un cojo sin su pierna amputada, dedicándose a múltiples intereses, agotando las horas de su agenda, pero no podía llenar ese vacío, ni ahuyentar sus sombras, ni calentar su toque helador y todos ellos le solían atacar de vez en cuando. Pérdida, la palabra, pérdida, el concepto y pérdida, la sensación, fueron sus últimos pensamientos antes de quedar dormido.

    Como cosa rara su sueño fue continuo hasta que sonó el despertador, temprano. Se lavó la cara, se peinó y se vistió, pues habiéndose duchado por la noche y esperándole unas cuantas horas de conducción, pensó en ducharse después, ya en casa de Íñigo. Cerró las maletas, echó un último vistazo para asegurarse de no dejarse nada y cerró la puerta tras de sí. También estaba cerrando con ello un capítulo de su vida. Bajó a recepción, entregó la llave y pagó en efectivo. Se despidió del amable chaval y salió pensando que nada más se habían estado saludando todos esos días, sin compartir nada, sin ninguna relación más que la comercial —La amabilidad, por si sola no quiere decir nada —reflexionó —Ni él va a volver a pensar en mí en toda su vida, ni yo en él, probablemente..."

    Se llegó hasta el coche, abrió el maletero y acomodó en él las dos maletas. El portátil lo dejó en el asiento del copiloto. Comprobó las ruedas, los niveles y encendió el motor. Como no tenía aire acondicionado, bajó las dos ventanillas delanteras y se puso en marcha hacia una gasolinera que sabía de camino, en las afueras. Cuando llegó, mientras repostaba, limpió los cristales y luego entró a pagar. Su situación económica era tan mala que no compró una Coca-cola que se le había antojado. Constantemente, detalles de ese tipo le recordaban el calamitoso estado de su cartilla, machaconamente, sin tregua, sin dejarle sustraerse, hasta agriarle el día. Todos los días. Su estado anímico había hecho equilibrios al borde de la depresión crónica durante los últimos años, y se había agravado en el presente.

    Saliendo de la gasolinera, se concentró en la conducción para olvidar las preocupaciones. Siempre le había parecido que era inútil preocuparse por lo que no podía cambiarse y más aún por lo que podía ser cambiado, claro está. Un poco en la línea taoísta de que el pasado nunca vuelve y el mañana no ha llegado, con lo que tendía normalmente a ocuparse del presente. Por supuesto y como en todo, había habido excepciones en su vida, y los últimos años habían sido de excepción casi constante. No paraba de revisar el pasado para intentar entender un presente desastroso para él.

    —Y al fin, consejos vendo y para mí no tengo —terminó concluyendo Fermín —Todo lo que sé no ha impedido que me haya atraído, embelesado, manipulado, engañado y desechado una araña ¡que ni siquiera sabe jugar al ajedrez! ¿Cuánta parte de culpa tengo en eso? ¿Cómo he podido estar tan ciego durante tanto tiempo? ¿De qué sirve todo lo que sé, si no le puedo encontrar aplicación, si nadie lo valora ni lo paga, si no sirve ni para evitarme engaños y problemas? He tirado mi vida, soy un desperdicio...

    Dándose cuenta de a dónde le habían llevado sus últimas reflexiones, Fermín se esforzó conscientemente en borrarlas de su cabeza. Como no quería parar, asomó la cabeza por la ventanilla y dejó que el viento se la despeinara. La postura era incómoda, y el aire le hacía llorar los ojos, pero le trajo recuerdos de sus vuelos en ultraligero, así como de aquellos asiduos viajes en su Jeep Willys. Y dio con la palabra cuyo concepto le estaba sugiriendo su subconsciente: «libertad». Después de haber casi sucumbido al desánimo, su corazón sentía el aguijón de la libertad, que le hacía dueño de sí mismo, libertad que había ganado en proporción directa a sus pérdidas. Y aunque pensó en que este respiro sería efímero y que nunca lograba sobreponerse permanentemente, también pensó que tampoco estaba vencido permanentemente y se concentró en sentir la libertad inundándole en aquella soleada mañana.

    Condujo durante largo rato manteniendo el buen humor, hasta que decidió estirar un poco las piernas en un área de descanso. Ya desde el desvío de deceleración se dio cuenta de que había un coche aparcado, con el capó abierto y una figura femenina inclinada sobre el motor. Miró detenidamente el coche mientras se aproximaba y se dijo: «Vaya, un A3 del modelo anterior... ¿Ves Fermín? Algunos están más jodidos que tú. Desde que les metieron la electrónica a los coches, como sea algo de motor la llevas clara: grúa y al concesionario» Aparcó detrás del coche averiado y se bajó.

    —¡Hola! ¿Necesitas ayuda?

    —¡Hola! ¡Sí, sí, estoy desesperada! —repuso la chica, saliendo a su encuentro.

    Parecía jovencita y Fermín dudaba sobre si le parecía agradable o no, porque era mona de cara, pero llevaba un corte de pelo extraño, entre hortera y demodé. Vestía con una sui generis mezcla de punk y hippie, que resultaba también un tanto pasada de moda, le recordaba algo a la estética suburbana marginal. Tenía un piercing en una de las aletas de la nariz. La chica continuó —No me arranca. He parado a comer y no lo puedo arrancar, no tengo ni idea de por qué.

    —¿Has comprobado el chivato de la temperatura, los niveles de aceite, líquido de freno y que tienes combustible? —preguntó Fermín.

    —Sí, claro hasta ahí me llega, aunque sea chica ¿eh? —contestó ella un tanto sarcásticamente.

    —No pretendía ofender —dijo rápidamente Fermín y continuó —Bueno, pues como no está recalentado y tienes batería, tal parece que todo está bien y debería funcionar… Lo más probable es que el ordenador de a bordo haya decidido que algo está mal y no deje arrancar, con lo que me parece que vas a tener que llamar a la grúa.

    —Me temo que eso no va a ser posible —dijo una voz masculina detrás de Fermín —Creo que vamos a preferir cambiar de coche.

    Fermín se dio la vuelta rápidamente. En su experiencia, más que el contenido de la frase era el tono lo que presagiaba problemas. Su sentido de la alerta se disparó y para cuando vio al chaval que la había pronunciado, porque era tan joven o más que ella, ya estaba barajando opciones. La vista la tenía fija en él, pero el oído estaba centrado en ella, que ahora estaba a sus espaldas. Confirmando sus temores, una pistola le apuntaba desde una distancia que no le permitiría ni tratar de asirla ni tratar de evadir un disparo y huir. Curiosamente, lo único que pudo percibir conscientemente del bullir de su cerebro fue: «vaya, otro hortera, menudo corte de pelo».

    —Mirad, yo no quiero problemas de ningún tipo: no sé quienes sois ni quiero saberlo. No hace falta que me apuntéis con el arma todo el tiempo; si la bajáis y me decís qué queréis haré lo posible por complaceros rápidamente —dijo Fermín de una tacada, casi sin pensarlo —las armas las carga el diablo y son muy peligrosas, sobre todo si me apuntan a mí, de verdad tío, apártala y dime qué quieres.

    —¿Tu qué? ¿Vas de listo? Mira la cacha de la pistola ¿Ves el símbolo? ¡Somos de la ETA, chaval! —contestó el etarra, mostrando el arma con aires de importancia —Así que ojito.

    —Bueno, en realidad lo que quiere decir mi compañero es que tienes que tomarte en serio las cosas que son serias. Si colaboras no te pasará nada y todos saldremos contentos, ¿vale? Así que, si quieres saber lo que haremos, comienza tirando a mis pies las llaves de tu coche y luego saca de él lo que quieras que no nos llevemos. La documentación la dejas donde está —intervino la chica con una sonrisa, pero con más autoridad que el chico, para continuar diciendo —después coges todo lo que está en nuestro maletero y lo pones en el tuyo, despacito y que te veamos... La bolsa de deportes grande, la negra, ni la toques ¡Ale, venga!

    Fermín se puso manos a la obra sin tardanza, pensando que más valía llegar tarde con Íñigo que nunca. Bajó sus maletas y su portátil y, aunque no cedía su estado de alerta ni se relajaban sus sentidos, se sorprendió pensando que cuando creía haber tocado fondo en su vida resultaba que todavía se abrían nuevas profundidades bajo sus pies. También le venían recuerdos de Fortún, su difunto hermano electivo, impensadamente muerto en un atentado bomba de la ETA, pensamientos que trataba de despachar inmediatamente pues sabía que sería muy peligroso hacerles caso en condiciones de inferioridad tan patentes.

    No era la primera vez que le encañonaban en su vida y, dentro del obvio sentir del peligro, había reaccionado como le había funcionado en ocasiones anteriores. Pero se había detectado a sí mismo demasiado poco asustado para lo que el chaval habría esperado y algo cambió en su mente para corregirlo inmediatamente. Su figura se arrugó ostensiblemente, la impresión de fuerza física que solía emanar de él se convirtió en torpeza y debilidad y su tono se volvió plañidero. Fermín estaba asombrado de verse actuar así, de la nada, sin haber concebido el plan conscientemente. En realidad, le parecía estar observando a otra persona.

    Después de haber apartado sus cosas, pasó a transportar las de los etarras a su coche. Había un par de portátiles, una CPU de escritorio y varios discos duros externos, una bolsa grande de deportes que pesaba como un muerto, aparte de la que le dijeron que no tocara, un par de maletas y otra serie de bolsas de menor tamaño. Con todo, la cantidad era suficiente como para hacerle pensar: «¡Encima de puta, pongo la cama! ¡No mueven un dedo los muy cabrones!». Entre viaje y viaje, les suplicaba que le dejasen ir, prometiendo silencio eterno.

    Ellos conversaban en vasco y de vez en cuando le daban alguna indicación, como meter primero al maletero la CPU y las maletas y poner encima de ellas las otras bolsas y los portátiles, o que dejara el triángulo y los chalecos reflectantes encima de todo antes de cerrarlo. A Fermín le daba la impresión de estar ante una pareja de hecho con los papeles tradicionales vueltos del revés. Obviamente, eran pareja sexualmente hablando, pero le parecía entender que ella debía de ostentar mayor jerarquía dentro de la organización criminal y él parecía ser su aprendiz o subalterno. Ella trasladaba esa mayor jerarquía al terreno sentimental, a juzgar por el servilismo del otro

    —¿Por qué estoy pensando estas cosas? ¡Tengo que pensar en cómo salir de esta! — se decía Fermín, impaciente.

    —En vuestro maletero no queda más que una manta, ya está todo bien almacenado en el mío, menos la bolsa negra grande, que sigue en el asiento de atrás de vuestro coche —anunció Fermín —No creo que quepa en el maletero del mío. ¿Qué más queréis que haga, la llevo al asiento de atrás, cojo la manta...?

    —¡Te ha dicho que ni la toques, chaval! — intervino inmediatamente el etarra

    —Ahora lo que vas a hacer es ayudar a mi compañero a embarrancar nuestro coche, pero primero mete tus cosas en el asiento de atrás —completó ella —y ten cuidado de no hacer nada raro. Tú te pones atrás, en el centro del coche y no te mueves para ninguno de los lados y él al lado del conductor. También tengo pistola y estaré detrás de ti, así que tu verás...

    —De verdad, ya os he dicho que se os puede disparar y que no hace ninguna falta que me apuntéis: ¡estoy colaborando en todo! —les contestó Fermín, sonando realmente desesperado por el miedo —y me gustaría que me dejaseis no tirar mis cosas al barranco con vuestro coche, ¡os juro que son lo único que tengo en esta vida!

    Totalmente refractarios a sus súplicas, le obligaron a meter sus cosas en el coche y a embarrancarlo después. El área de descanso tenía quitamiedos a lo largo del área asfaltada de aparcamiento, pero no detrás de las áreas ajardinadas, con lo que primero subieron el coche al césped y después lo dejaron caer por la empinada pendiente que daba al bosque, muy tupido.

    Fermín lo vio desaparecer entre los primeros arbustos del

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1