La indecisa
Por Carmen de Burgos
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con seudónimos, en esta novela corta es una historia femenina
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La indecisa - Carmen de Burgos
INDECISA
LA INDECISA
La Indecisa
¿En qué piensas?
Alina se estremeció levemente con la sorpresa de la brusca pregunta. No podía decirlo; su imaginación volaba lejos de aquel tranquilo y verde paisaje holandés para ir á
detenerse en los boulevards parisinos, con una evocación de la vida bulliciosa y brillante á que estaba acostumbrada y cuya nostalgia trataba en vano de ocultar.
Pareció encogerse, como si buscase un refugio á sus pensamientos, sobre el terciopelo del treksckuit, el coche-barquilla que, arrastrado por un caballo blanco se deslizaba á lo largo del canal, y con esa facultad de adaptación propia de las mujeres enamoradas, repuso, enseñando la línea luminosa de su sonrisa entre el bermellón de sus labios:
—No te digo que en nada, porque pienso siempre en ti... Me adormecía esta blandura que nos rodea... Me parecía estar perdida en un mar muy extenso y miraba esa llanura tan verde, tan húmeda, tan plana, que me finge el oleaje en el cambio de intensidad de sus tonos... Es una magnífica tela de terciopelo para envolverse en su sedosidad y prenderla con brillantes.
El sonrió tristemente; sin duda había leído el pensamiento atormentador detrás de la frente de nieve, y repuso:
—Este encanto nos gana demasiado, se apodera de nosotros un ansia de infinito, se sueña con exceso... Llega á hacerse doloroso. ¿No sería mejor volver ya á París?
Ilumináronse los ojos grandes de Alina con el reflejo de una esperanza. Había hecho el sacrificio de París, de su libertad, de su arte, de sus triunfos de actriz joven y mimada, para seguir á su amante y escapar de todo lo que podía separarles; pero la nostalgia de su vida, de su medio
habitual, la seguía y cada vez aumentaba más. Sentía injustificadas tristezas, arrebatos de cólera, ganas de llorar, y trataba en vano de disimular el estado de su alma.
Adolfo lo había notado con dolor, y sin decirle nada, iba siguiendo, lleno de ansiedad, el doloroso proceso del espíritu de aquella mujer que se había apoderado del suyo.
Frisaba ya él en los albores de la segunda juventud, y las vicisitudes de su existencia le habían hecho vivir una vida de hombre mundano, en la que adquirió un baño de desdén elegante para todas las cosas, y de un escepticismo forzado para sus sueños de creyente.
Viviendo solo, sin familia, rodeado del aura de artista célebre, en una sociedad egoísta y caprichosa, él había tenido ocasión de ver lo que valían las satisfacciones de amor propio, los triunfos de la vanidad, la pequeñez mezquina de la lucha y el engaño de todos esos substantivos abstractos que suenan tan bien en el oído: gloria, amor, amistad, agradecimiento, sinceridad...
Había querido hacer un último esfuerzo creándose un hogar como refugio en el oleaje de la vida y no había sabido conservarlo. Eligió á su compañera con cálculo; la señorita bella, distinguida, capaz de presentar todas las garantías de honradez y de buena dueña de casa. No había contado con la pasión, y la simpatía sola no bastó á llevarles la felicidad. Desde el primer día se encontró como un huésped en su casa; le molestaba su esposa, la encontraba vulgar, falta de distinción, y no podía soportar sus quejas y sus reproches cuando se entregaba á las diversiones de su antigua vida con sus amigos y sus galanterías. Bien pronto se convenció de que cuando la esposa no es la amante, el hogar se hace imposible. Pesó sobre él toda la tristeza de sus dos vidas y temió las represalias que le colocaran en el