La mujer fría
Por Carmen de Burgos
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Ta God como una de Shrek xd xd xd xd
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La mujer fría - Carmen de Burgos
FRÍA
LA MUJER FRÍA
I
La entrada de Blanca en su palco del teatro de la Princesa, produjo la expectación que causaba siempre. La atención del público se apartó de la obra para mirarla a ella. De los palcos y las butacas se le dirigían todos los gemelos, y hasta las gentes que no la conocían, las que ocupaban las modestas localidades altas, seguían el movimiento general deslumbrados por aquella belleza.
Alta y esbelta, sus curvas, su silueta toda y su carne eran la de una estatua. Despojándose de su capa blanca como espuma de mar, su escote, su rostro y sus brazos tenían esa tonalidad blanco-azulina que, merced a la luz azul, toman las carnes de las bailarinas rusas cuando forman grupos estatuarios. Era un rostro y un cuerpo de estatua. No había en ella color, sino línea, y ésta tan perfecta, que bastaba para seducir. Sus cabellos, de un rubio de lino, casi ceniza, contribuían a esa expresión. Las cejas y las pestañas se hacían notar por la sombra más que por el color, y los labios, pálidos también, se acusaban por el corte puro y gracioso de la boca. Hasta los ojos, grandísimos, brillantes, de un verde límpido y fuerte, lucían como dos magníficas esmeraldas incrustadas en el mármol.
Un traje rojo-naranja, de una tonalidad entre marrón y amarillo, se ceñía a su cuerpo como una llama, y sin embargo, en la retina de todos quedaba la sensación de frío que producían su carne, sus cabellos, sus ojos, y las piedras frías de las esmeraldas que adornaban su garganta con un soberbio collar a «lo disen».
Un caballero la saludaba desde una platea, y ella devolvió el saludo con un ademán gracioso, algo de movimiento de gozne, y con una sutil sonrisa muy femenina que dejó brillar sus dientes alabastrinos con una línea de luz.
—Marcelo la conoce —dijo, volviéndose hacia sus compañeros, un señor de rostro fresco y cabeza calva—. La ha saludado desde el palco de su cuñada.
—Es preciso que nos dé noticias exactas de ella —dijeron, casi a un
tiempo, los jóvenes y los cotorrones que ocupaban aquel proscenio, peña de amigos que se erigen en censores y jueces de todas las bellezas mundanas o de escenario, y no faltan jamás a esos proscenios de abono en todos los teatros, luciendo sus pecheras, sus botonaduras y sus smokings, que acusan la última moda en la colocación de un botón o en la variante de una solapa.
—Yo tengo ya noticias de ella —dijo un jovencito delgado, con cabeza de pájaro desplumado que sostuviese los lentes sobre el pico.
—Cuenta.
—Creo que es vascongada y que vivía en un nido de águilas allá en los Pirineos, de donde la sacó un noble francés, millonario, que tuvo el buen gusto de morirse, dejándole una inmensa fortuna.
—¿Es viuda?
—Por segunda vez.
—No se descuida para ser tan joven.
—No puede calcularse la edad de una estatua.
—El caso es que ella se dedicó a viajar. Ha estado en la India… en el Egipto… y al fin se casó con un noble austríaco, el conde de no sé cuántos, que también ha muerto.
—¡Es una mujer magnífica!
—¡Extraordinaria!
—¡Original!
Los gemelos insistían sobre ella, que seguía indiferente mirando al escenario mientras la contemplaban.
Cayó el telón. Los hombres se pusieron de pie, lanzando miradas y saludos a todos lados, pero coincidiendo en la atenta observación de que hacían objeto a la recién venida. La mayoría acabó por salir al foyer a