El perseguidor
Por Carmen de Burgos
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El perseguidor - Carmen de Burgos
PERSEGUIDOR
EL PERSEGUIDOR
I
Aquella Nochebuena traía hacia Matilde todas las nostalgias del recuerdo. No podía sustraerse a la evocación de los aniversarios; tan fuertemente grabados en nosotros. Su espíritu, acostumbrado a pasar con ligereza de una impresión a otra, ávido de sensaciones y de emociones nuevas, parecía complacerse ahora en retrotraerse, hurtarse a lo real, para soñar con aquéllos: en tal día como hoy
, que le traían a la memoria escenas patriarcales de su vida española. Las fiestas de familia del hogar paterno, en una cortijada andaluza donde pasó sus primeros años. Su padre, cazador impenitente, los condenaba a pasar allí diciembre y enero, para gozar la época del celo del macho y cazar las perdices con reclamo.
Veía hacer con pena todos los preparativos para dejar la casa de Córdoba y enterrarse en aquel cortijo de la sierra. Aquellos viajes eran de las impresiones más fuertemente grabadas en su alma, Unos viajes tristes, una caravana que cruzaba los parajes más escuetos y desolados de la sierra, sobre mulos y burros aparejados con aguaderas y silletas, sobre los que iban: ella, su madre y los criados; todos rodeados de bultos de ropa, de provisiones, de objetos que embarazaban más la marcha. Alguna pobre sirviente pasaba todo el camino sin soltar de la mano la jaula del loro o el objeto frágil que se le confiaba. Un viaje de ocho horas, por el campo reseco, desolado, cansados todos, sin hablar unos con otros; los muleros pinchando a las bestias para hacerles andar, sin más descanso que la parada en la venta para darles agua y para comer todos.
Los manjares habían tomado un gusto enmohecido siempre, un gusto a camino; una cosa reseca que le impedía comer los pollos fritos, la tortilla y el jamón como si hubieran perdido su condición apetitosa para hacérsele insoportables; el vino tenía gusto a pez, y el agua de aljibe resultaba amargosa y dura.
Después de la comida, volvía a ponerse en marcha la caravana, previa la pesada ocupación de acomodar sobre los aparejos a las mujeres y se continuaba en silencio, adormilados, vencidos por los vapores de la digestión.
De vez en cuando una cruz sobre un montecillo de piedras surgía a la vera del camino. Los hombres se quitaban el sombrero y las mujeres se santiguaban.
Alguien ponía la leyenda:
--Aquí mató la Guardia civil al Gallina y al Pavo--, decía uno.
--Ahí encontraron el cadáver del Covachuela--, referían otra vez.
--En ese lugar mataron al Corregidor y sus dos hijos, los bandidos.
Se pasaba las estrechas gargantas decoradas por las cruces fatídicas, con el corazón oprimido, oyendo las historias de bandidos, de hechos audaces, de crímenes. Ella personificaba todas aquellas figuras en su memoria y las veía como una pesadilla a su alrededor.
El momento de satisfacción era al llegar a lo alto de la escarpada cuesta, a cuyo pie, en el fondo de un valle abierto entre las montañas, estaba su cortijo. Era una visión bella la de aquel pedazo de terreno abierto como un oasis en el verdor del valle, protegido por las montañas, como oculto en