Los pies y los zapatos de Enriqueta
Por Gabriel Miró
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Los pies y los zapatos de Enriqueta - Gabriel Miró
LOS PIES Y LOS ZAPATOS DE ENRIQUETA
I. La abuela
Cuando Mari-Rosario salió al portal, temblole gozosamente el corazón viendo dos rapaces que llegaban.
Eran sus dos nietos, Martinico y Sarieta de su hijo Martín.
Un año había estado sin verles; ahora en Pascuas se cumplía. Jurole la nuera, la noche de la última pendencia, que ni las criaturas habían de venir.
¿Es que se los mandaría su hijo a hurto de aquella sierpe de mujer? Y los llamó:
—Martinico, Sarieta: ¿os mandó el padre a casa de la agüela, o venís por vuestro antojo?
Los muchachos se pusieron a cavar la tierra con una raíz de enebro, para enterrar una langosta viva que traían colgada de un esparto verde.
—Martinico, Sarieta: ¿que no besáis a la agüela?
Entonces ya tuvieron que levantarse los nietos, y fueron acercándose muy despacito, mirando un pájaro que cruzaba la desolación de la rambla.
Mari-Rosario reparó en sus delantales cortezosos de mantillo de muladar y de caldo de almazara.
—¿Cómo no os mudaron hoy, día de Nadal? ¡Así fuisteis a la Parroquia!...
¿Qué os dijo el padre?
Martinico y Sarieta se contemplaron riéndose, como hacían cuando mosén Antonio, sentado en el ruejo del ejido, les llamaba para que no se apedreasen, y ellos se reían sin querer.
—¿Qué os dijo el padre?
Martinico levantó su cabeza albina y esquilada, y gritó:
—¡Que pidiésemos aguinaldos!
Después la abuela, tomando a los chicos de las manos, los pasó a la casa para darles las toñas de miel y piñones tostados. Se había levantado de madrugada para cocerlas; ¡así estaban de tiernas y olorosas! Ni siquiera las cató, que primero habían de comerlas los nietos. Prometiose enviárselas, con los dineros de la alcancía que guardaba, por mediación de un cabrero. Ya no era menester. Y en tanto que bajaba de lo más escondido de la alacena la hucha de barro, les preguntó:
—¿Y vuestra madre, os habla de la agüela?
—A nosotros, no siñora —repuso Sarieta devorando la torta.
Y el hermano, que ya no le quedaba y estaba mirando la ajena, la contradijo:
—¿Que no habla la madre de la agüela? Pos sí siñora que habla; ella y el padre; y disen que por qué no había de darles el arca de ropa que tiene que era del agüelo.
—No se lo crea, que todo es embuste para congrasiarse; y ahora se reconcome porque entoavía me queda la metad.
—¿Que es embuste?
—¡Anda, tragaldabas!
—Y tú, que aún han de mocarte, y ya te pierdes en los hatos con los hombres...
—¡¡Martinico!! —gritó la abuela, pálida de vergüenza y pesadumbre.
—¡Rabia! —murmuraba con fisga la rapaza.
—¡En saliendo te esclafo la cara!
—¡Martinico! ¡Sarieta! —clamó asustada la pobre mujer—. ¿Ésta es la crianza que os dieron? ¿Así os queréis de hermanos?
Pero, el nieto, agarrando la alcancía, salió huyendo, perseguido de la
hermana, y no escuchaban quejas, razones ni mandados de la abuela. Ni se volvieron a mirarla.
Mucho tiempo estuvo inmóvil la figurita de Mari-Rosario.
Todos los campos aparecían desiertos, llenos de sol. De un confín de sierras azules, delgadas y desnudas, llegaba un remusguillo helado atravesando la templanza de la llanura. El paisaje era rudo y seco: hazas encendidas, tierras oliveras, leguas de barbecho y vinal. Cerca de las pardas masías, en cuyo dintel cuelgan los