Nómada
Por Gabriel Miró
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Nómada - Gabriel Miró
NÓMADA
I
Despacio, y en coloquio piadoso con el ama Virtudes, ovillaba doña Elvira la recia madeja de lana azul, para seguir urdiendo los doce pares de medias que ofreciera en limosna. Servíanle de devanadera las rollizas manos del ama.
Era la señora vieja, cenceña, grave, de tabla compungida de priora; y la criada, mediada de años, maciza, con pelusa de albérchigo en las redondas mejillas, luminarias en los ojuelos grises, y pechos poderosos y movedizos, que doña Elvira no miraba sin decirse: «¡Para qué tanto, Señor! Es ya insolencia». Y el visaje lastimero del ama parecía replicarle:
«¡Y yo qué culpa tengo!».
—Ama Virtudes, me temo que llegue el frío y no podamos entregar al señor rector los doce cabales.
—¡El frío! ¡Y hasta que anochece cantan aún que revientan las cigarras en las oliveras!
—Atiende, ama, que estamos en septiembre y se han de acabar para Todos Santos.
—Pues para entonces dé la señora los que haya (que bien serán ocho), y los otros en la Purísima, que es cuando es menester el abrigo.
—Dar en veces... —y detúvose doña Elvira, porque la hebra se había enredado en los pingües pulgares del ama Virtudes—. ¡La quebrarás!... Dar en veces la promesa no me agradaría... ¿Lo ves?... Se ha roto. ¡Claro! Es que te distraes, ama.
—¡Es que fuera me creo que habla don Diego!
—¿Dices de don Diego? —Y la señora quedose mirando el ovillo gordo y azul como un mundo de Niño Jesús.
—Sí; ¡a voz de mi hermano!
Jovialmente ladró un perro y sonaron espuelas.
—¡Oh, ama Virtudes, Nuestro Señor no quiere mi paz!
Luego, las dos mujeres pusieron la labor en un rubio cestillo y comenzaron el Rosario.
Pasó un lebrel, que se detuvo resoplando en el regazo del ama; sus fauces abiertas y encendidas simulaban reír; meneaba la cola solicitando caricia; pero ama Virtudes rezaba.
Don Diego quedose en la puerta de la sala. Roblizo, sanguíneo, sólo en lo corvo de la nariz y en los rasgos altivos de la boca había semejanza con su hermana. Iba enlutado y se tocaba con un fieltro inmenso.
—Decían fuera que estabas ya en tu dormitorio, y aun no dieron las ocho en el pueblo. Ahí fuera son todos unos miserables. Me reciben como si vieran al Enemigo.
—Estamos rezando el Rosario, Diego.
—¡Siempre que vengo te encuentro rezando, hermana!
Y el caballero sonrió; sentose en una butaca y exhaló una espesa y blanca nube de humo de su cigarro.
A sus pies tendiose el perro.
—Estamos rezando, Diego.
El caballero descubriose, y reclinando la cabeza, rapada y sensual, en el borde del ancho respaldo, se quedó mirando las vigas.
En el segundo Misterio, el lebrel tuvo pesadilla y comenzó a gañir y estremecerse. Los senos de ama Virtudes palpitaron tan violentos y pujantes, que la señora los contempló iracunda.
—¡Señor, Señor! —suspiró el ama cruzando los brazos; pero no lograba serenarse.
Don Diego condujo el perro a la cocina, la obscura; el mastín de la heredad arrufó ferozmente, arrastrando la cadena sobre los cantos.
Ladraron las dos bestias enloquecidas; gritaba don Diego y respondíale zahareña una voz de mujer.
La señora besó la cruz del abalorio, y dijo:
—¡Ama Virtudes, Nuestro Señor no quiere mi paz!
Ama Virtudes, que ya había recuperado la suya, gimió beatísima:
—¡Señor, Señor!
II
En otro tiempo, fue don Diego alcalde de Jijona. Varón opulento y llano, trazó festejos peregrinos; hizo grandes mercedes. Tenía dos galeras para ir con sus amigos a holgar en las masías, y caballos veloces que montaba como un indio. Casó en razonable edad con una castellana, tierna y hacendosa como la sabina o calabresa de Horacio; y engendró una niña delgadita y pálida. Creció la hija; siempre estaba callada, y sus ojos viajaban, sin saciarse, por los campos y el cielo. Cuando llegó Pascua Florida, la vistieron de blanco. Su