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Mamadoña: Historia De Una Esclava
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Libro electrónico291 páginas4 horas

Mamadoña: Historia De Una Esclava

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Veintitrs de agosto de 1859, a la regin oriental de la Isla de Cuba, a las proximidades del poblado de San Gregorio de Mayar Abajo, a la prspera hacienda Maran, propiedad de los hermanos Anglada, llega una esclava que cambiar los destinos de los habitantes de la zona, quien fuera apodada Mamadoa. Incendios, matanzas, infortunios, una maldicin que pende sobre la familia Anglada, varias tragedias que se ciernen sobre el pueblo, ocasionadas por insurrectos y espaoles en el marco de las guerras de 1868 y 1895; y una negra esclava que se gana el respeto y la admiracin de sus vecinos, forman parte de esta historia novelada. Mamadoa. Historia de una esclava, una obra enmarcada en escenarios reales, que narra sucesos relegados por la historia oficial acerca de las luchas independentistas de Cuba en el siglo XIX; en donde estuvieron prceres como los hermanos Antonio y Jos Maceo, Julio Grave de Peralta, Guillermo Moncada, entre otros. Mamadoa, un libro revelador que enfurecer a unos y pondr a pensar a otros. Mamadoa, una novela que rompe con el estereotipo de belleza de la mulata cubana. Mamadoa, una morena de quien te enamorars.



Sucesos oscuros, como la piel de la protagonista, salen a la luz gracias a Jaime Saz, su autor, quien nos traslada en el tiempo hasta la regin oriental de la Isla, a escenarios desconocidos de las guerras emancipadoras, en el efervescente siglo XIX cubano.

Alan L. de Len.
(Poeta y narrador)
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento27 mar 2014
ISBN9781463379384
Mamadoña: Historia De Una Esclava

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    Mamadoña - Jaime Saíz

    Índice

    Dedicatoria

    Agradecimientos

    La hacienda Marañón

    Mateo Teodosio

    María Dolores de los Desamparados

    Don Domingo, el Insaciable.

    El señorito Santiago

    El arribo de Monzón

    Tragedia de La Candelaria

    Julio Grave de Peralta

    El Castillo de Cámara

    Cocuyo y el cagüeiro

    Don Cástulo, el Esdrújulo.

    La cacería

    Dos tipos de cuidado

    Sobresdrújulas aguas

    Doña Reparada Joaquina

    Quinto Montuno

    Francisco Liberato

    El tesoro de los Anglada

    Dedicatoria

    A Dios, si es que merezco esté pendiente de mis errores y logros.

    A mi familia, que se inquieta por mí, luego existo.

    A todos los miembros del Club de Literatura de Francisca Argüelles, porque una novela para venir al mundo, precisa, como la exquisita ensalada: sal, vinagre y aceite.

    Agradecimientos

    Para Alain L. de León, todo mi respeto y reconocimiento, porque con él anduve los caminos intrincados de la narrativa sin errar el rumbo, y sin él, hubiera sido desafortunada esta versión de la novela. Se desempeñó como un generoso corrector, por eso pudo convertirse en el tapiz de mis palabras. Fue, además, el sazonador del lenguaje, el colaborador vital, el entusiasta amigo.

    La hacienda Marañón

    Doña Reparada Joaquina Anglada Mont miró atrás por última vez y comprendió con amargura que huía hastiada de aquellas tierras malditas, herencia de sus hermanos ausentes. En nada se parecía aquel día al placer indecible, que sintió la mañana de su arribo a San Gregorio de Mayarí Abajo, al oriente de Cuba, allá por los mil ochocientos en un siglo que moría. Los olores naturales de la tierra, los sabores dulzones, el verdor de los palmares sacudidos por el viento… ¿no la hicieron alucinar de complacencia? Entonces… ¿qué suceso imprevisto hizo espantar a la dueña de la paradisíaca hacienda Marañón?

    Doña Reparada Joaquina memorizó su disfrute ante la imagen de la mansión señorial destacándose sobria, encantadora y blanca como novia, entre palmas, cocoteros, flamboyanes, un florido guayabal y los muchos marañones que le daban nombre a la hacienda y, de fondo, un cielo tan obstinadamente azul como una pintura al pastel con nubes que parecían racimos de algodones, detenidas para que ésta se deleitara con un paisaje nunca antes visto en parte alguna del mundo conocido por ella. Por lo tanto, si aquello era lo más cercano que se podía estar del cielo, ¿cuáles demonios, fantasmas o jigües, ablandaron su temple, cambiaron sus ideales, la hicieron desistir tempranamente?

    Reparada arribó a San Gregorio de Mayarí Abajo en 1894, antes de la guerra, continuadora de la iniciada por varios terratenientes en 1868, un forcejeo sangriento entre criollos y españoles, los unos, para desatar cuerdas; y los otros, para retener ligaduras. Vino para quedarse, dispuesta al trabajo arduo, a la renunciación de lo que dejó atrás. Con estos afanes aventurados gobernó la hacienda que le pareció, desde el primer día, un lugar de leyendas. Entonces, ¿fue la maldición familiar, en boca de todos, la que la llevó a desistir y querer regresar?

    Ella llegó deseosa de triunfos y con fuerzas suficientes para lograrlo, pero meses después del arribo se arrepentiría de tan desacertada determinación. ¿A causa de cuál revés, malandanza, desilusión; o fue por escapar a los excesos y penurias que acompañan a todas las guerras, sean justas o no?

    Huyendo de unos desalmados invasores de la mansión, se refugió en los guayabales de su propiedad, buscando proteger su vida; y allí permaneció tres días en compañía de su sirvienta preferida, hasta que salió al borde de la paranoia o de la misma muerte, y fue cuando tomó la decisión de escapar de aquellas tierras malditas que la hicieran sufrir tanto.

    Para asegurarse de que aún estaba con vida, agarró la mano de su fiel asistenta y la presionó, aunque con ternura. Fue entonces que al palpar los secos y bicolores dedos de la morena, tuvo la certeza de que no existía ninguna esperanza de retorno a la mansión. Mientras bajaban la suave pendiente del camino rumbo al río, advirtieron que un mulato robusto las seguía desde muy cerca; mas no hicieron caso, ya no tenían fuerzas para enfrentar una nueva desventura. Se iba perdiendo de vista la hacienda Marañón, construida una vez y reconstruida dos o, quizás era la hacienda la que se iba escurriendo entre la jucarera boscosa del camino. A doña Reparada Joaquina le pareció esto último, que no era ella quién huía de la hacienda Marañón, su arrogancia le cegaba aún en los momentos decisivos, sino que aquella mansión en donde viviera días espléndidos y aciagos, se escondía avergonzada, tributando un adiós de humo a los esfuerzos inútiles de su estirpe, la de los Anglada, los más intrépidos de toda la familia, venidos a un rincón de la Isla de Cuba, San Gregorio de Mayarí Abajo, a levantar aquella extensa propiedad que luego fuera desolada por las adversidades y recuperada de las ruinas por otro obstinado peninsular de su linaje y apellido.

    Sin embargo, la morena liberta que caminaba a su lado meneándose como una gansa, vieja sirvienta de corpulencia bestial y fuerza suficiente para empujar ella sola una carreta, y con un trasero para montarla al galope, no quiso voltear la cabeza pelona sobre su mole atezada y cincuentona, con sobrada energía aún para trajines mayores; pero de ojos cansados y hartos de soportar temores y malaventuranzas, desde que treinta y tantos años atrás, según sus cuentas, la subieron sobre un tercio de tabaco movedizo, a la edad temprana de catorce años, con sus ya enormes pechos al aire y aquel nalgatorio que la harían célebre, y en remate público la vendieron.

    La vieja morena no tenía motivos para huir con desenfreno como su antigua patrona, ni deseaba escapar como alguna vez pretendió en sus años de mocedad, la acompañaba para confesarle una verdad oculta que no le permitían alivio ni sosiego. Fue mientras caminaban cuando recordó sus comienzos como esclava en la grandiosa propiedad de los Anglada. De cuando se jactaba en llevar un nombre agraciado, Rafaela Asunción, que por más que trató de enseñarlo con satisfacción a nadie interesó pronunciarlo, pues inmediatamente la adornaron con otro igual de hermoso que aceptó gustosa: María Dolores de los Desamparados. Rafaela Asunción o María Dolores, llegaba desde otra región de la Isla a San Gregorio de Mayarí Abajo, apenas frisando la pubertad, aunque con una armazón voluptuosa de mujer. Desnudo su cuerpo juvenil, encaramado sobre el tercio de tabaco, no fue menester embadurnarlo con aceites para llamar la atención de los compradores. Su piel limpia y tersa tenía un brillo natural, y cada saliente o entrante hacía pensar en los lascivos venideros diez años, cuando llegara a su madurez plena de hembra. El atardecer casi legendario de un verano ardiente obró aquel milagro a la vista, cuando el negro lustroso con matices rojizos en su pellejo tierno hizo alucinar a los hombres rudos. Ninguno de aquellos pobres colonos reunidos allí, en una plaza improvisada e ilegal para la venta de esclavos africanos, en la costa de la Bahía de Nipe, más por costumbre que para sus diligencias, alcanzarían abonar lo que en verdad valía, ni siquiera en trueque justo con aguardiente de caña o tabaco en ramas.

    El señor don Domingo Anglada pagó por ella, por una morenita linda y apetecible que dejaba a todos atónitos. El señor Anglada, por entonces un acaudalado terrateniente, maduro, aventurero, era el afortunado dueño de la hacienda Marañón, en el cuartón de Chavaleta, quien en esos ajetreos de la compraventa se destacaba como un sagaz comerciante. Él sabía que aquellos colonos, algunos paisanos suyos, no podrían superar su oferta para ganarle en el remate. Lo supo desde siempre, pues en toda ocasión pagó de menos cuando todos pensaban que duplicaba el monto. Don Domingo adquirió a la morenita de cuerpo exuberante por doscientos pesos, mientras veintidós pares de ojos desorbitados de los otros frustrados compradores siguieron las imágenes de la esclava barata y la de su habilidoso adquisidor. Las miradas los persiguieron hasta que la chalupa, a punto de naufragar con la estiba de cajas, amo y esclava, desapareció río arriba, como quien va buscando las montañas del sur, hacia el valle encantador del poblado de San Gregorio de Mayarí Abajo.

    Mateo Teodosio

    Casi al anochecer llegó don Domingo al paso de Chavaleta, para desde allí subir a la hacienda Marañón, en el Altillo, con su valioso alijo: una morenita criolla barata, cajas con botellas de vino, pencas de bacalao, una sarta de pescado fresco, atadijos de mangle rojo, racimos de ostiones y cachivaches para la cocina. La pobre esclava dentellaba de frío, y los sudores bañaban su desnudez cuando la chalupa aproó en la orilla.

    Mateo Teodosio, vio cuando la embarcación se acercaba con la lentitud de un tronco que flota a merced del viento y la corriente. La espera prolongada lo desesperó tanto que apenas sintió el quejido de la quilla resbalando por el pedregal, se lanzó al bulto con su cuchillo de montería en la mano, dispuesto a herir la espalda de su patrón en cuanto la embarcación encallara en la ribera arenosa, pero quedó inmóvil cuando unos ojos febriles lo miraron desde la popa. No contaba Mateo Teodosio con la presencia de la esclava recién comprada. El cuchillo, que se había elevado ya lo suficiente para hundirse en la carne del desprevenido Domingo Anglada, se metió profundo en la madera de la borda por un desvío casi milagroso de la mano. Don Domingo se viró sorprendido y preguntó:

    –¿Qué pasa?

    –Déjeme ayudarlo –dijo Mateo.

    El caporal de la hacienda Marañón, tercero en orden de mando, como la sota de los naipes, y animal rastrero de sangre glacial, Mateo Teodosio, agarró con fuerza la roda y tiró de ella hasta que la chalupa se ladeó. Casi al instante cubrió el cuerpo de la esclava con una manta que traía dentro del quitrín señorial, oculta junto a una capa de montería. Apenas la notó temblar la arropó completa, pues no por adivino traía los cobertores, ni podía suponer que alguien llegaría padeciendo tales fiebres. Sabía de largos viajes por tierra y por mar para llegar al valle de Mayarí, además, de todas las mañas a la hora de comprar esclavos, tal y como sus dioses negros los enviaron al mundo, mostrando sus vergüenzas a los cuatro vientos. El paludismo aparecía de forma recurrente en la villa, tanto que de mirar a una persona, cualquiera sabría que sus sudores anunciaban las fiebres perniciosas más que cualquier otra cosa malsana, pues durante el día no se padecen las calenturas que reaparecen al asomo de la noche, como si fueran enviadas por el Dios de las sombras. Desconocían que una especie de mosquito, abundante en el arroyo Pontezuelo, era el causante de todo. Mateo Teodosio era como los pájaros negros de plumas lustrosas muy abundosos en la hacienda, los choncholíes; prudente, hábil y cauteloso. Fue taimado con el joven Santiago, cuando éste manifestó que lo acompañaría al embarcadero del río a recibir a su hermano mayor de aquel viaje a Tierras Graciadas, y de allá traer con premura y mil cuidados un cargamento de finos licores, mercerías y clavazones, contrabandeados por filibusteros decadentes del Caribe, en la Bahía de Nipe, mismos que no compraban en el comercio del pueblo, por su elevado costo, sino en el mercado clandestino.

    –El señorito Santiago no debe meterse al río con esas calenturas que anda padeciendo –dijo el taimado caporal.

    Efectivamente, el joven Santiago aún temblaba al recordar aquellas fiebres que sin justificación le crucificaban cada tres días, sobre todo al llegar la noche, y en los amaneceres le revivían el cuerpo maltrecho como un Cristo repetido. Por eso aceptó el consejo de su caporal sin notar las malas intenciones.

    Con una idea fija Mateo Teodosio esperó toda la tarde hasta entrada la noche donde comenzaba el camino real de Sagua, donde un puente de madera recia, servía lastimoso al paso de los carretones y la gente de todas partes, aunque nunca sirvió para nada en tiempos de temporales, cuando se hacía invadeable el río Mayarí con aquellas crecidas y que cada año obligaban a repararlo. Justo allí, en la curva donde tomaba fuerza remolcadora la corriente, arrancándole al barranco sus laderas arenosas mientras cantaba su letanía de aguas perpetuas, frente a pedregales infinitos, el capataz esperó paciente. Tenía planes, bien guisados en la caldera ardiente de su cabeza, de abandonar la hacienda en cuanto le fuera posible. Había acumulado los sueldos suficientes para comprar tierras en las montañas, fabricar una casa, y desempeñarse como criador de caballos, aunque esto le serviría nada más de careta a sus verdaderas intenciones, pues lo que en realidad pretendía era formar una partida de cuatreros para robar bestias, que para tal perniciosa acción era diestro y experimentado desde los remotos tiempos en que se vio solo sobre la tierra y no encontró otra determinación más venturosa y fácil que despojar a los cabalgadores de sus cabalgaduras. Para lograr sus ambiciosos y torcidos propósitos Mateo Teodosio había fraguado un plan hacedero y tenebroso, frío como su cuerpo de culebra: matar de una puñalada a su patrón Domingo Anglada apenas arribara al recodo velocísimo del paso de Chavaleta. La inquina contra el amo le había crecido en el ánimo meses atrás, en aquellos días en que decidido a casarse escogió su pareja entre la servidumbre de la mansión, una mulata morisca, bella y coqueta, que le correspondía a sus deseos. El caporal habló con don Domingo para comprar su libertad, pero éste, luego de maldecirle aquella elección, hizo los arreglos pertinentes para que la criada viajara con rumbo a Santiago de Cuba y Mateo nunca más supo de ella. El rencoroso caporal sufrió en silencio y odió sin límites ni encontrar alicientes. Desde ese entonces parecía un galeote que remaba rabioso sentado en la bancada. Iba cocinando al calor de sus fiebres de venganza un resentimiento dañino, con la paciencia del presidiario cuando espera que su atadura tenga una falla, su velador un descuido. Apretando sus ojos en las noches cerradas, en el mundo oscuro de la perversidad, dominio satánico de los homicidas, asesinó a su patrón muchas veces, de todas las formas posibles o inimaginables. Manta y capa serían la mortaja encubridora del delito. Lo enterraría lejos del lugar del crimen y alarmaría a todos con gritos descorazonadores con la noticia bien aprendida y ensayada de que don Domingo había caído en la corriente del río cuando se defendía del ataque del negro cimarrón José María.

    El plan era algo descabellado, pero creíble. Si lograba su propósito Mateo Teodosio pensaba recibir el agradecimiento del señorito Santiago quien de seguro le aprobaría su deseo de marchar a tierras montañosas, y talvez le diera un dinero extra por sus años de servicio. Una vez muerto don Domingo, después de enterrarlo y antes de dar voceos alarmantes, su ayudante, el malandrín canijo de Zubair, lo acuchillaría, sin que fueran profundas las heridas, para demostrar su participación en la defensa del amo y en contra de José María, quien había huido un mes antes, cuando fuera sorprendido por su propio amo robando mieles, y lejos de amilanarse o solicitar el perdón por la mala obra, embestir fue lo que hizo José María, empujó al amo y descalabró fuertemente al caporal y a su ayudante. El negro en su huida desesperada hacia el monte, con intenciones de apalencarse, hizo una señal de agravio que asombró a todos: pasó su mano abierta por el cuello como quien degüella un chivo. Nada podría ser más convincente, el esclavo gesticulaba una amenaza de muerte. Luego le sería fácil al capataz dar su testimonio.

    El negro José María era un esclavo de fortaleza incomparable, con la armazón del cuerpo imperfecta: largos brazos, cuello corto, piernas flacas, pies de gigante, como un trozo de mármol mal tallado; torpe y rezongón pero apacible y desmañado para cometer semejante atrocidad; y además, carecía de luces para percibir una intriga, oler una trampa, resguardarse de una imputación, solo era una víctima que había caído en la trampa del desleal caporal. Éste último, después de castigarlo a un ayuno de dos días, bien vigilado por su socio y ayudante el árabe-andaluz, Zubair, para impedir que lo alimentaran los demás esclavos, lo mandó a custodiar la miel acabada de almacenar y luego lo dejó solo, con un hambre de perros. Cuando el hambriento se dio cuenta de que estaba solo y sus tripas rugieron, le metió las manos al néctar que calmaría su desazón. El caporal mientras tanto daba avisos al amo de que un negro robaba las mieles. No fue más que cogerlo con las manos en la masa, o con la miel en la boca. Al instante de ser sorprendido el negro ya estaba borracho del hartazgo y sus entendederas aún más apocadas. Mateo Teodosio señalaba con su dedo acusador mientras don Domingo sentenciaba:

    –Conque robándome, negro –y se dirigía al caporal– Mateo, métale cincuenta latigazos, y luego, prepare el cepo, que este negro nunca más robará lo ajeno.

    Mucho más de lo que se diga de aquel momento es alargar el suceso innecesariamente. Baste con decir que asediado por el capataz y el terror al castigo del amo, el negro José María que antes fuera bueno, brincó como animal acosado y acometió con la furia impetuosa del ladrón sorprendido robando. El resto quedó narrado.

    El cuerpo de la morenita, que empapó enseguida la manta con la que fuera cubierta, mostró a los ojos de muerto de Mateo Teodosio, la carne lujuriosa, los salientes picudos y los entrantes misteriosos. Sin embargo, él, con sangre de ofidio, era incapaz de sentir el placer de cualquiera de los sentidos. Miró a la esclava y mientras le acomodaba la manta en su cabeza preguntó a don Domingo cómo se llamaba.

    –No sé –contestó con desinterés el terrateniente.

    Mateo Teodosio atrapó entre sus manazas el agua con olores de algas del orilleo y la vertió sobre la morenita temblorosa, y así dijo:

    –Te llamarás, María Dolores de los Desamparados –y terminó con un amén tan prosaico y una chapucera señal de la cruz que hasta hizo sonreír al árido terrateniente.

    Fue así como el mismísimo caporal, gélido al roce e indiferente a la figura de la diosa de ébano, le puso el largo nombre como de familia adinerada a la esclava, quien guardó el suyo de Rafaela Asunción, el que traía desde que gateaba por el batey, y aceptó el de María Dolores de los Desamparados. Nunca se supo por qué caprichosa razón Mateo Teodosio quiso nombrarla de esta manera, si por casualidad o si pensó en humillar a los de arriba. Don Domingo al oírlo por primera vez se limitó a levantar los hombros ligeramente, como hizo siempre cuando el cetrino caporal mentaba a todo objeto, persona o animal de su propiedad, y después de mirarla agregó la frase aprobatoria, dicha con desgana.

    –Le queda –dijo.

    María Dolores de los Desamparados, con ese bautismo generoso, vino de nuevo al mundo a los catorce años de haber nacido ornada con nombre bonito y abundante. Renació pues, bajo un calor infernal y sacudida por escalofríos, el 23 de agosto de 1859, mientras daban los toques finales al puente de hierro sobre el arroyo Pontezuelo, puente que permitiría el paso al cuartón de La Constancia o Braguetudo, a la evitación de que se perdieran las mercaderías que entraban o salían del pueblo por ese camino obligado en tiempos de temporales; cuya hechura fue propiciada por los vecinos en abonos voluntarios, recogidos en una lista inmensa de ciento noventa y cuatro donantes, donde aparecían los Anglada aportando ocho pesos oro y cincuenta centavos.

    María Dolores de los Desamparados

    La noche de su arribo, y en las siguientes, la morenita sudó copiosamente algunas libras de su cuerpo graso hasta remitir la enfermedad y permitirle masticar su primer bocado sólido. Al cabo de nueve horneadas noches de frazadas empapadas, al tiempo que le embutían los caldos de gallina, la manoseaba un esclavo experto en estas terapias con sobadas libidinosas, y mientras iban conjurando las calenturas con ensalmos brujeros, María Dolores de los Desamparados abrió sus ojos verdemar al mundo nuevo y enseñó sus dientes blancos y envidiablemente parejos, imposibles de repetir en una esclava. Fue la misma noche en que el amo don Domingo se apareció en el cuartucho de sus dos esclavas domésticas: Emancipada de Dios, negra mandinga, de piernas y brazos cortos en un cuerpo grasiento; y la vieja Pancha, que era la copia negra de un buda, y con el látigo de montar su yegua Malandrina, de tal manera nombrada igualmente por el capataz, destapó de un tirón el convaleciente cuerpo de la virgen morena y con el mismo impulso emitió la orden señorial del amo esclavista: «¡A trabajar holgazanas!», orden que se cumplió de inmediato, aunque no sabían las dos negras hacendosas y aduladoras dónde dormiría ni en qué puesto emplearían al día siguiente a la resucitada morenita.

    A la vieja Pancha se le dibujó en la cara desarrugada una sonrisa pícara de añeja sabiduría, cuando miró la expresión del amo al descubrir el cuerpo de la esclava nueva que parecía despabilarse de un hechizo. Sonrisa que supo disimular con la tos perruna de tantas décadas fumando puros, mal torcidos, de prieta capa y fuerte aroma. Pancha era una negra experta en amoríos, con un instinto natural de bruja y montón de lustros haciendo y deshaciendo matrimonios, armando líos y desenredando entuertos. Llevaba a cuestas, según sus cálculos mal o bien razonados, ciento veinte difíciles años de existencia, de ellos quince fueron en total libertad, allá en las sabanas abiertas del África negra, y ciento cinco en condición de esclava de once señores distintos, en tres países distantes. De ella decía el señorito Santiago: «Es tan vieja que las lenguas diversas que habla las aprendió en Babel». La vieja Pancha, sin embargo, mostraba una cara tan libre de arrugas que la desmentía cuando alguien pretendía hacer comparanzas, pero no había más que mirarle los dientes ralos y ambarinos, el pelo blanco retorcido, los ojos azafranados y abatidos, los dedos combados, y el caos de sus coyunturas como para creerle la historia en todas sus partes. Pero lo que más se destacaba en ella no era el pellejo estirado ni la ruina de sus dudosos y miserables ciento veinte años entre gozos y penurias, sino su memoria intacta de biblioteca, con los recuerdos nítidos de un libro.

    Pancha disimuló aquella noche lo que al pasar un mes justo ya era lavado y tendido a orillas del arroyo por las negras lavanderas o en el barracón de los rudos negros esclavos, todo dicho en la misma lengua turbia usada para adorar a sus dioses prohibidos, y por el miedo a saber demasiado lo susurraban, aunque los susurros cargaban tanta saliva maliciosa que abandonaron la hacienda, vadearon el río mayor, culebrearon la única calle del pueblo y se embutieron en los oídos suspicaces de remilgadas señoras: «Que la vivaracha morenita María Dolores de los Desamparados era la concubina del amo, y no tenía otra cosa que

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