Desde el primer momento en que desembarqué en Cuba, me advirtieron que asistir a una ceremonia de Santería–y mucho menos tener ocasión de fotografiarla–, no iba a ser tarea fácil. Pasaron casi dos semanas recorriendo la isla cuando, en mi primer mediodía en La Habana vieja, me dejé intencionadamente desorientar atravesando las desangeladas y ruinosas travesías que, desde el Malecón, terminan desembocando en el Barrio de San Lázaro.
Esquivando a las jineteras con sus proposiciones para turistas ávidos en desembuchar su cartera a cambio de unas cuantas zalamerías, trabé contacto con Charlie, singular personaje que no disimulaba su alma de pícaro, como todos los que presumen de tener una ascendencia española. Y es que, no era momento para desconfiar: si quería introducirme en el hermético mundo de la Santería debía contactar con alguien que se moviera con facilidad en ambientes marginales y, en ese sentido, Charlie podía facilitarme el mejor pasaporte. Ahora solo quedaba negociar el precio…
Compartiendo unos improvisados daiquiris de ron blanco, le conté a Charlie que venía de España, que era reportero de la revista MÁS ALLÁ, que me quedaban unos seis días en Cuba, que era mi intención hacer un reportaje sobre la Santería, así como algunos detalles de mi vida personal… los suficientes para romper el hielo y generar un clima de cierta confianza. A cambio de unas zapatillas nuevas, y alguna más que generosa propina regateada a su demanda, Charlie se comprometió a conducirme