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Nuevos autógrafos cubanos
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Libro electrónico661 páginas7 horas

Nuevos autógrafos cubanos

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Esta nueva edición incluye además de los textos ya conocidos del autor, otros de su más reciente cosecha no recogidos hasta ahora.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 oct 2020
ISBN9789593140553
Nuevos autógrafos cubanos
Autor

Miguel Barnet Lanza

Miguel Barnet Lanza: La Habana, 1940). Narrador, poeta y antropólogo. Ha publicado, entre otros: Biografía de un cimarrón, Canción de Rachel, Gallego, La vida real, Oficio de ángel, novelas-testimonio; La piedra fina y el pavorreal, La sagrada Familia, Carta de noche, Viendo mi vida pasar, Con pies de gato, Actas del final, ltinerario inconcluso, Salvado del círculo de Fuego, Reloj de arena, Una botella al mar, poemarios; Autógrafos cubanos, La Fuente viva, Cultos afrocubanos, crónica, ensayo y monografía, y Akeké y la jutía, fábulas cubanas. Su obra ha recibido varios galardones, como el Premio Nacional de Literatura, 1994, Premio Internacional Trieste-Poesía, 2005, Premio Juan Rulfo de cuento, 2006, Premio Internacional Camaiore, 2006, el Premio José Donoso, de la Universidad de Talca, Chile, 2008, por la obra de la vida, Premio de Poesía de la Academia Eminescu, Rumanía, 2011, el Título Honoris Causa de la Universidad de Craiova de Rumanía, el Premio Cavalieri de la República ltaliana, 2011, el Título Honoris Causa de la Universidad de La Sapienza en Roma, Italia, 2013, el Honoris Causa de la Universidad de Mérida, Yucatán, en 2015, y el Honoris Causa de la Universidad Central de Las Villas, en 2016.

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    Nuevos autógrafos cubanos - Miguel Barnet Lanza

    Edición: Bertha Hernández López

    Corrección: Jacqueline Carbó Abreu

    Diseño de cubierta: Joyce Hidalgo Gato Barreiro

    Realización: Yuliett Marín Vidiaux

    Conversión a E-book: Rafael Lago Sarichev

    © Miguel Barnet, 2019

    © Sobre la presente edición:

    Ediciones Cubanas, Artex, 2019

    ISBN 978-959-314-055-3

    Sin la autorización de la editorial Ediciones

    Cubanas queda prohibido todo tipo de

    reproducción o distribución de contenido.

    Ediciones Cubanas

    5ta. Ave., no. 9210, esquina a 94, Miramar, Playa

    e-mail: editorialec@edicuba.artex.cu

    Telef (53) 7207-5492, 7204-3585, 7204-4132

    Sobre la obra

    Esta nueva edición incluye ademas de los textos ya conocidos del autor, otros de su más reciente cosecha no recogidos hasta ahora.

    Cada uno de los nombres de esta suerte de pase de lista ha hecho una contribución importante a la cultura cubana.

    Esa contribución se ha convertido para los futuros creadores en una señal y en un reto. La contagiosa pasión que emana de ella no debe dejar inmune a ningún lector de estas páginas. Al menos, a eso aspiro. La vocación y el trabajo han sido las piedras de toque de estos hombres y mujeres de la cultura. Sirvan, pues, de modelo con su radiante y no menos misteriosa incandescencia a la obra futura. En el fondo, esta es la verdadera razón por la cual me he decidido a reunir estos, mis autógrafos cubanos.

    Miguel Barnet

    Indice

    ¿Por qué? / 4

    Tradiciones / 6

    La cultura: una energía creativa / 7

    La segunda africanía / 10

    La ruta del esclavo / 21

    En el país de los orishas / 25

    Al pueblo lo que es del pueblo / 39

    La rumba es inteligente / 44

    La hora de Yemayá / 47

    Una fiesta más del espíritu / 52

    Un personaje anónimo de nuestro folklore / 56

    Pregón del carnaval de La Habana / 65

    Carnaval de La Habana: pasado, presente y futuro / 67

    Bibliografía / 78

    Donde la música encontró su casa / 81

    Catauro / 87

    Los independientes de color / 89

    Identidad e insularidad / 92

    La Habana es algo más / 96

    Inauguración del parque de los artistas / 100

    Encuentros / 104

    Yo, Heredia, errante y proscripto / 105

    El cementerio de Père Lachase / 114

    Una visita inesperada / 118

    Premio nacional de literatura / 124

    IV Encuentro de Estudios Sociorreligiosos / 126

    Huella y defensa de la identidad / 131

    Libertad, igualdad y fraternidad / 144

    Nada supera al arte / 146

    Premio iberoamericano de letras josé donoso / 148

    Congreso Latinoamericano de Escritores / 151

    Hans Werner Henze en La Habana del 69 / 153

    Haití, duele / 157

    Letras de Olimpo cubano / 160

    Don Fernando Ortiz / 161

    Renée Méndez Capote / 184

    Carolina Poncet: el folklore como ciencia / 192

    Dulce María Loynaz / 198

    Bebido, no escriturado / 202

    Nicolás Guillén: la sabiduría del taita / 207

    Alejo / 210

    Calvert Casey / 213

    Roberto Fernández Retamar / 216

    Inevitabilidad de Pablo / 219

    Carilda Oliver Labra / 221

    Severo Sarduy / 225

    La poesía de Nancy Morejón / 228

    Las almas del pueblo negro / 231

    María del Carmen Barcia / 234

    Una bocanada al bello habano / 243

    Eusebio Leal / 246

    Los orishas en Cuba / 249

    Fiebre de invierno, de Marilyn Bobes / 252

    Un homenaje merecido / 255

    Luis Carbonell: cúspide de la narración oral en el continente / 258

    Memoria de mundos varios: crónica de nuestro tiempo / 260

    El hermano menor / 263

    La poesía: carne y hueso de las ideas / 267

    Abel Prieto: una piedra blanca de claros espejismos / 272

    A los ochenta años de Rogelio Martínez Furé / 275

    Calixta Guiteras: un puente cultural entre México y Cuba / 277

    Adelaida de Juan / 280

    José Martí y Fernando Ortiz: un humanismo compartido / 283

    Galería personal / 385

    En los 40 años de Lucía / 286

    La música / 287

    Cecilia Arizti: la Avellaneda de la música / 287

    Claves por Rita Montaner / 296

    Zoila Gálvez: una voz cubana que encantó al mundo / 320

    Ester Borja: la dueña de la tarde / 323

    Bola de Nieve: su universal cubanía / 332

    Barbarito / 338

    Merceditas Valdés: la pequeña aché / 340

    Rosita Fornés en sus 95 años / 344

    Pablo Milanés: una música puente / 346

    Silvio Rodríguez / 354

    El arte de Víctor Rodríguez / 355

    Celina: una semilla de cubanía / 357

    La danza / 360

    Una deuda con Alicia Alonso / 360

    Nieves Fresneda: canto y danza de la tierra / 364

    Cuatro joyas / 367

    Josefina Méndez / 369

    Viengsay Valdés: metáfora de la divinidad / 371

    Carlos Acosta: estética de la totalidad y la metamorfosis / 373

    La plástica / 375

    René Portocarrero: la isla es sueño / 375

    Martínez Pedro: ojos y desnudos del mar / 381

    Uver Solís: una canción de cuna para vestir a un pueblo / 384

    Viendo brillar los ojos de Benito / 387

    La pintura de Manuel Mendive / 390

    Roberto Fabelo: el mundo es ansí / 394

    Las ciudades encantadas de Fúster / 398

    Ever Fonseca: el dominio de la raíz / 401

    Zaida del Río / 406

    La pintura de Flora Fong / 411

    Nelson Domínguez / 413

    Cuando la mitología es parte del corazón / 415

    Juan Roberto Diago: el camino de pólvora / 417

    Gilberto Frómeta: cabalgando en su tiovivo de colores / 420

    Arturo Montoto: realidad poetizada / 422

    El universo metafórico de Pepe Rafart / 425

    Choco: alquimista moderno / 427

    Ruperto Jay Matamoros: explosiva creatividad / 429

    Kcho: navegante por excelencia / 431

    Paisajes de Pinar del Río / 433

    José Villa: una aventura de la transfiguración / 435

    Lara: una revelación / 437

    Sobre el autor / 439

    ¿Por qué?

    Desde la infancia vamos construyendo nuestros mitos. Como sustancias invisibles se nos impregnan en la piel. Sirven de estímulo y de brújula en el recorrido, a veces largo, de la vida. Contribuyen a crear ese andamiaje cultural aliado al gusto y a una visión particular del mundo, forjador de criterios, dogmas y en ocasiones caprichos.

    En un todo global, integran pedazos de nuestra personali­dad. Sin su presencia seríamos como seres sin rostro, deambulando en un vacío de desamparo.

    Aunque nacemos en un sitio geográfico concreto, no dejamos de pertenecer al planeta. Sin embargo, como el catador, separamos las esencias de acuerdo a un sabor único sellado por la calidad y el añejamiento. Ese es el sabor que queda para siempre en nuestros labios y sabe a verdad.

    Impone, además, nuestra catadura y nos provee de una tabla de medir, o mejor de una lámpara de Aladino. Los escritores, con razón, se adueñan de la suya propia en cuanto atisban su camino de Damasco.

    Todo escritor posee un Olimpo. En él reinan igual los dio­ses coronados, de hechura sedente e hierática, y los más po­pulares, ya estén hechos de yeso o de palo.

    En el mío aparecen indiscriminadamente aquellos que for­man parte del mundo local de lo íntimo, quiero decir de la Isla, junto a quienes con vuelo planetario han dejado de pertenecernos del todo.

    Sobre ellos he escrito algunas páginas en el transcurso de mis indagaciones cubanas. Porque como las hojas de un gran árbol han cubierto un espacio necesario en nuestra memoria. Y son el humus que alimenta con su savia la tierra de la creación. Escritores, músicos, pintores, reciben aquí una humilde gota de tinta de mi pluma y el tam tam de mis tambores secretos.

    No están, desde luego, todos los autógrafos que con afán adolescentario yo hubiera querido recoger. Mi cuaderno de bitácora incluye otros nombres. Pero sí aparecen los más cercanos a mi sensibilidad, los que han despertado en mis fueros de poeta e investigador una inspiración mayor.

    Es quizás una galería pequeña, pero crecerá en tanto sirva de detonador para que otras voces y otras imágenes aparez­can sugeridas. A fin de cuentas el lector posee también su propio Olimpo y es tributario de una galería personal, seguramente superior a la mía. La complicidad que se establezca entre ambos justifica este libro.

    Cada uno de los nombres de esta suerte de pase de lista ha hecho una contribución importante a la cultura cubana.

    Esa contribución se ha convertido para los futuros creadores en una señal y en un reto. La contagiosa pasión que emana de ella no debe dejar inmune a ningún lector de estas páginas. Al menos, a eso aspiro. La vocación y el trabajo han sido las piedras de toque de estos hombres y mujeres de la cultura. Sirvan, pues, de modelo con su radian­te y no menos misteriosa incandescencia a la obra futura. En el fondo, esta es la verdadera razón por la cual me he decidido a reunir estos, mis autógrafos cubanos.

    Tradiciones

    La cultura: una energía creativa

    La cultura es la más rica construcción del espíritu y la mente del hombre. Lejos ya del homo-ludens, somos, al menos, esa ilusión nos hacemos, el homo-sapiens-sapiens. Y ya que estamos hablando de globalización, aunque no hemos cambiado lo suficiente, no somos ya el chimpancé ni la cucaracha que vivían del instinto natural y no del pensamiento. Creo que estos congresos, y eso espero, sirvan para mejorar nuestra condición humana. La Cultura vista antropológicamente es un fenómeno integral que produce bienes espirituales y materiales. Como afirmó el polígrafo cubano Fernando Ortiz, no es un lujo, ni un ornamento sino una necesidad, una energía creativa. La Cultura otorga seguridad, equilibrio y garantiza la salvaguarda de la memoria histórica. Y en su visión más proteica y sólida, es un valor permanente que una vez asimilado y aprehendido constituye una fuerza indestructible ante cualquier amenaza. Es forja de la identidad que una vez asimilada es inamovible.

    La economía, en dependencia de circunstancias históricas, está en permanente cambio y fluctúa según la brújula de los poderes hegemónicos y mediáticos. La asunción de la Cultura es la más poderosa herramienta que poseemos para afrontar la pujanza colonialista que mixtifica los valores prístinos del ser humano.

    La Cultura es la más alta expresión de la economía y la política. Se habla ahora más que nunca de diversidad cultural, multiculturalismo, plurilingüismo, y de la necesidad de entender al otro. ¿Son estas simples abstracciones teóricas o estamos pensando en serio y no con un criterio simplista, maniqueo o demagógico? Creo que por primera vez estamos volviendo a la introspección, al análisis y a la exploración psíquica que propugnaba la generación beat de los años 50, a una búsqueda real de los más caros valores espirituales, a un cambio de perspectivas; que nos desalinee y nos devuelva la fe en nosotros mismos y en nuestras potencialidades individuales. Este debe ser el siglo de la Cultura o sencillamente no será. Creo que por vez primera, en muchos años, el llamado mundo civilizado de occidente se ha pegado el gran susto, y el sacudión tendrá que valer de algo. ¿Qué vamos a hacer para salvarnos, para mejorar nuestra condición humana, para vivir en paz y armonía con nuestros congéneres? ¿Tendremos que volver a beber de las fuentes originales, a ordeñar la vaca quizás? ¿Solo con una visión cultural basada en parámetros justos podremos llegar al final de la meta?

    Mientras tanto, como el perro y el gato, enfundados en guantes de seda nos sacaremos los ojos, nos seguiremos devorando en silencio con consideraciones falsas y prepotentes, con actitudes soberbias que solo conducen a la obtusidad, con prejuicios enraizados y ceguera mental. Defensa de la Cultura del otro, asimilación y no tolerancia, que es una mala palabra que debe abolirse de los diccionarios. Unidad que lleve a la diversidad y no a la anarquía, al autoritarismo y a la tiranía como expresó Pascal. Enarbolar una superioridad tecnológica, económica o política es tan grave como enarbolar valores medievales enmascarados en una espiritualidad fundamentalista y oscurantista. El nudo gordiano de la filosofía occidental radica en no haberse planteado la comprensión profunda del otro. Solo la antropología es capaz de iluminarnos en este sentido. Que el multiculturalismo sea fuente de riqueza y no pasto de un racionalismo estéril. Multiculturalismo que establezca una interacción cultural y no un freno para la capacidad creativa del ser humano. Multiculturalismo que conciba la identidad como un proceso progresivo y no como un fenómeno estático. Multiculturalismo en fin, como un yelmo frente a la ofensiva uniformizante de la globalización.

    Se trata de crear un humanismo real que no se convierta en abstracción teórica, sino en mecanismo puesto en práctica en todos los órdenes de la sociedad, tanto en los derechos políticos como en los sociales y económicos. Un humanismo durable y para todos. Un humanismo repito, integrador, que honre esa expresión poética de meridiana transparencia que dejó para la historia José Martí cuando afirmó: Patria es humanidad. La antropología social es hoy tan útil al ser humano como la medicina, porque cura o aspira a curar las llamadas diferencias y los prejuicios. Y curar un prejuicio es más difícil que curar una enfermedad maligna. En una ocasión Einstein llegó a decir que era más fácil descomponer un átomo que curar un prejuicio. ¿Qué ocurrirá cuando los pueblos africanos y asiáticos emprendan la batalla científica por estudiar a fondo las contradicciones de Occidente? ¿No nos mirarán con extrañeza? ¿No pensarán muchos pueblos llamados primitivos que somos una masa lunática, egocéntrica y aberrada, inmersa en una neurosis incurable? ¿Qué ha hecho Occidente para dese­najenarse de la obsesión del dinero? La última palabra la dictará el tiempo. Pero para que el tiempo se haga realidad, habrá que contar con la profunda razón del otro sin paternalismo que enturbie la mirada, sin prejuicios absurdos que nos retraigan a la Edad de Piedra, sino con un análisis que haga realidad aquella reflexión filosófica de la que sabios como William Shakespeare o Jorge Luis Borges se apropiaron y que seguramente data de cuando el hombre se miró fijamente hacia dentro por primera vez y se dijo: yo soy el otro.

    Estamos aquí hablando de globalización y economía y la economía es una antigua forma de la Cultura. Por lo tanto, debe considerar al otro. Debe prevalecer en este planeta convulso una economía del intercambio y de la solidaridad que pueda crear un balance justo, aunque no sea equitativo. Debe basarse en principios y no en intereses espúreos y mezquinos, debe condenar toda forma de incultura y de barbarie. El emperador de Córcega que le arrebató al Papa la corona de las manos para colocársela él, afirmó en una ocasión que la guerra se ganaba con dinero, dinero y más dinero. Se equivocó el soberbio emperador, como se equivocan los emperadores contemporáneos porque Waterloo se perdió no por falta de dinero sino por falta de principios, de valores identitarios, como se perdió Viet Nam y como se perderá indefectiblemente Afganistán. Pongamos el dinero a globalizar los eternos valores del espíritu, los valores de la dignidad y la fraternidad que son los valores de la cultura. Que no se inviertan más presupuestos millonarios en guerras de rapiña, en pruebas nucleares subterráneas y submarinas, que están provocando la destrucción del planeta con sismos terribles y fenómenos metereológicos desconocidos. Salvemos a la humanidad del ocio estéril, de la banalidad, de la violencia, del abuso sexual, de la discriminación racial y religiosa. Despertemos a la Cultura que es la única patria de todos y lo único que sirve para alimentar la vida y el pan nuestro de cada día. Cerremos filas por el equilibrio del mundo. No defraudemos las expectativas de las generaciones que nos siguen. Somos responsables del más humano y justo sentido de la vida. No perdamos el tiempo. El futuro es ya el presente.

    LA SEGUNDA AFRICANÍA

    La espesa fronda etnográfica cubana tiene un acucioso y persistente escudriñador. Las raíces de nuestra cultura, los trillos, las veredas más anchas, conocen las manos gruesas y pacientes de su más apasionado explorador. Los estudiosos de la música cubana, de la etnografía, del folklore, de la historia y sus procesos de transculturación; los seguidores de este maestro marchan sobre sus huellas; sobre las profundas huellas que en el campo de las ciencias sociales trazó Don Fernando Ortiz.

    Su aporte al estudio de la música cubana, en particular, no es el de un especialista riguroso. Por tanto no puede ser un aporte definitivo, sino el primer aporte serio, de observación inteligente y conclusión atrevida. Sin embargo, las peculiaridades descubiertas por él significan tanto para los futuros estudios musicológicos de Cuba como el hallazgo de virtudes curativas en ciertos hongos de cultivo para la medicina terapéutica. En Cuba no existieron —son pocos los que en este momento trabajan en ese terreno— especialistas en esa disciplina tan novedosa que es la musicología. Esta podría ser una excusa muy a mano para Ortiz. Pero él no la utilizó a su favor. Marcó un hito y abrió una brecha con instrumentos nuevos, aunque de poco alcance.

    La dificultad para Ortiz tuvo dos cauces igualmente inextricables. De una parte la escasez de informaciones sobre temas que rara vez se fijan y trasmiten por la escritura, como son los folklóricos. De otra parte la carencia de los medios adecuados para el sondeo técnico.

    Para emprender este trabajo inicial Ortiz enfocó el tema con una visión integral. El estudio de la música afrocubana, como hecho social que es al fin y al cabo, exigió esa consideración detenida, rechazando simplismos y esquemas prejuiciosos. Ortiz se opuso a esa tendencia muy generalizada a la cual eran proclives sobre todo los presuntos musicólogos de su época y que concebía la historia de la música popular de Cuba «como una relación biográfica de músicos y un catálogo cronológico de sus composiciones, sin referencia a los muy complejos factores humanos que la hicieron germinar, crecer, dar frutos diversos según los tiempos, las sustancias que alimentaron sus raíces y las brisas o ráfagas que movieron su follaje».

    Y no es solo con sus textos que Ortiz hace despertar este interés por el estudio sistematizado de las músicas populares. En 1936 sonaban en público en un acto cultural los tambores batá; se escuchaban los cantos rituales y se bailaban danzas de un «wemilere». Argeliers León se ha referido a esta presentación en los siguientes términos:

    Por primera vez en la historia de la cultura cubana, la música sagrada de los lucumís salía de sus recintos y se llevaba a un espectáculo, ilustrando una conferencia. Se rompía una barrera de prejuicios raciales en nuestra cultura, y una música que había venido dejando sus huellas en el complejo musical cubano, se hacía presente. A partir de ese momento la música de los grupos filoyorubianos requería que se la tomara en consideración por los próximos investigadores del folklore.

    Era la época en que Sánchez de Fuentes, gran músico cubano, pero intérprete chato y parcial, desataba un terrorismo sin treguas enarbolando el mito de las supervivencias indias en la música de Cuba, en silogismos pedestres.

    Fernando Ortiz asume una posición crítica frente a este criollo de champola de guanábana y guayabera impoluta que puso su popularidad como compositor de habaneras y canciones «al servicio del error». En disidencia con esta conducta de Sánchez de Fuentes y apoyado en las más precisas anotaciones, Don Fernando escribe este libro con espíritu polémico, reconociéndose de entrada vencedor en la batalla más favorable que libró en su vida. Donde no tuvo un apoyo unánime pero sí una razón aplastante. Su libro más conceptual. Su caballo de batalla, La africanía de la música folklórica de Cuba, que ahora edita la Universidad de Las Villas. Cuatrocientas noventa páginas de documentación sobradamente extensa si tomamos en cuenta las limitaciones que tuvo que afrontar el autor en campo tan inexplorado como es el de la música afrocubana, donde los estudios hasta el momento de iniciar su trabajo Ortiz estaban en la fase más embrionaria.

    La importancia de este libro no se reduce al ámbito de la musicología. Su alcance es mayor por cuanto sitúa valores de nuestra cultura en su justo lugar, aclara el concepto de nacionalidad cubana y derriba los altos muros de prejuicios y nimiedades erigidos por la ignorancia de unos cuantos intelectualillos de la república incipiente. La lista de productos típicos de Cuba es vasta; pero los de más demanda son indudablemente la música y la danza. Importados, exportados, reimportados, pasados por el filtro de la sensibilidad criolla, los factores y elementos que constituyeron nuestra genuina musicalidad, provienen de antecedentes muy disímiles: el africano y el hispánico. Y aquí está la clave de la cuestión. El punto álgido. Uno de los factores, el africano, naturalmente, fue negado de plano.

    Nuestra música paseó, deleitó, influyó con pujanza en otras músicas; volvió siempre, va y vuelve como música folklórica que es al fin, se deformó mixtificándose, o mejor dicho, la deformaron los ambiciosos propulsores del mercantilismo, pero no perdió las raíces en su tierra de origen. Ortiz se ocupó de estudiar estas raíces. Negándose a admitir productos híbridos. Negándose a aceptar gato por liebre. Su propósito fue el de iniciar el estudio histórico y etnográfico de la música folklórica de Cuba, en cuanto a sus manantiales negros, o sea, «de la música afrocubana, sobre todo de su historia social».

    Con el superobjetivo, lógicamente, de echar abajo la tesis manca de que la música cubana está integrada por factores indígenas e hispánicos y que lo africano llega como complemento, pero no concurre como factor determinante.

    En su afán erudito, Ortiz hace incursiones un poco innecesarias en fuentes bibliográficas e históricas. Esto puede agotar al lector, desviarlo quizás, pero es una técnica vieja en el autor y si Jesucristo nació con barbas, pues déjenle las barbas. No vamos a reproducir la argumentación contrapuntística que llevó a cabo Ortiz frente a la sarta de errores contenidos no solo en Sánchez de Fuentes, sino en autores como Roberto Mateizán.

    Analizaremos algunos capítulos principales, entresacando aquellas referencias donde se citan los elementos o caracteres de la música africana que han influido sustancialmente en nuestra manera de sonar. Empezaremos aludiendo al primer capítulo. Ya aquí podemos introducirnos en la médula del libro. El autor, como es su costumbre, anticipa el tema de su ensayo. Luego de citas insospechadas, referencias al Diablo, a Alá, exégesis falsas que planteó la Biblia, nos lleva como de la mano, por las corrientes que han podido confluir en la música de Cuba. Las cuatro corrientes étnicas que «grosso modo pueden denominarse india, europea, africana y asiática».

    Todas estas culturas han tenido influencias obvias en la formación de la música de Cuba, excepto las llamadas indias. Aclara Ortiz:

    la cultura sínica ha tenido en Cuba una importancia musical tan cierta como muy escasa y casi inadvertida. Las influencias de las otras culturas genéricamente señaladas como blancas o negras, han sido importantísimas, intensas, permanentes y muy variadas.

    Y el estudio de ellas y especialmente de la corriente afrocubana ha servido para investigar toda la etnografía, la historia social de Cuba y la posición en ella de los negros y los blancos. Ortiz abunda en este tópico:

    La formación y la trayectoria histórica del pueblo cubano están expresados en su música, pudiera decirse que la vida de Cuba ha vibrado siempre en sus guayos y tambores, se ha movido siempre en sus danzas y se ha traducido en sus canciones.

    Como escribió Lola María: «¡Cuba mi tierra adorada con su eterno enigma siempre interpretado por la musa del baile!» Al estudiar la música afrocubana Ortiz ha recurrido a las fuentes religiosas. Es bien sabido que nuestro folklore posee un poderoso trasfondo religioso. Y la música de los ritos de los distintos grupos religiosos de origen africano que sobreviven en Cuba, tanto la lucumí o yorubá, la carabalí, la conga o la arará, ha aportado el mayor cúmulo de elementos para nuestra expresión musical nacional. Estos elementos no han sido analizados por separado, tomando en cuenta sus orígenes y características. El estudio sistemático de ellos se hace apremiante. En La africanía… se esbozan rasgos de estas músicas pero aceptados genéricamente, sin poder precisar a qué lengua o pueblo atribuirlos. En el caso de los yorubá el examen es más detallado, porque es esta la cultura que más legó a Cuba en materia de música. Pero nunca sería suficiente ocuparse únicamente de los yorubá. Los grupos que convergen en nuestra cultura son tan variados y con músicas tan distintas y ricas que excluirlos es dar una imagen muy parcial, parcialísima, de la música folklórica de Cuba. La música arará, por ejemplo, reviste una importancia muy grande por la forma en que se produce; batiendo palmas, dándose golpes en el pecho, haciendo ruidos onomatopéyicos, etc... Es una música con ciertas similitudes yorubá aunque de ritmo más acelerado, que la distingue perfectamente en los rituales de santería, donde se canta para invocar algunas divinidades arará que tienen su equiparación en el panteón de los santeros, el más popular y extendido de la Isla.

    La música carabalí, de los grupos abakuá o ñáñigos, la conga de los paleros, la iyesá y otras de grupos que no son ya de raigambre religiosa sino profana como las sociedades de la Tumba Francesa y las carabalí —Carabalí Olugo y Carabalí Izuama— de Santiago de Cuba, así como la música terriblemente telúrica de los haitianos que luego de emigrar a Cuba como contratados para trabajar en las plantaciones azucareras, constituyeron familias y organizaciones sociales como el Bande Rara, especie de fiesta colectiva circense celebrada en Semana Santa, no ha sido estudiada aún. Y el estudio que esta música demanda no ha de ser solo histórico o sociológico sino estrictamente musicológico, de modo que sea posible precisar cuáles son los elementos de cada una de estas instituciones que han influido más en el complejo repertorio de géneros con que cuenta nuestra música popular.

    En ocasión del apogeo del mozambique, ese producto que para algunos resulta novedoso y para otros añejo, escuchamos versiones como la siguiente de folkloristas con un aguzado oído musical: «El mozambique surge de la música iyesá, sino prestemos atención al golpe del tambor mayor». Otros se inclinan a la tesis de que el mozambique, ese producto novedoso, repito, pero pasajero, provenía naturalmente de la música de los grupos de conga santiaguera, de la manera de sonar del Cocuyé o de Los Hoyos. Estas no son más que conjeturas sin una fundamentación que permita su veracidad. De existir trabajos que desmenuzaran estas músicas, las tesis seguramente tendrían una probabilidad de certidumbre mayor.

    Me parece oportuno señalar algunas observaciones que creo necesarias para el enfrentamiento futuro con temas de la música popular de Cuba. Prevenir sobre todo acerca de la peligrosidad de numerosas opiniones que circulan en torno al origen y desarrollo de nuestra música. Opiniones que pueden contribuir a mal informar al público nacional y extranjero y que se concretan a los siguientes puntos principales: Tomar como música auténtica de Cuba una música híbrida y comercial surgida en circunstancias especiales. Música que ha recorrido el mundo, adulterándose fácilmente. Este hecho encuentra un adversario inflexible en Ortiz, quien solo analiza en su obra la música de una genuina carta de nacionalidad cubana.

    Evitar digresiones perjudiciales por cuanto abruman al lector y no aportan elementos concretos para el estudio de la música. Digresiones como la de estimular que la guaracha surge de la ópera italiana, pues ya, ha habido presuntos músicos que han lanzado esta descabellada hipótesis.

    Subestimar el aporte africano, limitando su importancia al elemento rítmico. Considerar que el punto guajiro es aburrido, monótono y que carece de riqueza melódica. Asegurar que el campesino no crea música, sino que repite fórmulas tradicionales, cuando con solo interrogar por breves horas a uno o dos ejecutantes de punto, podríamos descubrir que ellos mismos han creado más de una tonada.

    Y como estos, otros puntos que sería redundar demasiado si los enumeramos, ya que el propio Ortiz se ocupó de aclararlos en su Africanía… Esta es una de las grandes virtudes del libro. Pero, ¿y sus defectos?, preguntará el lector. No creo que nosotros podamos señalarlos todos. Como no creo tampoco que podamos medir el alcance y la importancia de esta obra monumental. Especialistas futuros habrán de ocuparse de esta tarea. Ellos dispondrán de los útiles necesarios para medir la obra con precisión. Sin embargo, el libro adolece de un defecto demasiado ostensible.

    El autor omitió el estudio de los niveles donde se produce esta música. No señaló estratos sociales, zonas o ubicaciones geográficas donde tal o cual género o tal o más cual música sonaran. Así pues el libro se debilita notablemente. Prestándose esta laguna a las apetencias de futuros investigadores que seguramente la cubrirán. Tampoco se preocupó Ortiz (aunque esto es pedirle peras al olmo; sabemos que trabajó solo, que no tuvo el apoyo oficial y que incluso tuvo violentos detractores, pero hay que hacer esta observación para soltar el aire), insistimos, tampoco se preocupó Ortiz de elaborar tablas demográficas donde aparecieran codificados los resultados de pesquisas sobre la procedencia, los oficios y las edades de los sectores practicantes de las distintas modalidades musicales. Algún día habrá que realizar este trabajo a la luz del enfoque sociológico. Entonces veremos, será como únicamente podamos ver, que el factor económico ocupa un lugar determinante en la creación de la música popular de Cuba. Mientras tanto, y mientras él —solo podremos remitirnos a esta obra de Ortiz—, que junto con algún que otro trabajo de Argeliers León, Odilio Urfé o María Teresa Linares, constituye el punto de partida confiable y único.

    La africanía…, entrando ya en una apreciación más subjetiva, es una obra abrasadora. El lector no puede sustraerse al encanto que producen sus páginas. Es, casi pudiéramos decir, una obra taumatúrgica. Yo creo que lleva a la pasión. Ante todo por el uso tan adecuado de los ejemplos. Porque la erudición de Ortiz es utilitaria. Sus conocimientos están en constante mutación, se equilibran, se interrelacionan, para cumplir su verdadera función dinámica. Quizás algunas referencias parezcan nimias o incoherentes. Así quedaron al autor y si decidió publicarlas fue porque creyó que en ellas el lector podría hallar cosas hasta hoy poco observadas o totalmente inadvertidas. Sin dudas es un prodigio del autor esta habilidad en el empleo de citas y referencias. Para los que desaprueban el uso de estas citas, Ortiz se adelantó reparando:

    Ciertos aspectos de este estudio para alumnos estarán algo sobretrabajados, como se dice ahora, y con páginas demasiado rellenas de datos y opiniones ajenas. De esta manera el lector podrá hallar en nuestra monografía mejores sustancias y sabores que los de nuestra casera elaboración, como pasta de guayaba hecha con azúcar sin refinar pero mechada con finas jaleas. El principal propósito que nos guía es el de proporcionar a nuestros compatriotas, los cubanos, y en general a los lectores hispanoparlantes, la traducción y síntesis de ideas contemporáneas fundamentales para el conocimiento histórico y social de nuestra música, las cuales rara vez son traducidas y puestas al alcance de estos pueblos, tan necesitados como están de reafirmar la confianza en sí mismos, en sus genuinos valores y en sus positivas capacidades, y de ir perdiendo esos que hoy suelen con razón denominarse «complejos coloniales», que con frecuencia menguan sus energías colectivas.

    No se podrá perder de vista jamás la imprescindible función didáctica que han cumplido las obras de Ortiz. Y tratándose de La africanía...mucho menos. En ella el autor es más historiador, más sociólogo que etnógrafo, más conceptual que expositor de datos. Es el maestro que con su férula despierta al alumno distraído. Es el combativo teórico. El que no se complace con saber, sino hasta que los otros sepan lo que él, el que quiere hacerse comprender por la mayoría contaminada de ignorancia. Por eso este libro es, repito, su gran caballo de batalla.

    Ya el capítulo tres es toda una disquisición. Las alusiones a la música africana y a las teorías tocantes al origen del canto revelan la preocupación de Don Fernando por dilucidar nuestra música. Su inmersión en el campo de la poesía, del valor mágico de la palabra en locuciones religiosas, conjuros, invocaciones, lo lleva a las antiguas liturgias sacromágicas de Egipto y Grecia, de los Vedas, como punto de contacto con las de los cultos afrocubanos. Resulta admirable el conocimiento que demuestra Ortiz del lenguaje oral, de sus secretos, de sus fórmulas y de su presencia en la música como complemento necesario para expresar una emoción. Gracias a esta profundización en el mundo de la palabra, llegamos a comprender su verdadero papel en los cantos afrocubanos. No se trata entonces de una decoración para la mayor solemnidad de una ceremonia; el lenguaje adquiere con la música expresiones enfáticas y emotivas.

    Cuba ofrece un caudal de buenos ejemplos de este fenómeno donde la poesía se completa en su valor tónico y emotivo con la música.

    Tomemos los suyeres que son en rigor, invocaciones de los babalaos cantadas en voz baja sin coro ni acólito y dirigidos a una deidad durante un proceso adivinatorio. Aquí cada palabra tiene su valor mágico independiente del literal. La palabra va sufriendo alteraciones según se quiera expresar una alegría o una tristeza, un «camino bueno o un camino malo». Con los ejemplos que pone Ortiz baste para quedarnos satisfechos. Aunque con solo acudir a un ritual lucumí o congo podemos notar estas características de la música afrocubana directamente. El uso de la jitanjáfora, o sea el predominio del valor fónico sobre el semántico, es también un rasgo definidor de la música afrocubana. Y esta ha influido en la poesía escrita de nuestro país notablemente. Alfonso Reyes se encargó de describirla en su «Alcance de las jitanjáforas», Revista de Avance, 1930. Poetas como Guillén y Ballagas la supieron reconocer, asimilándola.

    El ululato, o el «humming», como dicen los angloparlantes, lo podemos notar igualmente en la música de los arará y de los yorubá. Aunque entre los arará parece prevalecer. Nos viene a la mente el canto:

    Eya timbo, ya tambo

    maito no mó

    humm... humm...

    maito no mí, etc.

    Los congos en sus increpaciones a la prenda o receptáculo mágico, o en sus rezos, lo utilizan también. Arrodillados o formando círculos entonan largas plegarias cantadas en frases cortas que más bien parecen salmodias por el tono y la solemnidad que les imprimen. Expresiones como: ¡Hum…! ¡Ay! ¡Eh!, son corrientes en estos cantos.

    El influjo africano se manifestó en el lenguaje castellano, salpicando su vocabulario criollo regional con numerosos afronegrismos y con variedad de fonemas, giros y modalidades prosódicas y sintácticas, pero sobre todo penetró en la música.

    En el cuarto capítulo resaltan el ritmo y la melodía como factores integrantes de la música desde sus fases más embrionarias. Aquí, con espíritu análogo al de los capítulos anteriores, Ortiz arremete contra las infundadas teorías de algunos para quienes, como Sánchez de Fuentes, la música negra de Cuba solo tenía ritmo y más que música solo era ruido. La música negra de Cuba, según él, «en su aspecto melódico proviene de la blanca». «La música afrocubana —escribió—tiene el ritmo que trajo de África a la Isla en la colonización y la melodía que se formó en Cuba consecuentemente con nuestro ambiente». A lo que Ortiz agrega:

    No hay duda que la música afrocubana ha recibido la mayor parte de su riqueza melódica de la música blanca; pero nadie puede demostrar que los negros abandonaron en Cuba sus melodías ancestrales, pues éstas aún resuenan cada día en este país para fervorizar a los devotos de los dioses africanos y muchas de sus cadencias integran hoy la triunfante música bailable popular.

    Don Fernando no deja de reconocer como elemento predominante de la música africana, el rítmico. Sin considerarlo, desde luego, privativo de aquella. Sabemos que la música de la India posee una gran riqueza rítmica. Asimismo la música china, la polinesia, la propia española. Lo único que los negros por su carácter social, por su emotividad y por su genio intrínseco, han hecho del ritmo una categoría suprema en su vida cotidiana. Ritman para bailar, para cantar, para cazar, para rezar, para comer, para fiestar, etc. Gorer refirió en su libro interpretativo de ciertas características manifestaciones de la estética africana:

    Para el negro cada ritmo tiene un llamamiento emocional que nosotros, con nuestros embotados oídos, no podemos percibir; como no podemos apreciar los efectos violentos que Platón reclamara para los métodos lidios y dóricos.

    En Cuba, a mediados del siglo pasado, el oído atento de una de nuestras costumbristas más sensibles, la Condesa de Merlín, captó el significado que para los negros que construían las vías del ferrocarril, tenía el canto ritmado entonado por ellos mientras colocaban los polines en la vía. Algunos de estos cantos de polineros han llegado a nuestros días, adulterados, naturalmente. En los ritos congos sobreviven estos chants de travail donde el ritmo ocupa un lugar prominente.

    Pero para ningún pueblo, ni siquiera para el africano, el ritmo es suficiente para expresar sus emociones. Eugène Talbot ha dicho que el hombre es un «animal cantor», nacido para el ritmo, la cadencia y la música. La evidente preminencia de los valores rítmicos en la música negra no significa la carencia de los valores melódicos. Y en este sustancioso capítulo Ortiz se encarga de exponer magistralmente la diversidad melódica de los cantos africanos, sus delicadezas, sus motivos, su encanto. También hace notar la variedad de las melodías afrocubanas, con escasos ejemplos que cualquier curioso podría ampliar con solo atender un poco más desprejuiciadamente que como se ha hecho hasta ahora, la música de los distintos ritos que perviven en la Isla.

    Cantos como Lube Lube o Erisi Balande, reproducidos en las páginas 313 y 316, de los crípticos rituales de la secta briyumba de los congos (Ortiz escribe biyumba, lo que nosotros conocemos como briyumba), han maravillado a musicólogos extranjeros, a visitantes profanos que nos han acompañado a estas ceremonias, precisamente por su calidad melódica. Porque son cantos o rezos más bien, a capella, donde lo único que se escucha además de las voces de un coro antifonal, es el repiqueteo de un tambor para iniciar el rezo. Estas melodías han sido llevadas al teatro por el Conjunto Folklórico Nacional, alcanzando un éxito extraordinario. Melodías lucumí o yorubá; los cantos de Elegguá, de Oyá, los rezos para Oddua y en fin todo el vasto repertorio de esta música africana transculturada en Cuba, música ya de Cuba, es de una «melodicidad» asombrosa, melodías breves como apuntara Delafosse refiriéndose a los indígenas del África francesa, pero llenas de encanto y significación. Una de las citas que Ortiz selecciona con más acierto es la de Friedenthal, quien aún reprochando a los negros la brevedad de sus melodías dice de estas:

    Ningún europeo puede despreocuparse de la impresión que estas melodías causan al acompañarse de los ritmos. Ellas penetran en la sensibilidad del que las escucha, irresistible y poderosamente casi hasta los límites rayanos en la angustia.

    Tomando en cuenta tales opiniones y observando la incalculable calidad melódica de la música afrocubana, Ortiz desarrolla un extenso capítulo de corroboración y muestreo rechazando la tesis inconsulta que negaba a la música popular cubana su aporte de melodía africana.

    Muchos autores y otros defensores vehementes, de pacotilla, han escrito que la melodía de la música cubana es española y que el ritmo es africano. No se han detenido a pensar cuán falso es este argumento. Cierto es que nuestra música está influida por algunas músicas europeas. La ópera italiana dejó una estela de matices en el cancionero lírico de Cuba, la norteamericana posteriormente ha ejercido una influencia análoga en la canción más reciente (léase feeling). Pero han sido los compositores cultos los que han adoptado estos estilos. La música folklórica y la popular de ambientes rurales o suburbanos está impregnada de otras sustancias más arraigadas a nuestra tierra, de la música española y sobre todo de la africana. Y si hacemos un poco de historia veremos que este último factor es poderoso y determinante por razones tan convincentes como que por más de un siglo la música en Cuba, la música popular, estuvo a cargo de los negros que eran quienes se ocupaban de mantener las orquestas y los conjuntos musicales, ya que era oficio degradante el de músico en los años pasados. Podemos decir que la antorcha de la música popular de Cuba la portaron y todavía, aunque hoy más compartida por razones históricas y sociales, la portan los negros, creadores de la danza, el danzón, el son, la rumba...

    El caso del cinquillo, por ejemplo, uno de los aportes que nuestra música trae al mundo, una de las modalidades que la define con más precisión, según Carpentier, lo importaron los negros haitianos, aunque Ortiz lo propone presente en los tambores batá de la santería. El cinquillo es una célula rítmica presente en las contradanzas cubanas que se traduce, como registró Argeliers León, en: corchea-semicorchea-corchea-semicorchea-corchea-corchea. Células africanas que proliferaron en Cuba, como el tresillo y otras que todavía despiertan interés para los músicos modernos. De lo que resulta inconcebible que en Cuba no haya una música sinfónica desarrollada a través de estas vías. Que después de los sondeos de Caturla y de sus logros, y de los de ese gran músico malogrado que fue Amadeo Roldán, no haya una tendencia o un movimiento nutrido de creadores que partan de los valores de la música afrocubana. La música popular sí ha tenido y tiene alta resonancia en el mundo entero. Ejemplos como el de Pérez Prado son aleccionadores y suficientes.

    Pero los embriones de nuestra música sinfónica están todavía en proceso de laboratorio.

    Cabe señalar, sin embargo, la iniciativa de algunos músicos extranjeros que han trabajado con los temas y ritmos de origen africano de Cuba. Ortiz curiosamente menciona a Edgar Varèse, «quien emplea en su sinfonía Ionization los instrumentos percusivos cubanos conocidos por claves, güiros, maracas y bongó».

    A nosotros se nos ocurre Gershwin, Copland, que compuso un danzón, y algunas figuras del siglo pasado como el alemán Gottschalk, romántico hasta el paroxismo, que en su sinfonía cubana utilizó 40 pianos y los tambores de la Tumba Francesa.

    No esperemos a que vengan los músicos extranjeros a remover el agua del pozo afrocubano. Extraigámosla nosotros que conocemos mejor sus propiedades. Sigamos el ejemplo de Fernando Ortiz. La huella honda que marcó su obra en las ciencias sociales de Cuba. Donde, con tinta indeleble, está escrito el portentoso título de su obra más importante, su caballo de batalla: La africanía de la música folklórica de Cuba.

    La obra que desacredita ese viejo refrán de que nadie es profeta en su tierra.

    Tomado de: Unión, no. 2, 1964.

    LA RUTA DEL ESCLAVO

    Cuando el antropólogo e historiador cubano Fernando Ortiz afirmó que Cuba sin el negro no sería Cuba, estaba reconociendo el tesoro de las culturas africanas que contribuyeron a otorgarle un rostro definitivo a nuestra nación. Esa afirmación era producto del resultado de toda una vida dedicada, por el científico cubano, a estudiar una presencia esencial en nuestra cultura que había sido relegada y escamoteada por la historiografía tradicional. Como Cuba, muchos otros países del área del Caribe y latinoamericana se nutrieron de estos aportes de África y en algunos de ellos como los llamados caribeños o antillanos ha sido el signo africano el que ha marcado sus expresiones culturales y artísticas con un sello indeleble y singular. Incuestionable para el mundo es el extraordinario valor que ha tenido el legado de África para las naciones americanas y caribeñas. Fue el libertador Simón Bolívar quien con una visión adelantada y certera definió a nuestro continente en su totalidad como afrolatinoamericano.

    Esta aseveración se ha ido fortaleciendo con pruebas incuestionables que han derribado muros de prejuicios sólidamente erigidos por calenturientas posiciones acientíficas. La obra escrita de cientos de historiadores, antropólogos y sociólogos ha puesto al alcance del público lector y del mundo académico argumentos más que convincentes para reafirmar esta aseveración. Pero no es suficiente, la historia de África en América y el legado del continente africano en la formación de la identidad de nuestro continente tenía que trascender al mundo académico y al lector especializado. Tenía que llegar a un público mayor, el de las universidades, los centros de educación primaria y secundaria y al lector común, ese que adquiere los libros de las librerías y los quioscos de venta y no solo al que estimulado por una orientación científica acude a las bibliotecas o a Internet.

    El programa La Ruta del Esclavo convocado por la UNESCO en 1995, orienta a ese público en este sentido y se creó con el fin de conocer y valorar la significación y vigencia del aporte de África al hemisferio occidental, así como, de analizar a fondo la génesis de la trata esclavista y sobre todo medir la contribución del legado africano en la vida contemporánea, su efecto en la siquis social y el papel que juega en la conformación de una idiosincrasia que nos sirve de espejo cóncavo para una mirada más profunda y objetiva a nuestro ser y a nuestra identidad.

    Tomar conciencia plena de lo que significó el gigantesco holocausto de la trata esclavista moderna para los pueblos subsaharianos, yo diría que el más terrible que haya conocido la humanidad, es también tener presente la profunda huella estampada por hombres y mujeres que atados por gruesas cadenas llegaron a nuestras costas para nunca más regresar a sus tierras, a sus familias y a sus culturas.

    Nuestros pueblos, forjados a la luz de los movimientos independentistas en el siglo xix, marchaban paralelos a la lucha contra la esclavitud. Esta paradoja constituyó el signo más visible y dramático de nuestra historia. Y marcó nuestro devenir.

    La contribución del africano y sus descendientes al desarrollo económico y social de América Latina y el Caribe fue decisiva. La mano de obra negra no solo levantó grandes fortalezas, castillos y monumentos sino que creó un mundo de expresiones culturales único en el continente, que se pudo conservar por el inexplicable recurso de una oralidad que resistió el olvido, gracias a una memoria colectiva que puede calificarse como uno de los más valiosos patrimonios de la humanidad.

    Las culturas africanas, portadoras de una rica diversidad, influyeron decisivamente en la espiritualidad de la mayor parte de los actuales países de este continente. En la conformación de esa espiritualidad han desempeñado un papel fundamental las religiones populares de evidente estirpe africana que fueron capaces de resistir y sobrevivir en contextos hostiles e intolerantes.

    Ninguna campaña prejuiciosa, ningún obstáculo, pudo evitar que los elementos africanos transculturaran en nuestros países y conformaran un cosmos de valores del cual hoy somos depositarios. La vanguardia intelectual encabezada por figuras como Raymundo Nina Rodrigues en Brasil, Gonzalo Aguirre Beltrán y Luz María Martínez Montiel en México, Miguel Acosta Saignes en Venezuela, Melville J. Herkoritz en Estados Unidos, Nina de Friedemann en Colombia, Fernando Ortiz y Lydia Cabrera en Cuba y muchos otros eminentes estudiosos del Caribe como Juan Bosch, Hugo Tolentino y Carlos Esteban Deive en República Dominicana, Erick Williams en Trinidad y Tobago y C. L. R. James en Jamaica o Laënnec Hurbon en Haití, han abierto brechas inmensas en el estudio y la indagación de esta presencia, sembrando la semilla del reconocimiento y la revalorización de una herencia cultural que nos enorgullece y que es portadora de una energía social que ha generado no solo un patrimonio extraordinario en el terreno de las artes y el pensamiento, sino una cultura de la resistencia que es hoy un estandarte de los pueblos del continente.

    Estas referencias necesarias han sido la simiente que ha nutrido a las nuevas generaciones y, sin lugar a dudas, la base para la creación de todo un programa de acción frente al olvido y los prejuicios raciales.

    El establecimiento de una Red regional de instituciones de investigación sobre religiones afroamericanas, no es hoy solo una necesidad científica, organizativa y de comunicación, sino que nos permite garantizar la continuidad histórica de una fuerte tradición en las ciencias sociales y las humanidades de Latinoamérica y el Caribe, ya que hemos tenido nuestros pioneros, nuestros clásicos en estos estudios, pero en la época actual, debido a la aceleración revolucionaria de las comunicaciones y las nuevas tecnologías, necesitamos ponernos al día y avanzar juntos regionalmente.

    Como dijera Pierre Lévy —desde su filosofía del ciberespacio—:

    Las nuevas tecnologías intelectuales, desde el correo electrónico y la comunicación interactiva hasta Internet y las memorias dinámicas, ofrecen una amplia posibilidad de incrementar nuestro potencial de inteligencia colectiva, desarrollando un equilibrado aporte entre los saberes personales y la creación cooperativa.

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