Orisha
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Orisha - Carlos Rubio Albet
Copyright © 2007 by Carlos Rubio Albet.
Dibujo de la portada por Yolanda Fundora
Título Yemayá
(1991)
Esmalte sobre masonite
16 x 20
www.yolandafundora.com
All rights reserved. No part of this book may be reproduced or transmitted in any form or by any means, electronic or mechanical, including photocopying, recording, or by any information storage and retrieval system, without permission in writing from the copyright owner.
This is a work of fiction. Names, characters, places and incidents either are the product of the author’s imagination or are used fictitiously, and any resemblance to any actual persons, living or dead, events, or locales is entirely coincidental.
Xlibris Corporation
1-888-795-4274
www.Xlibris.com
39250
Contents
I
Profanación
Salto Atrás
Ajiaco Genético
Fiebre Tropical
Guerra De Potencias
II
La Capital
Bachata Barroca
Pon Tu Pensamiento En Mí
Míster Ioso
Open For Business
Endnotes
OBRAS DE CARLOS RUBIO ALBET
Caleidoscopio
Saga
(Finalista, Letras de Oro 1993)
Quadrivium
(II Premio Internacional de Novela Nuevo León 1989)
The Neophyte
Orpheus´ Blues
Bullwhip
Dead Time/Tiempo muerto
(Foreword’s Magazine Book of the Year Award 2003)
Secret Memories/ Recuerdos secretos
Orisha
Para obtener más información visite al autor en www.carlosrubioalbet.com
A Luis. Primero mi hermano,
ahora mi ángel de la guarda.
—I—
Profanación
Los rudos botines de combate, al hacer contacto con el empedrado colonial de la calle, mancillaron la fina capa de rocío que lo cubría y ahuyentaron las ratas insaciables que lo populaban. Simultáneamente engendraron un sonido abrupto que antaño hubiera sido interpretado como el de los recios cascos de un brioso alazán al tirar de una calesa perteneciente a una familia adinerada, portadora de señoritas casaderas —de regreso de una fiesta trasnochada— ostentando trajes de finos brocados, sedas imperiales y borceguíes de la más fina factura.
Al unísono y en silencio, como si obedecieran una misma voluntad, el grupo se detuvo súbitamente frente a un edificio gris cuyas puertas remedaban enormes postigos coronados por una mano de bronce.
Un letrero rojo: CONSULTAS A TODAS HORAS.
Se miraron de soslayo y asintieron levemente, corroborando así que habían arribado a la dirección apropiada.
De repente y en concierto, con una saña concentrada y unánime, violaron los pestillos a fuerza de patadas y penetraron en un zaguán obscuro y húmedo. A su paso, entre risotadas contenidas y con las culatas de los fusiles, derribaron las velitas votivas que, en receptáculos de vidrio rojo, fijaban a las paredes diminutos flameros de hierro colado y dispersaban su escueta luz en el recinto.
Con las punteras reforzadas de los botines fácilmente fragmentaron los tiestos de barro que albergaban una floración tropical a lo largo del zaguán.
Desembocaron abruptamente, escudados ahora en la penumbra, en un salón central donde se precisaban en las esquinas macetas con flores frescas, altares con velas al pie, calabazas y granos de maíz que tachonaban, como pepitas de oro en la ribera de un río californiano, un paño de pana negra esparcido alrededor del altar.
Sobre una mesita central: frutas, flores, pájaros disecados.
En una esquina del salón, ahora silentes, tres tambores batá.
Del patio lejano les llegó, mezclado con el de la humedad de la tierra, un olor persistente a albahaca y jazmines.
Se encontraban en el consultorio de Ignacio Benítez —mejor conocido en la ciudad como Agua Dulce— descendiente de yorubas, desenredador de enigmas, despejador de conjuros malignos y temprano discípulo de Clavelito.
Los sátrapas, de momento atónitos ante el inesperado contenido de la consulta del babalao —solamente creían en el materialismo dialéctico— hicieron una pausa en su violenta intrusión.
El cabecilla, al cerciorarse de que la tagarnina maloliente que mordisqueaba se le había apagado, aprovechó la pausa para acercarse al altar y hundir desvergonzadamente la punta del repulsivo habano en la llama temblante de una de las velitas votivas que lo circundaban.
Aspiró profundamente, con un brío desaforado que provocó un inesperado manojo de chispas —polillas ígneas— que iluminaron el rostro de la efigie altarada, rociaron uno de los tapetes ceremoniales y dejaron a su efímero paso ínfimas perforaciones chamuscadas.
Los subalternos se miraron entre sí y sonrieron.
Enmarcado en el umbral de una puerta trasera, con un quinqué en la mano, apareció de repente la figura de un mulato descamisado, chabacán, soñoliento y de bragueta semiabierta.
Sobre el pecho, bajo la luz temblante del quinqué, relucía una medalla de oro de la Caridad del Cobre.
Calzaba chancletas de palo.
Era Agua Dulce.
Se abalanzó, colérico y con intenciones justicieras, en dirección del esbirro que todavía sonreía junto al altarito, exhalando el humo vueltabajero y disfrutando de la holgada profanación. Recias manos anónimas, desde ambos lados del umbral, surgieron de la obscuridad y le trincaron los brazos sin dificultad, inmovilizándolo instantáneamente.
El quinqué se vino al suelo, trizándose en mil fragmentos hialinos que se disiparon en la obscuridad. La mecha todavía ardiente, como la lengüeta de un reptil moribundo, esparció su veneno en los riachuelos de parafina que ahora formaban diminutos meandros ardientes sobre las baldosas. El cabecilla —cara virulenta, gestos dormidos y eufórico con el poder del mando— prontamente los extinguió con una jícara ceremonial de agua de coco que se encontraba al pie del altar.
—¡No se alarme, compañero! —adelantó con un tonillo mordaz—; ¡No se alarme que aquí no pasa nada! Sólo queremos que nos acompañe a la jefatura para que conteste unas preguntas y esclarezca un asunto que investigamos. Dentro de un rato lo traemos de vuelta.
Agua Dulce, indignado, intentó de nuevo llegar al intruso que profanaba el recinto, pero los sátrapas arreciaron sin esfuerzo visible la presión que ejercían sobre sus brazos, inmovilizándolo aún más.
Con ademanes lentos, que subrayó con la punta flamígera del tabaco, el jefe le acercó más de lo necesario la boca al pabellón auricular, a sabiendas de que Agua Dulce se encontraba indefenso.
—Está usted en manos de la Revolución, compañero —susurró socarrón mientras exhalaba el humo directamente sobre el rostro del babalao —en una hora lo traemos de regreso.
Con una leve señal de la cabeza, que los edecanes interpretaron correctamente, ordenó que retiraran al detenido. Sin aspavientos y a pescozones, a pesar del forcejeo por liberarse, lo arrastraron entre risotadas por el zaguán en penumbras.
El sonido de las chancletas de palo, al alcanzar la calle, retumbó sobre el empedrado como un taconeo febril, desquiciado.
Silencio súbito.
Un auto negro aguardaba.
Antes de abandonar el consultorio, y para no perder del todo la noche, el jefe se apoderó de una botella de ron y una caja de tabacos —ofrendas destinadas a los orishas— que descansaban plácidamente sobre una mesilla lateral.
* * *
La coordinadora general del Comité de Defensa, impaciente y biliosa, consultó el reloj de pulsera y miró una vez más por la ventana que se abría a la avenida desierta.
No venía nadie.
Bajo una foto gigantesca del Máximo Líder que coronaba la bandera roja y negra del Movimiento 26 de Julio y sentada a un escritorio cuya superficie poblaban pliegos por firmar, órdenes de detención e informes inconclusos de chivatos de barrio, había pasado la noche en vela. Sorbió, con un mohín de desagrado, el fondito ya frío y amplio en sedimentos de una tacita de café —colado en una media mugrienta por uno de sus subalternos al comenzar la noche— que se encontraba a su alcance.
Un ofensivo hálito, directamente atribuible a la escasez de productos higiénicos en la Isla, a grajo rancio, sudor reseco y ropas que se habían enemistado con el agua y el jabón, le emanaba de todo el cuerpo.
Se reclinó reciamente, haciendo crujir los muelles, en la silla giratoria. Descansó los botines de combate, contribuyendo al caos burocrático con los rayones indelebles de los ofensivos tacones, sobre la superficie del escritorio.
Cerró los ojos.
Aguardaba.
Durante las últimas cuarenta y ocho horas su posición egregia en los escabrosos escalafones del partido había sufrido unos inesperados, y tal vez irreparables, reveses. Ahora, cercana al caos ideológico y al borde de los inevitables trabajos voluntarios
en los cortes de caña que siempre acarreaban las severas sesiones de autocrítica, se veía precisada a extraer, sin importar el medio, cualquier detalle e información que le pudiera ser útil para explicar a los dirigentes su reciente fallo. ¿Cómo era posible, se preguntó, que una mera bolerista decadente la hubiera puesto en tal apuro? Mentalmente repasó detalladamente los hechos: la inesperada llegada de la cantante al ámbito del Tropicana y su triunfo inmediato. Más tarde salió a relucir en la investigación —hilvanando los escuetos rumores imperantes en el club— que controlaba al gerente —piel lechosa, huesos cristalizados por la falta de sol— con clandestinas sesiones humillantes que llevaba a cabo con una fusta y un collar canino en antiguos tumbaderos de la capital con decadente decorado rococó.
Ya en absoluto control del emporio, eliminó el show principal, donde se transmitían las más importantes consignas a través de la música y la danza.
Los fondos de cartón piedra, tan populares antaño entre los miembros de la milicia —enseñaban a los rebeldes barbudos en paisajes agrestes de la Sierra Maestra y el Pico Turquino— fueron substituidos de inmediato por otros más bellos, pero completamente carentes de mensaje revolucionario.
Después de la medianoche, recién salida del bar y sin importarle un bledo las normas establecidas, interpretaba sus propias decadentes creaciones hedonistas envuelta en la luz azul de un spot.
Siempre listos para una sesión más frenética, como células cancerosas, sus seguidores se multiplicaban, acudían a la pista y, después de la actuación, le obsequiaban tragos en el bar y cenas tardías rociadas con vinos franceses, conseguidos a través de una embajada, e iluminadas por velas mortecinas.
Se daba la gran vida.
Culminó su decadencia una noche de frenética energía, durante una ejecución en que había violado todos los límites culturales impuestos por el Partido. Concluyó un bolero escabroso y de letra subversiva —después de gemir, gritar y hacerse jirones el vestido de lentejuelas— con un zapato en la cabeza y una teta en la mano.
El errático séquito, cada noche más nutrido y vociferante, le ofreció una ovación que duró más de diez minutos.
Se creyó invencible.
Fue a raíz de ese incidente que su promoción a coordinadora de vigilancia de toda la ciudad se había materializado.
Sin perder tiempo, se presentó en el Tropicana. A la hora del show, deslizándose por pasillos mal iluminados, se introdujo en el camerino de la estrella. Para lenificar la espera, encendió un habano y abrió una botella de cerveza. Sobre la nutrida mesa de maquillaje, para estar más cómoda, colocó los botines de combate entre potes de cremas suavizantes mientras consumía el lúpulo.
El espejo, enmarcado en pálidos bombillos, devolvió a regañadientes la grotesca imagen: una machanga desfachatada, de incipiente sombra obscura sobre el labio superior y cejas que, rebasando el momentáneo obstáculo, se saludaban por encima del puente de la nariz.
Desde la pista le llegó, tamizado por los cortinajes, el sonindo de las últimas frases de un bolero pegajoso —ininteligibles desde el resguardo del camerino— seguido después por la ovación distante, creciente e implacable como un tsunami sonoro.
Se abrió la puerta.
En el umbral, sudorosa y jadeante después de la agotadora faena en la pista (un psicodrama musical, dirían muchos), apareció Adhela —era éste el nombre que usaba en las pancartas del club— con un trago en la mano.
—Tu racha aquí en el Tropicana —entonó con fruición la machorra, al mismo tiempo que se ponía de pie— ha concluido. Preséntate mañana mismo, a medianoche, en el salón principal, donde darás cuenta de tus actividades contrarrevolucionarias, en un acto público de autocrítica, en presencia de los más altos funcionarios del Partido.
Hizo una pausa, para permitir que sus palabras penetraran en el cerebro de la bolerista, y que el resto le doliera más. De un habano que había encendido, envió una voluta azulosa a la cara de la cantante.
—Después del acto, ya humillada y sin derechos, irás directamente a los cortes de caña en la provincia de Oriente. Más lejos no podemos enviarte.
Aquí dejó escapar una carcajada de triunfo. Adela, anonadada ante su derrumbe súbito del mundo de la farándula, sólo atinó a apretarse la cabeza con las manos y dejar escapar un ¡Ay, Dios mío!
Una taquicardia se apoderaba de ella.
Sobre un diván floreado, lentamente, se desplomó. Lo último que oyó, antes de perder el sentido, fue el eco carcajeante que se alejaba por los pasillos obscuros.¹
* * *
Un chillido de pneumáticos maltratados, el chasquido seco de una puerta metálica al cerrarse y un vozarrón inconfundible de cortador de caña alertaron a la burda directora que sus secuaces habían regresado.
Verticalizó ruidosamente, con un violento zapatazo que esparció el caótico contenido de legajos sobre el piso y estremeció la superficie del escritorio, la silla giratoria. Salió rauda a la antesala, ansiosa de ver al sospechoso que traían los milicianos para ser interrogado.
Precisó desde el umbral, flanqueado por dos bruscos jóvenes uniformados, a un mulato bajo, de camisa entreabierta y medalla esplendente sobre el pecho.
Calzaba chancletas de palo.
Entre gratuitos empujones y contenidas risotadas —se mofaban, encubiertos por el manto de una ideología foránea, de las creencias ancestrales del prisionero— lo condujeron al escueto salón de interrogatorios.
Ya lo aguardaba, escarranchada a la inversa en un taburete de piel de chivo, la severa directora. Anticipando la extensión e intensidad de la sesión venidera, encendió con fruición una de las brevas que se hacía torcer en una casa pinareña.
Sobre una ruda banqueta, carente de respaldar o acolchado cojincillo, sentaron al detenido. Los soldados permanecieron, silenciosos y en atención, a su lado.
De un abultado folio, atado con una cintilla roja y ostentando la palabra Confidencial sobre su superficie, la directora sacó una foto. Sin preámbulos, y exhalando el humo de la breva, la colocó sobre la mesa del salón de interrogatorios.
—¿La conoce? —espetó mientras que propinaba, con el índice crispado de furia, como un garfio carnicero, unos golpecitos amenazantes sobre la imagen. Era una mujer atractiva, sonriente y con un micrófono en la mano.
—Todo el mundo la conoce, —dijo el babalao sin siquiera molestarse en examinar la foto. —Es una bolerista popular.
La Directora, impaciente, cerró el puño. No era eso lo que ella había querido decir. Claro que todo el mundo en la ciudad conocía a la decadente artista. Sus actuaciones en persona y televisadas nunca dejaban de electrizar al público.
—¿La conoce usted personalmente? Es lo que quiero decir. Esta investigación no tiene nada que ver con usted; —recalcó la machorra mientras de nuevo aspiraba el humo con fruición— la buscamos y no hemos podido dar con su paradero.
Agua Dulce, astuto y mañoso, captó de inmediato las intenciones de la inquisidora. Adela era una fugitiva; si la localizaban, iría a parar a los cortes de caña. Pensó, sin quererlo, en los matones que habían violado su santuario.
—No puedo estar seguro, —aseveró después de una pausa, durante la cual fingió examinar detalladamente la foto que había tomado de la mesa— tal vez la haya conocido durante una de sus actuaciones en los jardines de la cervecería Polar.
Para ganar tiempo, a sabiendas de que malgastaba la duración del interrogatorio y conducía a la directora por un sendero infructuoso, prosiguió con ambiguas derivaciones verbales, que insinuaban veladas respuestas o datos concretos sobre la bolerista, pero que a la postre se desvanecían en suaves negativas y cabeceos que reiteraban su respuesta inicial de que para él Adela era, a todas luces, una desconocida.
El leve temblor en las comisuras de la Directora, después de atravesar el laberinto perifrástico repleto de respuestas sin substancia y comentarios evasivos del renuente babalao, delataron su furia contenida.
Se irguió súbitamente, hierática y biliosa.
—¡Mentiroso! —espetó bruscamente mientras dejaba caer el puño sobre la mesa. —Bien documentado está el hecho —de nuevo, con el índice de garfio, trataba de perforar el folio oficial que descansaba sobre la mesa— que desde que ella llegó del interior del país usted ha sido su consejero. Esa patraña que pretende urdir no es digna ni de tarados mentales. ¡Se acabaron los paños calientes! —eruptó al mismo tiempo que propinaba, con la puntera fangosa del botín, un colérico puntapié que produjo un abollado sobre el cesto de papeles y esparció su contenido sobre el piso ajedrezado.
Las cenizas del tabaco, bajo el severo temblor sísmico de la recia mandíbula, se vinieron al suelo. Las cejas, raudas, al contraer grotescamente las facciones, se convirtieron en una súbita e hirsuta talanquera sobre los ojos fulgurantes de rabia.
Oprimió, empotrado en la pared, un botón rojo que alertaba a sus subalternos en la cámara contigua. Era ésta la cruel señal, convenida de antemano, que el detenido rehusaba cooperar y necesitaba un persuasivo tratamiento, en los más recónditos calabozos, a manos de aquella caterva que ahora se encontraba uniformada y libre de llevar a cabo sus siniestros impulsos con absoluta impunidad.
Desgastaban las horas de espera en la antesala con juegos de naipes o con la desfachatada consumición de un lúpulo tibio y maloliente, que se hacían traer de un establecimiento cercano. Otras veces, cuando alcanzaban ese punto inestable que precede a la embriaguez, con sonrisas de anticipación y frecuentes exclamaciones impulsadas por el tedio cervecero, se entretenían en la revisión clandestina de manoseadas fotos licenciosas que ocultaban en los abombados bolsillos de los uniformes de milicia.
Con frecuencia, para lograr un mejor acomodo del órgano creciente, o como quien apacigua las exigencias de una urticaria veraniega, hundían