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La Cuarta Dimensión
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Libro electrónico284 páginas3 horas

La Cuarta Dimensión

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El tema de esta colección de cuentos de Eduardo Capistrano es el Tiempo. Historias inspiradas en la historia, ambientadas en el pasado; visiones distópicas, oscuras o humorísticas proyectadas hacia el futuro; y narraciones sobre el paso del tiempo, el contacto entre generaciones, la invocación de recuerdos y la importancia de los momentos más breves.

Los cuentos están ordenados cronológicamente y cubren las diversas relaciones del hombre con el tiempo. Los primeros cuatro tratan del pasado. Espejos del Alma es un diálogo que expone la condición del "hombre de ciencia" del Renacimiento y su relación con el hombre promedio, no muy diferente de lo que ocurre hoy. En Beso de Opio, un brasileño en la época victoriana cuenta cómo fue seducido por la total decadencia moral. Teniente Primero acompaña a un militar bajo un comando abusivo al comienzo de la República brasileña. Carolina de Lentes muestra las extrañas visiones documentadas en el diario de una niña de imaginación fértil.

Los cuatro cuentos siguientes ocurren en el presente. Un niño intenta comprender la capacidad de detener el tiempo que aprendió de su padre en Entre Segundos. Una extraña señal parece ser la respuesta a la monotonía de la vida solitaria de un matemático en Saludos del Futuro. El título de Tornillo Flojo trae la causa de un mundo llegar al fin. Mujeres y Niños Primero muestra cuán fuertes son las convenciones sociales cuando se revela la causa de un accidente de autobús.

Seis cuentos ocurren en el futuro. La Manzana Eléctrica ​​acompaña a un programador solitario de inteligencias artificiales en conflictos emocionales con sus creaciones. Futuro Seguro trae una distopía humorística de un futuro en que las corporaciones se regocijan sin límite. En la Línea de Montaje discute la evolución de la tecnología comparada con la moral humana. Control Remoto muestra la brutal opresión de una sociedad a través de televisores. Planeta Asfalto es un mundo dominado por automóviles inteligentes. El Agua de Croma es una reflexión sobre la evolución sentimental de la humanidad.

La colección concluye con Ouroboros, que analiza el eterno regreso con la documentación medieval de un interrogatorio realizado a un visitante distante.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento15 sept 2019
ISBN9781071507728
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    La Cuarta Dimensión - Eduardo Capistrano

    Espejos del Alma

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    El burgués, con gestos de los más afectados, dejó caer una pizca de sal en un pequeño frasco, lo tapó con el dedo, lo agitó con vigor y lo colocó contra el sol. El líquido en su interior tomó una coloración sanguinolenta. Oyendo el ruido de pasos aproximándose, rápidamente tiró el líquido, guardó el frasco, arregló su chaleco y saco y volvió su atención al prisionero delante de él. Trató de llamar su atención: —¿Hola? ¿Hola?

    Se divirtió agitando un delicado pañuelo blanco frente a la cara del preso. El infeliz hombre, granuja e inmundo, mostraba insanidad tanto de cuerpo como de espíritu. Pues, a pesar de tales condiciones y el hecho de estar encadenado con grilletes al piso mientras que era tratado como objeto de estudio, su expresión era de indiferencia y apatía, observando un punto fijo mucho más lejano que las paredes que lo encerraban.

    Al burgués se le unió un señor de porte generoso —obtenido gracias a una vida nada generosa— y características orgullosas que, vestidas con satén y terciopelo, eran más que suficientes para hacer de él un hombre de la nobleza, pero no de nobleza. Ese señor parecía bastante incómodo en el lugar, que no era más que una celda cuadrada. Sus paredes serian sólo de grandes bloques de piedras desnudas, si no fuese por algunos grilletes colgando de las paredes, por la pesada puerta que era la única salida y por una ventana con rejas, tapada con paños.

    —Me parece, señor Quintino, que su juguete se está rompiendo. Es como un reloj sin engranajes —dijo el burgués.

    —De hecho, no es así Borges. Es su temperamento: habla apenas cuando quiere —dijo el noble.

    —¿Y qué es lo que dice? ¿Qué frases de indudable sabiduría dice cuando habla?

    —Está siendo inoportuno, Borges. Yo le traje aquí porque su padre me afirmó que tendría la capacidad de ver lo que no veo.

    —¿Qué sería eso? —preguntó el burgués, frunciendo el ceño con genuino interés.

    —Este hombre tiene algo en los ojos. Es un brillo extraño que habla por él, cuando no abre la boca.

    —Y... ¡¿ahora puedo interpretar el brillo en los ojos?!

    —¿No es ese su arte?

    —No, mi querido Quintino. De ninguna manera puedo posar mis ojos en alguien y decir que es lo que piensa. Mi arte no es hechicería de esa naturaleza.

    —¿De qué naturaleza es entonces su arte?

    La voz, que rompió la discusión, no salía de Quintino o Borges, sino del preso.

    —¡Él habló!

    —Como le había dicho, Borges. Cuando habla, lo hace solo para indagar.

    —¿Y qué fue lo que usted preguntó, que no pude oírle bien? —Borges preguntó al propio preso. Al no obtener respuesta, se dirigió a Quintino—: ¿Cuál fue la pregunta?

    —Creo que él había preguntado cuál es la naturaleza de su arte, ya que no es hechicería.

    —¡Hum! ¿Debo responder, Quintino?

    —Acláreme, si no por otra finalidad.

    —Para satisfacerlo, entonces. Desde joven vengo dedicándome a determinar si hay en el cuerpo, algún tipo de humor o carne responsable del ánimo. Aunque haya tenido alguna frustración para conseguir un cuerpo para operar...

    —¡Por Dios, Borges! —interrumpió Quintino, espantado.

    —...resolví, mientras que esa barrera grosera y anacrónica no sea derrumbada, concentrar mis estudios sobre los aspectos externos del cuerpo.

    —Su padre me había mencionado, específicamente, los ojos.

    —Si, hice un ensayo al respecto. Infelizmente, no lo podré publicar. Después de un análisis poco meticuloso, decidieron que no podría ser aprovechado. —El burgués se apartó unos pasos y, asumiendo pose y voz inequívocamente teatrales, blandió su pañuelo y declamó—: En mi minucioso escrutinio del cuerpo humano, percibí que, a pesar de que se manifiesta también a través de las manos y de otros movimientos, las expresiones del rostro son las más utilizadas para transmitir el alma.

    —Entonces los venecianos, estaban en lo cierto —se rió Quintino.

    —De hecho. Y de todos los elementos de la cara, creo que los más expresivos son los ojos. ¿Pues las diferencias entre interés o desdén no son apenas algunos milímetros de párpados cerrados? ¿El simple hecho de levantar una ceja no representa duda, furia o lamento? ¿No se consigue ver en los ojos brillantes de un ser querido la satisfacción o la alegría, y en un brillo similar la avidez y lujuria, tristeza o melancolía, y la locura? Es más, son los ojos el foco del alma, mi buen Quintino. Y de ellos se avizora todo el espectro del humor. Y —¿con que palabras decirlo?— tal vez en ellos haya una centella de todas las emociones. ¡Tal vez hasta la Emoción esencial!

    —Este último pensamiento no conseguí comprenderlo.

    —Pues entonces, Quintino, ¿no es verdad que si me digo alegre usted comprenderá? Y de manera semejante, ¿si me digo furioso o compungido usted sabrá de lo que hablo? ¿Y si antes de decirlo, usted detectase en mi comportamiento algo que denotase tal emoción, no sería suficiente? Si mi rostro expresa más emoción que todo mi cuerpo, si mi mirada expresa más que resto de mi cara, si son los ojos los principales elementos del mirar, ¿no será posible analizar solo éstos para comprender toda y cualquier emoción?

    —Intrigante, Borges.

    —¿Algo más?

    La inesperada voz del prisionero sonaba nuevamente. Los dos voltearon hacia él. Borges respondió la pregunta, pero para Quintino: —Si, hay más. Mi investigación trata de humores y carnes, o sea, fluidos y vísceras, pues ese interés nació de mi instrucción médica. El cuerpo, Quintino, es bañado por todo tipo de líquidos, de los cuales el más importante es la sangre. Pero por cierto no es el único. Tenemos saliva, moco, cerumen, sudor, orina, semen, pus, bilis, líquido craneano, y los fluidos femeninos, como la leche materna y el líquido amniótico. Aprendemos que esos líquidos presentan características que indican problemas del cuerpo. Y tenemos las lágrimas que mojan los ojos todo el tiempo, pero en ciertas circunstancias de emociones fuertes, abundan y se precipitan. Creo que hay, en las lágrimas, una sustancia que guarda alguna relación con el espíritu de la persona que las vertió.

    —Por eso oí de Marco, el genovés, que usted se estaba dedicando a la poesía. No lo comprendí entonces, pero ahora comprendo. Es lo que usted está haciendo: ¡está tratando de buscar dolor en las lágrimas!

    —Tengo mucho aprecio por Marco, pero él no comprende lo que hago. Se bien lo conozco, dice lo que dice con desprecio, como si yo buscase algo en el éter, como hacen los poetas.

    —De cualquier manera, lo traje aquí para que examinase a nuestro interlocutor, si es que podemos llamarlo así. Sería más justo llamarlo oyente, cosa para lo cual siempre está dispuesto. Como ve, él raramente dice alguna cosa, y cuando lo hace es para preguntar. Nuestros intentos de extraer de él cualquier tipo de información fueron en vano.

    —¿Cuál es su interés en este hombre? Y a propósito... ¿Qué fue lo que hizo él para estar así, con grilletes?

    —Pues, Borges, esta es una historia interesante. Como sabe, tuve conocimiento de esta bella construcción cuando estaba camino a Sevilla, y me enamoré de ella, al punto de mudar todas mis actividades para acá. Es un predio vistoso y amplio, y después de alguna investigación, descubrí que su antiguo propietario se entregó a la vida religiosa y lo cedió para ser usado como algún tipo de monasterio. Posteriormente fue abandonado por los responsables, pero fueron tan receptivos a mis ofertas que parecía que La Iglesia estaba ansiosa que librarse de él.

    —¡Cuánta oscuridad, Quintino!

    — Y ella aún aumenta. ¡Cual no fue mi sorpresa al inspeccionar las mazmorras del castillo y encontrar a este nombre, atado a esas mismas cadenas, abandonado al olvido! ¡Y puedo jurarle que acompañaba personalmente al senescal cuando abrió los pesados portones de hierro que, después averigüé, eran los únicos medios de acceso a la prisión!

    —¿Hace cuánto tiempo que él podría estar aquí?

    —¡Esta morada estuvo sin dueño por décadas!

    —Ah... ¡Siempre fue supersticioso, Quintino! ¡Le digo que este vagabundo debe haber sido traído por sus compañeros bandidos, que lo dejaron encerrado en el primer fuerte abandonado que encontraron! Solo que no sabían que un loco como usted iría a encontrar belleza en este lugar, tanto como para adquirirlo.

    —Llámeme loco, pero no sabe lo que es eso. Vea lo que es la locura —dijo Quintino, señalando al hombre.

    —Está exagerando, Quintino.

    —No exagero. Y fue para probar eso que pedí que viniera. Desde que encontré a ese hombre, tengo la impresión de que cometí un gran error. En la primera conversación que mantuvo con los dos criados que coloqué para mantenerlo custodiado, les hizo incómodas preguntas misteriosas. Al enterarme de eso, al principio, permití que él estuviese cerca de mis propias conversaciones. Él... me divertía. ¡Pero mi acompañante siempre quedaba perturbado! Principalmente mi esposa, cuyas quejas me hicieron transferirlo a un aposento apartado. Cuando lo veo, siento una inmensa amargura, una increíble tortura, que su voz moderada y serena no transmite. ¡Que su rostro tranquilo no expresa, Borges!

    —Entiendo. Y quiere saber si son sus ojos.

    —Al menos para descartar esta hipótesis.

    —No veo nada malo en su preocupación, Quintino, y voy a atenderle. Pero sepa que en lo más profundo de mi ser repruebo su conducta. Si yo estuviese en su lugar, entregaría a ese hombre a las autoridades.

    —Compré el castillo, Borges, y todo lo que vino en él —rió Quintino.

    —No se puede comprar a un hombre.

    —¿Por qué no, Borges?

    Era la tercera intervención del misterioso prisionero.

    —¡Esta vez usa mi nombre! Ahora quedé preocupado, si ese hombre fuese una mala persona y usa mi nombre indebidamente podría ganar la libertad.

    —Respóndale Borges. ¿Por qué no se puede comprar a un hombre? Los antiguos lo hacían.

    —Los antiguos hacían muchas cosas, Quintino, y no todas eran correctas. Vea lo que resultó de la esclavitud para los romanos.

    —Un gran imperio.

    —¡Y una gran derrota! Una agonía desgraciada y tortuosa, al descubrir que el poder era un barco remado por centenas de esclavos que, si se sublevaban, fácilmente lanzarían al capitán al mar. No se puede comprar a un hombre, mi querido Quintino y mi querido prisionero, porque no se puede determinar su valor. Diría más: no se puede determinar lo que se paga, lo que debe ser considerado para establecer un precio final, pues cada hombre es una compleja amalgama de carne y espíritu. Como solo se desvinculan en la muerte, y al tenerlos desvinculados no tenemos más un hombre, no se puede comprar un hombre como carne, y no se puede comprar su espíritu sin conocerlo.

    —Pero Borges, si compramos un huevo sin saber si será gallo o gallina, ¿por qué no podemos comprar un hombre, sin saber si estamos comprando carne o espíritu?

    —Continúe tratando a los hombres como huevos, Quintino, y tendrá grandes sorpresas en su vida. Ahora déjeme trabajar.

    Borges se alejó del hombre encadenado, que estaba como siempre, en el piso con las piernas cruzadas. Fue hasta la bolsa que había dejado en el piso de piedra, y sacó un telescopio.

    —¡Los ojos del hombre están aquí, Borges! ¡No en las estrellas! ¡Y todavía es de día! ¿Qué hará usted con el juguete de Galileo?

    —Controle su exaltación, mi querido. Sé que es de día porque la luz del sol es esencial para este experimento. Tal vez no sabe que este instrumento funciona en los dos sentidos. A falta del instrumento apropiado, y de la paciencia o conocimiento para fabricar uno, me sirvo de este, aunque los resultados no sean ni de cerca plenamente satisfactorios.

    —Haga lo que tenga que hacer.

    —¿Qué quiere saber exactamente?

    —Todo lo que sea posible obtener sobre esa persona.

    —Muy bien.

    Borges caminó hasta la ventana y removió los paños que la cubrían, dejando entrar la potente luz del sol. El prisionero giró la cabeza e emitió un gemido, antes de cubrir su rostro con sus manos.

    —Ahora sabe porque estaba cerrada —dijo Quintino.

    —No me importa. Antes pregunté si él sufriría quemaduras y usted dijo que no. Entonces, no hay peligro.

    Aproximándose al prisionero, Borges giró su cabeza para que la luz le diese lateralmente. Enseguida, colocó la extremidad menor del telescopio sobre uno de los ojos del preso, y lo examinó por el otro extremo. Estaba curvado de manera ridícula, y en esa posición comenzó a dar pequeños pasos para un lado y otro, girando también la cabeza de su paciente, como si quisiese regular la cantidad de luz. Súbitamente, se levantó y miró al prisionero detenidamente, estudiando sus facciones.

    De su bolsa retiró una botella tapada, con la cual se aproximó al prisionero. Volteó la botella rápidamente, volvió a girarla, saco la tapa de vidrio y sopló en dirección al prisionero, lanzando sobre su rostro un polvo blanco y brillante. Él inmediatamente contorsionó el rostro mientras que apretaba los ojos y salían lágrimas de ellos. Borges más que rápido recolectó las lágrimas con una tira de tela. Dejando a su paciente, sacó un frasco y un palito de su bolsa, insertó el palito en el frasco y dejó caer algunas gotas sobre la tela. Colocó su mano con el paño al sol y las áreas donde las gotas habían caído adquirieron una tonalidad rojiza.

    —¡Aquí está su respuesta, mi buen Quintino!

    —Es rosa... casi rojo... ¿Qué significa?

    —No mentiré: ese hombre es propenso a la violencia.

    —¡Mi Dios!

    —¡Su apariencia moderada y su comportamiento tranquilo esconden una bestia feroz, una avidez por sangre y muerte, oh! —en ese momento, el color del paño completaba la transición hacia un rojo vivo— ¡incomparable!

    —¿Esto es cierto, Borges?

    —Absolutamente —respondió el médico—. Cuanto más sanguíneo sea el color de esta reacción, más crueles son las intenciones.

    —¡Asombroso, Borges! Dígame, este resultado... ¿hay peores?

    —¡Mi buen Quintino, le confieso que nunca vi un color tan encarnado!

    —Vino de Dios, entonces, el buen juicio de mandarlo llamar. Mi esposa, como siempre, estaba en lo cierto. Ese hombre no volverá a pasar una noche como mi huésped.

    —Hace bien, Quintino —Borges comenzaba a guardar sus cosas en la bolsa—. Si lo atendí correctamente, señor, permítame explicar un tema que me aflige.

    —Su padre me adelantó del problema, hasta ahora yo estaba juzgando la validez de mi participación.

    —¿Y cuál fue su conclusión?

    —No hay forma de retribuir la paz de espíritu que me concedió. Pero si fuese suficiente, quedaré honrado en patrocinar su trabajo.

    —Estoy muy agradecido, mi señor —respondió Borges, dejando la sala junto con el noble.

    A una señal de Quintino, los guardias que esperaban del lado de afuera, entraron en la sala. En el rostro del prisionero, apenas indiferencia.

    Beso de Opio

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    Moriré joven, pero es como besar a Dios.

    — Lenny Bruce Del diario de Felipe Manoel B____.

    Río de Janeiro, 19 de octubre de 18__.

    Escribo estas líneas en el crepúsculo de mis días, encerrado entre paredes invisibles, encadenado al confort. Entretanto, no hay tranquilidad nacida en este lugar que pueda abatir la terrible verdad que guardo. Recientemente vinieron a mi informaciones concernientes a mi salud, provenientes de los muy solícitos hombres de medicina que me tratan, pero me instaron a la precaución.

    Temo que mi estado sea tal que los hombres que mencioné hayan hecho un esfuerzo particular para cuidar de mi persona. No deseo olvidarme de ellos aquí, y dejo grabadas mis consideraciones para con ellos luego en este principio, en que todavía puedo ser tratado con el mismo respeto y dignidad, pues serán ciertamente contaminadas en el decurso de esta narrativa.

    Anteriormente a la narrativa en sí, comando desde luego que esta última anotación de mis memorias escritas, desentrañada de su encuadernación o en copia integral, sea remitida a las autoridades para que use o que pueda en reparto a toda la tragedia para la cual contribuí, cierta y desgraciadamente.

    Esta historia comienza, como la propia historia de un hombre, con una mujer, ciertamente la más bella en que posé mis ojos. Una dama de maneras y reputación primorosas, que no obstante, impidió que apenas eso formase su imagen. Era dotada de una brillantez difícilmente encontrada, de una racionalidad dilucidada que emergería grande, si no fuese limitada por el peso de la tradición impuesta por el marido.

    Tuve la felicidad de encontrarla libre de la presencia del hombre que mutilara su libertad y me enorgullece poder afirmar que muchos de sus parpadeos desde entonces se dieran debido a mi apoyo. Era oriunda de tierras distantes, olvidada no más de las veces por los habitantes de las tierras en latitudes opuestas, y traía en su vientre la simiente de una nueva vida. A muchos eso podría causar espanto, por imaginar que tal hecho debería o efectivamente me causase vergüenza. Les aseguro, otrosí, que la verdad es otra.

    Venía de una colonia de la Corona a la cual su marido servía en armas. Una misma bala le causa, o tanto dolor como esperanza. No crean que me alegra la muerte de cualquier otro ser vivo; pero a veces lo fortuito atiende a causas mayores que las de aquello que manifestó su toque aleatorio. Los oficiales la buscaron para que le mostrasen el cadáver, pero también para encadenarla al destino de él. No sucedió que la encontraran antes que yo lo hiciese.

    Era de noche en el puerto cuando me embarque, y el mar traía los restos de naves destrozadas en batallas distantes contra hombres y dioses desconocidos. Las cajas, cuyo contenido adquiriría, ya estaban seguramente guarnecidas en los compartimentos apropiados de un navío que se dirigía al Imperio Brasilero. La perspectiva de todo inversor neófito es que su actividad le rinda lucro, o venga en paralelo a los verdaderos rendimientos, siendo estos la inteligencia y la capacidad que le serían imputados por sus colegas y futuros clientes. Mis perspectivas, entretanto, seguían un punto de vista contrario o por lo menos distorsionado. Debido a la naturaleza ilícita de mi carga, solo esperaba, verdaderamente, los provechos pecuniarios, y cuanto más sustanciales fuesen, más sabría que habían valido mis esfuerzos.

    A pesar de haber detectado en la primera semana de viaje que varios de los tripulantes, especialmente aquellos encargados de la carga, se mostraban perturbados por algo, el resto de los pasajeros solo tomaron conocimiento de los motivos exactamente después de tres semanas. Eso fue posible gracias al despacho general de cargas en un puerto, sumada a la imposibilidad de proseguir debido a una tempestad donde los cielos imperaban sobre los mares. Más de una vez había visto a los veteranos del mar saliendo del vientre del navío invocando para sí la protección de la señal de la Cruz. Hasta el mismo Capitán, Scott Lent, un británico endurecido por batallas navales y honrado muchas veces por la bravura, se persignó tantas veces, se no hubiese conversado con él durante nuestro viaje, podría decir que no era más que un cocinero chino que a la menor señal de tormenta se postraba en la cocina y por eso recibiera el infame apodo de Trapeador.

    Se reputaba el barco asombrado. Varias cajas, sacos y barriles habían sido violados y nuevamente cerrados. Fueron vistos bultos entre las mercaderías constantes del compartimento de cargas. Gritos y chillidos nacían de súbito, para que se callasen de modo idéntico, como si fuesen un cuerpo aéreo y efímero. Los fantasmas nunca hicieron parte de mi mitología intima, pues el recorrido de las almas de los hombres a mi estaba ciertamente esclarecido por la Ciencia y la fe en Cristo. Otrosí, la fe ciega a esa hipótesis por mis compañeros de barco acabó por infectarme del germen del pavor, y luego que atracamos en un puerto, después de las cuatro semanas a las que me referí, aún masticaba mi recelo de que toda aquella algarabía tuviese un fundamento en el mundo material.

    Pero, desgracias de las desgracias, ¡se entrelazó una ficción! Los marineros, perturbados sobremanera por los eventos a bordo, percibieron mi frialdad practicada y me lanzaron a la misión de investigar lo que fuese su causa. Como en un proverbio bíblico materializado, fui alcanzado por mi propio embuste, por recusar y actuar contra mis propias limitaciones. Ser tratado como un caballero respetable de allende el mar terminó por exigir pruebas de grandeza compatible.

    Me descubrí un tanto aliviado por las reglas de conducta impuestas al Capitán, que me dice ser su obligación personal proceder al escrutinio del barco. Todavía, después de ser aclamado por la tripulación como un bravo merecedor de sus designios, mucho me afectaría recusar en acompañarlo. Es innecesario decir, que el oficial inglés mostro señales de alegría con la noticia, nacido del alivio, aunque relativo, de tener un acompañante, caso el destino nos reservase una visión del rostro de la Esquelética.

    Decidimos entrar cuando los cielos se mostrasen menos irresolutos. Dejamos a la mayoría de los

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