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La Restauración
La Restauración
La Restauración
Libro electrónico572 páginas8 horas

La Restauración

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Información de este libro electrónico

Eilish y Owen han huido de Inglaterra. La “boca del lobo” es el lugar perfecto para esconder a un re-Convertido de las Células y los inmortales; y es ahí donde vivirán en exilio secreto por meses.
Ambos tendrán al fin una vida feliz en pareja, su amor crecerá aun más. Pero también estarán aislados de dos mundos que ya han empezado a desafiarse mutuamente.
Eilish y Owen tendrán que dejar el exilio para pelear por aquello que aman.
Secretos serán revelados, lealtades serán puestas a prueba y un viejo orden tendrá que sobrevivir para seguir el nuevo futuro.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2014
ISBN9781310659379
La Restauración
Autor

Yunnuen Gonzalez

Escritora de historias paranormales y romance contemporáneo.Se dice que un libro puede cambiar la vida. Solo fue cuestión de tiempo para que su lado como escritora naciera, y en el 2009 tomó papel y pluma tras tener una pesadilla constante que la llevó a desarrollar la idea para su primer libro: El Despertar. Desde entonces, no ha dejado de escribir.Para saber más sobre ella, visita su sitio web, Twitter o Página de Facebook.--Writer of paranormal and contemporary romance stories.It is said that a book can change life. It was only a matter of time before her side as a writer was born, and in 2009 she took paper and pen after having a constant nightmare that led her to develop the idea for her first book: The Awakening. Since then, she hasn't stopped writing.To find out more about her, visit her website, Twitter, or Facebook page.

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    La Restauración - Yunnuen Gonzalez

    Prefacio

    1599 d.C.

    Eslovaquia

    La Condesa veía detenidamente su reflejo casi perfecto en el costoso espejo. Todos los días seguía tratando de recordar cómo era cada línea de su rostro antes de despertar de ese prolongado, extraño y frío desmayo. El que le pareció casi mortal.

    No comprendía cómo en tan solo unos meses todo cambió en ella. Sufrió terribles dolores, pero se volvió más rápida y ágil; su piel más nívea y con un toque rosado; y, sobre todo, sus ojos oscuros se mantenían con ese halo sobrenatural en color avellana que no desaparecía nunca; hacía su mirada más profunda, peligrosa y hambrienta, solo que aún no descubría de qué.

    —¿Tenemos que hablar? —le interrumpió Anna desde la ventana, cansada del absentismo en el que su amiga siempre se adentraba cuando veía su reflejo en cualquier superficie brillante.

    La treintañera mujer dejó la ventana. Su reflejo acercándose al espejo era aún más perfecto que el de la Condesa. El cabello rojizo oscuro y rizado se movía en perfecta sincronía y armonía con sus pasos; sus misteriosos ojos color ámbar, de una tonalidad muy brillante, mostraban décadas de experiencia y peligrosidad.

    La Condesa la miró acercarse maravillada y envidió solo por ese momento que su propia belleza no fuera tan fastuosa como la de su amiga.

    Un tímido golpe en la puerta interrumpió su análisis y dejó a Anna con la palabra en la boca.

    Dorottya, su mucama personal, entró excusándose; solo quería ver si su señora se encontraba bien. La Condesa no respondió a tal intromisión, pues toda su atención estuvo en el súbito sonido que era rítmico e intermitente y la llamaba con insistencia: era el corazón de Dorottya que impulsaba la sangre por sus venas con tal intensidad que la Condesa podía escucharlo tan claro y fuerte, como el agua corriendo por el caudal del río.

    Anna miró con deleite a su amiga.

    —¿Desea que la prepare, mi señora? —le preguntó Dorottya temerosa por la mirada tan ávida que seguía cada uno de sus movimientos temblorosos.

    A veces sentía que el diablo mismo la miraba.

    La Condesa accedió. Sin dudar, su mucama se apresuró a salir con pasos torpes para llamar a más servidumbre. Ya no le gustaba estar a solas con su ama y esa misteriosa mujer que no tenía buena reputación en el pueblo. La llamaban bruja. Y Dorottya presentía que no estaban lejos de la realidad.

    Una joven quinceañera entró minutos después y se desplazó por el cuarto con la cabeza baja en muestra de respeto, pero, sobre todo, con ese temor que la infundía su señora últimamente.

    La Condesa la miró sin interrupción, no podía dejar de escuchar ese insistente sonido que se intensificaba más al ser ahora dos corazones latiendo juntos con solo una fracción de segundo inarmónicamente, y la estaban excitando cuál amante prohibido.

    La joven tomó el cepillo de plata fina para peinar la larga cabellera castaña de la Condesa con movimientos muy torpes. Solo era cuestión de un segundo para que cometiera un error.

    De pronto, la joven sirvienta jaló el cabello de su señora con tal fuerza al intentar desmarañarlo, que logró que una furia terrible naciera de las entrañas de la Condesa. Reaccionó sin dudar de acuerdo a la educación que le fue inculcada por su madre siendo niña, y como se esperaba de acuerdo a alguien de la nobleza. Se levantó con violencia, mirando sin piedad a la joven, cuyo sonido juvenil de su corazón se hizo más fuerte y rápido, una señal de que su miedo creció exponencialmente.

    La Condesa la abofeteó sin miramientos, y siguió haciéndolo hasta que la joven rogó por su vida. Cada grito fue gozado por Anna, quien veía todo a la distancia.

    En una fracción de segundo, la sangre salpicó con intensidad a la Condesa y el aroma frío del miedo inundó el cuarto. Un hedor que Anna ya no pudo resistir, llevándola a soltar un bestial gruñido y a precipitarse sobre la lloriqueante joven.

    Todo ocurrió tan rápido que la Condesa se horrorizó por un segundo por lo que estaba haciendo su amiga en la joven, pero igual comprendió que no había nada diabólico o antinatural en ese inquietante acto.

    La joven gritaba de dolor, pero el lastimero sonido no detenía a Anna, al contrario, solo la incitaba más a seguir alimentándose de esa alma pura y brillante, que huía de su ama sin detenerse.

    El silencio inundó el lugar al poco rato y el cuerpo de la joven cayó al piso como una pesada muñeca sin vida. Lo que fue y estaba destinado a ser, murió. Anna miró a su amiga, le sonrió con gran satisfacción, y aun disfrutando la energía que recorría cada centímetro de su cuerpo, embriagándola. Mas su placentera sensación fue interrumpida por un gimoteo temeroso que atrajo la atención de esos ojos crueles. Anna había olvidado que tenía público presenciando cada instante de su ataque. Sin pensarlo más, caminó hacia Dorottya que se arrinconaba más, completamente aterrorizada, y, al llegar a la esquina, cubrió su rostro y parte de su cuerpo por instinto de supervivencia para no sufrir el mismo destino que la joven.

    Anna se agachó hasta que su mirada se encontrara con la de la vieja mucama, y sujetó el rostro arrugado con agresividad para que la conexión entre ambas no se rompiera por ningún motivo.

    —Si quieres vivir, no dirás a nadie lo que has visto —volteó a ver a la joven que yacía sin vida en el suelo—. Busca a alguien para que te ayude a deshacerte del cuerpo —le ordenó severa.

    Acto seguido, la liberó para reunirse con la Condesa, quien no se había movido ni un solo centímetro de su lugar y seguía atestiguando el comportamiento turbador de su amiga.

    Anna le sugirió con un cabeceo que despidiera a su mucama del lugar; orden que no fue necesaria porque la vieja mujer se puso de pie como pudo y salió corriendo del cuarto con respiración entrecortada.

    —¿Qué eres? —le inquirió la Condesa con severidad para ocultar los rastros de miedo. Puso atención en la sangre que cubría sus manos, las cuales se estremecían con tal desesperación. Por alguna extraña razón podía percibir el delicioso aroma que esta despedía. Quería lamerlas para degustar la sangre.

    —La pregunta correcta es: ¿qué somos?... ¿Acaso no lo intuyes? Tú y yo pertenecemos a la misma clase. Lo que ellos llaman Vrykolakas —le respondió Anna, disfrutando el momento.

    —¡No! ¡Yo no soy como tú! —le refutó la Condesa. Su reacción desesperada hizo que Anna riera entre dientes.

    —Tienes razón, no lo eres. Yo soy una Licántropo y tu pronto serás una Vampiro —le explicó con voz pausada. Paseó alrededor de su amiga para sentarse en la silla frente al espejo.

    —¿Disculpa?

    —Creí que serías una Licántropo también, podía olerlo en ti: el poder y tu satisfacción al ver sufrir a tus sirvientes… ¡Pero no podía estar más equivocada! —Anna rio con deleite para sí misma mientras peinaba su cabello con los dedos—. Solo necesitaste oler la sangre y los rastros del alma de esa indeleble Mortal en ella para que todo tu ser se estremeciera y te exigiera devorarla.

    —¿Alma? —la Condesa se paralizó cuando esa sencilla palabra le recordó lo que alguna vez leyó en un libro:

    El alma es inmortal.

    No podía creer que eso estuviera pasando. A pesar de que nunca ha oído esos dos nombres, que inexplicablemente le sonaban tan familiares y correctos, como lo que sentiría un ser humano al ser catalogado como tal, su razonamiento le decía ahora que no tenía que temer ya, porque todos esos cambios tan sobrenaturales que sufrió eran los pasos finales para llegar a su verdadera naturaleza, que se alejaba mucho de la humana y que siempre sintió desde niña.

    La Condesa fue educada desde temprana edad para sobresalir de los demás. También fue obligada a renegar de todo sentimiento compasivo. Culpaba a su madre de esa pérdida de humanidad, pues ella siempre le recordó que ese comportamiento no se esperaba de una noble. Pero ahora se daba cuenta que la naturaleza hizo su parte también.

    La verdad se presentó ante ella con claridad y no hizo nada más para rechazarla.

    —¿Qué me sucederá?

    —Sentirás el poder y el hambre crecer día con día, hasta que encuentres a alguien igual a ti. Solo entonces… —calló Anna súbitamente.

    —Solo entonces, ¿qué?

    —Lo descubrirás, y entonces podremos tomarlos bajo nuestra protección. Por ahora tendrás que presidir de mí, vivir y descubrir esto por tu propia cuenta —Anna se puso de pie y se acercó a su amiga para besarla en la mejilla.

    —¿Pero…?

    —Querida amiga, nuestros caminos se volverán a cruzar… ¡No lo dudes! —le aseguró Anna antes de marcharse.

    Miró de nuevo sus manos ensangrentadas.

    —¡Inmortalidad! —escuchó la Condesa a lo lejos, entre risas tétricas.

    La misteriosa partida dejó a la Condesa estupefacta por la escasez y peculiaridad de la información que recibió.

    Los años corrieron y las predicciones de Anna se hicieron realidad. Sin embargo, la Condesa se comportaba muy diferente con las personas que la rodeaban, ahora que sabía la verdad de su naturaleza. No ocultaba el orgullo, ni su soberbia y belleza, las cuales habían crecido potencialmente y en perfecta armonía.

    Otro cambio que se reveló desde la partida de Anna, fue que ella siguió instando el hambre de esos sonidos y aromas que la inundaban con una satisfacción placentera. Y al ir en búsqueda de esta excitante sensación, hizo de la crueldad y de la tortura un hábito, en donde sus actos terminaban con el desangramiento total de las jóvenes sirvientas que atendían el castillo. Así fue por varios meses, hasta la llegada del hombre con quien fue casada a la edad de 15 años con fines políticos.

    El Conde Ferenec regresó a sus tierras después de años de injustificables batallas en pos del poder. Los rumores que circulaban alrededor de su hermosa esposa fueron haciéndose más graves y tenebrosos a medida que se adentraba en sus tierras. No les dio la indignación requerida, sino todo lo contrario, se sentía orgulloso de su esposa.

    El Conde era apodado: El caballero negro de Hungría. Pues él también disfrutaba de torturar, empalando a sus enemigos hasta la muerte, y de crear nuevas formas para castigar a sus subordinados.

    Su rostro se iluminaba orgulloso con cada historia que terminaba siempre con un final sangriento. Por fin, había encontrado algo afín con su esposa.

    No obstante, el Conde Ferenec sí se interesó por los rumores que corrían acerca del cambio físico que ahora ostentaba su esposa: más hermosa, más fuerte, más hambrienta e inmortal. Y se propuso descubrir la razón de esa diferencia como diera lugar.

    Pero lo único que se le desplegó antes sus ojos fue una muerte segura que lo abrazó lentamente en una última batalla de regreso a su hogar.

    Dios al fin le pedía cuenta de sus pecados.

    La muerte del Conde no causó gran impacto en la Condesa. Su esposo ausente fue un extraño en su vida; un hombre que le fue impuesto desde el momento de su nacimiento. Pero, a pesar de que nunca tuvieron algo en común, más que el gozo de la tortura, sentía un gran respeto por él. Solo porque le dio tres hijos. Los únicos Mortales que amaba como a su vida misma, y muy a pesar de su nueva condición de Vampiro.

    Inexplicablemente, tras esa muerte, el temor creció en su corazón. Pronto llegaría algo en donde ella no tendría control alguno y el bienestar de sus hijos no estaba asegurado.

    Después de muchas noches en vela, y de luchar contra los vestigios de su lado Mortal, decidió que era imprescindible sacarlos del castillo y alejarlos del destino que la estaba aguardando pacientemente, antes de que fuera demasiado tarde.

    Así la Condesa decidió llevarlos a Viena; en donde arregló que sus hijos se hospedarían con la falsa idea de recibir una educación digna de su alcurnia.

    El día del viaje llegó. Durante el largo camino, la Condesa se dio cuenta que su lado maternal sería ultimado tan pronto como sus hijos iniciaran su nueva vida en Viena. No pudo explicar ese vacío que la entristeció por la idea; quizás era el vestigio de un acto de amor de madre.

    —Mi señora, hemos llegado —le interrumpió Dorottya.

    La Condesa se asomó por la ventanilla de la carroza para divisar la ciudad que apenas era iluminada por los primeros rayos de un nuevo amanecer. Sonrió para sí misma, agradecida de que esa confusión de sentimientos se acabaría pronto.

    Únicamente que ella no estaba preparada para lo que sucedería en ese lugar.

    A la noche de su llegada se celebró un baile en su honor. La Condesa veía con mucho fastidio dicho evento; el rumor de la muerte de su esposo la hizo la nueva atracción a conquistar, por ser una viuda con una riqueza y poder inimaginable.

    Caminó por el pasillo junto a su anfitrión con total desentendimiento de la pronta atención que recibiría. Su deseo era atender a los invitados un tiempo considerable, después se prepararía para regresar a Čachtice.

    Esta misma noche de ser posible, pensó la Condesa.

    Cuando entró a la sala llena de humanos inferiores, un aroma muy peculiar inundó sus pulmones, adentrándola de nuevo dentro de ese primer Despertar.

    Buscó entre los invitados. Como un actor que es develado majestuosamente por el telón, un atractivo hombre, casi de su misma edad, estaba al otro lado de la sala y la miraba con una curiosidad extenuante.

    La Condesa se acercó a él totalmente hipnotizada. Ignoró el protocolo de introducción y las caravanas corteses de los hombres que se cruzaban en su camino y que hacían lo imposible por atraer su atención.

    Hizo una reverencia cortés cuando llegó al hombre. La sensación que tenía en su corazón era muy incoherente para creer. No sabía su nombre y, sin embargo, podía asegurar que él también era un Vampiro, pero, sobre todo, intuía con mucha seguridad que los dos tenían un vínculo que los unía a ambos con la misma fuerza que lo hacía con sus tres hijos.

    —Condesa —dijo el hombre haciendo una exagerada reverencia y sin cortar la conexión con esa mirada confundida que tenía enfrente—, mi nombre es Maximilian de Baeckere y, si no es un inconveniente para usted, me gustaría dirigirle unas palabras a solas.

    La Condesa aceptó la invitación sin dudar y acompañó a ese peculiar hombre hasta el lugar que le señalaba sin borrar esa peligrosa sonrisa de su rostro.

    Los dos pasearon en total silencio por uno de los tantos pasillos de la mansión. La Condesa tenía muchas preguntas para el hombre, pero se bloqueaban unas a otras, creando más confusión y miedo por saber la verdad.

    —Es necesario que sepas que te hemos estado buscando por mucho tiempo —le susurró Maximilian muy informal. Se inclinó hacia ella, hasta el punto de que sus labios fríos casi rozaban las delicadas líneas de su oreja.

    La Condesa se detuvo precipitadamente al darse cuenta de que este era el momento que Anna le predijo.

    —¿Quién es usted? —le preguntó la Condesa muy intrigada.

    Maximilian rio entre dientes.

    —Ya te lo he dicho antes, Maximilian… Y, desde esta noche, soy tu hermano —respondió con seguridad y mucho orgullo.

    La Condesa lo miró muy ofendida por el atrevimiento de usar ese estrecho vínculo sin razón alguna. Se indignó aún más cuando Maximilian parecía no importarle tal ofensa. Por lo que ella se vio obligada a reaccionar de la única forma que conocía cuando alguien osaba sobrepasar su linaje: levantó la mano para abofetearlo con fuerza, pero fue detenida en el aire con una velocidad imperceptible.

    Maximilian le sonrió mordaz.

    —¡Cuidado, hermana! Mi Familia… nuestra Familia es más fuerte que tú… por ahora —le advirtió, liberando cauteloso su muñeca.

    La Condesa estaba hiperventilando por la ira que sentía por ser inmovilizada irrespetuosamente. No entendía muy bien a qué se refería Maximilian, pero lo que sí comprendía con tal claridad era la palabra Familia, pues ese era el vínculo que ella buscaba desesperadamente cuando vio esos hambrientos y peligrosos ojos oscuros.

    Maximilian se preparaba para revelar la información que ella ha esperado por muchos años ya, cuando fue interrumpido por la intromisión de dos hombres que requerían la atención de la Condesa.

    Aun trataba de comprender la situación y de calmarse un poco cuando, de pronto, el sonido que la martirizaba siempre con su ritmo acelerado, y el exquisito aroma que la revitalizaba, se presentaron con mucha fuerza en el pasillo. La Condesa se estremeció al experimentar por primera vez el instinto que vio en Anna. Podía ver el alma de los dos hombres, como si hubiesen salido de un banco de niebla y aun estuviesen impregnados de ella.

    La Condesa hizo a un lado a Maximilian con un fuerte empujón, haciéndolo volar hasta estrellarse contra la pared. Rebotó hacia el suelo, sin embargo, el mismo impulso lo hizo ponerse de pie velozmente. Quería ser testigo del ataque monstruoso de su hermana contra uno de ellos, mientras que el otro gritaba con terror.

    Y lo hizo aún más fuerte cuando vio que la hermosa Condesa mordía con tal furia la base del cuello de su amigo. Los gritos fueron sellados por la mano de Maximilian.

    El halo seco de esos ojos oscuros y hambrientos fue lo último que vio el hombre con terror antes de que su opresor rompiera su cuello.

    La Condesa dejó de alimentarse después de algunos minutos. Liberó el cuerpo inerte del joven y retiró con sus dedos los escasos hilos de sangre que corrían por su delineada barbilla. Sonrió tontamente con los ojos cerrados, al sentir su cuerpo embriagado por la sangre tibia y poderosa. Era vida, poder e inmortalidad en sus labios.

    Un aplauso callado la interrumpió de su extasiada y muy natural experiencia.

    —¡Nada mal, hermana! —se acercó Maximilian muy orgulloso de ella, le extendió la mano galantemente para ayudarle a ponerse de pie. En seguida, se agachó al cuerpo del hombre que luchaba por respirar y retiró un poco las ropas de su cuello.

    —Una mordida limpia y rápida —murmuró con asombro al ver la perfecta y delineada laceración ovalada. Entonces, tomó entre sus manos la cabeza del hombre y la giró hasta que se escuchó un tronido, como si hubiera triturado una nuez.

    Maximilian se irguió sin dejar de sonreír. En su camino se encontró con la mirada orgullosa de la Condesa.

    —Me siento llena de vida —le comentó admirando sus manos que tenían un resplandor perceptible blanquecino que desaparecía al momento.

    —Y esto solo es una parte de lo que podemos hacer —le aclaró Maximilian, ofreciéndole su brazo para que caminara junto a él.

    —¿Qué sucederá con ellos? —preguntó la Condesa con recelo por ser descubierta.

    —Solo es desperdicio. Alguien se encargará de ellos —respondió Maximilian, ofreció una mirada desdeñosa a los cuerpos, incluso pateó el brazo de uno para abrir el paso—. Finalmente llegó el momento de reunir a toda la Familia De Baeckere.

    Maximilian le sonrió y los dos se alejaron del lugar, muy satisfechos y ansiosos por vivir una nueva vida.

    La Condesa escuchó las palabras de su nuevo hermano atentamente. Poco a poco, ante cada revelación, se dio cuenta que acababa de conseguir todo lo que tanto ha deseado desde su niñez.

    Belleza, perfección y poder, pero, sobre todo, inmortalidad.

    Un nuevo escenario

    Él era un sueño. Una inesperada aparición que disfrutaba el hermoso campo de tulipanes rojos y amarillos.

    Owen se separó de mí para adentrarse un poco más en el campo.

    Era un hermoso día, como nunca he visto uno igual. El cielo tenía un azul limpio y el sol brillaba incandescente dando una luz blanca y pura.

    Respiré profundo mientras que disfrutaba los rayos cálidos del sol en mi rostro.

    —¡Vamos, Eli! ¡No te rezagues! —me gritó Owen a unos cuantos metros a lo lejos. Dibujó esa sonrisa que me hacía desfallecer de felicidad y echó a correr hacia el horizonte.

    Estaba a punto de ir detrás de él cuando, de pronto, desapareció de mí vista en un efecto humeante, tal y como lo haría un fantasma que es descubierto en su paseo nocturno.

    La soledad del lugar me hizo temblar. Me di cuenta que ese sueño estaba tomando trazas de mis primeras pesadillas, las que tuve tras conocer a Owen. Las que parecieron ser premoniciones del peligro que él correría si no lo dejaba marcharse.

    —No… ¡Otra vez no! —susurré ansiosa, al mismo tiempo que corría a tropezones—. ¡No!... ¡Owen! —me detuve para llamarlo con todas mis fuerzas. Llevé la mano a mi corazón para detener el lento rompimiento que me estaba obligando a caer al suelo de rodillas.

    Solo que para cuando toqué la tierra, el campo en colores rojo y amarillo fue suplantado en una oleada por un verde triste que era detenido por un bosque frondoso e intrínsecas colinas; el cielo azul y los cálidos rayos del sol fueron cubiertos por nubes tristes y grises.

    Un viento fuerte se formó a mí alrededor, haciendo que algunas ramitas y hojas secas de algún árbol cercano tocaran mi piel expuesta con una caricia castigadora.

    Estaba a punto de dejarme caer en posición fetal sobre el pasto frío y húmedo para tratar de soportar la tristeza de alguna manera, cuando una pálida mano levantó mi rostro.

    Edward apareció ante mí con una cálida, protectora y muy reconfortante sonrisa. Sus ojos oscuros no dejaron de mirarme con esa intensidad que únicamente él podía despedir, y que me hacía estremecer gustosamente hasta los huesos.

    Me ayudó a ponerme de pie y después retiró de mi rostro algunos cabellos que se movían con el latigueo de una ola.

    —Jamás me iré de tu lado —me prometió tiernamente. Dibujó con el dorso de sus dedos una suave caricia que bajó hasta un lado de mi cuello. Ahí se sujetó con firmeza, pero sin agresividad.

    Su rostro conquistadoramente sonriente se acercó más al mío. Mi corazón latió muy rápido y con mucha fuerza ante lo que siempre me he resistido.

    Parte de mí me gritaba que no debía dejar que él cruzara esa línea, pero otra parte exigía que esa corta distancia se acabara rápido para saborear sus labios.

    Edward me besó. Y fue divino.

    Sus labios se movieron con los míos sin prisa alguna. Mi cuerpo estaba tranquilo y el control sobre mi naturaleza era admirable, y ambos me dejaban disfrutar del más perfecto y maravilloso beso que alguien jamás me hubiera dado.

    Tras algún tiempo considerable, separó sus labios delicadamente de los míos para abrazarme. El sentirme protegida, contradictoriamente despertó la culpa, que desterró con agresividad a la felicidad.

    Amas a Edward —me susurró en mi mente una voz desconocida.

    Negué decididamente lo que mi subconsciente me estaba haciendo saber en este instante. Cerré los ojos para que solo se mostrara el atractivo rostro de Owen en mi mente.

    —¡No puedo vivir sin ti! —exclamé en voz alta a su imagen sonriente para hacer entrar en razón a esa voz, de que mi Cazador era el único dueño de mis sentimientos.

    Siempre lo fue, siempre lo será.

    —Y yo tampoco puedo hacerlo sin ti —escuché a Owen muy seguro.

    Abrí los ojos rápido mientras que él me separaba un poco para acariciar mi rostro como siempre lo hacía, como si yo fuera algo irreal ante sus ojos. Algo que siempre amara.

    Edward había desaparecido. Sin embargo, noté algo extraordinario: Owen vestía las mismas ropas que mi mentor.

    Mi novio me tomó por el cuello y prolongó el preludio del beso, dejándome respirar su exhalación extasiada. Para entonces ya estaba en el punto exacto de arrojarme sobre él.

    Sin esperarlo, me besó.

    Incomprensiblemente se sintió exactamente igual al de Edward. No entendía qué estaba pasando. ¿Qué era lo que me estaba haciendo saber este sueño? ¿Acaso también estaba enamorada de Edward?

    Me retiré de Owen casi con agresividad, estaba asustada por lo que estaba descubriendo. Dejé de buscar respuestas y retrocedí torpemente, no quería hacer frente a la posible verdad. ¡No podía estar enamora de ambos!

    —¡No!... ¡No lo hagas, Eli! —me profirió Owen con una desesperación que me rompió el corazón al sentir el dolor en sus palabras. Con todo, no le hice caso y seguí retrocediendo, hasta que tropecé con una roca que se interpuso en mi camino.

    Caí tan fuerte al pasto que logró despertarme con un pequeño sobresalto.

    Apareció a mi lado un escenario corriendo rápido. Volteé a todos lados para reconocer dónde me encontraba. El interior del auto con Owen manejando me recordaron que ambos seguíamos la hilera de autos que aún tenía como objetivo dejar a Inglaterra atrás lo más que pudiéramos.

    —¿Descansaste? —me inquirió Owen sin levantar demasiado la voz y sin despegar la vista del camino.

    Contesté con un reservado No mientras veía mi reloj; después de todo, ¿cuánto se puede descansar en treinta minutos?

    —Trata de dormir otra vez —me sugirió viéndome de reojo.

    Me acomodé en el asiento y dejé que mi mirada se perdiera en el intrínseco paisaje que aún corría del lado de mi ventanilla. Traté de no analizar ese sueño raro, pero, por mucho que me esforzara en pensar en cosas triviales, no podía dejar de hacerlo.

    Han pasado un par de días desde que Owen regresó y yo aún sentía que estaba dentro un momento pacífico que mi mente estaba creando para darme un respiro en mi pesadilla. Una tan mala que hizo sacar lo peor de mí, esas fueron las palabras que usó mi mentor para recordarme mi infierno en la tierra.

    Edward.

    No he dejado de pensar en él desde el momento en que pisamos el continente. Posiblemente esa era la razón de que tuviera ese sueño incomprensible. La forma en como lo lastimé al escoger a Owen sobre él aún me incomodaba mucho. Pero ¿cómo podía no hacerlo?

    Realmente creía —por no decir que estaba un cien por ciento segura— que el amor que sentía por Owen era verdadero, y que mi destino era estar con él. Aun si seguíamos derrumbando el mundo con nuestra unión.

    Después de todo, él sigue siendo el aire que respiro, la luz que alimenta mi alma con su agradable calidez. Sencillamente, él es y siempre será la razón para vivir esta inmortalidad.

    Quería a Edward, no había duda en eso.

    De otra forma no aceptaría con tal beneplácito mi futuro con él, aseguré. Aunque interrumpí pronto mi deducción porque comprendí en un segundo que ese sueño era un nuevo escenario que me decía que aún había esperanza para mí después de que la muerte encontrara a Owen.

    Algo parecido a lo que me mostró el recuerdo futuro de Ingrid con ese hombre.

    Solo que esa vida a lado de Edward era algo que no podía adelantar. No mientras que mi Cazador solitario siguiera ocupando cada milímetro de mi cuerpo y alma.

    Edward tendría que esperar por ahora, si en verdad me amaba. No era justo, lo sabía, pero la vida misma tampoco lo era.

    Ni siquiera en mi más loco sueño.

    Georgiano versus Victoriano

    Desvié la mirada del paisaje lateral que nos ofrecía la campiña francesa para reclinar el respaldo de mi asiento casi por completo.

    Apagué mi mente del futuro con Edward para disfrutar por varios minutos la excelente visión que aún tenía a mí otro lado: el delineado y casi perfecto perfil de Owen… Mi novio.

    Aún no estás aun en la realidad — me recordó mi subconsciente con un murmullo severo.

    —¿Eres un sueño? —le pregunté con cierta incredulidad por lo que veían mis ojos.

    Owen volteó a verme intermitentemente, y muy confundido por mi pregunta. No entendía para nada las ideas que estaban cruzando por mi cabeza en ese momento.

    —¿Disculpa? —me inquirió desviando la mirada del camino para verme fijamente solo unos segundos.

    —¿Despertaré de esta hermosa visión en cualquier momento? —volví a preguntarle, muy deseosa de una negación a lo que mi mente me seguía asegurando.

    —¿De qué estás hablando? —me cuestionó dentro de una risa muy burlona.

    —Sé que esto es mentira —continué mi soliloquio sin explicarle nada—. Después de todo, nuestra relación siempre tuvo un gran paralelismo con muchas historias románticas que son imposibles en la vida real.

    Owen soltó por un momento el volante para pellizcar con algo de fuerza mi brazo que descansaba a un lado mío.

    Grité al sentir lo filoso de sus uñas cortas.

    —¡Ves!… No estás en un sueño —me aseguró entre pequeñas risas.

    Esperé pacientemente a que algo sucediera tras esa clásica confirmación de los hechos, pero todo seguía igual.

    —Y, bien, ¿sigues pensando que estás dentro de un sueño? —me inquirió tras un largo silencio.

    —No lo sé. Mis sueños contigo son muy reales para poder diferenciarlos de la realidad misma —le respondí mientras que le hacia una caricia delicada por el brazo que hacía el cambio de velocidad.

    —¡Dios mío! ¡Amas complicarte la vida!

    Sonreí tímidamente.

    De pronto, el auto bajó su velocidad hasta casi detenerse. Owen únicamente se concentró en orillar el auto.

    Levanté la cabeza un poco para ver que sucedía. Los autos de mis hermanos y los Salisbury estaban estacionándose a las afueras de un restaurante que se encontraba en la entrada de un pequeño pueblo francés.

    Volteé a ver a Owen, quien me miró con tal intensidad que era seguro que estaba tramando algo. Me tomó por el cuello en un instante y, sin darme tiempo de pensar, me besó con un dejo de desesperación; sentí su amor incondicional. Me dejé caer poco a poco hacia el respaldo del asiento mientras que él siguió mi trayecto sin interrumpir el beso.

    Me gustó estar acorralada con su cuerpo. Escuchar el jadeo de su respiración por el deseo de llevar ese beso más allá. De que se excitara con mi cercanía.

    Cuando me liberó, estaba rendida, muy relajada y totalmente drogada por la extasiada sensación que sus besos aun dejaban en mí.

    —Si esto fuera un sueño, hubieras despertado en el momento mismo en que mis labios te tocaron —me aseguró.

    No podía objetar eso, pero sí sonreí complacida porque esto era una verídica realidad.

    —¿Necesitas tiempo para recuperarte? —me consultó casi con una anticuada preocupación mientras se enderezaba.

    No le respondí y solo me enderecé mirándolo fijamente y me arrojé sobre él con una sonrisa traviesa para besarlo otra vez. Esta vez me senté en su regazo como pude, y sujeté su cuello de tal manera que solo yo podía terminar ese beso anti-victoriano.

    Necesitaba ya tanto de él.

    Lo liberé cuando sentí que mi cuerpo estaba a punto de desfallecer, en donde mi naturaleza se encontraba frente a frente con la línea que me prohibía devorar su alma. No queríamos soltarnos, pero era necesario.

    Su respiración era agitada y su corazón golpeteaba con fuerza.

    —Fueron como treinta pasos —me comentó sin dejar de retirar mi cabello que caía sobre mi rostro con terquedad, debido a que mi cabeza estaba un poco baja, ya que estaba viendo el agitado movimiento de su pecho.

    Llevé mi mano ahí para sentir el movimiento halagador, en lo que él buscaba mi mirada con desesperación. Quería ver en qué estado me encontraba.

    —No tienes idea de cuánto extrañé esa mirada que me vuelve loco. Moriría en tus labios solo para verla —murmuró entre que besaba mí barbilla.

    Volví a sonreír muy complacida. Y como estaba un poco más repuesta, decidí que lo iba a volver a besar, pero me lo impidió un ligero golpeteo en la ventanilla a nuestro lado. Los dos volteamos renuentes para encontrarnos con Emily a un lado del auto; estaba en la desesperante tarea de acomodar un poco su bufanda en color guinda sin ponernos mucha atención en realidad. Sin embargo, eso no evitó que la aniquilara con la mirada por otra de sus inoportunas interrupciones.

    Owen bajó la ventanilla.

    —Vamos a entrar a comer algo. No pueden quedarse solos aquí —nos avisó con la intención de una clara orden.

    —Tengo hambre, ¿no te molesta que coma algo? —me dijo Owen al oído casi infantilmente.

    Negué con una sonrisa para ocultar que en verdad me molestaba. Pero, por ahora, él tenía que hacer caso a las necesidades de su estómago, antes de que rugiera demandante como siempre lo hacía. Abrí la puerta; y me estaba costando un poco de trabajo bajar, pero rápido fui asistida por Owen para que no perdiera el equilibrio y me fuera de boca hacia el pavimento.

    Me estiré un poco una vez fuera del auto. Ingrid se acercó a mí sin ocultar su complacencia por algo.

    —No eres tan anticuada, después de todo —me aseguró en confabulación. Era obvio que presenció nuestra escena apasionada.

    —Discúlpame por haber actuado así delante de ustedes —me excusé muy formal.

    —¡Pero ibas tan bien! —me regañó Ingrid por mi actuar ahora tan victoriano. Jason se acercó a ella para abrazarla por la cintura en lo que reía entre dientes. Me gustó verlos felices.

    —Como agradezco que Robert sea igual que yo. No hay diferencias temporales, culturales o de cortesía entre nosotros —comentó Emily como si nada, seguía peleando con la bufanda que se resistía a mantener ambos lados iguales.

    Todos reímos por su comentario.

    —Bueno, debo admitir que tiene muchas ventajas que ustedes sean victorianos —aseguró Owen a Emily, descansando en el auto con una pose muy despreocupada y casi atractiva.

    —¿Como cuáles? —le inquirió Ingrid, se liberó de Jason para recargarse en el auto también. Miró a Owen muy inquisitiva.

    —En el caso de Eli, me gusta que jamás se cómo va a reaccionar a ciertas cosas que doy por sentado que haría cualquier persona de ese siglo. Y es irónico, pero parece ser que a veces intercambiamos nuestras épocas —explicó mirando exclusivamente a Ingrid; ambos nos excluyeron de la conversación—. Entre más caballeroso me porto, bueno, ella se vuelve más moderna.

    —¿Crees que eso se deba a la represión que tenían en esos días? —le consultó sarcástica Ingrid.

    —¡Hey! —respingué al nada educado comentario de mi amiga, solo que ninguno de los dos me hizo caso.

    —Puede ser… Es obvio que ahora, con una total libertad, no sepan cómo desenvolverse a veces —le comentó Owen con algo de burla—. Vamos, ¿tú no estallarías ahora si en tu pasado tuviste que seguir un sin fin de reglas que no permitían expresar tus sentimientos o forma de pensar abiertamente?

    Ingrid se quedó cavilando un par de segundos, solo para finalmente concordar con él.

    —Sí, vamos en un momento. Solo estamos esperando a que estos dos modernos terminen de platicar —respondió sarcástico Jason al lejano susurro que nos preguntó si teníamos la intensión de entrar al restaurante.

    Ingrid y Owen voltearon a vernos un poco confundidos tras escuchar la respuesta incomprensible que mi hermano dio a los demás.

    —Algún día escucharán lo que opinamos de su siglo XXI —rezongué acercándome a Owen para darle un ligero golpe en las costillas, solo que él detuvo mi mano para sujetarla fuerte y llevarme detrás de sí para ir al restaurante.

    El restaurante bistró era muy acogedor y era visitado en su mayoría por viajeros que, como nosotros, pararon en su viaje para disfrutar de la cocina local.

    Tal vez estaban tan cansados que no sintieron el peligro.

    Los Salisbury, los De Bayeux, Manuel Lozano de Burgos y el resto de mis hermanos ya estaban sentados en una mesa larga. Todos se arrebataban el menú y discutían por los platillos que podrían pedir.

    Robert se puso de pie sin dudar al ver a Emily acercarse a él, sujetó la silla a su lado y la acomodó hasta que mi hermana se sentó, después tomó su propio menú y se lo dio con una sonrisa.

    Jason trató de hacer lo mismo con Ingrid, pero no le dio tiempo para que él fuera atento con ella.

    Reí entre dientes cuando Jason se dio cuenta que yo no dejaba de ver toda la escena.

    —Demasiado moderna para ser un caballero victoriano con ella —me comentó mientras se sentaba.

    —Jason, sabes que me haces sentir inútil cuando haces eso —le rezongó Ingrid en un susurro privado.

    —Creí que te fascinaba que él fuera así —le recordé sin ocultarle mi sarcasmo. Ingrid me hizo gestos de inmediato de que me guardara sus confesiones.

    —¿Qué se traen ustedes? —me preguntó Gregory de Bayeux sin comprender por qué tanto reclamo.

    —Bueno, estábamos discutiendo… ¡Perdón! Rectifico. Ingrid y Owen estaban discutiendo si es bueno ser victoriano o no —le respondió Jason.

    —¿Y? —inquirió Manuel, incitando a mi hermano a que continuara con el tema.

    —Llegaron a la conclusión de que somos unos reprimidos —soltó Emily sin más.

    Todos rieron con gusto.

    —No se burlen. Ustedes lo son más que nosotros —refutó Carl al júbilo de todos, mientras le propinaba a Charles un codazo que ocasionó que este se ahogara un poco con un pedazo de pan.

    —¿Lo son? —preguntó sorprendía Ingrid al aire.

    —Nuestros queridos mentores son de la regencia… georgianos —le susurró Jason al oído—. Y ellos son…

    —Barroco novohispano —respondió rápido Manuel, alzando la mano mientras que tomaba su vaso de agua con la otra.

    —Renacentista —dijo Ben, ofreciéndole a Ingrid una mirada autoritaria para que no refutara su falsa época enfrente de Manuel.

    —¡No! —exclamó Ingrid sin creerlo, aunque sonó un poco exagerada.

    —En realidad, no somos tan reprimidos. No como todo el mundo lo cree —rectificó Helen a Carl—. Por lo menos, no como Ed… —calló cuando volteé a verla con una increíble rapidez al escuchar por primera vez su nombre desde nuestra salida de Inglaterra.

    —¿Edward?… ¿Un reprimido? —le preguntó Ingrid sin importar la incomodidad expresada en nuestros rostros—. No lo parece.

    Bajé la vista para ocultar la incomodidad, entonces, vi que Owen apretó más su puño, en clara demostración de molestia. Lo miré a los ojos y no estaba calmo; así que sujeté su mano para tranquilizarlo. Mi olfato, quizás debido a que estaba muy cerca de él, detectó las pequeñas partículas que su lado de Cazador expedía al escuchar la conversación acerca de Edward.

    Finalmente, Owen relajó la mano al sentir mi amor en la mía.

    —Edward creció con la educación inculcada a un terrateniente que recibía £4000 anuales, así que tiene un sinfín de reglas protocolarias —relató Henry y rio para sí mismo—. ¿Recuerdan cómo se volvió loco cuando vio a Eli en esa fiesta? —se dirigió solo a sus hermanos, quienes lo acompañaron en sus risitas llenas de añoranza.

    —A decir verdad, nos conocimos mucho antes de ese encuentro, ¿recuerdas? —rectificó Kathe a Henry.

    —¡Cierto!

    —¿Cómo está eso? —les preguntó Manuel muy curioso.

    —Hubo un corto encuentro entre Emily y Kathe con Henry y Edward —le hizo saber Mary.

    —¡Vaya carrera que nos hicieron dar! —comentó Emily.

    —¿Por qué las persiguieron? —preguntó Ingrid a Kathe con mucha familiaridad. Mi hermana se incomodó un poco por la actitud, pero le respondió:

    —Bueno, todo sucedió una tarde que acompañé a Emily de compras cuando, sin esperarlo, nos topamos con ellos dos —cabeceó solo hacia Henry—. Era la primera vez que nos encontrábamos con alguien como nosotros. Hasta ese momento ya nos habíamos hecho a la idea de que éramos los únicos en el mundo.

    —Debo admitir que no fue muy acertado de nuestra parte emboscarlas… —agregó Henry.

    —¡Solo lograron que huyéramos de la tienda entre golpes y empujones! El dominio que despedían en ese entonces era para asustar —le interrumpió Emily.

    —Las perseguimos, pero las perdimos cuando se entremezclaron con los Mortales en Regent’s Street —terminó Henry, riéndose calladamente de su mala suerte entonces.

    Me acerqué un poco más a Owen para verificar su aroma. Por suerte, ya había desaparecido, así que dejé que mi cabeza se recargara en su brazo. La voz de Emily atrajo mi atención de nuevo. No me incomodó mostrar afecto en público.

    Además, así veían que Owen me hace feliz.

    —Después llegó esa fiesta… —comentó con la mirada perdida.

    —Henry detectó a los Carleton tan pronto como entramos a esa casa…

    —¡Y no fueron los únicos! —interrumpió Robert a Mary—. Emily y Kathe estaban aterradas por su efluvio en el ambiente. Más allá de que no sabíamos qué intenciones podían tener, ellas no se explicaban cómo las habían encontrado.

    —Los buscamos entre los invitados… El rostro de Edward se congeló como si hubiera visto a un fantasma cuando vio a Eli. No tardó en dejarse de rodeos y se impacientó por conocerlos —siguió Charles, después dio un bufido irónico. Edward se sorprendió esa vez porque creyó ver a su adorada Elizabeth reencarnada—. Era increíble que las miradas que nos lanzábamos entre Familias eran como una comunicación perfecta que exigía cualquier tipo de acción de por medio.

    —¡Fue muy frustrante! Ya que, de acuerdo a los preceptos de conducta del Consejo, nosotros no podíamos dirigirnos a ellos. Edward era el único que podía hacerlo —comentó Henry, se inclinó un poco hacia la mesa para que la mirada de Ingrid se concentrará exclusivamente en él. Ella le regresaba su atención con fascinación—. Y, de acuerdo al código de conducta de Edward, él no podía acercarse a Eli porque no había nadie conocido por ambos que pudiera presentarlo.

    —Esa fue su excusa oficial, pero en realidad creemos que estaba muy intimidado por Eli —nos rectificó

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