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Kipu: Primera Cuerda
Kipu: Primera Cuerda
Kipu: Primera Cuerda
Libro electrónico403 páginas6 horas

Kipu: Primera Cuerda

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Información de este libro electrónico

El acto de caminar fue lo que transformó sus raíces en pies y algo similar ocurrió con sus manos.

Kipu es un vocablo quechua que significa «nudo» y que da nombre a un sistema codificador de las culturas andinas prehispánicas. La información era registrada como nudos que se hacían en cuerdas atadas a otra de mayor tamaño y grosor, considerada como cuerda principal o maestra.

El relato, al igual que un Kipu, se «desenrolla» como cuerdas-cuentos que cuelgan de una verdad no-velada; los nudos no deben buscarse en el aspecto formal del texto, sino intuirse en otros elementos. Quien tenga a bien hacer una lectura lúdica, podrá descubrirlos en esta «primera cuerda» presentada a modo de introducción.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento4 ene 2016
ISBN9788491122890
Kipu: Primera Cuerda
Autor

Romi Mori

Romi Mori nació Lima, 1975. Formada en magisterio (1997) y en psicología (2001) especializada en técnicas para el manejo de la ansiedad en niños con diagnóstico oncológico (2003) y en protección a la infancia (2005). Se da a conocer como narradora con Kipu, primera cuerda (2015).

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    Kipu - Romi Mori

    Título original: Kipu

    Imagen de la cubierta y del interior de Romi Mori

    Primera edición: Diciembre 2015

    © 2015, Romi Mori

    © 2015, megustaescribir

    Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Contenido

    I. CARNE FRESCA

    II. RAÍCES NÓMADAS

    III. HONESTIDAD

    IV. DESAMOR

    Sobre el título

    Sobre la autora

    KIPU

    CUENTOS SOBRE UNA VERDAD

    NO-VELADA

    Romi Mori

    2015

    PRIMERA CUERDA

    Imagen3_EDITED.jpg

    (Libro uno)

    Mundo de dioses, mundo de monstruos.

    I. CARNE FRESCA

    –1–

    —¡Maldita lluvia! ¡Todo es una mierda! —Christopher se quedó clavado en el umbral repartiendo una mirada de odio entre los muchachos que estaban ocupando su esquina de la barra.

    Ellos, ante el dramatismo de su entrada, se giraron y lo miraron con desprecio.

    —¡Pero os aseguro que mañana será otro día! —agregó forzando un gesto simpático que acompañó con una venia de fingido agradecimiento.

    Esos insolentes eran carne fresca y se merecían que, durante el resto de la noche les dedicara su gracia eterna: se divertiría a su costa. Si todo salía como siempre, ninguno iba a recordar nada. Sonrió maliciosamente y pensó que merecía echar unas risas, sobre todo después de su absurda jornada. Respiró y enderezó su postura hasta que tocó el umbral con la parte superior de su sombrero. Como un castigo a sus planes perversos, una voz acudió a su mente: «Mañana será otro día.»

    Ella le dijo eso mismo en un susurro, durante ese último momento, justo antes de que desapareciera entre sus brazos. Él no dejó de quererla nunca, ni por un solo instante. La amaba tal y como la había amado desde siempre. Pero nada de lo que sentía le servía para consolarle porque ni siquiera era capaz de conformarse con percibir su ausencia. Era como si su recuerdo lo anclara aún más a ese mundo y él no quería seguir ahí, sino que quería estar a su lado.

    Entristeció. No iba a dejarse abatir, no después de su jodido día. Inspeccionó el bar de reojo. Quería saber si alguna mujer podía compadecerse de su patético ser.

    Además de los muchachos, el resto del público estaba formado por los doce viejos taciturnos de siempre. Estaban a su diestra, jugando al dominó en la misma mesa de siempre, la que estaba en la esquina de la pianola. En ese rincón, cada generación de nuevos viejos se empecinaba por alargar las tardes de partida hasta horas inauditas de la noche.

    Echó un último vistazo en busca de alguna mirada femenina, pero se encontró con las mismas miradas de los muchachos insensatos que parecían decirle que se diera media vuelta y saliera por donde entró.

    —¿Qué te pongo camarón? —la voz de Pirata retumbó en el recinto como si la hubiese sacado de las profundidades de su prominente barriga.

    Le extrañó que su socio le preguntara lo que quería beber porque lo sabía de sobra, pero le resultó aún más raro que lo llamara de ese modo. Solía hacerlo cuando quería hablarle en clave, decirle algo que sólo él podía descifrar. Frunció el ceño y convocó a sus ideas para reunirse en ese punto de la frente; pero, de los pensamientos que ahí se concentraron, ninguno le sirvió para decodificar el mensaje oculto. Después del día que tuvo, no estaba ni para misterios, ni para acertijos. Se rindió. No quería perder la poca paciencia que le quedaba.

    —Lo de todos los días, la pregunta sobra —soltó al tiempo que levantó los hombros para indicar que no se había enterado de lo que quería decirle.

    Pirata, enfurruñado, empezó a servir una pinta de cerveza negra mientras mascullaba algo entre dientes.

    Le hacía gracia ver al grandullón picarse de ese modo, pero en esta ocasión, lo último que quiso fue reírse. La sensación de estar siendo observado empezó a irritarle. Clavó la mirada en la de los muchachos. «Pequeños monstruos estúpidos», pensó.

    Se giró hacia los viejos taciturnos del dominó perpetuo, porque ellos podían ayudarle a dejar claro, y con un solo saludo, que acababa de entrar a su propia casa. Inclinó hacia ellos su sombrero mojado y esperó que respondieran al gesto, pero ninguno se inmutó ante su entrada histriónica, como tampoco se fijaron en que estaba buscando su atención. Estaban acostumbrados a sus excentricidades y a sus intempestivos cambios de humor. Llevaban mucho tiempo, demasiado, sin tomarse en serio sus arrebatos. Además, estaban concentrados en la partida, en no dejarse ganar.

    La curiosidad, sin embargo, atenazó a uno de ellos por el rabillo de un ojo y tiró de él hasta que vio al pelirrojo de cuerpo entero. No lo reconoció. Tuvo que sacudirse para asegurarse de que el hombrecillo de la figura decadente que estaba sosteniendo en alto su sombrero era el otro dueño del bar. La facha que llevaba no se correspondía ni con él ni con su consabida vanidad. El viejo, incrédulo, levantó la cabeza por encima de la de sus compañeros y fue el primero en dar un codazo al de al lado. De ese modo se pasaron la voz en cadena hasta que todos dejaron de jugar y miraron en dirección al extraño que los estaba saludando; pero estaban tan asombrados, o asustados, que tardaron en reaccionar.

    —Buenas noches, Christopher.

    La voz rasposa que surgió de entre los viejos era la del único amigo que tenía entre ellos. Le costó reconocerla, pero cuando lo hizo, supuso que Antonio debía de estar acatarrado. La mezcla de perplejidad y lástima en su mirada, le dijo algo más que nadie, ni siquiera Pirata, se atrevió a decirle. Recordó los momentos más humillantes y absurdos que le ocurrieron durante ese día y pensó en que su aspecto debía de ser mucho más desagradable de lo que había imaginado, mucho más repulsivo de lo que fueron sus modales. Necesitaba verse, saber si por fin le habían crecido los cuernos en la frente y si esa era la causa del desprecio de casi todos los presentes.

    Tiró de su maleta con tanta fuerza que las ruedas se elevaron del suelo. Con el mismo ímpetu fue hacia su derecha, hacia la pared donde se apoyaba la pianola, que era donde estaba el único espejo en el que podía verse de cuerpo entero. Su pequeña, sucia y abollada maleta de fibra de vidrio, que a esas alturas de su absurdo viaje, no parecía ser ni tan cara, ni tan exclusiva, ni tan de marca, emprendió un vuelo rasante por encima de las mesas y sillas que él fue sorteando para abrirse paso.

    Esto asustó aún más a los viejos. Pensaron que la endiablada locura al fin se había apoderado del pelirrojo. Llevaban esperando que eso ocurriera desde que lo conocían, desde que tenían memoria, desde siempre. Los que se pusieron en pie, que eran los más pálidos, volvieron a sentarse sin quitarle la mirada de encima por miedo a que la sinrazón cambiara de opinión y fuera a por ellos.

    Antonio rio por lo bajo. Estaba seguro de que los demás estaban aterrados por las supersticiones que tenían sobre los pelirrojos. Esas ideas no eran más que estupideces que les inculcaron los padres de sus padres y que estaban inculcando a los hijos de sus hijos. Cada vez que planteaban sus creencias, se limitaba a escucharlos pacientemente y nunca les decía nada que fuera en contra porque sabía que no podía, ni debía, intentar abrirles los ojos respecto a nada. Pensar en esto le hizo olvidar por un momento la sensación de aflicción que ignoró durante todo el día, pero un ligero dolor en la mano le recordó al tipo que lo había herido, además de las palabras que pronunció. Se obligó a olvidarlas desde el momento en que las escuchó. Se dijo que debía evitar pensar en todo eso hasta al día siguiente, que sería cuando podría hablar con sus dos únicos amigos, los dueños del bar. Su mente acató esa orden con tal precisión que no cayó en la cuenta, sino hasta ese mismo instante, de que no tendría que esperar.

    Una vez frente al espejo, Christopher comprobó que la bestialidad aún no se había manifestado en su cuerpo, no de la forma en que solían profetizarle sus sueños. La monstruosidad que estaba observando no era la propia, sino la de los muchachos y los viejos que lo estaban juzgando porque su apariencia era la de un indigente.

    Estaba desaliñado y sucio. Llevaba la gabardina raída por la parte inferior y los girones arrastraban capas de barro seco que se había vuelto a humedecer. El barro era más abundante en sus zapatos y en sus perneras que también estaban raídas. Su sombrero no sólo estaba empapado, sino que estaba manchado con la misma grasa que tenía en las mangas de su gabardina, en parte de su destartalada maleta y en la mitad de su ligera barba. Se miró a los ojos y una sonrisa le borró el cansancio que se le notaba en la mirada. Orgulloso por la forma en que había sorteado todos y cada uno de los acontecimientos que en ese extraño día le llevaron a ese desastroso estado, levantó ligeramente el mentón. Respiró y sintió como el respeto hacia sí mismo, que creyó que había llegado a perder para siempre en alguno de esos incidentes, volvió a su ser. Lo único que lamentó fue que en el bar no estuviese ninguna mujer que lo viera hincharse de ese modo. Desilusión.

    Levantó la nariz e irguió su postura. Se quitó el sombrero, lo sacudió ligeramente y sin soltarlo cogió y tiró del asa de la maleta. Empezó a caminar hacia la barra con tanta dignidad que rayaba en un sobreactuado desprecio. Estaba disfrutando de su paseo triunfal. Le gustaba sentir el ligero crujir del suelo de madera en contacto con las suelas de sus zapatos. Era la misma sensación que tenía cuando pisaba el escenario de algún teatro o de alguna sala de conciertos, salvo que, en aquella ocasión su calzado chirriaba por la humedad. Un ligero escozor en su afeitada nuca le hizo parar y buscar su imagen, sólo que esta vez se miró en el único espejo siniestro del lugar, que era el que tenía más cerca. Eran incontables las veces que él y Pirata hablaron sobre cambiar ese vejestorio, pero siempre terminaban cediendo ante su innegable encanto. Además de ser una pieza rara, les gustaba ver como se divertían algunos clientes observando sus imágenes distorsionadas.

    Apartó una silla y desvió su camino hacia la izquierda que era donde se encontraba la columna en la que colgaba el espejo en el que sólo podría mirarse de la cintura hacia arriba. El artilugio, salpicado de diminutas manchas negras y doradas, le devolvió un reflejo amarillento, casi espectral y eso le gustó. Dada la facha que llevaba, si hubiese podido admirar su deformada imagen al completo y de un solo golpe de vista, el efecto habría sido mucho más impactante. Apoyó la frente contra el cristal intentando ver sus pies, pero fue imposible porque aquella postura tenía un ángulo nulo. Se sintió ridículo, pero no desistió. Sin despegarse, dio medio paso atrás y así consiguió ver hasta sus rodillas. El azogue de la parte baja del cristal se había desprendido transparentando el fondo de brea que cubría la madera de la parte posterior del marco. Como no se dio cuenta de esta falta, se sintió estúpido.

    Resignado por no poder verse al completo con un efecto fantasmal, cambió de objetivo y se fijó en la parte del cuello que sentía irritada. La piel de esa zona se reflejó en una tonalidad anaranjada, mientras que el resto se veía en un saludable tono ocre. La nuca volvió a picarle con más intensidad pero no quiso rascarse. Agobio. Encogió los hombros y se frotó el cogote contra el borde del cuello de su chaqueta. Algo más aliviado, bajó la mirada para echarse un vistazo.

    Lamentó observar que prácticamente nada del resto de su apariencia reflejaba un poco del esmero que había puesto en preparar su viaje. Quiso hacer el trayecto en dos días cuando podía haberlo hecho en una jornada, contando con las seis horas que duraba la espera para hacer el transbordo. Si tenía que esperar, iba a hacerlo a su modo.

    En su plan, el miércoles por la tarde cogería un avión para ir a B, donde iría al teatro y pasaría la noche. Durante la mañana del jueves haría algo de tiempo antes de comer con unos amigos y luego volaría a M. Pasaría la noche ahí para poder madrugar al día siguiente e ir de punta en blanco desde su hotel hasta el conservatorio sin ningún tipo de contratiempo ni de prisas. Quería llegar un poco antes de la hora que tenía programada para su audición, que sería a las once de la mañana.

    La puesta en práctica de su plan empezó tal y como lo tenía previsto. El miércoles llegó a B por la tarde, fue al teatro, cenó algo ligero y se acostó temprano. El jueves despertó pronto, fue a la barbería, visitó algunas librerías, comió con sus amigos en el restaurante del hotel y le sobró tiempo para dormir una siesta de media hora antes de salir hacia el aeropuerto. A partir de aquí, su plan empezó a torcerse.

    En el aeropuerto él y el resto de pasajeros tuvieron que esperar en la sala de embarque más tiempo de lo habitual porque se suponía que el vuelo a M iba a salir con retraso. Después de una hora y media, durante la cual nadie se dignó a darles ningún tipo de explicación, el supuesto retraso pintaba cada vez peor. La inquietud y el enfado dominaban el ambiente. Finalmente alguien les comunicó que debían de retirarse de ese espacio porque su vuelo había sido cancelado. Ni disculpas, ni nada. Les dijo que si lo deseaban, podían acercarse a las oficinas que la compañía tenía en el aeropuerto para hacer la reclamación que estimasen oportuna. Entonces empezó a perder la calma. No quiso perder tiempo en reclamar nada. Intentó conseguir otro vuelo para ese mismo día, pero ninguna compañía tenía nada disponible. Cansado, volvió a la misma línea aérea que le había estropeado la agenda. No necesitó batallar demasiado para que lo colocaran en el vuelo que saldría a M al día siguiente a primera hora. Además, le ofrecieron una noche de hotel como compensación por las molestias.

    Le animó saber que el hotel estaba muy cerca y aceptó de buen grado. Al final podría descansar lo suficiente y madrugar lo necesario para acicalarse y estar perfecto para su audición. No contaba con la noche de golpes y gritos orgásmicos de la habitación de al lado que lo obligaron a desvelarse. Hacia las tres de la mañana empezó a dar vueltas para espantar su enfado y trazó un nuevo plan para llegar impecable al conservatorio: a las cinco tenía que estar en la ducha, afeitarse y perfumarse hasta el entrecejo. Era arriesgado, pero se vestiría con la ropa con la que iba a ir a la audición y la dejó preparada en un colgador. Pediría un taxi que se limitaría a cruzar la calle para llevarlo hasta la puerta del aeropuerto. Ahí evitaría las cafeterías y en el avión rechazaría el desayuno. Lo tenía claro. Se sentó en la cama a esperar que acabara la orgiástica fiesta de al lado. Debían ser como las cuatro y media de la mañana. No tenía sentido dormir. Tampoco tenía sueño. Estaba algo aturdido por el cansancio, pero podría aguantar despierto. Sólo iba a cerrar los ojos un momento, para repasar lo que tendría que hacer a partir de las cinco. Para cuando volvió a abrir los ojos, eran las siete menos cuarto y su vuelo salía a las siete y media.

    No se duchó, no se afeitó, ni siquiera se puso la ropa limpia del colgador, sino que se enfundó la misma ropa que llevó el día anterior. Armó su maleta a toda prisa y del mismo modo salió hacia el aeropuerto. Maleta y sombrero en mano, corrió el kilómetro que separaba el hotel del aeropuerto. La lluvia, que era diminuta, empezó a empaparle desde abajo, desde los charcos que pisaba a su paso. Ni se acordó del taxi que iba a pedir para que lo llevara prácticamente de una acera a otra. Majaderías. Cruzó la calle, no por donde debía, que era en el paso de cebra que estaba demasiado lejos, sino que lo hizo por medio del jardín que dividía la avenida. No imaginó que el fango que ahí le esperaba iba a hundir sus pies hasta ensuciar sus calcetines, ni lo atraparía más de una vez por los tobillos hasta hacerlo caer. Sin detenerse a limpiar sus zapatos, siguió corriendo hasta que facturó y hasta que llegó a la sala de embarque.

    Consiguió llegar a tiempo y se sintió entusiasmado, pero, para no tentar a su suerte, se quedó de pie al lado del mostrador. Mientras recuperaba el aliento empezó a trazar un nuevo plan porque estaba seguro que podría arreglárselas para aparecer en su audición con un mejor semblante del que tenía. Cuando llegara a M iría a su hotel, que estaba muy cerca al conservatorio, se daría una ducha rápida y se cambiaría. Eso sí, no podría perder tiempo arreglándose más de la cuenta. No se afeitaría, ni se miraría en ningún espejo tal y como se estaba admirando en ese momento, en uno de los cristales que daban hacia la pista de embarque. Si es que no podía con su vanidad. No sólo no se afeitaría por una cuestión de tiempo, sino porque le gustó el contraste de su ligera barba rojiza con el aire militar de su redondeada nuca, le hacían parecer algo más interesante.

    Después de un largo devaneo narcisista, pasó de ver su imagen a mirar a través del cristal. Se dedicó a observar a los operarios que conducían los remolques con los contenedores del equipaje. Le alegró tener consigo cuanto necesitaba porque al llegar no iba a perder tiempo en esperar a que desembarcaran todos esos promontorios. Y esa fue la última idea coherente que tuvo durante esa mañana. Lo que siguió fue el inicio de una serie de situaciones por las que su aspecto terminó siendo el de alguien que estaba montando un número irracional.

    Una oportuna avería en la manga de embarque obligó a los pasajeros a caminar por la pista para subir al avión. El trayecto se convirtió en un accidentado circuito de obstáculos que sólo afectó a Christopher. Esa especie de mala suerte no le abandonó ni siquiera cuando por fin estuvo sentado esperando pacientemente el despegue. El aparato empezó a ser remolcado y la azafata que estaba revisando los compartimentos superiores abrió el suyo en el preciso instante en el que giraron ocasionando que su maleta le cayera en la cabeza. Poco después supieron que el remolque había dado ese giro para devolver el avión a la zona de embarque, porque en el último minuto recibieron el aviso de que el aeropuerto de M acababa de ser cerrado por una intempestiva tormenta de granizo y nieve. Entonces se percató que le resultaría imposible llegar a la audición. Imposible.

    Los de la línea aérea, después de todos esos accidentes que parecieron intencionados, se portaron bien. Estaba claro que no lo hicieron porque fueran buenos samaritanos, sino porque querían evitar una denuncia. Más de uno de sus empleados se vio involucrado en lo que los otros pasajeros, testigos potenciales, estaban calificando como ensañamiento. Algunos serios, otros descojonados, no dejaron de grabar con sus móviles las escenas de atropellos, empujones, caídas y golpes con diversos objetos en los que solamente hubo un único damnificado. Llegaron a pensar que les estaban haciendo una broma televisiva y cuando se dieron cuenta de que no era así, no faltó el abogado, tarjeta y grabación en mano, que se acercó solícito a la víctima de negligencia en la aplicación de los protocolos de seguridad, tal y como iba a probarlo ante un juez. Ante esa perspectiva, la compañía devolvió a Christopher el importe de su billete, le regaló otro de ida y vuelta en primera clase con fecha abierta para donde él quisiera, además de devolverlo a casa por cortesía. El abogado sacó otro tanto para él y a los demás, para que se estuvieran calladitos, les consiguió un día de pases y consumiciones en la zona vip del aeropuerto. Lo que no pudieron fue convencerlos de no subir los vídeos a la red, por lo que al menos parte de esa humillación debía conocerla ya medio mundo.

    No sabía cuántas horas después de todo aquello, se permitió descansar en la butaca del avión que le llevaría a A, desde donde volvería a su vieja ciudad un día antes de lo previsto. Lo haría en taxi, aunque le costara la mitad de su sueldo como profesor de musicología en la facultad. No le importaba, se lo merecía. Después del disgusto por haber perdido su audición, nada le apetecía más que estar en casa, en la añeja y aburrida urbe en la que el tiempo pasaba como si llevara una resaca de varios días. La odiaba y la amaba con toda su pasión, con todas sus fuerzas. Le gustaba vivir ahí, pero cada uno de sus rincones le recordaba a ella. Acomodó su cabeza en el asiento y cerró los ojos plácidamente, como si al hundir sus recuerdos en el papel protector le bastara para sentir que ella lo tenía contra su pecho.

    El vuelo transcurrió con relativa calma, aunque la tormenta se dejó sentir de tanto en tanto. Despertó cuando sintió que la azafata se estaba acercando con su carrito de provisiones. Pidió una botellita de vino tinto que la mujer no quiso cobrarle por lo de la cortesía. Con la copa de plástico en la mano, volvió a cerrar los ojos y a reposar su cabeza en el respaldo. Bebió un par de sorbos pequeños e iba a seguir bebiendo cuando el avión se sacudió. Entonces tuvo un último accidente…

    Aquel hecho fue más que anecdótico y mucho más extraño que el conjunto de los desastres que lo acompañaron durante su absurdo día. Quedó tan afectado, que se olvidó de todo, incluso de su manía de fijarse en si su reflejo le acompañaba a donde fuera, algo que siempre hacía, sobre todo si estaba en la vieja ciudad. Nunca perdonó a nadie que fuera desaliñado por sus calles, mucho menos a sí mismo. Simplemente no tuvo cabeza para pensar en nada más hasta que el taxi lo dejó frente a las puertas de hierro del bar.

    Poner un pie en su negocio era exactamente lo mismo que entrar a su casa porque, además de que el local era suyo y de su socio, ambos compartían el piso que tenían sobre el bar, en la segunda planta de la vieja casona. La puerta de su vivienda, sin embargo, no era nada práctica puesto que estaba al final de un callejón al que sólo podían acceder desde la calle que estaba doblando la esquina.

    De ese lado, un muro alto y un portón de madera y hierro ocultaban que dentro había un pequeño jardín dividido por un sendero de piedras que llegaba hasta un patio diminuto y a unas escaleras que conducían a lo que en otro tiempo fue un balcón que reformaron para que fuese la entrada principal del piso. No solían usarla, menos durante la noche y no porque el callejón fuese lúgubre o peligroso, como más de una vez constataron al toparse con situaciones desagradables que siempre supieron solucionar, sino porque era más rápido usar las escaleras de trampilla que tenían en el almacén del bar.

    Eso era lo que pretendía hacer cuando cruzó el umbral de la puerta: dirigirse directamente a las escaleras de trampilla del almacén, subir a su casa y tirarse en el sofá con una cerveza en la mano. Quería ver alguna película que lo indujera a olvidar su desastroso día y a dormirse hasta al día siguiente. Pero, cuando abrió la puerta y vio que esos muchachos impertinentes no sólo estaban ocupando su esquina de la barra, sino que lo estaban mirando de esa forma, para él fue como un reto que lo obligaba a jugar sus juegos de siempre y, sobre todo, a desquitarse del día que llevaba a cuestas. Tenía a mano algo de carne fresca.

    La expresión en los rostros de los muchachos seguía gritándole, con total claridad, que se había equivocado de lugar. Que personas de su clase no podían entrar en ningún sitio en el que estuvieran ellos, ni siquiera para resguardarse de las inclemencias. Que los centros de caridad, de misericordia, o como se llamasen, se habían creado para mantener a esa clase de gentuza alejada de sus presencias. Que sus familias donaban dinero religiosamente y que éste era más que suficiente como para que cualquier lacra social estuviera fuera de su vista y de su olfato.

    No tardó mucho en darse cuenta que los muchachos no sólo lo estaban mirando de ese modo a él, sino que también lo hacían con los viejos. Sólo por eso y durante un segundo, quiso fulminar a esos mocosos, a su pedantería y a sus camisas del bordadito que anunciaba su superioridad social. Se contuvo. Sin dejar de sostener sus miradas, volvió a tirar de su maleta y retomó su camino hacia la barra. Pequeños monstruos.

    Después de avanzar unos cuantos pasos se detuvo porque escuchó un ruido que provenía de detrás de las puertas batientes que conducían a los baños. La esperanza de ver a una mujer justo en frente de donde estaba lo mantuvo con la mirada fija en ese punto. Quien apareció no fue una mujer, sino un muchacho fornido. Le dio la impresión que era más o menos de la misma edad que los pequeños monstruos e imaginó que era uno de ellos.

    Estaba tomando una actitud defensiva porque supuso que aquel muchacho, que también era carne fresca, se mostraría como sus amigos. Pero él, lejos de comportarse como los otros, fue respetuoso. Sostuvo con nobleza su mirada, lo saludó con una leve inclinación de cabeza y continuó caminando hasta que llegó al lado de sus impresentables compañeros. Cogió su cerveza de la barra, su chaqueta vaquera de la silla alta y sin mirarlos ni decirles absolutamente nada fue hacia el otro lado, hacia la izquierda, hacia la mesa que estaba más cerca de la salida de emergencia.

    Los otros, algo aturdidos por la renuncia territorial, le siguieron sin rechistar. Parecían dispuestos a seguirlo a donde fuera y a hacer lo que él dijera. Algo cualitativo cambió en cada uno, como si una manada exaltada por un intruso se volviera completamente mansa ante la presencia de su líder. Le resultó extraño que ese puesto lo ocupara un chico que poco o nada, a parte de su juventud, tenía en común con el resto del grupo. Su atuendo era sencillo y burdo en comparación a la ropa de marca de los otros. Llevaba unos vaqueros desgastados, no rotos, unas botas de montaña que se veían algo sucias, una camiseta verde de manga larga y cuello redondo. El único abrigo que llevaba era esa chaqueta, que, ni siquiera, tenía forro de lana, o no podía verlo desde donde estaba. Daba igual. Seguía dando la impresión de ser un tipo recio. Le sorprendió que los niños pijos se dejaran gobernar por alguien que, evidentemente, no pertenecía a su clase social. Ese muchacho, aunque sólo había visto por un momento y de lejos, le hizo recordar a alguien más, pero no sabía exactamente a quién. Quizás estaba desvariando.

    Estaba demasiado cansado. Necesitaba seguir de frente, hacia la barra, hacia la entrada de los camareros, hacia el almacén, hacia la trampilla, hacia arriba, hacia su casa, hacia la nevera, hacia su sofá, hacia un sueño profundo. Pero la singular simbiosis entre los chicos despertó su curiosidad y lo instó a tirar de la maleta e ir directamente hasta su esquina de la barra. Sin dejar de mirarlos, ocupó su silla alta, que coincidentemente era la misma en la que el chico había posado su chaqueta vaquera.

    Los seis niños pijos se quedaron de pie, formando una media luna alrededor de la mesa mientras que su líder quedó de espaldas hacia la barra. No pudo saber si les estaba diciendo algo pero, por sus rostros, eso era lo que debía estar haciendo. Del aturdimiento que mostraron cuando cambiaron de sitio, pasaron a la vergüenza y de ahí al arrepentimiento. De uno en uno fueron bajando sus miradas y se quedaron con la cabeza gacha en actitud penitente. Al cabo de un minuto, o dos, despertaron del trance. Con una actitud humilde, fueron, de uno en uno, mirándolo a los ojos, como buscando su perdón. Sin esperar respuesta y con la mirada clavada en el suelo fueron tomando asiento. Fue casi asombroso. Estaban pidiendo indulgencia a quien, momentos antes habían crucificado con sus miradas y, sin dudarlo, hubiesen echado a patadas del lugar. Quiso saber si de algún modo su líder los estaba obligando a reconocer sus errores, pero él estaba bebiendo y mirando a un lado y a otro del bar, como si no tuviera nada que ver con los borregos que, para él, seguían siendo carne fresca. En cambio, el muchacho fornido se estaba ganando su respeto, tal y como en su momento lo había hecho Antonio.

    El viejo no siempre fue viejo pero desde siempre, aún en su época más tonta, se comportó como un señor. Los demás, sus compañeros de ese entonces, algunos de los cuales todavía seguían yendo al bar sólo que, con el tiempo, habían pasado de armar juergas interminables a jugar tranquilitos al dominó, tuvieron que pasar por los rituales del bar. Era lo que tenía ser carne fresca y caer en su territorio. Los juegos iniciáticos, que únicamente divertían a Christopher y a Pirata, servían para asegurarse la complicidad inconsciente de unos cuantos asiduos. Los elegidos eran inocentes que no tenían derecho a conocer las verdades que ocultaba aquel lugar. Ese conocimiento estaba reservado para personas íntegras que, como Antonio, conseguían su respeto.

    Aunque los muchachos mantenían sus miradas clavadas al suelo, de tanto en tanto las levantaban, como deseando saber si habían sido absueltos. Supuso que tal y como llevaba su día, podía dar una tregua a los recién llegados, por lo menos por esa noche y con un movimiento rápido de su diestra les perdonó la vida. No estaba de humor para disfrutar de un ritual de iniciación. Tampoco tenía tiempo para perderlo en algo de tan poca importancia. El incidente del avión volvió a ocupar su mente y, conociéndose, necesitaría el resto de la noche para digerirlo.

    Christopher enderezó su postura, se giró hacia la barra y se sentó correctamente. Una pinta de cerveza negra lo estaba esperando y la bebió sin parar. Frente a él, un ojo impaciente aguardaba a que posara la jarra vacía.

    —Otra de estas Pirata, pero con una dosis extra de mimos por favor. —La voz de Christopher era la de alguien que estaba hecho polvo. En un suspiro agregó—: He tenido un día demasiado largo.

    —Eso puede verse. Me dejaste la entrada hecha una mierda.

    —Llama al esclavo. ¡Qué limpie!

    —No está.

    —¿Y eso?

    —Llamó para avisar que llegaría tarde. Tenía que presentar una maqueta o algo así. A ver si nuestro polluelo levanta el vuelo de una vez.

    —Si es el último trabajo que me dejó, diría que está bastante completo… Aunque, lo que le falta a Cuervo es escribir bien sus partituras. No me vale que se fíe de los programas esos de ordenador que hoy en día te lo hacen todo. Una partitura hecha a mano refleja la pasión, el sentimiento, el espíritu que uno tenía al componerla. Si le pidieron alguna partitura junto con la maqueta… No sé, puede que esté jodido. Tiene a su favor que a esa gente, hoy en día, lo que menos les importa es el trabajo duro. Sólo quieren vender, vender y vender.

    —A propósito tiula¹ viracocha, ¿qué haces aquí? ¿No se suponía que hoy te ibas a quedar en…? ¿Dónde fue tu audición? –a medida que hablaba, Pirata se movía siguiendo algún tipo de rito que lo obligaba a hacer movimientos exactos para servir otra pinta a su socio y amigo.

    —No llegué. Digamos que la audición ha sido cancelada –resopló y empezó a beber con tranquilidad la segunda cerveza que ya tenía sobre la barra.

    —¿Qué? ¿Y dejaron que fueras hasta allá para decirte que la habían cancelado? –la indignación de Pirata se acentuó por la idea de que en ese mundo lo único que se hacía con celeridad era tomarle el pelo a todo dios, incluyéndolos a ellos.

    —No exactamente. Por la mañana… –clavó la mirada en su vaso. Quería ordenar los acontecimientos y relatarlos con la mayor exactitud que le fuera posible. Respiró. Bebió otro trago de cerveza. Pensó un poco más. Resopló. Bebió otro trago y concluyó–: Todo se fue al carajo.

    —¿Y ya está? ¿Eso fue todo? –el grandullón se puso a dar vueltas dentro de la barra. Se arrepintió de haberle preguntado nada a su amigo. Siempre estaba igual. Tenía que usar unas tenazas para que le contara algo, cualquier cosa que fuera un poco más interesante de lo que a él le ocurría día tras día sirviendo cervezas.

    —A decir verdad todo empezó a irse al cuerno desde ayer. Cancelaron mi vuelo y me fue imposible encontrar otro. Los de la compañía aérea lograron colarme en el que tenían hoy, el que salía más temprano, pero ni con esas. Resumiendo, no salimos porque el aeropuerto de M estaba cerrado por un temporal de nieve. ¡Nieve!, así como lo oyes. Llamé al conservatorio, para decirles lo que sucedía, disculparme y

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