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La sonrisa de John Coltrane
La sonrisa de John Coltrane
La sonrisa de John Coltrane
Libro electrónico536 páginas7 horas

La sonrisa de John Coltrane

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Hay secretos que al ser descubiertos pueden trastocar tu universo.

La sonrisa de John Coltrane narra la historia de dos personajes singulares. Hugo, un muchacho superficial y sin demasiadas miras que trabaja en el Comodoro, la primera discoteca de corte europeo que inaugura el gobierno cubano en la isla caribeña tras más de treinta años de prohibición. Y Paola, una clienta ocasional a la que Hugo conoce en su primera noche y con quien inicia posteriormente una relación amorosa poco prometedora

Paola es algunos años mayor que Hugo, amante del jazz y de la poesía, pero sobre todo guarda un secreto que al ser descubierto trastocará irremediablemente el universo de levedad y despreocupación del joven.

Ambientada en La Habana de finales de los años noventa, la novela constituye una rigurosa inquisición, social y criminológica, acerca de la pérdida de valores de una sociedad que fue llamada a encarnar el ideal del Hombre Nuevo y terminó decepcionada de la utopía que defendió.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 may 2018
ISBN9788417335366
La sonrisa de John Coltrane
Autor

Arturo López Zamora

Arturo López Zamora nació en Ciudad de la Habana, en 1974, y reside en Barcelona desde 2007. Es Licenciado en Derecho, con un máster en Criminología por la Universidad de La Habana. Ha cursado estudios de Narrativa en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonés. La sonrisa de John Coltrane es su primera novela.

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    La sonrisa de John Coltrane - Arturo López Zamora

    Primera Parte

    Máscaras

    Naima avanzó descalza bajo la luz mortecina. Enfundada en un vestido traslúcido, mostraba el pecho derecho descubierto al estilo de una antigua hetaira. El turista, dando caladas a un cigarrillo Marlboro, la veía contonearse como a un ángel caído.

    Al percatarse de la solemnidad con que era observada, Naima detuvo el baile, miró con desdén al turista y le dijo resuelta:

    —¡Por supuesto que te pienso cobrar!

    Para hacer menos cruda la frase disimuló con una sonrisa demoledora.

    —Pero… no se supone que…

    —Sí, Mateo, ya sé lo que me vas a decir. Pero todavía no he dicho que quiera irme a vivir contigo a ninguna parte. Teníamos un acuerdo. ¿Recuerdas? —Otra vez dejó entrever su sonrisa descarada.

    El turista murmuró por lo bajo, preguntándose si la criatura indómita que tenía enfrente ostentaba algún tipo de sentimiento, de debilidad. Se sabía sometido, sin apenas margen de maniobra para convencerla de que marchase junto a él a su lejana ciudad. «Viajaremos por el mundo», llegó a decirle creyendo que la doblegaría.

    Detrás de sus encantadoras palabras, Naima vislumbraba visos de sinceridad, mas su voz interior le repetía que tuviera cautela. ¿Cómo creerle si apenas se conocían desde hacía unos pocos meses? Para ser exactos, una semana al mes durante ocho ininterrumpidos meses. Muchas promesas le hacían sus clientes. Pero Naima sabía que, cuando el candor de su cuerpo se esfumase, para sus clientes no quedaría más que una puta… más bien, una vieja puta.

    Apenas veía en aquel turista a otro viejo encaprichado de la frescura de su juventud. Un viejo que desde hacía meses le pagaba el alquiler. El acuerdo inicial consistió en pagarle por sus servicios lujuriosos —y cuasi sentimentales, por qué no—, pero él insistió además en asumir el alquiler, dejándole cada mes antes de marcharse una importante suma que lo cubriese sin necesidad de que la frecuentasen otros hombres.

    Por supuesto, Naima incumplía el acuerdo. Una vez el turista se daba la vuelta, retomaba su apretada agenda carnal.

    —¿Cómo puede ser que me sigas cobrando después de que te pida que vengas a vivir conmigo? ¿Quién te crees que soy? —le dijo señalándola con el dedo acusador. Al ver que Naima no se atrevía a contestar retomó el discurso con más vehemencia si cabe—: ¡Te diré una cosa: con esa actitud jamás saldrás de esta vida! —exclamó con voz de barítono y gesto de polichinela.

    Naima, como si no hubiese prestado atención a sus reproches, se despojó de su frágil vestido. Apenas le cubría su piel nacarada. Era tan blanca que parecía que iluminase la estancia.

    Minutos después, cuando el turista gemía y estallaba de placer, Naima le susurró por lo bajo:

    —Hoy no te cobro. Es un regalito que quiero que te lleves a Italia, hasta que nos volvamos a ver.

    La mañana siguiente abandonó la casa de Miramar sintiendo aquella sensación de libertad que tanto agradecía. El turista le entregó un fajo de dólares y un ultimátum: «Cuando regrese quiero una respuesta. No pienso continuar así».

    Sentía tanta ansiedad por marcharse de su lado que ni siquiera esperó a desayunar. La brisa cargada de salitre le acarició los cabellos. Le agradaba comprimir sus pulmones con el olor del mar.

    A duras penas consiguió llegar a su apartamento. La fogosidad de su cliente le había extenuado. Estaba convencida de que un hombre tan mayor tenía que recurrir a una de esas pastillitas azules que levantan la moral.

    Sintió el olor a cera quemada. Aún se conservaban sobre el diminuto plato restos de la vela que solía dedicar a su santo de rostro negro. Una vez más le dio las gracias por infundirle coraje, extrajo el monedero de su cartera, contó el fajo de dólares y lo guardó como de costumbre detrás del marco de su título universitario.

    Se tumbó en la cama desnuda. Durante unos segundos se mantuvo contemplando el póster desgastado del Village Vanguard. El mítico club neoyorquino colgaba en blanco y negro de un valeroso clavo que se aferraba a una de las paredes de la habitación.

    Quiso levantarse para comer algo, pero la fuerza de gravedad le retenía.

    El olor de sus sábanas limpias le liberaba por momentos del recuerdo de otros olores, de otras sábanas…, de otros hombres. Sus sábanas eran vírgenes, no se alquilaban. Sobre su cama no dormía varón alguno. Ni siquiera Mateo, pese a pagarle el alquiler, podía permitirse ese lujo. Únicamente ella disfrutaba de su remanso de paz y su agradable olor.

    No pudo evitar sonreír al recordar la impetuosa propuesta fraguada por el turista. El que le pidiera desnudo que marchase a vivir junto a él le había resultado, cuanto menos, gracioso. Su nariz aguileña y la piel ajada por el sol mediterráneo eran testigos directos de la escena.

    «¿Por qué será que los feos son tan buenos?» Sin saber muy bien por qué, rememoró una de sus películas preferidas de la niñez: La Bella y la Bestia. Recordó la recompensa final: la Bestia se trocaba en un hermosísimo príncipe.

    Entonces era su parte preferida. Como si le dijeran: a veces los hombres feos sirven como sacrificio para llegar a los apuestos.

    Siendo mayor se percató de que aquella película de la que tanto disfrutó en la niñez era poco educativa y discriminatoria para con los hombres poco agraciados. Por otra parte, su mensaje era incierto. Al menos en su caso, su destino parecía ser el de lidiar con bestias que jamás se trocarían en príncipes.

    Pero sabía que Mateo no era una de esas bestias. Era un buen hombre. Aunque uno con el que no se veía capaz de llevar una vida en común. Adinerado, culto, el más atento de sus clientes, pero demasiado viejo para ella. No, sería como violar un mandamiento. Es un trabajo y punto. No quiero que a diario me recriminen mi pasado.

    No comprendía muy bien el motivo que le impulsó a decirle que valoraría su propuesta. Nunca le hizo ilusión vivir en el sur de Italia. Se imaginaba viviendo en una ciudad moderna, de ser posible Nueva York, su ciudad de ensueños. La idea de vivir en una Habana Vieja a lo grande, calles estrechas y mujeres regordetas gritándose de balcón a balcón, no era precisamente su sueño. «Debí negarme desde el principio. Confundí mi papel. Además, no puedo dejar tirada a mi madre enferma como está. Es mi maldita cruz, pero a fin de cuentas es mi madre».

    Volteó la cabeza. Vio su figura desnuda reflejada en la inmensidad de los espejos. Le encantaba contemplarse haciendo posturitas. Aún atravesaba esa fase de la juventud en que las mujeres se gustan a sí mismas.

    No sabía qué excusa inventarse en su trabajo para estar disponible los días en que sus clientes lo requerían. Por fortuna, un vecino médico le resolvía justificantes a cambio de unos dólares y alguna que otra promesa de coito futuro que jamás se cumplía. Recordó que en un par de días necesitaría molestarlo de nuevo.

    Abrió la gaveta de la mesa de noche y extrajo la fotografía de su nuevo cliente. «Con este españolito me voy a divertir de lo lindo», pensó al observar el rostro viril que la miraba de frente.

    Quiso escoger un nombre apropiado para la ocasión, pero vaciló: «¿Angélica? No, otra vez no. Me empalaga tanta dulzura. ¿Friné, como la puta griega?». Sonrió, como otras tantas veces cuando pensaba en el amplio abanico de máscaras que encarnaba.

    Al despertarse caía la noche. Se preparó unos espaguetis al dente, pero algo falló en el recuerdo que tenía de la receta que le había enseñado Mateo y la pasta se le pasó. Apenas probó bocado.

    Escuchó un maullido cerca de la cocina que le resultó familiar y cayó en la cuenta de que, pese a todo, no estaba tan sola.

    Tuvo el impulso de salir a dar un paseo. Sintió curiosidad yendo de incógnito, sin que ningún extranjero la llevara sujeta del brazo luciéndola como a un mueble. Recordó que el día anterior su mejor amiga la había invitado a la discoteca del Comodoro y ella se había negado —la última vez los de Lacra Social la detuvieron merodeando los alrededores y le hicieron firmar una carta de advertencia—. Su amiga frecuentaba ese local. Solía conseguir entradas de la Unión de Jóvenes Comunistas para colarse y atrapar turistas. Le dijo a Naima que perdiera cuidado, si los de Lacra Social se atrevían a detenerlas, ella telefonearía a su padre y rodarían cabezas.

    Naima se negaba a visitar esa discoteca, siempre infectada de jineteras sin clase y atuendos ramplones. No obstante, la telefoneó y le hizo prometer que sería una salida de amigas y no un pretexto para pescar turistas. Sabía que era arriesgado, pero la idea de hacerse pasar por la joven comunista que un día fue le estimuló.

    Era temprano. Se duchó y maquilló con calma, con una ilusión desbordante. No comprendía el motivo por el que ya no salía sola, como si mantenerse en contacto con el sórdido mundo de la noche la hubiese alejado de su vida más inocente y juvenil.

    Una vez se hubo vestido, se plantó frente al espejo del cuarto de baño. Vio su esbelta figura desde disímiles ángulos y tras perfumarse se dio la vuelta sonriendo. Al otro lado del espejo resplandecía la silueta de una prostituta que, con idéntica exactitud y determinación, se cruzaba la cartera, avanzando hacia un mundo inexistente, como si fueran a batirse en duelo, hasta que, de tanto alejarse, se diluyó débilmente en medio de la penumbra con el clic del interruptor, mientras ella, disfrazada de niña modelo, salía despedida hacia la calle llevándose consigo la claridad.

    El templo del ritmo

    Hugo escuchó unos nudillos golpear con fuerza la puerta del apartamento. Afuera alguien vociferaba una y otra vez. Era una voz que le resultaba familiar. Medio dormido miró por la rendija.

    —¿Quién es? —dijo con un hilillo de voz, sin atreverse a abrir, al tiempo que su novia, pegada a él, le hacía la misma pregunta cubriendo con las sábanas su desnudez.

    —¡Abre, compadre! ¿No ves que soy yo?

    No comprendió qué estaba haciendo Hernán buscándole a esas horas de la madrugada, ni cómo había averiguado la dirección de su novia. Temió que el ruido despertara a sus suegros, así que abrió la puerta y lo abrazó confuso.

    Hacía semanas que Hugo no tenía noticias de su hermano. Con la sorpresa colgándole de las pestañas le preguntó qué hacía a esas horas mientras miraba su camisa manchada de algo que le pareció sangre. Hernán, haciendo como que no escuchaba, le entregó una bolsa y le ordenó:

    —¡Mañana empiezas a trabajar conmigo en el Comodoro! ¡No llegues tarde! —Se dio la vuelta y se marchó sin despedirse.

    Hugo se quedó paralizado, sin saber qué decir. No podía asimilar el hecho de que en verdad existiese una posibilidad de dejar atrás un tortuoso ciclo de escaseces materiales.

    Un uniforme blanco y rojo yacía estrujado en el interior de la bolsa. Se lo puso de inmediato y al mirarse al espejo la palabra mujeres acudió a su cabeza dibujándole una sonrisa que reprimió. Su novia lo observaba envuelta en las sábanas con actitud escéptica. No parecía compartir su alegría de que trabajara en el mejor local nocturno del país, tan lleno de tentaciones.

    En el país de los uniformes, nunca uno le había hecho tanta ilusión. Se habría disfrazado de payaso si hubiera sido necesario con tal de trabajar en el Comodoro al menos seis meses.

    —¡Aquel será tu sitio! —le gritó la tarde siguiente el capitán de salón.

    El retumbar de la música no le permitía modular la voz. Era un tipo que vestía elegante y que, de haberlo conocido con una guitarra en la mano y un traje de lentejuelas, Hugo lo habría confundido con Elvis Presley.

    Lo acompañó al Snack Bar, le presentó a sus nuevos compañeros y se largó sin más.

    El bar era espacioso. Tenía forma semicircular y su barra era entera de mármol verde; el rededor de los bordes estaba protegido por una almohadilla recubierta de piel. Las paredes que sostenían la vigorosa barra de mármol se empinaban forradas en cuero y latón.

    A uno de los cantineros con los que trabajaría le llamaban Balantain, en honor al famoso whisky escocés Ballantine’s. Pensó que quizás le llamaban de aquel modo porque empinaba el codo a escondidas, pero lo cierto es que jamás le vería beber alcohol.

    —Bienvenido al templo del ritmo —se limitó a decirle y echó a andar alrededor del bar con aire entretenido.

    El otro barman, Johnny, era espigado y conversador. Le mostró los enseres y le presentó a la cajera, una rubia bajita de piernas enfermizas y pelo encrespado que hojeaba aburrida una revista de moda. Luego, le dijo con sorprendente descaro:

    —Mucho hielo y poco ron. El hielo es el mejor amigo del barman. ¿Me copias? Nuestro mejor amigo. —Acto seguido le advirtió que tuviera cuidado con Mara, la jefa del DTI¹—: Hace dos días hizo de las suyas y levantaron en peso a dos cantineros. Aquí nos vigila todo el mundo. El que menos te imaginas es policía. Así que no confíes en nadie, ni en mí. Sobre todo, ten cuidado con los que vienen con entradas de «la Juventud». Esos son los peores.

    Le dio dos palmadas en el hombro y le deseó suerte.

    Hugo miró hacia todas partes. Creía ver miembros activos de la policía secreta por doquier. Hernán le dijo que habían despedido a dos cantineros días atrás, que por esa razón contaba con el privilegio de haber sido contratado. Pero omitió advertirle que el motivo había sido policial y no laboral, aunque a menudo —al menos en el caso de Cuba— estén estrechamente vinculados.

    Sabía que mantener un empleo como aquel era vital, aunque difícil. Trabajar en el Comodoro en La Habana de los años noventa era sinónimo de vida resuelta, pero era como estar sentado encima de una bomba de relojería que podía reventar en cualquier momento. Había escuchado las historias de registros y redadas que azotaban el local nocturno, en los que con frecuencia los propios trabajadores quedaban atrapados en la telaraña policial.

    Se limitó a asentir con la cabeza, como quien comprende las reglas de una selecta hermandad y a la vez agradece su membrecía. Se cuadró cual soldado que cumple solícito su primera, aunque no por eso menos importante, misión: atender a los cubanos que accedían al local con entradas de la Unión de Jóvenes Comunistas.

    Los primeros extranjeros se apoderaban del bar, algunos solos y otros con sus «damas de compañía». Se esparcían como abejas laboriosas, aguijoneándoles hasta hacerlos sucumbir a sus caprichos. Les sacaban bebidas gratis, coqueteaban y se les ofrecían. ¿Dónde diablos estaban escondidas aquellas exóticas mujeres que en su cotidiano andar no veía?

    —Durmiendo, ¡dónde van a estar! —exclamó Johnny burlón—. No te engañes —añadió—, la noche y las luces hacen mucho; cuando las veas por el día tendrás que mandarte a correr. Ya te acostumbrarás a lidiar con estas putas.

    Era cierto, muchas, más que trabajadoras del sexo parecían pensionistas del sexo. La edad ya no les acompañaba, pero con un poco de constancia y dosis de maquillaje, también ellas conseguían sus objetivos dinerarios. Los cubalibres de más y la escasa iluminación, las convertían bien entrada la madrugada en mujeres apetitosas, acaso bellas.

    Un turista delgado y bajito se acercó a la barra. Exhibía sonriente una calvita flanqueada por dos mechones de pelos. Ordenó un whisky con Sprite. A Hugo le pareció una mezcla cuanto menos extraña. ¿Cómo podía tomarse esa bazofia? Una vez sirvió el combinado al turista, este le entregó un billete de cien dólares doblado y le dijo con acento italiano:

    —El vuelto es para ti.

    No dio crédito. ¿Le estaban regalando noventa y tres dólares de un tirón? Acarició el billete entre exaltado y perplejo cuando, sin tiempo apenas para agradecerle, vio al italiano regodeándose en una inelegante carcajada. Su compañero Balantain también reía. Confundido miró al turista, quien reía con mayor fuerza que el resto y señalaba al billete de cien dólares. Al desenrollarlo se percató de que la cabeza y el gesto grave de Benjamin Franklin habían sido sustituidos por la calvita ridícula del italiano y su esperpéntica sonrisa.

    El falsificador de Benjamin Franklin, sin dejar de carcajearse, extrajo de su cartera un billete de veinte dólares, esta vez de verdad, y lo entregó a Hugo, quien no pudo dejar de sentirse burlado.

    Fue a la caja y regresó con el vuelto. El turista continuaba riéndose. Hugo colocó el pequeño plato de metal delante del italiano de la calvita ridícula y retrocedió dos pasos con las manos detrás de la espalda.

    —Benjamin Franklin fue un gran hombre. Inventó el pararrayos —le dijo el italiano. Recogió los trece dólares, los guardó en el bolsillo derecho de su pantalón y se dio la vuelta con la sonrisa dibujada en la cara, repartiendo billetes de cien dólares falsos a cuantas personas encontraba en su camino.

    Sin propina, Hugo se dirigió al centro de la barra. «Tacaño de mierda», pensó acalorado.

    La hierbabuena se marchitaba por culpa del calor. Metió la cabeza en el fregadero dispuesto a rociar agua sobre las endebles hojas cuando escuchó una voz de mujer:

    —Buenas, ¿me pones un whisky con agua con gas?

    Miró hacia arriba y, al verla, se vio obligado a abandonar lo que estaba haciendo. La mujer que le hablaba no parecía una de esas busconas. Y sola, allí dentro, ¿qué podía estar haciendo? Era la suya una belleza diferente a la del resto de mujeres que invadía el bar.

    —¿Qué whisky? —asintió medio embobado.

    —Jack Daniels.

    Hugo se volteó hacia el mostrador y al cabo de unos segundos le dijo:

    —No tenemos Jack Daniels.

    —¿Qué pasa? ¿No venden productos americanos? —preguntó sonriente.

    —Sí que vendemos, pero no tenemos ese whisky.

    —Bueno, sírveme otro, el que más te guste a ti. —Al decirlo guiñó uno de sus rasgados ojos carmelitas.

    Hizo caso omiso a los consejos de Johnny y le llenó la mitad del vaso del primer whisky que encontró en el expositor —J&B—, sin atreverse a mirarla a los ojos, concentrado. El líquido salpicó la barra de mármol verde por culpa de un hielo que sobresalía del vaso. Se deslizaba hasta el fondo por entre los hielos, como fuego, atrapado por las delgadas paredes de cristal. Disfrutaba del crujido de los hielos, como variaba el color del blanco cenizo de las rocas por una transparencia casi cristalina.

    Colocó el whisky con cuidado delante de la muchacha. Destapó el agua con gas y la puso al lado del vaso de tubo para que se sirviera a placer.

    —Oye, ¿no te han dicho nunca que pareces extranjero? —le preguntó a Hugo repasándole con la mirada de arriba abajo, hasta donde la barra le permitía observar.

    —¿Extranjero? ¡Ya me gustaría!

    Al instante, se arrepintió una vez fue consciente de lo que dijo. Ni siquiera supo qué le llevo a decirlo, o quizás sí y se tratara del anhelo de encarnar la piel de uno de aquellos turistas que disfrutaban de tantas mujeres a la vez.

    Pensó que aquella extraña bien podría ser una de las agentes de la policía secreta que Johnny le había advertido se disfrazaban de gente común y corriente, y él estaba ahí diciéndole lo que pensaba.

    Quiso arreglarlo dándole excusas que muy pronto se vieron interrumpidas por la misteriosa muchacha.

    —No te preocupes. Yo pienso igual —le aseguró tras consultar la hora—. A veces me imagino que soy una de las turistas que visitan mi trabajo. Es cuando único me gusta esta ciudad. Hoy, por ejemplo, me siento como una turista.

    —¿Dónde trabajas? Si se puede saber…

    —Por supuesto. Trabajo en un museo —le respondió desganada.

    —¿En un museo? —le dijo intentando averiguar más sobre la sospechosa muchacha, probable agente de la policía secreta, aunque sin dudas la chivata más atractiva que había visto jamás.

    Su infinita debilidad por las mujeres amenazaba con cegarle el juicio.

    —Sí, es ahí donde pierdo mi tiempo miserablemente —dijo, y apuró un sorbo de whisky.

    —No digas eso. Debe ser interesante trabajar en un museo. Se aprenden cosas.

    —¡Ja! —exclamó la muchacha—. Así que interesante. Tú qué sabrás…

    —¿No es así?

    —No, para nada. Es una puñetera mierda. Y discúlpame la expresión. En este país vale lo que tú haces, lo demás no sirve para nada. ¿No necesitarán por aquí a una cantinera? —le dijo y arrancó a reír.

    ¿Cómo era posible que sin conocerlo de nada se sincerara de esa manera? Estaba claro, o bien era de la policía secreta o trabajaba a su servicio como informante. Lo siguiente que le vino a la cabeza es que fuera una desesperada, de esas que les da lo mismo hacer críticas enfrente de extraños.

    —¿Y en qué museo trabajas? —le preguntó intrigado.

    —En el Napoleónico.

    —Me gusta.

    —¿Has ido?

    —Sí, una vez. Cuando estudiaba Historia en la Universidad.

    —Ah, así que Historia. Yo también me licencié en Historia, pero del Arte. Mira qué casualidad.

    —No llegué a terminar la carrera.

    —¿No? Bueno, fuiste más inteligente que yo. Habrías acabado en un museo, o quién sabe dónde. Eso te lo puedo asegurar.

    Hugo tuvo la impresión de que cada palabra que pronunciaba la extraña muchacha, probable agente de la policía secreta o cuanto menos informante, estaba estudiada convenientemente. La carrera de Historia del Arte, los museos… Estaba seguro de que no trabajaba en uno. Menos, en el Napoleónico. En caso contrario, ¿a qué iba a deberse tanta cháchara con esa voz melindrosa? ¿Por qué hablaba justo con él y no con otro de los cantineros? Lo estaban tanteando, claro. Y el mejor modo que habían encontrado era enviándole la primera noche a una Mata Hari caribeña. Ya debían saber de su desmesurado interés por las mujeres.

    —¿Viniste con alguien? —le preguntó Hugo intentando desviar el tema de conversación.

    —Sí —le dijo, y otra vez echó una ojeada al reloj—. Vine con una amiga, pero anda por ahí.

    —¿Y te dejó aquí sola?

    —¿Tengo cara de estar sola? Estoy conversando contigo —dijo, y sonrió como si coqueteara. Luego, añadió—: Es que mi amiga necesita estar en constante movimiento.

    Un cliente hizo un gesto a Hugo y ordenó una bebida. Cada vez iban llegando más, pero la muchacha continuaba observándole, clavada a la silla, como si la hubiesen cementado. De vez en cuando lanzaba miradas de repugnancia a las prostitutas que molestaban a los extranjeros y volvía a posar su mirada en Hugo, quien ya no albergaba dudas al respecto de la extraña mujer: lo estaban monitoreando a través de una falsa clienta. Al igual que le molesta a un enfermo de hiato beber una gaseosa, a él comenzaba a incordiarle su mirada insondable. Pidió al cielo que se marchase de una vez.

    —¿Deseas alguna otra cosa? —le preguntó evitando el habitual «deseas algo más» que tanto irritaba a sus profesores de gastronomía. Quería convencer a la probable chivata de Mara de que era él un profesional de los pies a la cabeza… Como si de esa forma la pudiese despedir.

    —No te preocupes, estoy bien así —respondió blandiendo el vaso de tubo, meneando los hielos en espiral.

    Hugo la vio colocar la cartera sobre la pegajosa superficie del mármol verde. La abrió despacio, como si dispusiera de mucho tiempo. Sus manos eran delicadas, sus dedos finos, alargados y cónicos. Blandía un ticket de consumición de la UJC. Al percatarse de que era miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas no supo qué hacer. ¿Sería una mirona de la Juventud, o una agente disfrazada que utilizaba una entrada de la Juventud?

    Confundido todavía más le dijo endureciendo el tono:

    —Lo siento, el whisky no entra en la consumición.

    La muchacha dejó ver una media sonrisa y le dijo:

    —Claro. Debí imaginarlo. Cómo una bebida capitalista va a ser compatible con una invitación comunista. ¡Qué ilusa!

    Hugo no supo qué más decirle. Se quedó clavado como una estaca, sin atreverse a secundar su comentario. De ser policía sus métodos eran poco ortodoxos. Cuanto menos, provocativos. En cualquier caso no estaba dispuesto a darle pistas exponiendo sus opiniones.

    —¿Cuánto es? —preguntó la muchacha con aire distraído.

    —Son ocho dólares. —Dio media vuelta, recogió el recibo de manos de la cajera y lo colocó delante de ella. No estaba dispuesto a cobrarle sin el recibo.

    La muchacha sujetó el vaso y le dio un último sorbo que a Hugo se le antojó innecesario. Hacía rato que el whisky se había evaporado en sus diabólicos labios.

    —¿Ocho dólares? Un poco caro. ¿No crees? Me pareció ver en la otra barra que lo cobraban a seis —dijo sonriendo.

    —Algunos cuestan seis. Otros ocho. Este es de los que cuestan ocho. —Al decirlo titubeó. «¿Qué whisky le había servido?», intentaba recordar. El Jack Daniels costaba ocho dólares, pero no había esa noche. Entonces recordó que había echado mano de la botella de J&B, o eso creyó. Su compañero Balantain le había advertido que ese whisky pertenecía a la categoría de los que costaban seis dólares. Era pronto para familiarizarse con los precios.

    Sintió un golpe de calor en el estómago. «Ya está —se dijo— mi primer día y ya me agarraron con las manos en la masa. ¿Cómo le explico que no he terminado de aprenderme los precios, que todo ha sido una inocente confusión? Pero y la cajera, ¿acaso no sabe el precio? ¿Por qué me da un recibo por ocho dólares si ni siquiera le dije qué whisky era? ¿No se dio cuenta o se aprovecha de mí?». En su delirio le pareció ver a la cajera burlarse a sus espaldas.

    Se debatía entre excusarse o no cuando vio a la muchacha extraer un pequeño fajo de billetes del diminuto monedero.

    —Coge. —Se apresuró a entregarle un billete de diez dólares.

    Hugo agarró el billete y optó por callarse. Ella no le creería. Mejor hacer como que no se había dado cuenta.

    La probable agente de la policía secreta lo miró sonriente y le dijo:

    —El vuelto es para ti. A pesar de ser tan serio, me caíste bien. Llevo rato fijándome en los tragos que sirves a los clientes; sin embargo, a mí me echaste más. No es que fuera mucho, la verdad, pero algo es algo... —Al decirlo le guiñó un ojo otra vez.

    Hugo se mostró cordial. A fin de cuentas, a diferencia del falsificador de billetes, le estaban dejando dos dólares de propina. Su primera propina. Intentó sonreír, pero apenas consiguió esbozar una mueca ridícula. Se dijo que, tras la fachada de inocente joven comunista, se escondía en realidad una agente activa de la policía secreta. La destinaron a aquel bar para vigilarlo en su primera noche y le acababan de atrapar.

    —Gracias por la propina —le dijo ansioso. Impotente vio cómo la extraña muchacha permanecía pegada a la silla.

    —Por nada —le dijo desnudándolo con la mirada.

    Hugo comenzó a caminar de un lado a otro del ancho bar. Disimulaba buscando nuevos clientes. Era preciso alejarse de la sospechosa muchacha que habitaba en una de las esquinas de la barra. A ratos frotaba la bayeta húmeda contra la barra pegajosa o recogía vasos vacíos que se apresuraba a fregar. No quería que sus compañeros pensasen que era él uno de esos que se entretiene conversando mientras los demás hacen el trabajo. Con el rabillo del ojo observó a la muchacha haciendo cara de asco a las prostitutas que se acercaban, a ratos consultaba el reloj mirando hacia todas partes, como si esperase a alguien, quizás a la amiga fantasma que Hugo nunca vería aparecer, o peor, a la temida Mara.

    Al cabo, cuando apenas quedaba hielo en el vaso, la muchacha se acercó a Hugo y le dijo:

    —Bueno, me voy a bailar. No me dijiste cómo te llamas…

    Era la confirmación definitiva. Quería saber a cuál de los cantineros había sorprendido multando los precios de los productos. Pensó en decirle otro nombre, pero era evidente que no conseguiría nada haciéndolo.

    —Hugo, me llamo Hugo —le respondió con el rostro desangelado.

    —Ah, Hugo. Una vez tuve un amigo que se llamaba como tú. Tienes un nombre muy bonito. Es varonil. Y te pega con tu forma de ser —le dijo, y añadió—: Cuando nos volvamos a ver te explicaré el significado de tu nombre.

    —Adiós —balbuceó con cara de idiota, pensando bajo qué circunstancias se tendrían que ver las caras otra vez. ¿Quizás para comunicarle su despido?

    —Adiós. Y, recuerda, ríete y habla más con los clientes. No te ayuda ser tan tímido.

    Hugo se ruborizó. Afortunadamente los disc jockeys ya bajaban las luces y subían el volumen de la música. La vio marcharse en dirección a la pista de baile. Se preguntaba qué pasaría si en vez de una agente encubierta era una simple muchacha que pretendía conversar un rato. Ni siquiera fue capaz de arrancarle su nombre. ¿Qué le había pasado? No consiguió articular palabra. Pensó que quizás dentro de su cabeza se terminó armando la idea de estar conversando con una agente de la policía secreta y no con una muchacha común y corriente debido a su desconcertante timidez.

    Era la primera vez, desde que había abandonado la adolescencia, que una mujer le robaba la iniciativa sin posibilidad de reacción. La sola idea de haber desaprovechado su primera oportunidad sexual en su nuevo puesto de trabajo le irritó.

    Se quedó contemplando cómo subía los dos peldaños que accedían al siguiente nivel. La luz fugaz de los neones le permitió apreciar sus cabellos largos, su cintura aniñada. Sus piernas cómplices, dueñas absolutas de sus tacones de aguja, dominaban con precisión matemática cada paso que daba sobre sus fetiches.

    Intentó grabar en su mente la silueta de la desconocida, pero ya era tarde. En el corredor se deslizaba una pequeña sombra que cuanto más se alejaba, tanto más liberada sentía Hugo su intimidad. La silueta de su espalda desnuda, blanca hasta la delicia, se diluía como una materia informe entre la nube de humo blanco que destilaba desde los bajos de la cabina de música. Percibió su aura arrastrándose con elegancia. Se alejaba, cada vez más.

    Hizo un esfuerzo por olvidar a la extraña mujer, pero no lo consiguió, ni siquiera cuando la jornada hubo acabado.

    Reponían las neveras de género cuando una camarera mulata y pelada al rape se acercó para entregarle un papel.

    —Coge. Tú estabas dentro de la cocina y ella parecía apurada… Ya veo que no pierdes el tiempo —le dijo con una sonrisita pícara.

    Le dio las gracias a la camarera y desdobló el papel arrugado. Un número de teléfono asomaba junto a un nombre: Paola. Justo debajo una nota: Espero que no seas siempre tan tímido.

    Sonrió, pensando en que al fin podía ponerle nombre a la ¿agente secreta? Celebraba en silencio el que la extraña —ahora con nombre— le hubiese dejado un recado antes de escabullirse del local.

    Al marcharse caminó hasta la calle tercera. Casi arrastraba los pies. Se detuvo en la esquina para pedirse un taxi. Un pequeño lujo que se permitiría tras ganar sus primeras propinas. Miró hacia todas partes, pero ni rastro de luces de automóviles en la calle. En lo alto divisó un cartel descolorido que avisaba a los turistas: Disco Havana Club.

    Un viejo de aspecto desgarbado y ojos saltones se le acercó sobresaltándole. El hombre le pidió un cigarro. Hugo le dijo que no fumaba. Observó al viejo darse la vuelta en dirección al descampado, farfullando palabras que no alcanzó a escuchar.

    El viejo lo observaba a distancia. Al cabo se acercó de nuevo y le preguntó:

    —¿Y tú quién eres, flaco? No te había visto por aquí.

    —Trabajo en…

    —Sí, sí, ya sé, allá adentro, en el antro ese… Te delata el uniforme horrible que llevas puesto. Pareces una cotorra. No te ofendas, mi’jo, pero es la verdad.

    Hugo esbozó una mueca y miró el reloj.

    El viejo ofreció a Hugo su mano derecha.

    —Eladio, pa’ servirte —le dijo con cierto donaire.

    —Mucho gusto. Yo me llamo Hugo.

    —Ah —dijo el anciano—, como Victor Hugo, el escritor ese inglés.

    Hugo lo miró de reojo y le respondió de mala gana:

    —Sí, pero es francés.

    —Bah, da igual, ingleses o franceses. Es lo mismo —dijo el viejo, y se carcajeó de forma ruidosa, concluyendo la risotada con una tos infecciosa y un salivazo amarillento que al desparramarse sobre el asfalto revolvió la bilis de Hugo.

    Pretendía marcharse cuando sintieron una algarabía en la esquina de la calle Tercera. Alguien hablaba en voz muy alta: «¡Déjame en paz, joder!». Observaron a una muchacha que estaba molestando a un español cuarentón. Al parecer, el turista quería internarse en el hotel, pero la muchacha que lo perseguía le cortaba el paso exigiéndole que le entregase una suma de dinero.

    El viejo se le acercó intentando calmarla.

    —Ven acá, mulata. ¿Pero a ti que te pasa? ¿Quieres que venga la policía y te lleve presa o qué?

    —¡Déjame! —le dijo la muchacha irritada.

    —Mulata, vete pa’ tu casa, mañana será otro día —insistió, mas sin éxito.

    —Que no me voy pa’ ninguna parte sin lo que me debe este maricón —le gritó a un paso de trastabillar y caer al suelo. Mientras, el turista español se escabullía en dirección al hotel con paso apurado.

    Eladio la sujetó del brazo, quizás temiendo que la muchacha se desplomase, se giró hacia Hugo y le gritó:

    —Y tú no mires tanto y ayúdame, carajo.

    La introdujeron hasta el fondo del descampado y la sentaron sobre una silla destartalada, a la vera de un automóvil resplandeciente que Hugo supuso no sería del viejo.

    —¿Usted la conoce? —dijo Hugo confundido.

    —Que usted ni usted. Y claro que la conozco. Una vez se me coló en el descampado llorando. Quería que la dejara esconderse un rato hasta que se fueran los hombres de Séneca. Esta es de las veteranas.

    —¿Y quién es el Séneca ese? —preguntó Hugo mostrando su sorpresa al escuchar aquel nombre de filósofo.

    —Es el jefe de Lacra Social.

    —¿De qué?

    —¿Cómo que de qué? ¿Pero tú de cuál planeta caíste, flaco? Pareces mongólico. Séneca es el persigueputas, el que mete a todas estas en la jaula.

    —Pues yo me voy. No quiero problemas.

    —¡Qué problema ni problema! Anda, quita ya esa cara de caga’o. Esta lo que está es borracha. ¿No la ves? Cuando se le pase la juma estará como nueva y se irá pa’ su casa.

    Eladio volteó la cabeza y echó otra mirada a la mulata. Se había dormido. La cabeza reposaba sobre el capó del automóvil, la cartera atrapada con ambas manos.

    —¡Qué buena está la mulatona, coño! ¡Y después dicen que en Cuba no hay carne!, ¡si lo que no hay es lata pa’ envasarla! —exclamó sacudiendo la cabeza de un lado al otro, con los brazos abiertos.

    —Oiga, yo me tengo que ir.

    El viejo lo miró, y como si no le interesase mucho lo que Hugo pudiera decir o hacer, le dijo:

    —¿Tú no tendrás un cigarrito ahí que me des?

    —Ya le dije que no fumo.

    —Coño, flaco, pero qué tacaño tú eres, compadre. No se te puede quitar na’. Anda, vete ya pa’ tu casa que de esta me encargo yo.

    Aliviado, se despidió bordeando la acera del hotel Comodoro, húmeda por el relente. Caminaba de prisa, acaso temiendo que el anciano le llamase otra vez y lo involucrasen con la prostituta que yacía despatarrada en el interior del descampado. Estaba convencido de que el turista español la denunciaría. Sería cuestión de minutos el que la policía se presentara y detuvieran a la mulata borracha y al viejo por ayudarla.

    Caminaba viendo algunas de las farolas del hotel parpadear. Tenía la extraña sensación de hallarse inmerso en un largometraje de ficción que recién comenzaba.

    Al llegar al apartamento de su novia se deshizo de la ropa. Olía a alquitrán. Luego de ducharse, se metió en la cama para que el sueño lo rindiera todavía más. Le pesaban las piernas y sentía asomar un ligero dolor de cabeza que iba in crescendo como el Bolero de Ravel. «Maldita migraña», se dijo apretando los párpados. ¿Habrían detenido al viejo y a la puta? La marcha de gente desfilaba ante él, los oídos le zumbaban de tanto ritmo acumulado. Justo a partir de ese día comenzaría a intercambiar salud por dinero, dejándose los pulmones y los tímpanos machacados de tanto humo y decibelios.

    Aunque eso no importaba mucho. Había que ganar el máximo dinero posible, el que fuera de aquel local era imposible acumular.

    Entre sueños su novia le preguntó cómo le había ido. Hugo le dijo que muy bien y la besó en la frente. La observaba dormir plácidamente cuando recordó a la extraña mujer que había conocido. Paola. Hasta el nombre le gustaba. Se le antojó en su imaginación más bella de lo que quizás era.

    Debes sonreír. Le había dicho sin más. La idea de que pudiera ser una chivata de la policía secreta se iba diluyendo como los cubos de hielo que horas antes se deshacían bajo el fuego de los licores. Estaba intrigado, por lo que sin dar tiempo para más le preguntaba: «¿Nos conoceremos mejor? Prometo no ser tan tímido». Ella le respondía con otra pregunta: «¿Lo dudas?».

    En esa conversación, en la que Hugo había decidido tomar la iniciativa de una vez por todas, ya se encontraba dormido.


    ¹ Departamento Técnico de Investigación.

    Paola y Dios

    Una tarde de domingo su novia le sorprendió con una noticia inesperada:

    —Me voy a México unos meses con mi familia.

    Hugo simuló estar triste. Su rostro reflejó un gesto de pesadumbre, aunque lo cierto es que se regodeaba en la felicidad que suponía su inesperada emancipación. Desde hacía mucho tiempo se había percatado de que su novia y él no lograrían ponerse de acuerdo en casi nada.

    Era el momento de abandonarla para siempre, o más bien de aprovecharse del abandono en el que ella le sumía. Ahora que estaría lejos no tendría que ver su cara descomponiéndose en sollozos. Le desarmaban las lágrimas de las mujeres. A menudo le hacían variar de parecer.

    Sintió un enorme alivio, a diferencia de otras separaciones no sentía tristeza, en parte porque la separación se presumía transitoria. Clamó al cielo para que demorara en regresar, o mejor, para que jamás regresara. Así podría dejarse llevar por lo aburrido y cómodo de su relación en la distancia. Mientras, visto que no se toparía con inconvenientes en su planificación, se enfrascaría en un pozo de traiciones.

    Abrazó a su novia, la besó y la dejó marchar con la misma mueca de pesar, pero con el alma danzando de alivio.

    Decidió visitar a la misteriosa muchacha que había conocido en su nuevo puesto de trabajo. Era el único modo de asegurarse quién era la tal Paola en realidad.

    Al llegar atravesó la puerta de la antigua mansión La Dolce Dimora. Anduvo los cuatro pisos del museo, observando desganado pinturas de la batalla de Waterloo, un catalejo de bronce, cristal y madera que perteneció al conquistador galo, un bicornio y varios trajes militares. Miraba a su alrededor, pero no veía a la persona que estaba buscando. Paola lo engañó todo el tiempo, igual que Josefina engañó a

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