Ay amor, ya no me quieras tanto
Por Octavio Pineda
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Son nueve cuentos que, entretejidos, dan al libro unidad temática, bien cobijada por un título rotundo.
En una perspectiva más amplia, el libro explora la complejidad de las relaciones humanas en particular las de pareja en un tono desmitificante y por tanto revelador.
Parejas, ex parejas y triángulos amorosos son los protagonistas.
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Ay amor, ya no me quieras tanto - Octavio Pineda
Ver para creer
Ana Paula había citado a Horacio en la calle más concurrida de la Zona T, que esa noche de viernes estaba en plena efervescencia. La música a todo volumen, el bullicio de las conversaciones simultáneas y el tintineo de los vasos y copas que brotaban de los apiñados bares, instalados uno al lado de otro, inundaban la calle peatonal. Y ese barullo era una buena forma de silenciar cualquier discusión de pareja que pudiera tornarse ríspida, previó Ana Paula, quien llegó primero a la cita y esperó, justo al lado del quiosco de periódicos. Impaciente, miraba con frecuencia el reloj digital de su teléfono celular.
A sus veinticuatro años era una mujer hermosa. Tenía una figura armónica y su rostro nacarado, que contrastaba con unos brillantes ojos negros, destilaba un aire entre angelical y nostálgico, todo enmarcado en una lustrosa cabellera negra. A su familia no le faltaba el dinero y esa noche, como casi siempre, iba muy bien vestida, con un toque informal que dejaba de lado la ostentación.
Horacio apareció diez minutos después, con un cigarrillo en la mano. Salió de uno de los bares donde se había refugiado para tomar unos tragos antes de que ella lo llamara al celular y le pusiera la improvisada cita. Tenemos que hablar ya. Dime dónde te veo
, le había dicho Ana Paula en tono imperativo, sin poder disipar de su cabeza la duda de si Horacio efectivamente estaba con unos amigos, como él le había dicho, o con alguien más.
Horacio ya tenía sus tragos encima, pero no estaba ebrio. Lucía sereno y seguro de lo que iba a decir. Físicamente Ana Paula le encantaba, pero le resultaba demasiado complicada. Era más bien ella quien lucía intranquila, por la forma en que pivotaba su bota derecha contra el piso.
Comenzaron a hablar. El ruido de fondo silenciaba una discusión que sólo ambos escuchaban. Ella planteó sus primeros reclamos, que Horacio escuchó con atención, evitando contradecirla, como dándole razón en todo. Por su actitud, incluso parecía arrepentido de todas las cagadas que le hubiera podido hacer, con o sin querer.
El tono de ese monólogo femenino, que Horacio atendía casi sin chistar, sólo asintiendo con la cabeza y dando esporádicas fumadas a su cigarrillo, daba para pensar que todo se resolvería bien. Pero la aparente condescendencia de Horacio era sólo una forma de sobrellevar la discusión por las buenas, para que Ana Paula no se saliera de sus casillas, porque él ya había tomado una decisión.
Cuando ella le propuso, de forma terminante, que las cosas entre los dos se arreglaban —como ella en el fondo anhelaba— o ponían fin a su relación, él eligió, con aparente pesar, la segunda opción. Creo que es mejor, por el bien de ambos, dejarla hasta acá
, sentenció él.
Ana Paula, quien no se esperaba esa respuesta, abrió los ojos muy grandes y se quedó pasmada, con la boca abierta. Pasaron unos segundos antes de que la quijada inferior empezara a temblarle de rabia y los ojos se le llenaran de lágrimas. Era precisamente la reacción que Horacio había querido evitar. Ella sacudió la cabeza, como no creyendo lo que oía, y le preguntó si estaba seguro de lo que decía. Ante la postura firme de Horacio, empezó a maldecirlo, primero con palabras, pero luego ayudándose de brazos y puños, con los que golpeaba su pecho, como un robot descompuesto. ¡Eres un malparido!
, increpaba ella con una mezcla de rabia y dolor.
Él intentó sosegarla, tomándola por los codos y pidiéndole que se tranquilizara, pero sólo empeoró las cosas. En medio de un llanto desconsolado, Ana Paula repitió una y otra vez su frase maldiciente. ¡No me toques, suéltame, malparido!
, le advertía.
En la transitada calle, quienes alcanzaban a advertir la discusión, silenciada por la bulla del entorno, sólo veían a una mujer, de rímel corrido por las lágrimas, que manoteaba contra el hombre que