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Pasiones Perversas
Pasiones Perversas
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Libro electrónico194 páginas2 horas

Pasiones Perversas

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Ésta es la historia de una familia que aparentaba ser normal, hasta que todo cambió en una ruta solitaria. Pero también es la dramática historia de un padre y su hijo; unidos por la sangre, pero separados por sus sentimientos más íntimos.
Tras la muerte de su mujer, Pablo se ve obligado a emprender una vida nueva, junto a su hijo Joel. Unidos por la imprevista pérdida, pero separados por sus sentimientos más íntimos, Pablo y Joel, no sólo enfrentan el desafío de reconstruir sus vidas; sino que deben subsanar una relación de incomunicación que los marcó desde siempre. Así, buscando la redención y el reencuentro, se recluyen en una cabaña, dentro del bosque.
A sus vidas llega Andrea: ¿Una pareja para Pablo? ¿Una madre para Joel? Nada iba a resultar como suponían. Se generan nuevas relaciones, diferentes roles y los resentimientos guardados vuelven a surgir.
Una novela de intriga y suspenso, con una densa historia de amor. El dilema de un padre que pretende rehacer su vida con una mujer más joven y termina estableciendo una feroz competencia con su hijo. El conflicto de un adulto que no logra comunicarse ni interpretar las conductas de un adolescente.
La obra apunta a una suerte de violencia silenciosa que está latente en cada ser humano y sólo necesita un detonador para liberarse; una violencia que se encubre en cada palabra y que está implícita mucho antes del primer capítulo.
Los acontecimientos, el azar, o el mismo destino, conducen a los personajes de Pasiones Perversas a traspasar los límites y jugarse en lo más primario hasta la destrucción, en la búsqueda desesperada del amor.
Un relato humano que conmueve y que, a la vez, perturba. Una narración dramática que retrata la enorme complejidad de las relaciones humanas.
Una historia de amores frustrados, de secretos inconfesables y revelaciones calladas.
Un final insospechado, en donde puede pasar absolutamente todo: la sensatez, la locura, la redención... o la misma muerte.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 may 2018
ISBN9780463909584
Pasiones Perversas
Autor

Victor Hugo Balsas

Victor Hugo Balsas nació en Capital Federal, República Argentina. Es Escritor, Psicólogo Social y Delineador de Portadas y Libros Electrónicos. Ha participado en Misiones de Paz de la ONU como integrante del Ejército Argentino. Obtuvo el 3er premio en el Certamen Literario “Leopoldo Marechal” con el cuento “Lustrabotas de Ciudad”. Fue miembro de la Comisión de Escritores de la Dirección de Educación y Cultura de Moreno, Ciudad de Bs As, colaborando como Jurado en los Torneos de Escritura Juveniles. Publicó cuatro novelas, impresas y en formato Ebook. Estos títulos se encuentran disponibles en las tiendas On line más importantes de libros electrónicos.

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    Pasiones Perversas - Victor Hugo Balsas

    DESPUÉS DE AÑOS DE SILENCIO, de palabras guardadas, mi bisabuela Emma, la anciana que me crio desde que nací, por fin reveló sus secretos. Días atrás, cuando cumplí dieciocho, me dijo que yo tenía derecho a saber quiénes fueron mis padres y enterarme de cómo se gestó mi existencia. Entonces me entregó la carta que dejó mi madre antes de irse para siempre y las fotos que había guardado durante años en la baulera del departamento, dentro de una caja de zapatos prolijamente encintada.

    Fotos que parecen ruinas de una civilización lejana, que me interpelan y me devuelven retazos de imágenes sin editar, hilachas en las que debo forjar la trama de un relato que se deshace en la memoria cuando lo quiero fijar con palabras.

    Descubro a mi padre y casi no lo puedo creer: demasiado joven. Será por eso que me cuesta reconocerlo como tal. ¿Ése era mi abuelo? Me cuesta decirle Abuelo a ese tipo con los ojos llenos de vida. Lo veo junto a mi padre en un imponente atardecer. Pero la foto que más me gusta es donde papá y mamá están juntos con el fondo de una cascada.

    Cierto. Es como que no vengo de ningún lado. Porque acaso no exista impacto más profundo que el hallazgo de un pasado ignorado. Me cuesta, y me costará asomarme a ese pasado. Pero es justo allí donde rescato una parte mía, como si me viera al espejo por primera vez.

    No tuve oportunidad de conocer a mi madre. Emma, me consuela: «No la juzgues. En ese momento ella pensó que era lo mejor para vos». Lo cierto es que mamá nunca escribió, ni llamó… ni volvió. Daría todo por verla. ¿Por qué me dejó? ¿Por qué nunca quiso verme? A pesar de todo la quiero y mantengo la esperanza de encontrarme con ella algún día. Sé que vive en algún lugar de España, por el giro que Emma cobra religiosamente todos los meses.

    Después de leer la carta, aún me cuesta comprender cómo vine al mundo. Intento reconstruir esta historia y me pregunto si acaso no haya sido el horror mismo el que generó más horror; así como una epidemia contagiosa, como si lo malo generara deliberadamente algo peor.

    Quizá no haya una explicación lógica para todo lo ocurrido. Emma me dijo que todo lo que le sucedió a esta familia se inició en una ruta solitaria, que fue precisamente allí donde comenzaron a encadenarse los sucesos que llegarían después: «¿Sabés? En la vida nada es seguro. El límite que nos separa de la vida es chiquito. Todo es muy frágil; hasta lo que tanto nos costó construir, se puede derrumbar en un instante».

    Durante muchos años llevé el peso de la mochila que a partir de ahora intentaré sacarme de encima. Pero hay cosas que jamás entenderé; tendré que imaginármelos hasta encontrarme con mi madre. Lo necesito. Lo necesito tanto como saber de qué manera llegué a este mundo.

    Jonathan González – 18 años después de la tragedia.

    ****

    CAPÍTULO 1

    VOLVER A EMPEZAR

    I

    MIRANDO SIN MIRAR el incipiente amanecer en la tediosa monotonía del paisaje, Pablo González jamás pudo haber imaginado que en esa ruta solitaria iba a ocurrir el desagraciado suceso que le cambiaría para siempre su existencia. Y todo pasó justo cuando creía recorrer el mejor momento de su matrimonio. De haber tenido siquiera una mínima sospecha o un aventurado presagio, quizá se hubiera dejado convencer por Patricia, su mujer, y finalmente hubiese destinado el dinero del viaje para reemplazar la vieja heladera.

    Por cierto, Pablo González jamás pudo haberlo imaginado.

    Mientras calculaba los kilómetros que faltaban para llegar a Buenos Aires, Pablo echó un vistazo a Patricia en busca de conversación. Pero ella se había dormido después de reanudar viaje tras una parada en una estación de servicio para repostar combustible y cargar el termo con agua caliente.

    El automóvil avanzaba sin pausa. Los aguaciles pegaban contra el parabrisas con el mismo vértigo que los borrosos montes bajos de chañar iban quedando atrás. La línea blanca de la ruta se desdibujaba justo donde se desvanecía el haz de los faros, cuyos resplandores iluminaban cada tanto carteles de precaución. Hacia el este, en el vasto horizonte, el cielo rosáceo marcaba el final de una noche calurosa, poblada de estrellas y de insectos en la quietud del aire.

    Las luces de un vehículo, uno de los pocos que había cruzado durante la noche, se veían a lo lejos. Pablo, casi adormecido, tomaba con escasa firmeza el volante. El acelerador, pisado casi a fondo. Había que llegar lo antes posible, organizar la semana de clases, descansar algunas horas y reiniciar la rutina.

    Decidido a hacer algo que le sacudiera la modorra, Pablo encendió la luz de lectura, se estiró, y abrió la guantera en busca de un CD para escuchar; se entretuvo varios segundos buscando su preferido. Cuando su atención regresó a la ruta las luces del vehículo lo enceguecieron de lleno: ¿Un ómnibus o un camión? Una horrible certeza lo sacudió cuando advirtió que esa mole gigante, indescifrable, se le venía literalmente encima.

    Unos pocos segundos a ciegas marcaron el lapso fatal.

    La carretera, iluminada. Alrededor, oscuridad. No hubo tiempo para pensar. Prevaleció el instinto de supervivencia. Y en un acto de defensa acaso inútil, clavó los frenos y se tiró a la banquina para evitar el impacto. Pero no había posibilidad para nada… El camión fue un rayo de luz impiadoso; el camión se hizo trueno en el impacto y el auto de Pablo fue el chirrido estridente de los neumáticos. Luego, el silencio. Nada reveló lo sucedido. Sólo los grillos ocultos entre los espinillos interrumpieron por un momento su canto tembloroso.

    Enseguida el fuego y el humo; al principio blanco, después negruzco. Atrapado en una masa informe de hierros, Pablo intentó liberarse. Un líquido espeso y tibio, negro en la penumbra, comenzó a teñir su ropa. Desesperado, procuró zafarse de la butaca, pero sus piernas estaban aprisionadas y las fuerzas lo abandonaban.

    Giró su cabeza apenas, buscando a su mujer. En la penumbra rojiza no veía en ella signos de vida. En cambio vio su rostro desfigurado, entre cristales astillados y hebras de sangre. ¿Quedaba algún rasgo de vida en aquel cuerpo desarticulado, menos visible que una sombra? Alrededor el fuego sí tenía vida.

    Una imagen brotó de improviso en su mente: su hijo, Joel. Por suerte había quedado en casa de la abuela. ¿Pero qué sería de Joel si todo se acabara allí?

    En su abatimiento Pablo sentía que su vida no debía terminar así; no en ese lugar ni de esa manera, con tantos proyectos por delante. Estaba convencido de que no había tenido una familia demasiado normal, aunque pese a ello había logrado formar una. Sus padres, ya difuntos, se habían separado pronto y su único hermano había emigrado a Canadá.

    Súbitamente recordó cuando su mujer le confesó que estaba embarazada. Ocurrió durante la cena, ya en Bariloche, cuando levantaron las copas para brindar por un nuevo aniversario de casados. Joel todavía no lo sabía. ¿Quién se lo diría? ¿Cómo lo tomaría? Quizá sentiría celos; la idea de que se agrandase la familia podría no caerle del todo bien.

    El calor ya era insoportable; las gotas de sudor chorreaban sin cesar, le turbaban la vista, se mezclaban con la sangre, el humo, el fuego… Era el fin. El fin de los elaborados planes; el fin de una vida de inquietudes y fugaces lapsos de felicidad.

    La agonía de la noche, ya caída en la luz; la juventud del día que palpitaba afuera parecía decirle que no cediera. Pero la voluntad disminuía imperceptible y tenía ya la sensación del final; salvo por su corazón agitado, único signo de vida en su cuerpo casi exánime. Gradualmente, lo invadió un estado letárgico, un sensual abandono. Sabía que no podía salir de esa trampa sin ayuda. «¡Por favor, que termine pronto! Por favor».

    La vida yacía en ese campo amarillento que en poco tiempo configuraría un paisaje milagrosamente armonioso; la vida estaba en el brillo sosegado de las últimas estrellas y en la luna, cuya figura, pronto comenzaría a desaparecer.

    Con sus músculos ya flojos, permanecía en absoluto inerte. ¿Acaso eso significaba la muerte, que parecía deslizarse en oleadas lentas? Los últimos jirones de su existencia lo abandonaban, en un lento fluir a la nada. Para entonces, sus cuerpos eran sombras fundidas en el crepúsculo, proyectados por el resplandor del fuego.

    Emitió un gemido inaudible y vio dos puntos luminosos que oscilaban en varias direcciones. Escuchó voces. Soltó un fugaz lamento. Pensó en su familia y se dio cuenta cuánto los amaba. Inmediatamente después, su mundo se volvió negro de verdad.

    II

    LA CASA SE UBICABA EN CASTELAR NORTE, en la zona oeste, a pocas cuadras de la estación de ferrocarril y a media hora del centro de Buenos Aires en caso de que se decidiera tomar por la autopista. La construcción, si bien sobria, se ubicaba entre más las austeras de la zona. La habían comprado cuando Joel nació, con un crédito hipotecario ya cancelado. El barrio era de clase media; casas bajas entremezcladas con costosos chalets.

    El grito invadió cada rincón de la habitación y lo sobresaltó, arrancándolo de su pesadilla. Faltaba poco para que amaneciera. La luz provenía de la calle y quebrantaba la oscuridad del dormitorio, plasmándose en retratos familiares que colgaban de la pared, como rectángulos eléctricos seccionados por las rejas de la ventana.

    El joven se levantó de un salto, se abalanzó sobre la otra cama y sacudió a Pablo, tomándolo de los hombros.

    —¡Papá, despertate! Estás soñando —dijo, y miró su propia mano, húmeda por el sudor de Pablo.

    —¡Dale, despertate! ¡Mirame! —insistió el joven.

    Pablo apenas balbuceó y metió la cabeza bajo la almohada.

    —¡Joel! ¿Sos vos? — dijo, refregándose los ojos.

    —¿Quién va ser?

    —Linda manera de despertar a tu padre ¿eh?

    —Bueno, gritaste tan fuerte que hasta los vecinos te habrán escuchado. ¿Tuviste una pesadilla?

    —Sí. Una pesadilla fea, hijo, demasiado fea —dijo Pablo, secándose el sudor—. Soñé otra vez con el accidente.

    Permaneció en silencio, tratando de articular sus ideas.

    —Pude ver todo muy claro, como si hubiese pasado por segunda vez. Fue muy vivido, casi igual que aquel día. No sé… todavía me pregunto por qué no pude sacar a tu madre de ahí.

    —No podías hacer nada. Tuviste suerte de que te hayan salvado a vos. Por ahí mamá ya estaba muerta. Capaz que no sufrió —agregó Joel, con la mirada perdida.

    —Había tanto fuego… tanto calor, y yo no me podía mover. Fue lo más… pensé que nunca saldría de ahí.

    Pablo hizo un esfuerzo para iluminar su semblante.

    —Bueno, no hablemos más de esas cosas. ¿Vamos a practicar un rato? Un poco de gimnasia vendrá bien. El médico me dijo que empezara a ejercitar la pierna.

    —¡Dale! En un rato estoy listo —contestó el muchacho con entusiasmo y se perdió por el pasillo.

    Pablo se quedó mirando el vacío. Su hijo. La continuación de ella. Recordó uno de los momentos más felices: el día que Joel nació. El calco de Patricia. Había heredado su carácter, su labrada delgadez y unos ojos verdes que contrastaban atractivamente con la tez morena de su piel. Pero el tiempo había pasado y ahora a Pablo le costaba asumir lo bien constituido que su hijo estaba para su edad. Cierto. Había muchos cambios en él que Pablo recién advertía. Su voz, grave y desafinada como un gemido nasal, sentenciaba el inicio de la adolescencia. Y con la adolescencia vinieron los cambios. Patricia solía decir que los jóvenes a esa edad no definían su lugar, que se encontraban en una especie de cornisa y cierta rebeldía quizá había que tomarla como normal. A ella no le parecía mal que el joven se pasara horas encerrado en su cuarto o que a veces se negara a compartir la mesa familiar. Pablo se inclinaba por el rigor y tildaba a Patricia de ser demasiado permisiva. De todas formas, ambos coincidían que Joel era especial. Porque a Joel no se le conocían amigos. Porque a Joel nadie lo había visto llorar. Ni siquiera durante el velatorio de su propia madre.

    Pero el joven se hacía notar. De hecho, Pablo había recibido la citación de la escuela por un insulto a la profesora de historia. No era la primera vez. Entonces lo castigó, dejándolo sin salidas por un tiempo. Pero cuando el muchacho arrojó el gato de la abuela Emma a través el hueco del ascensor, decidió consultar con un psicólogo.

    Su hijo vivía, estaba ahí, y lo necesitaba casi tanto como necesitaba sobreponerse: «¿Te pusiste a pensar en todo este tiempo el dolor que había sentido tu hijo?».«¿O es que te refugiaste sólo en lo que vos sentías, observando tu vacío?»

    Modificar, modificarse… palabras que aleteaban dentro suyo en tiempos de tragedia, duelo y reflexión. Lo sabía. Era lo mejor que podía hacer por la memoria de Patricia.

    III

    SETENTA Y SEIS FUERON LOS DÍAS que Pablo había permanecido internado, reponiéndose de las cirugías. La pierna fracturada apuntaba a convertirse en una gran cicatriz y un desagradable recuerdo. Los médicos habían pronosticado una pronta recuperación. Pero la reparación mental sería mucho más lenta. Estrés postraumático, era la nueva palabra en su vocabulario. El equipo médico del Consejo Escolar seguía su tratamiento, aunque las imágenes del accidente no desaparecían; afloraban en sueños recurrentes que casi siempre se interrumpían con una sensación de ahogo. Una y otra vez volvía la secuencia de la tragedia: la súbita llegada del impacto y el chirrido de los neumáticos descomponiéndose en el asfalto.

    Las causas del accidente poco importaban, aunque sabía que existía una demanda de por medio iniciada por la compañía de seguros y un proceso judicial que se podía prolongar más allá de lo razonable. El escueto parte policial decía: "El conductor del camión, por causas que se investigan, pierde el control y la maniobrabilidad del móvil, traspasando el eje de la calzada con parte de su estructura, produciéndose la colisión que ocasiona que el vehículo menor termine en la banquina

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