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Amor a destiempo
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Libro electrónico276 páginas4 horas

Amor a destiempo

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Información de este libro electrónico

Eveline tiene una vida perfecta hasta que todo se desmorona tras una serie de terribles sucesos. Jacob es un alma atormentada por su pasado que busca venganza y encuentra algo que no esperaba.
Ambos son los elegidos por las almas de los primeros amantes, que no lograron cumplir su misión. En ellos reside el futuro del mundo y el control sobre los sentimientos letales para los mortales: los Pecados Capitales.
Pero nada será fácil para ellos ya que la Condesa Sangrienta y Lujuria los quieren muertos y harán lo imposible por conseguirlo.
Dos jóvenes unidos por una profecía. Dos caminos separados… O eso creen.
¿Te atreves a adentrarte en esta fascinante novela de seres sobrenaturales, amor, misterio y traiciones?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 may 2021
ISBN9788412394832
Amor a destiempo
Autor

Lourdes García Díaz

Lourdes García Díaz nació el 16 de abril del 2005 en Sant Joan de Déu, Esplugues de Llobregat, Barcelona. Actualmente está cursando 3º ESO. Empezó este libro cuando iba a sexto, con tan solo 11 años. Para ella escribir es una manera de desconectar del mundo y de explorar su imaginación. En esos mundos ficticios e inventados su mente puede ser libre y olvidarse de la monotonía de la vida real. Le apasiona leer y dejarse llevar por la música cantando; de vez en cuando acompaña su voz tocando el piano. También le gusta mucho jugar al fútbol.

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    Amor a destiempo - Lourdes García Díaz

    1

    El encuentro

    Eveline

    —¡O nos dais a las niñas o lo pagaréis todos; incluidas ellas! —exclamó una voz espeluznante.

    Mientras eso pasaba, no solo Lauren, mi madre, se encontraba embarazada; también Catherine, la futura madre de Jacob, estaba a punto de dar a luz.

    —¡Lauren, corre lo más rápido posible y no dejes por nada del mundo que te la saquen! —gritó mi padre.

    —¿Tú cuidarás de Samantha? —le preguntó preocupada por mi hermana mayor, de año y medio.

    —La cuidaré, te lo prometo —asintió Archie.

    Se dieron un beso y aquella fue la última vez que se vieron.

    Al mismo tiempo, en otra casa, los padres de Jacob decidieron marcharse también.

    —Tenemos que alejarlos de las niñas —le dijo Adrián a su mujer.

    Catherine tenía a Bryan, el hermano de Jacob, en brazos. Su marido y ella ya sabían lo que debían hacer. Al igual que a mi familia, alguien los había avisado, sin darles ninguna razón, de que debían evitar que sus hijos estuviesen juntos en algún momento de sus vidas. Por eso no podíamos nacer en el mismo sitio, el mismo día y a la misma hora.

    —Si no están juntos no correrán peligro, al menos alguno de los cuatro —dijo Adrián.

    Pero estaba equivocado, ya que eso lo intentaron muchas veces antes sin resultado.

    Por desgracia, Adrián murió de forma desagradable durante la huida y así, con sus hijos aún en el vientre y Bryan, con poco más de un año de vida, en brazos, Catherine y mi madre corrieron sin saber a dónde ir, pero siempre en el mismo sentido.

    Catherine no conocía a Lauren en persona, ni Lauren a Catherine, pero huían despavoridas la una de la otra temiendo que sus hijos nacieran juntos y temblando por lo que pudiese pasar. Las dos encontraron la misma cueva, que tenía dos entradas, y se refugiaron sin darse cuenta de que cada una se encontraba en un extremo. Tampoco se percataron de que alguien las había seguido.

    Nuestras madres pasaron juntas la noche en la que Jacob y yo nacimos. Después ya no sé qué pasó. Muchos diréis que fue el destino, pero yo no podía opinar. ¿Por qué? Pues porque mi madre me mantuvo alejada de ese tema. Tuvo que luchar para que las dos saliéramos adelante. Hasta que encontró a Richard, un joven apuesto y acaudalado, de treinta años más o menos.

    Era feliz por tener una familia que me daba de todo. Incluso adoptaron a Bethany, mi hermanita, con quien lo pasaba genial jugando en la fuente del jardín de la casa. Podíamos pasar el día entero allí. Las cosas no podían ir mejor… Pero, un día entré en el cuarto de mis padres y descubrí a una extraña en la cama, en el lado donde dormía mi madre. Richard resultó ser un estúpido mujeriego de mierda. Mi vida cambió drásticamente. Mis padres estuvieron más pendientes de la separación que de mi hermana y de mí. Los únicos momentos que pasábamos con nuestra madre eran por la noche, cuando nos narraba una de las muchas historias que guardaba en un libro único en todo el mundo.

    Recuerdo el día que nos leyó el primer relato… Empezó por una historia que a nosotras nos pareció inventada, pero que nos encantó.

    —Antes de nada, hay algo que tenéis que saber; aunque puede que os cueste asimilarlo…

    —¡Cuenta, por favor! —gritamos nosotras emocionadas.

    Ella sonrió con dulzura.

    —Está bien… ¿Sabéis lo que es un ángel caído?

    Ambas negamos con la cabeza, atentas para no perder detalle.

    —Un ángel caído es un ángel que ha sido expulsado del Cielo por desobedecer a Dios y rebelarse contra sus mandatos —prosiguió—. Lucifer, también conocido como Belial, que más tarde se convirtió en el pecado capital de la lujuria, fue el ángel caído que cometió la peor traición al crear un mundo distinto al de los humanos para todos los ángeles que traicionaron a Dios. Este mundo fue creado al otro lado del último mar, para separar a dos jóvenes destinados a encontrarse y enamorarse. Si los dos elegidos llegaran a juntarse y la profecía se cumpliera, el bien triunfaría y el mal desaparecería para siempre.

    —Pero, ¿al final los jóvenes se quedan juntos? —pregunté entusiasmada.

    —Bueno… el mar aún les impide encontrarse, aunque no sabemos lo que pasará porque hay una posibilidad…

    —¡¿Qué posibilidad?! —interrumpió Bethany.

    —Esa es otra historia, cariño…

    —Pero, ¿qué les pasará? ¿Van a morir? —continuó mi hermana, impaciente.

    —Los jóvenes pueden morir a mano de todos los que quieren verlos muertos.

    —¿Por qué quieren matarlos? —le pregunté.

    —Por su sangre. Aunque no son los únicos que poseen esa sangre… Si alguno de ellos llegase a tener un hermano… —De pronto se quedó pensativa y con el rostro torcido; como si sintiera algún dolor—. Esa persona también tendría que pasar por lo mismo por tener la misma sangre —murmuró.

    —¿Quién los quiere ver muertos? —interrogó Bethany.

    Ella nos miró y, como si saliera de una especie de trance, se puso de pie.

    —Creo que es suficiente por hoy. Buenas noches, cariñitos.

    —¡Jo, mamá, pero responde! —exclamamos al unísono.

    Ella sonrió, nos dio un beso en la frente y apagó la luz.

    —¡Si ni siquiera nos has leído el cuento! —protestó Bethany.

    —Mañana seguiremos.

    Y se marchó.

    Pese a aquel comienzo tan extraño, las historias que nos contaba antes de dormir se convirtieron en «nuestros momentos». Por desgracia, no duraron demasiado. Tenía nueve años y mi hermana iba para cuatro cuando, poco antes de firmar los papeles de la separación, nuestra madre desapareció y nos quedamos al cuidado de mi padrastro. La tristeza nos embargó a las dos. Cada día y cada noche, la echábamos de menos. ¿Lo peor? No tener la menor idea de dónde estaba.

    Los años fueron pasando. Intentaba hacer vida normal, aunque vivía con miedo. Le temía a la noche, a lo que pudiera soñar o hacer, pues siempre que me dormía una voz acudía a mi cabeza e intentaba convencerme para hacer cosas desagradables. Era como la voz de un robot, por lo que no podía saber si se trataba de un hombre o de una mujer. Tuve que llevar a cabo una lucha constante para rechazar todas sus sugerencias.

    A los cuatro años de la desaparición de nuestra madre, Richard se volvió a casar con una mujer llamada Tresa, que era una fanática de la piel de serpiente. Tenía una cara fina y un largo y sedoso cabello rojizo. Sus ojos verdes traspasaban a cualquiera y sus labios me daban repelús, casi tanto como sus cejas, que eran tan pobladas que parecían la selva amazónica. Pero lo peor era su carácter desagradable, de persona malvada. Tenía dos hijas, Yoana y Ana, a quienes inculcaba su perversidad. La primera era idéntica a su madre tanto físicamente como en el carácter. La segunda solo se diferenciaba en el color castaño del cabello y los ojos marrones.

    A partir de ese momento mi vida y la de Bethany cambiaron a peor. Nuestro padrastro nos empezó a maltratar, a someternos a su dominio. Cada noche lloraba apesadumbrada y me preguntaba dónde estaba mi madre. Mi único apoyo era mi hermana, a quien le daba todo el cariño que podía. El resto del tiempo me sentía sola e incomprendida, hasta que poco a poco me adentré en el mundo de los ángeles, los pecados capitales, los ángeles caídos y los arcángeles. También me gustaban los temas relacionados con la oscuridad y los seres de la noche. Me atraían de una forma extraña.

    Vivimos casi tres años de esclavitud, de momentos malos y peores. Y fue entonces cuando le conocí.

    Una noche, mi hermana y yo estábamos castigadas sin cenar. Triste y aburrida, me encontraba mirando por la ventana de mi cuarto a la tormenta que bañaba las calles. De pronto, en medio del aguacero, vislumbré una silueta que se deslizaba por la acera, frente a mi casa, sobre un monopatín. El tiempo se detuvo para mí, las gotas se quedaron suspendidas en el aire mientras giraba la cabeza durante un instante y clavaba sus hermosos ojos gris violeta, cautivadores y vivos, en la casa. Sentí que me faltaba el aire y no pude evitar fijarme en sus labios carnosos y deseables; en su cabello negro como la noche, empapado; en sus facciones perfectas…

    Jamás olvidaré lo que sentí aquella noche, la primera vez que lo vi. Sobre todo, porque era la primera vez que no veía el aura de una persona y no entendía por qué.

    A partir de ese momento me aficioné a permanecer en mi ventana para observar la calle. Cada vez que aparecía, mi corazón se aceleraba sin remedio. Se convirtió en una especie de droga que necesitaba cada día, a todas horas. Me subía a un hueco que había en la ventana y pasaba horas a la espera de que apareciese. Y cuando al fin llegaba el momento, lo observaba montar en su monopatín, embobada. Él nunca miraba hacia arriba, así que no me veía, aunque siempre se paraba unos instantes a observar mi casa, como si buscase algo prohibido.

    Con el paso de los días me percaté de que nunca lo veía durante el día. Aquello me extrañó, ya que vivíamos en un pueblo pequeño. Por aquel entonces yo no sabía nada. No tenía ni idea de que no podía encontrarme con mi hermana Samantha ni con ellos, con Jacob y Bryan; no hasta que tuviese diecisiete años. Lujuria e Isabel, líder de los vampiros y la madre de mi alma, estaban al acecho.

    Yo era una chica cautelosa y, muy de vez en cuando, algo rebelde. No me gustaba exponerme ante el peligro ni depender de nadie; mucho menos sufrir por alguien. Era bastante tímida y no me consideraba precisamente guapa, aunque eso me importaba más bien poco. O eso creía.

    Un día, a espaldas de mi padrastro, me llevé a mi hermana hasta una tienda cercana donde vendían patinetes, bicicletas, monopatines… Me pillé unos patines, ya que no sabía cómo utilizar un monopatín y, además, hacía tiempo que quería comprarme unos nuevos para poder practicar mis trucos.

    —Beth, ¿qué te gusta a ti? —pregunté emocionada.

    Mi hermana paseó la mirada por la tienda hasta encontrar una pequeña bicicleta amarilla.

    —Me quedo con esa —dijo sin dudar.

    El señor que nos atendió seguramente no tenía malas intenciones, pero parecía un mafioso que no sonreía nada. Pagué con el dinero que ahorré antes de que mi madre desapareciese y nos fuimos.

    —Eve, ¿para qué quieres estas cosas? —me preguntó nada más salir de la tienda.

    —Esta noche iremos a un sitio.

    Bethany se echó a reír. La miré algo molesta hasta que cambió la expresión.

    —Ahh, que ibas en serio… Sabes que Richard no nos dejará.

    —¿Ves que me importe? Estoy harta de ser una niña buena para que después me siga tratando como si no fuera nada.

    Al llegar a casa escondimos la bicicleta y los patines en una habitación donde no entraba nadie. Después nos fuimos a hacer los deberes.

    Horas más tarde, al atardecer, nos dirigimos al salón.

    —Padre, ya hemos acabado las tareas, nos gustaría salir para desconectar —le dije como quien no quiere la cosa.

    —Os permito ir si os lleváis a vuestras hermanastras.

    Richard le tenía más miedo a la madre que a las niñas, ya que siempre se sacaba la zapatilla y lo perseguía hasta que él ya no podía escapar. La verdad, yo debería haber hecho lo mismo de pequeña; ir a chancletazos a todas partes.

    Acepté algo triste; no nos dejaban en paz ni cuando quería estar a solas con Bethany.

    Regresé a mi habitación para ponerme unos vaqueros negros y una camiseta gris de tirantes. Al verme, Beth me preguntó:

    —¿Para qué te has puesto tu camiseta preferida?

    —Porque sí —respondí, seria.

    —Eve, esa no es una respuesta razonable, pero bueno… Una cosa, ¿has pensado en cómo hacer que nuestras hermanastras no se enteren de lo que hemos comprado?

    —Mira, no nos pueden decir nada. El dinero era de nuestra madre para nosotras y si tienen que decir algo que me lo digan a la cara.

    Nos dirigimos a la puerta principal. Nuestras hermanastras ya esperaban vestiditas con unos ropajes preciosos.

    —¡¿Para qué os habéis puesto vestidos?! —les espeté.

    —¿Y a ti qué te importa, mocosa engreída? —contestaron de forma maleducada.

    Me acerqué a ellas y, tras asegurarme de que mi padrastro no me escuchaba, les dije:

    —Me decís otra vez eso y… ¿Os veis la cara? Pues ya no tendréis.

    Yoana y Ana ignoraron mi amenaza y me miraron con aires de superioridad.

    —Nosotras iremos en limusina, vosotras iréis caminando —dijo la primera—. Esperamos que no os siente mal, pero es que somos más importantes que vosotras. Lo sentimos de verdad.

    —Vamos, hermana, a ver si podemos pasar el rato con ese joven tan guapo que pasea en monopatín por el barrio —añadió Ana mirándome de reojo.

    Nos dieron la espalda y se marcharon entre risitas malvadas. Apreté los puños enfadada, al parecer ellas también se habían fijado en el chico y ya sabían a dónde íbamos.

    Corrimos a coger los patines y la bicicleta y nos dimos prisa para intentar llegar a las pistas antes que ellas. El lugar estaba abarrotado de jóvenes de mi edad, e incluso mayores, que montaban en sus monopatines, bicicletas o lo que fuera que tuviesen. Busqué con la mirada hasta que encontré al chico… charlando con mis hermanastras. Me bastó observarlas unos segundos para comprobar que estaban coqueteando con él de forma escandalosa.

    —Eve, ¿qué te pasa? —preguntó Bethany preocupada al verme.

    No me atreví a responder, ya que sabía que se me escaparían las lágrimas que estaba conteniendo a duras penas. No entendía por qué tenía ganas de llorar, pero era algo que me salía del corazón; algo sincero.

    —Tierra llamando a Eveline… —añadió mi pequeñaja, pero mi mirada estaba fija en el chico. Tenía mi edad y vestía de negro, con cadenas en los pantalones. La verdad, le quedaban muy bien; le hacían muy sexy.

    —¡¿Hola?! —exclamó Beth.

    —Sí.

    —¿Sí qué?

    —Sí… lo que me hayas dicho.

    Mi hermana miró en la misma dirección y también vio la escena.

    —Ya entiendo…

    —¿Qué vas a entender? ¡Si solo tienes once años!

    Me miró enfadada. No le gustaba que le dijesen la edad; se sentía más cómoda con gente mayor que con los de su edad.

    —Mira, Eve, entiendo que ese niño te gusta y que esas arpías te lo están intentando quitar, pero no es el fin del mundo. Yo en tu lugar haría los trucos que aprendiste con los patines viejos y me divertiría sin

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