Cinco estremecimientos
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CINCO ESTREMECIMIENTOS: suspense y personajes definitivos que viven al límite la experiencia de morir. Y de matar.
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Cinco estremecimientos - Francisco Rodríguez Tejedor
Copyright 2016 Francisco Rodríguez Tejedor
Copyright 2016 de la presente edición: Nuevo Libro Editorial.
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CINCO ESTREMECIMIENTOS
FRANCISCO RODRÍGUEZ TEJEDOR
La vida dura lo que nuestros estremecimientos. Sin ellos es polvo
.
EMIL CIORAN
Índice
ÚLTIMA LLAMADA. UNA HISTORIA DE AMOR
EL CLUB
TODA UNA VIDA
UN MUNDO MARAVILLOSO
LA RESIDENCIA
BONUS TRACK 1 (*)
SEIS ESCALOFRÍOS
BONUS TRACK 2 (*)
SIETE ALFILERAZOS
SOBRE EL AUTOR
DEDICATORIAS Y RECONOCIMIENTOS
AGRADECIMIENTO AL LECTOR Y SUGERENCIAS
(*) Bonus de Relatos extras
ESTREMECIMIENTO 1
ÚLTIMA LLAMADA. UNA HISTORIA DE AMOR
A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd.
Alphonse de Lamartine.
Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien
usada causa una dulce muerte.
Leonardo da Vinci.
I
Lo que podía ocurrir, lo que era probable que ocurriera, ha sucedido esta mañana. He encontrado a mi mujer fría e inmóvil en la cama. ¿Desde cuándo llevaba muerta? No lo sé, creo que desde hace no mucho, no es que yo entienda nada de esto, pero me da ese pálpito. El doctor nos lo advirtió: Tiene el corazón muy débil. Cualquier emoción intensa la matará
.
Sí, ha debido de ser eso. La emoción intensa de un sueño. Porque el de esta noche habrá sido especial. Y premonitorio. El último sueño. ¡Dios mío, ha muerto como ella quería! Porque ella era una mujer soñadora, le gustaba soñar dormida pero, también y, aún más, despierta.
- Lo que llamamos realidad, Julio, es algo muy limitado – me decía a menudo - Y, a veces, aborrecible, estúpido y, sobre todo, aburrido.
Yo me defendía desde la posición contraria, no porque estuviera en desacuerdo con ella, nunca he sido un hombre de profundas convicciones ni de intensos debates, era solo que me dolía ese comentario, por cuanto yo formaba parte de esa realidad que era tan poca cosa para ella.
- Escucha, Ángela, no estoy de acuerdo, yo creo que…
Pero ella, con una fluidez verbal mucho mayor que la mía, se daba cuenta de que me hería y me cortaba con una sonrisa…
- Si no fuera por ti, Julio, no me levantaría de la cama jamás. Estaría durmiendo y soñando todo el día. Gracias que te tengo a ti para iluminar nuestras vidas, con ese resplandor que tú sabes encender en mí… - y se acercaba, y me daba un beso y yo me quedaba con la palabra en la boca, pero contento de verla feliz o, al menos, casi dichosa a mi lado.
A lo mejor por eso tenía el corazón tan débil, por llenar la vida de tantas emociones que ésta, por sí sola, no produce. Se lo decía yo muchas veces pero ella no hacía caso.
- De algo hay que morir, y qué mejor que se te vaya la mano en lo que te gusta - me contestaba.
Por eso esta mañana cuando me he levantado y me he dado cuenta, lo primero que he pensado es que había muerto como ella quería. A lo mejor todo lo que pasa está más sincronizado de lo que parece. Y cuerpo y alma son como las dos caras de la misma moneda, que gira sobre su eje y baila sobre el tablero mientras dura el juego del peso y contrapeso de sus dos rostros.
¿Y qué será entonces esa inercia, esa energía que produce el movimiento de cuerpo y alma, uno detrás del otro, persiguiéndose sin descanso, hasta que se acaba la pila de la vida?
Yo no lo sé. Como tampoco comprendo el eterno girar de los millones de astros, con sus luces y sus sombras, que nos sobrevuelan, que son como un decorado misterioso e inexplicable, como unos vigías luminosos que alumbran nuestra fragilidad y nuestra inconsistencia. Y nuestra enorme soledad.
Pero, seguro, que todo tiene su lógica. Y su armonía. Y su profunda razón de ser. Y nada pasa sin que afecte al resto del conjunto.
Pienso, fugazmente, todo esto mientras la contemplo. Mientras miro cómo su moneda ha dejado ya de girar. Y me ofrece esa extrema quietud. Pero llena de intimidad y de simbolismo.
II
Nunca se sabe cómo va a reaccionar uno en estos casos. Y yo no me había visto antes en una situación similar. Pero, inexplicablemente, me he sentido tranquilo, tras el impacto inicial. Con una calma y una seguridad casi graníticas. Concentrado y consciente de la situación como pocas veces en mi vida.
No quiero llamar a nadie todavía. Y mucho menos a nuestros hijos, que vendrían corriendo y empezarían con todo el papeleo y yo ya no podría disfrutar de estos breves minutos de paz y de soledad con ella. Así que, mientras le coloco el flequillo, recorro en mi mente nuestra vida juntos. No es que la discurra, son como imágenes velocísimas, como fogonazos que alumbran, de golpe, con su resplandor, años enteros. Nunca había pensado así, de esta manera. Debe ser la emoción pero, también, la urgencia por la brevedad, la certeza de que no podré estar mucho más tiempo sin llamar.
Tampoco sé por qué mi mente ordena los recuerdos como si de otra persona se tratara. Como si fuera un íntimo informe realizado por un tercero. Debe ser, trato de convencerme a mí mismo, porque ella no existe ya. Porque ahora estamos en dos mundos diferentes y hay que guardar las distancias. Porque todo debe tener una explicación, como decía antes. Y de nada vale querer ver las cosas de otra manera que no sea la pura realidad objetiva.
Así que toda su vida, y la mía propia, llegan a mi mente como si las leyera en una extraña novela que ninguno de los dos hubiera escrito.
III
Ángela había nacido en Madrid, en un chalecito al final de la calle Jorge Juan, en la Colonia Iturbe. Había jugado al cornito y al escondite, bajo la mirada impertérrita de los pavos reales del Parque de la Fuente del Berro y aprendido a leer en el Colegio de la Sagrada Familia que estaba allí muy cerca.
En aquel mismo parque conoció el amor por primera vez: un muchacho taciturno y extraño que la enamoró y, sin saber muy bien por qué, luego desapareció por un tiempo, hasta que, más tarde, empezó a enviarle cartas calenturientas desde diversos países de América Latina, la última desde Cuba, donde desapareció, esta vez sí, para siempre.
A Ángela se le quedó entonces ese aire entre soñador y ausente que encandiló tanto a Julio cuando la vio por primera vez. Fue en aquel mismo parque, donde Julio quedó deslumbrado y se cayó de su caballo ante ella, como Pablo de Tarso ante Dios. Y, desde entonces, ya no la abandonó ni a sol ni a sombra, hasta que se hizo con ella.
Iban, de novios, al cine Universal de la Plaza Manuel Becerra, que tenía unas filas traseras penumbrosas como pocas, donde él le desabrochaba la blusa, mientras ella suspiraba entre los brazos de Gary Cooper. Alguna vez fueron también a los bailes de parejas de la calle Leganitos, pero allí a Ángela le entraba la desazón y la zozobra, entre tanta oscuridad, sin pantalla alguna donde ilusionarse. Su imaginación se iba entonces a los sofás, probablemente llenos de manchas de las cochinadas que allí se hacían y, entonces, se ponía distante y ella y Julio acababan por salir a tomar una cerveza por los bares de la Plaza de Santo Domingo.
Mucho más le gustaba a Ángela, cuando Julio por fin se compró coche, irse los dos juntitos en el Simca a la Casa de Campo. Sobre todo en invierno. Aparcaban al lado de la calzada, cerca del lago, porque Ángela era muy miedosa y rehuía entrar en las espesuras del parque. Y allí, cuando los cristales se poblaban de vaho, se amaban en aquel mundo interior y cerrado, donde los rayos de la luna sacaban brillos e incandescencias de las ventanillas, que eran como una pantalla de cine más, llena de nubes y de rocío.
Cuando Julio acabó la carrera y se puso a trabajar de contable en Seguros El Ocaso y ella ya llevaba un par de años de funcionaria en Correos, se casaron en la Iglesia de Covadonga, justo enfrente del cine Universal, que había acogido sus primeros besos custodiados por el rugido del león de la Metro.
Y se fueron a vivir allí mismo, en un piso bullicioso y luminoso de Marqués de Zafra, encima de El Brillante (calamares, berberechos, sepia, mejilloneeees, pasen al fondo, señoreeees).
Sus dos hijos nacieron allí cerca, en la maternidad de O´Donell y fueron al mismo colegio que ella fue. Todos los sábados comían en casa de los padres de Ángela y un domingo de cada dos, en casa de los padres de Julio, porque vivían más lejos, allá por Embajadores.
Fueron progresando como aquella ciudad de Madrid, que remozaba sus fachadas y poblaba sus calles de modernos y relucientes automóviles y ajardinaba cualquier rincón, cualquier plazuela, como una ilusionada ama de casa coloca floridos jarrones en todos los rincones del hogar.
Se compraron un chalé en la sierra de Guadarrama y empezaron a viajar inclusive por el extranjero. Su gran hazaña fue cruzar el charco y visitar México y Cuba, donde ella se entristeció sobremanera, sin que Julio, que nunca fue un águila, supiera al principio por qué.
Pero, a la vuelta de aquel viaje, comenzaron los problemas para el corazón de Ángela. Empezó a sufrir algunas taquicardias y palpitaciones por las noches y el médico le recetó unos meses de baja y vida sana, nada de sal y caminar todos los días.
Por aquella época sus dos hijos se hicieron mayores de repente, porque siempre hay un día en que los hijos se hacen mayores, uno no lo nota, es decir, no lo ha notado antes, o no ha querido notarlo, pero hay un momento, un amanecer, en que te das cuenta de que ya vuelan solos, de que ya no cuentan contigo, de que tú ya no eres la persona imprescindible en sus vidas.
Se casaron ambos en un tris y Ángela sufrió como nadie el síndrome del nido vacío. Julio se la encontraba todas las tardes en la cama cuando llegaba de trabajar de El Ocaso. O llorando quedamente mirando por la ventana cómo se movían las hojas de los árboles.
Acabaron buscando un psicólogo y allí iban ambos andando, dos tardes en semana, hasta la calle Duque de Sesto, a abrirle su corazón de par en par y mostrarle su vida en canal a aquel desconocido, que tomaba notas y nunca decía nada.
Luego se acercaban a dar una vuelta por el Retiro, que estaba allí al lado, como dos novietes cogidos del brazo, y entonces Julio la invitaba a un granizado de limón o a una horchata en una terraza junto al lago y