El cuento
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Este texto no se inscribe en el realismo mágico, que consiste en narrar la realidad alterada para hacerla prodigiosa y sorprendente. En esta novela Alfonso cuenta la realidad histórica de una familia virtual del entorno que le tocó vivir en su juventud, pero resulta tan asombrosa y difícil de creer, que algunos la pueden confundir con el realismo mágico. Al leerla sentí una emoción compasiva intensa por las situaciones que atraviesan sus personajes, aunque también reí a carcajadas de vez en cuando. Un escritor novel lanza de pronto una novela cuyo mérito no es precisamente literario, sino la infrahistoria que cuenta, lo divertida que es, y la memoria y el buen gusto que ha tenido al contarla. Quien la lea, esperará impaciente su segundo y tercer tomo.
Kiko Arocha, editor.
Alfonso Gómez Jiménez
El doctor Alfonso Gómez Jiménez nació en Barranquilla, Colombia. Actualmente ejerce como cirujano plástico en la ciudad de Bathurst, New Brunswick, Canadá. Su educación en medicina se realizó en la Universidad de Cartagena, Colombia, de 1977 a 1983 y su internado en el Hospital de la Universidad de Cartagena y el Hospital San Juan de Dios de Monpox, de 1983 a 1984. También cursó estudios de inglés en la Universidad de Toronto y de francés en la Universidad McGill. Realizó su residencia en cirugía plástica en la Universidad de Montreal. Se estrena como autor en esta novela, la primera de una trilogía basada en sus memorias.
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El cuento - Alfonso Gómez Jiménez
Esperaba a que me llamaran por mi nombre en la sala de espera del consultorio. Hoy estaba de paciente; el resto de los días era yo quien los atendía. Junto a mi esposa, aguardábamos al cirujano plástico.
¿Casualidad o destino? Ahora comprendo que fue este último quien me condujo al servicio de otro médico de mi país, Colombia. El Dr. Alfonso Gómez Jiménez, como figura en la placa de su oficina, nos atendió muy amable y profesionalmente, pero mejor, ese encuentro dio inicio una cercana amistad en la que compartimos la nostalgia por nuestra cultura desde estas tierras lejanas de Canadá.
Meses después, Alfonso me haría llegar una copia de un libro suyo inédito para que le diera mi opinión. Comencé a leerlo de inmediato y desde el primer párrafo cautivó mi atención a rajatabla… hasta el último.
Posteriormente le ayudé en la edición, dándole consejos de síntesis y sintaxis, ortográficos y de puntuación. Él aceptó mis sugerencias y consejos. Alfonso había salido de Colombia hacia 33 años y su vida se había desenvuelto en los idiomas inglés y francés. El escaso trato con personas de habla hispana era la explicación lógica de esos ligeros tropiezos a los que nublaba un contenido ingenioso, exuberante, basado en la realidad.
El libro cuenta el fragmento de la vida de sus padres cercana al nacimiento del mismo Alfonso en la ciudad de Barranquilla. En un lenguaje colorido y costumbrista, conmovedor e irónico, repleto de episodios y locaciones históricas, nos cuenta los pormenores más íntimos de su familia.
Le puedo contar mucho más del El Cuento, pero me va a agradecer mejor que le recomiende comenzar a leer esta historia narrada por mi apreciado amigo.
Eduardo Morales Salamé
Introducción
Contemplaba a través de la ventana de mi cuarto, cómo los copos de nieve caían sin cesar del cielo gris invernal, flotando suspendidos, balanceándose en el aire frío hasta tocarse con sus ansias extendidas, abrazándose fraternalmente con otros copos que danzaban en el vacío para precipitarse luego por su peso en el suelo, agrupándose en espesos y blandos montículos que formaban con el paso de las horas, grandes cúmulos y una infinidad de montañas blancas que se alzaban insensiblemente para cubrirlo y sepultarlo todo bajo su espesura, impregnando también con su capa glacial, las ramas bajas de los pinos siempre verdes que, inclinadas, toleraban su peso en silencio, sin sacudirse.
Desnudos de hojas y tiritando de frío estoicamente, los árboles de arce soportaban la inclemencia de la nevada. Habían perdido ahora todas sus hojas, pero en el otoño formaban una sinfonía de exuberante belleza con sus hojas de colores mezclados, ostentando la magia de los matices que variaban desde el verde intenso hasta el verde claro y en donde los colores amarillos y diversos tonos de ocre, se infiltraban hasta los ápices de las hojas que sangrando a través de sus nervios, dejaban su huella en una gran diversidad de rojos en los haces. Estos cambiaban de tonalidad en el envés, con los reflejos fluctuantes de la luz del sol cuyos rayos se fragmentaban al compás de la brisa, agitando los árboles suavemente en su danza estival.
Ahora los árboles de arce pagaban su osadía de colores otoñales con la desnudez del invierno, mientras las coníferas se mostraban triunfantes durante la tormenta.
Estoy en este país de nieve, donde las estaciones se confunden entre sí con una belleza incomparable y el frío impera sobre el silencio sórdidamente, país que no es el mío de nacimiento y que he aprendido a aceptar y amar, al cual mis hijos veneran con la misma intensidad con la que yo he deplorado el haber salido del mío, mi Colombia, donde nací, del cual aún guardo la nostalgia inenarrable que solo los inmigrantes pueden concebir, pero a su vez nosotros mismos no podemos comprender.
Mi madre, viuda, ahora en el ocaso de sus días, rehúsa regresar a Canadá y quiere morir en su Colombia para desaparecer en el olvido de esta vida lejos de la nieve. Todos las anécdotas de mis padres que nos narraban a través de nuestra niñez y que embelesaban la imaginación de todos los oyentes formando una parte esencial de misterios y tesoros absolutos en nuestras conciencias, ahora paulatinamente se disipan en nuestras memorias y desaparecen con la imprecisión del olvido, un cuarto de siglo después de la muerte de mi padre, mientras que mi madre, la matriarca sobreviviente, se ha sumido poco a poco en los sueños de la amnesia y dentro de poco no será capaz de recordar la sutileza y el hechizo de sus cuentos.
Al escribir estas líneas de introducción acude a mi recuerdo la imagen de los niños del barrio Ciudad Jardín de Barranquilla, cuando nos reuníamos a la caída de la noche para jugar, sentados en la verja de la casa del señor Gerald Kohn, bajo la frondosidad del enorme árbol de acacias de la casa de la señora Marianita Campo de Asmar, su vecina. Él venía en ocasiones a contarnos los relatos de su vida que nos sumía en la tristeza más profunda, a pesar de la inocencia de una niñez matizada por una felicidad inagotable. Gerald había sido una de las víctimas de Auschwitz. Ahora concibo como era de importante para él su testimonio y la transmisión de sus memorias, ya que él no podía contarlas ante la indiferencia de los adultos. El vertía sobre nosotros todos los detalles de los horrores sufridos, tal como un bálsamo de consolación para su alma atormentada. Su mujer venía a buscarlo y le decía con reproches: Gerald, deja ahora a los niños jugar, no los importunes con tus historias… Ven, por favor, a tomar tu té y a compartir el postre conmigo
. Así, el sobreviviente del holocausto partía a su hogar refunfuñando, cabizbajo y apesadumbrado, a comer con su mujer el delicioso pastel de fresas y chocolate que ella misma, con amor, había horneado, pero que no representaba para él ni la más ínfima satisfacción comparado con la que le proporcionaba nuestra atención y las preguntas forjadas en nuestros infantiles corazones que con atónitos ojos le hacíamos.
Luego de marcharse, comenzábamos primero a jugar invariablemente al teléfono y todos nos sentábamos al lado del otro en una disciplina militar inquebrantable. Debíamos decir al oído de nuestro vecino una palabra cualquiera que, de boca de un compañerito al oído del otro, se propagaba desde el principio de la hilera hasta el final. Si el último niño era capaz de decir la palabra del primero él venía a la cabeza y el primero iba a la cola, lo cual sucedía raramente. Lo interesante del juego era la distorsión del mensaje, que si bien era solo una palabra, la inicial era completamente diferente de la final y debíamos ver cómo la transformación se había producido y quién era el responsable de tan dramático cambio.
Nos preparábamos para no perder, y el niño del comienzo procuraba buscar la palabra más difícil de pronunciar y más compleja a memorizar, para inducir a todos al error y sostenerse así siempre en la cabeza del teléfono humano. Así fue como un día aprendí la palabra otorrinolaringólogo, memorizándola en secreto, sin decirle a nadie, hasta que llegó el momento preciso cuando jugando al teléfono fui la cabeza y le dije con calma, pronunciado pausadamente todas las sílabas, Oto-rrino-larin-gologo
, a Tico Tuiran, quien sorprendido, reaccionó: ¿Qué? Eso no es una palabra
, pero tuvo que transmitir de memoria la pronunciación en la oreja del niño siguiente, Iván Suárez, quien riéndose a carcajadas hizo lo mismo, diciéndole a Pedro Pablo Asmar, quien absorto miró a todos y murmuró: esto es una locura y no puede ser, pero continuó la cadena para inclinarse a él oído del niño siguiente, cuando al fin fue el turno del penúltimo, Alberto Cure Martin, quien incrédulo susurró al oído del último niño Alfonsito Peñaranda, que sonriente y jovial nos embargó a todos en una sorpresa cuando saltó y exclamó: yo sé exactamente cuál es la palabra. No es tan difícil como ustedes creen
y exclamó triunfal, ¡la palabra es ornitorrinco!
.
A la risa de todos, Alfonsito no pudo concebir como el mensaje de otorrinolaringólogo se hubiese transformado a ornitorrinco, pasando por rinoceronte como creía haber escuchado Javier Fuemayor, ¡el quinto niño de una cadena de doce!
Ahora soy yo, quien embargado por estos recuerdos, no deseo que el tiempo absurdo e inclemente, como una tormenta de invierno sepulte con su olvido infinito las narraciones de sutil belleza que mis padres grabaron en mí, ahora que ellos, frágiles por el embate de la vida y la vejez, han perdido las hojas de la razón y sus mensajes perecerían con el acaecimiento de su muerte inminente e ineluctable.
Es esencial para mi conciencia la transmisión de la narración de sus relatos y sus testimonios fidedignamente, para que estos no queden sumidos irremisiblemente en el olvido y es en mi esfuerzo que se ha de encontrar la magia que ha de impedir la distorsión de sus historias, como en un teléfono roto.
Un parto abrumador
Quit ergo dicemus pernanebimus
in peccato qui gracia abundet
Romani, VI.I
¿Qué, pues, diremos? ¿Persistiremos
en el pecado para que la gracia abunde?
Romanos 6:1
Alfonso nació desnudo como todos los pobres hijos de Dios, en el país del Sagrado Corazón de Jesús, para su mala suerte. Fue un viernes santo y su madre, quien fue a ver la procesión a Santo Tomás, en medio de la pasión de los flagelantes fue disuadida de sus intenciones religiosas sadomasoquistas por el dolor de su parto. A Rosa y a su marido les tomó media hora interminable en medio de la algarabía de los transeúntes, el bullicio de vendedores ambulantes, el esplendor de las putas francesas del barrio chino y la circunspección de las novicias y monjas de los conventos vecinos, para poder conseguir un jeep Willys de alquiler y trasladarse a la clínica Colombia de la ciudad de Barranquilla.
El obstetra de turno, el doctor Zubastat quien parecía más un asaltante de caminos, estaba completamente borracho y no lo pudieron encontrar fácilmente en ninguna parte donde lo buscaron, salvo cuando al marido, que era el compadre del médico, se le ocurrió que podría estar en la casa de Madame Simone Auber con su ramera preferida Elodie Saint-Claire, conocida más como fundillo loco
por los clientes veteranos.
Zubastat le había enseñado a Elodie durante dos años, en los ratos libres, toda la mágica práctica de las parteras y ahora era una experta en el arte. Él había decidido sacarla a vivir a la vida honesta en un futuro cercano, pero entre tanto, la compartía con su compadre de parranda, Reynaldo, sabiendo que durante el embarazo de Rosa, ella podría brindar aliciente al marido para beneficio de los tres. Este beneficio, si bien simbólico, era una excusa pérfida en la imaginación incomparable del médico que buscaba posponer la decisión de abandonar a su esposa que adoraba, por la puta que quería, proporcionándole a su amigo confidente, alcahuete y cómplice, los favores sórdidos de su amante, para poder después decirle llorando como un niño, en su embriaguez, entre rancheras mexicanas: ya ves, mi Rey, ¿cómo puedes creer que voy a abandonar la esencia del paraíso conscientemente cuando obtengo un placer incomparable de su cuerpo? Tu eres mi testigo y sabes mejor que nadie de lo que digo
.
Al mismo tiempo Zubastat demeritaba impúdicamente su afección por Elodie y le reprochaba a ella en sus momentos de lucidez: ¿cómo puedo abandonar a mi mujer, a la madre de mis hijos, por la puta que eres? ¡Sin ninguna conciencia, te acuestas como una ramera con mi amigo, pero si solo fuera eso estaría bien, pero a veces eres mejor con Reynaldo en la cama que conmigo y eso es realmente intolerable!
. Al final, acordaban los dos por razones diferentes (monetaria/afectiva para ella y compasión para sí mismo para él) que era mejor el compadre que otro cliente, especialmente el turco Hasbun, quien estaba hechizado por ella.
Allí encontraron al médico Zubastat, tumbado en un sofá de seda rojo, perdido entre sus planes imaginarios, el alcohol, la pasión desbordada, el remordimiento, los celos y la angustia de su corazón. Casi no podía hablar, emitía sonidos guturales, y con grades esfuerzos, frases latinas aprendidas durante su entrenamiento en la Sorbona. Su amigo le dijo: es tiempo, Rosa está en la clínica… sabías que sería un parto difícil y me prometiste no tomar. Ahora estamos en la mierda y mi mujer me va matar cuando nos vea, a ti con esa borrachera y a mí con Elodie, si es que Rosa no se ha muerto antes, ¡apúrate por Dios!
.
Reynaldo y Elodie salieron hacia la clínica con el médico inconsciente, casi en estado de coma. Zubastat conducía con una audacia de diablo, una imprudencia de loco y una intrepidez suicida su Mercedes Benz último modelo, importado directamente de Alemania, a una velocidad vertiginosa por los bulevares de la ciudad.
En el momento en que llegaron a la clínica Rosa era llevada en camilla hacia la sala de partos, pero quienes la trasladaban se detuvieron en la puerta del salón porque era necesario que el cirujano estuviese presente, especialmente en este caso. Adentro esperaban los instrumentos, las enfermeras, las monjas y el anestesista con su caja de algodones de éter, listos para una posible cesárea. Pero faltaba el obstetra ¿dónde estaba? era algo insólito lo que sucedía y la tensión era extrema. Zubastat se había metido semidormido en la ducha de agua caliente. ¿Qué hago aquí entre el vapor y la lluvia de la ducha?
. Recordaba su estancia en Budapest,