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El arte del mal morir
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Libro electrónico148 páginas2 horas

El arte del mal morir

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La muerte de Alfred Benedikt Faust, gran pianista y judío alemán (Montevideo en 1934) –aquella que él busca, o mejor aquella que lo persigue a lo largo de los años– es un final terrible, que se ejecuta en una serie de dramáticos actos. Nadie, quizás ni siquiera él mismo, sabe si hay un solo culpable, si el suyo fue un asesinato múltiple, o incluso,
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 may 2020
ISBN9789585107373
El arte del mal morir
Autor

Mónica Chamorro

Doctora en Lingüística. Ha trabajado como docente universitaria en Italia y en Colombia. Recibió el Premio Regional de Cuento del Ministerio de Cultura (1998) y el Primer Premio del Concurso de Narraciones Breves (2000); en el 2010, publicó el libro de cuentos Remedia Amoris. Sus relatos de ficción han sido incluidos en antologías de narrativa actual. También es autora de ensayos y textos académicos que han aparecido en revistas y libros especializados y de textos de opinión que han sido publicados en el diario El Nuevo Liberal, en la Revista Semana y en el periódico El Tiempo.

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    El arte del mal morir - Mónica Chamorro

    autor.

    PRÓLOGO

    Alguien tocó mi espalda saludándome con familiaridad.

    —¿Te acordás de Alfred, ese alemán que enseñaba piano?

    Claro que lo recordaba. Ese era uno de esos rostros difíciles de olvidar; en cambio, no acababa de recordar al hombre que me hablaba y que parecía más envejecido que viejo. Él, por el contrario, se dirigía a mí con gran confianza, como si nunca hubiéramos dejado de vernos, como si nos encontráramos cada tarde para tomar un café. Yo solo atiné a asentir con la cabeza.

    —¿Sabés que lo mataron? De mierda. Tuvo una muerte lenta y sufrida. Yo de él me hubiera suicidado antes. Lo mataron de muchas formas.

    Me encontraba, después de años de ausencia, de visita en mi pueblo: un lugar antiguo y remoto en medio de las montañas del sur de Colombia. Estaba de pie, en un andén lleno de gente y en un sector lleno de tiendas y ruido. Mi voz me sorprendió cuando salió de mi garganta, era más aguda y menos amarga de lo habitual. Se parecía a la voz de la adolescente que alguna vez fui.

    —¿Y ya se sabe quién lo mató?

    —Muchos, fueron muchos. Cada uno responsable de una muerte, todavía no los han cogido a todos. Empezaron a matarlo de una forma, siguieron con otra y después con otra más. Ahí tenés: la última noticia. A ver si te dan ganas de escribir algo. Encontrale un orden a este caos, ¿eso no es lo que te gusta?

    De alguna manera, lo que me dijo no me sorprendió. Creo que siempre supe que nada de lo que Alfred Faust hiciera o le sucediera sería corriente. Su muerte no podía ser sosegada y común, como no lo había sido su vida. Lo había conocido cuando tenía nueve años y, nunca, ninguno de los espantos que poblaron mi niñez me había asustado tanto como ese hombre que tenía ojos celestes surcados de venas rotas. Era imposible pensar en alguien más parecido a un ogro devorador de niños. Probablemente mi temor se debía también a que le tenía miedo por anticipado, era el maestro más respetado del Conservatorio e iba a ser mi profesor de piano. Aún no he olvidado cómo me hizo llorar cuando corrigió bruscamente mis manos torcidas y la forma en la que me dijo que las niñas como yo estábamos mejor en la cocina haciendo sopa o galletas; aunque también me dijo que tenía muy buenos deditos, en ese momento no entendí, pero ahora sé que quiso decir que tenía una cierta agilidad y algo de talento.

    Fue mi maestro por varios años y de cada martes en el que yo asistía a su clase en un salón del Conservatorio atiborrado de fotografías, muebles y objetos, recuerdo sobre todo el olor a papel viejo, a algo frágil y a punto de descomponerse, de desaparecer para siempre. Después entendí que esa era la patria de Alfred, un mundo desueto que se quedó perdido en algún lugar de la historia y que olía a vals y a cortinas de terciopelo. Un pretencioso imperio que creyó en la lucha de la civilización contra la barbarie. Creo que por ello nunca pudo ver que la barbarie lo acechaba desde dentro y que no había civilización capaz de exterminar el inquietante espectáculo de los apetitos de su espíritu y de su carne.

    El hombre que yo no acababa de recordar, con las manos en los bolsillos de un abrigo pasado de moda, prosiguió una conversación que languideció enseguida. Nos quedamos en silencio y permanecimos un momento más de pie en la acera. Después nos despedimos.

    ALFRED BENEDIKT FAUST

    Alfred Benedikt Faust nació el 7 de abril de 1934 en la República Oriental del Uruguay, en el Hospital Británico de Montevideo, el más moderno de la época. Nació en el momento en que el otoño austral empieza a arder en las narices de quienes pasean entre los fresnos y los paraísos de las calles. El diámetro de su cabeza, trabada en la pelvis de su madre, casi les causa la muerte a ambos. Alfred, dentro de las paredes demasiado estrechas del útero de Elke Saalman, luchó durante más de treinta horas para salir.

    Durante sus cuatro primeros días de vida, nadie pudo verle el color de los ojos porque los mantuvo cerrados, apretados tan fuerte como los puños de sus manos, de dedos extraordinariamente largos. Solo cuando su madre, débil por la violencia del parto, pudo alimentarlo con su leche, él abrió los párpados; en ese momento, Elke lo llamó con el nombre que había escogido para él: Alfred y, entonces, él reconoció su voz, la misma que había oído durante nueve meses a través del ruido del corazón y de las vísceras.

    Ella, bajo la mirada de su hijo, no sonrió; se quedó rígida porque solía sentirse incómoda ante sus propias reacciones sentimentales y se daba cuenta de que justo en ese instante se estaba inaugurando la más importante relación amorosa de su vida. Se percataba de que esa masa palpitante que sostenía entre las manos era su alma en carne viva; sintió una repentina fragilidad y supo que nunca podría acostumbrarse a la idea de que ese pedazo de su interior, gelatinoso y casi traslúcido, un día se levantara y se echara a andar por su cuenta. Llegó a la dolorosa comprensión de que cada paso que él diera lejos de ella sería un insoportable sobresalto para su corazón.

    Ese fue el comienzo de la relación entre Alfred y Elke, ella concibió por él un amor sin mesura y él, asfixiado por esa pasión, se debatió hasta la vejez entre el rencor por el egoísmo con que ella lo amaba y la necesidad de nutrirse a la sombra de este amor. Desde que tuvo uso de razón, le había repugnado el papel que ella había previsto para él: ser su pequeño y perfecto esposo. Supo que la ternura que ella le brindaba era la mercancía de intercambio que usaba para constreñirlo a moldear su personalidad dentro de la horma que produciría al único hombre capaz de hacerla feliz. Si Alfred se desviaba, aunque fuere solo un poco del plan de su madre, ella lo castigaba sabiamente con una dosis de indiferencia. Nunca le pegó ni tuvo que castigarlo. Ella sabía que era suficiente el retirar, según la gravedad de la falta, una proporción de la mole del afecto con la que solía atosigar cada momento de la vida de su hijo. Le bastaba endurecer un poco la voz o desviar la mirada, que generalmente traslucía una adoración infinita, para que él se deshiciera en excusas o tan solo pronunciar su nombre, Alfred, en lugar de usar el nombre con el que siempre solía llamarlo: corazón de mamá.

    Pero Elke no sabía que, dentro del cuerpo sonrosado de su hijo, tras esos ojos de querubín, se estaba gestando un final macabro para su cuento de hadas. Ella no podía adivinarlo, pero ya desde los tiempos en los que su Alfred estaba tras las barras de la cuna, la había sometido a una despiadada observación. Sentado como un muñeco más en medio de sus osos de felpa, la había espiado largamente, hasta concluir que ella era, en privado, lo contrario de lo que era en público: sórdida y vulgar, hipócrita y mala. Tampoco habría podido entender cuánto rechazo le provocaba su cuerpo.

    Muy pronto, Alfred había empezado a odiar el tacto de sus manos frías, los besos de sus labios que le dejaban el mal sabor de los cosméticos. Cuando su madre se quitaba la ropa, él sentía asco de sus pezones carnosos y miedo del pubis combo, cubierto por la fronda enmarañada del vello rubio. En la medida en la que crecía, sentía cada vez más náuseas ante la idea de parecerse a ella. Desde que aprendió a hablar, empezó a pelearse con Elke; nadie como él conocía sus debilidades y sabía cómo hacérselas pagar muy caras. La relación entre ambos se hizo tensa, desgarrada por crisis periódicas que la llevaban a ella a la desesperación y que en cambio divertían a Alfred.

    Cuando él iba a cumplir once años, la ruptura definitiva parecía inminente pero una desgracia inesperada, la muerte de su padre Ernst en el verano del cuarenta y cinco, los unió estrechamente de nuevo. Fue la primera ocasión en la que Alfred tuvo que afrontar el dolor de la vulnerabilidad.

    Elke llevaba con el padre de Alfred, Ernst, una relación aceptable en la que no había demasiadas desavenencias. Ernst pasaba una gran cantidad de tiempo en una chacra en los alrededores de Montevideo donde tenía una granja lechera, mientras Elke, quien detestaba el campo, se quedaba en la ciudad. Alfred adoraba a su padre, con quien compartía el gusto por la música; era él quien había insistido en que su hijo iniciara estudios

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