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La Resurrección (La Guerra de los Dioses no 4)
La Resurrección (La Guerra de los Dioses no 4)
La Resurrección (La Guerra de los Dioses no 4)
Libro electrónico398 páginas5 horas

La Resurrección (La Guerra de los Dioses no 4)

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Las almenaras ardieron con enojo cuando las atalayas avizoraron a la Hueste de Némaldon marchar. El fruto de centurias de conjuros y un sacrificio preciado resucitó al gobernador de las tinieblas, y con ello despunta una venganza cuya planificación lleva cuatro siglos. Los tambores de guerra resuenan, la tierra tiembla y los cielos son ocupados por la sombra. Los mazos lloverán sobre los muros de los castillos, las lanzas volarán a quitar vidas, mientras los campos correrán con la sangre de los inocentes.

El dios de la Luz debe visitar a un espíritu poderoso que le pueda conferir los detalles de los males que están por desarrollarse. Joven y apenas amaestrando las cualidades de su existencia, debe recurrir a una arcana sabiduría que lo guíe durante estos tiempos turbulentos.

Amores y corazones son enardecidos con la pasión de un amor que apenas flagra; legendarias canciones se cantarán por aquellos que han caído durante la ardorosa batalla. ¿Qué será del mundo El Meridiano durante una época nefasta que desatará una guerra abismática? ¿Vencerá el bien sobre el mal, una batalla tan arcana como el origen del universo?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 feb 2016
ISBN9781311586735
La Resurrección (La Guerra de los Dioses no 4)
Autor

Pablo Andrés Wunderlich Padilla

Soy un autor guatemalteco del género de la fantasía y de la ci-fi. Cuando no estoy decantando mi imaginación en el ordenador, soy un médico internista de profesión. Me gusta el café, meditar, el cross-training, y la lectura ¡pues claro!.Para mí no existe mayor placer que conocerte ti, la persona que se ha tomado el tiempo para leer una de mis obras. Por favor, escríbeme un correo a authorpaulwunderlich at gmail. Cuéntame qué piensas de mis escritos. ¡Será un placer conocerte!Te invito a conocer las dos series que escribo:- La Guerra de los Dioses: una serie de fantasía.- La Gran Cruzada Intergaláctica: una serie de ci-fi.¡Nos vemos entre los párrafos!Pablo.

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    La Resurrección (La Guerra de los Dioses no 4) - Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    La Guerra de los Dioses

    www.laguerradelosdioses.com

    LA RESURRECCIÓN

    (Libro 4)

    Por Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    Todos los derechos reservados por Pablo Andrés Wunderlich Padilla 2017

    Queda estrictamente prohibido reproducir este texto sin la autorización explícita del autor.

    Todos los personajes de esta obra son el producto de la imaginación.

    Exordio

    Esta obra nació hace más de una década y media, cuando yo era tan solo un muchacho en la escuela, pensando en el páramo de mi tierra natal: Guatemala. Allá, los bellísimos paisajes, con la geografía quebrada y volcánica, y sus cielos pintorescos, me estimularon a crear una obra colorida. Sin embargo, con el amor que le guardo a las obras del género de la literatura fantástica, tanto europea como americana, rápido inicié una obra que mezcló aquellos ingredientes, y nació, por fin, el primer libro de la saga, llamado El Sacrificio. El esfuerzo que hasta hoy le he dedicado a la serie es monumental.

    Han pasado tantos años que a veces me cuesta aceptar que llevo casi la mitad de la vida (tengo 32 años de edad) escribiendo la serie. Por fin, y lo digo con tono serio, me aproximo al final. La última entrega de la saga sigue en el horno, donde mi imaginación prepara los ingredientes esenciales para brindarte una gran final.

    Mi intensión no es demorar la lectura. Sé que estás ansioso de cambiar de página y leer el primer capítulo. Espero que la obra sea de tu agrado. Con toda la honestidad que pueda hallar en mi interior, te doy las gracias de corazón por leer esta obra. Soy un autor independiente, y sin tu apoyo ninguna de mis publicaciones verá la luz del éxito. Sin más, bienvenido a la serie La Guerra de los Dioses.

    - Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    LA RESURRECCIÓN

    PARTE I - EL INFIERNO

    CAPÍTULO I - EL INFIERNO

    Ráfagas de aire gélido se filtraban entre el viejo muro de montañas que formaban la cordillera Devónica del Simrar. Allí, los vientos se nutrían de almas, pensamientos y voces, y corrían con los tiempos y erosionaban las tierras, para trasladar sus mensajes a quienes quisieran escucharlos, ya fueran humanos, elfos, o Salvajes. No obstante, siempre hay almas heridas por recuerdos amargos que no logran fluir con esas corrientes misteriosas. Era de noche y un alma suspiraba sobre la cúspide de una loma, contra el Gran Pino. A lo lejos, todo permanecía igual, las montañas azules y moradas, el sol naciente que comenzaba a despertar la naturaleza, pero ese horizonte había perdido el significado que él le había otorgado. En su ausencia, los amaneceres y los atardeceres no eran especiales. —Ay, Mancheguito —suspiró Luchy, añorando los besos que no se dieron, sin el consuelo de las lágrimas que ya se le habían agotado. Dos dedos de luz se asomaron a través de la cresta de la cordillera. Contemplar el amanecer la hacía sufrir, pero no podía resistirse. Se recordaba que había sobrevivido a una guerra cruenta y asoladora, que muchos se habían quedado atrás, que otros nunca se recuperarían. Como Lula. A la anciana le pesaba haber asistido a la muerte, primero, de su marido y después de su nieto, y ambas provocadas por el mismo mal. Una potente luz, como una detonación muda, estalló en el horizonte. El fuego se abrió paso entre las nubes perezosas y bañó los campos. Luchy recibió la bendición solar cerrando los ojos y dejando que la luz penetrara por sus poros. Tenía que olvidarse de él, dejar el pasado atrás, pero… ¿cómo? Hundió la cabeza entre los hombros y dejó escapar una lágrima. Ahí estaba, como cada día, dejándose conducir por la inercia de los días, sin voluntad. Cuánto detestaba esa indolencia. ¿Se habría quedado aprisionada en una rutina destructiva?

    —¡Ya está el desayuuunoooooo! —gritó Lulita.Luchy sonrió. Esa mujer era lo único que tenía en este mundo.

    Lula observaba a la chica mientras regresaba. Se había convertido en una joven muy hermosa, a pesar de ese aire como ausente. Caminaba con las manos juntas, como suplicando que las cosas fueran de otra manera. Lula deseaba lo mismo. Se apoyó en el quicio de la puerta de la Estancia que ella misma había reconstruido. Sentir aquellos muros, saber que su hogar estaba de nuevo en pie, era de las pocas cosas que la hacían continuar a pesar de todo. La joven por fin alcanzó la casa. Conservaba esos grandes ojos verdes como esmeraldas, de mirada curiosa y profunda inteligencia. El cabello castaño largo y sedoso le llegaba a la cintura. A sus dieciséis años, la chica había desarrollado unas formas armoniosas: las caderas se le habían redondeado en un paréntesis seductor que se cerraba en una cintura estrecha. Tenía las piernas largas y los pechos despuntaban bajo la ropa con la insolencia de la juventud. El rostro se le había endurecido; lucía unos rasgos angulosos, los labios carnosos, la nariz altanera. Luchy prometía ser la belleza más deslumbrante de la región.

    Sin embargo, esa no era su principal virtud. Además, hacía gala de una delicada sensibilidad y una fina inteligencia.

    —Ay, chulita —dijo Lula al verla—, es increíble lo poco que el rey Aheron III ha hecho por ayudarnos tras la destrucción del pueblo.

    Después de tres años de asedio, el rey apenas había enviado refuerzos y nadie entendió las razones. Los supervivientes se organizaron como pudieron, el comercio continuó, pero la delincuencia se agravó. La miseria y la desgracia campaban a sus anchas y hacían de las visitas al pueblo una aventura peligrosa. Pero de todo se aprende, de modo que Lula se las arregló para reunir provisiones y trazar una plan de huida si la guerra regresaba. Las dos mujeres fueron hasta una mesa redonda para tomar el desayuno, cada una sumida en sus pensamientos; la anciana meditando por enésima vez la posibilidad de mudarse a otro pueblo, la chica adivinándole las ideas y sabiendo que la mujer no sería capaz de dejar atrás la Finca y sus valiosos recuerdos.

    Luchy tampoco deseaba marcharse. No perdía la esperanza de volver a ver a Manchego. «Regresa a casa, mi querido…», se decía la joven cuando miraba a lo lejos, esperando que un rostro sonriente apareciera ante ella.

    —Ay, mijita, la cosas que pasan… El pueblo es un cementerio—dijo la abuela. Los temas eran escasos y hablaban de lo mismo con frecuencia. Luchy sacó un chisme a colación. Lo escuchó en el Décamon.—Lulita, ¿ya se enteró? Está a punto de llegar un sacristán nuevo y dicen que es el mejor de los mejores. Espero que sea cierto. Este pueblo necesita consuelo y un guía en el Infierno Cotidiano.

    Así se referían los habitantes de la zona a la época que les había tocado vivir después de laMasacre de las Lágrimas Muertas.—El padre Crisondo necesita ayuda. Tres años sin sacristán son demasiados —continuó la joven.

    Lulita dejó la vista perdida mientras bebía del pocillo. —El Foso Maldito sigue allí. Se supone que el general y sus oficiales están aquí para resolver el misterio, pero me parece que el líder está más pendiente de su vida familiar que otra cosa —dijo Lula con tono apático. Le dio otro sorbo al café y se recostó sobre el respaldo de la silla.

    —¿No cree que Leandro y el Mago nos puedan ayudar? Parece que también hay un filósofo con ellos…

    —¡Qué va! —gritó Lulita con un brinco—. ¡Esa pandilla no podrá hacer nada por nosotros! Nadie puede… Leandro y su comitiva pronto se largarán con la misma conclusión a la que hemos llegado los demás: ¡a saber qué pasó aquí! Luchy asintió. La abuela tenía razón, todo estaba perdido. Todo.

    —Leandro Matamuertos es un gran tipo, un general de primera, pero está perdiendo el tiempo. Y ese filósofo que lo acompaña, gordo como la masa del pan, carece de toda hipótesis. Encima, el mago es más viejo que la tierra. Fíjate en lo que te digo: no pueden ayudarnos, así que es mejor que nos dejen en paz, morir en paz, sufrir nuestras penas en paz. Ya solo nos queda llorar a los muertos. Punto.

    Luchy no estaba de acuerdo con Lulita en ese punto, pero no iba a contradecirla ni tenía ganas de alimentar ese tema.

    —Ya ni Rufus nos visita —dijo la abuela—. Desde que murió Manchego no ha vuelto poner un pie en la Finca. Supongo que ahora les pertenece a los hijos del general y… mejor que sea así.

    En ocasiones, cuando Luchy veía a esos niños disfrutar con el perro que tanto llegó a apreciar, sentía celos. Observaba que el animal le lanzaba una mirada desvalida; quizá él también sufriera con sus propios recuerdos.

    —Estamos perdidos, Luchy, no lo olvides. Este pueblo morirá de tristeza y se pudrirá antes de que nadie pueda salvarlo. El suicidio es una ruta…

    —¡Ni lo diga! —le gritó Luchy, indignada por esas palabras. No era la primera vez que sugería una cosa así y en cierto modo lo comprendía; cada poco, una familia se quitaba la vida.

    —Últimamente he sentido una fuerza extraña —dijo la anciana, cambiando de tema—. Es su presencia, ¿sabes? Estoy segura de que es él, Manchego…

    —Creo que ya es hora de… Debemos dejarlo ir.La mujer la miró indignada, apoyó las manos en la mesa con estruendo y evidente fastidio, y se levantó. —Con permiso —fue lo único que dijo y se dio la vuelta, cargando sobre su espalda encorvada las penurias que tanto le pesaban. Se sentó en la mecedora y se dedicó a tejer.

    Luchy meditó sus palabras y se preguntó si realmente fueron necesarias. Habían transcurrido tres años de una honda tristeza que lo envolvía todo. Pero no podía seguir así. Una chispa prendió en su alma y creció y creció. Pronto la llama se convirtió en un fuego intenso que se le escapaba por una mirada llena de convicción.

    ***

    Por la avenida de los Finqueros, Luchy montaba la yegua a trote ligero, disfrutando del sol, de las sombras de los árboles y sus ramas, del viento que planeaba por las llanuras.A lo lejos, vio una carreta tirada por un caballo naranja precioso. El jinete tampoco era nada feo. Luchy se preparó para el encuentro.—Buenos días —dijo Lombardo, lanzándole una mirada brillante a Luchy y continuando su camino.

    —Buenos días —repuso Luchy, sintiendo el rubor en las mejillas. Por suerte, ya tenía a Lombardo a la espalda y él no podía apreciar la impresión que causaba en ella.

    —¿Algún día aceptarás mi invitación a pasear por el campo? —gritó Lombardo.

    Luchy se dio la vuelta. Ahí estaba el fortachón con una sonrisa amplia. Era atractivo. El rostro, cuadrado, estaba enmarcado por un cabello liso y corto, y en él destacaban unos ojos avellanados. Sentado sobre el lomo, bien erguido el pecho ancho y fuerte, se notaba su buena estatura. A la espalda tenía atada una espada larga y se protegía el cuerpo con armaduras de cuero. Era un guerrero nato. Además, cada poro de su piel exudaba las virtudes de un buen finquero.

    —Quizás… Aunque no me encuentro en la mejor situación para salir de paseo con nadie.Luchy prosiguió su camino con el corazón tembloroso. Estaba enamorada de Manchego y no iba a olvidarlo. Cometió el error de aceptar muy tarde aquella realidad y ahora no iba a fallarle apartándolo a un rincón de su alma. Algo después, se cruzó con otra carreta, tirada por dos yeguas negras: Jacinta y Naya.

    —Buenos días —dijo Gramal Gard, un inmigrante de Omen que cuidó de las propiedades de su tío tras la destrucción de las fincas. El joven era un guerrero que aunaba magia y fuerza, y que pertenecía a una unidad férrea llamada Fusión.

    —Buenos días —le respondió Luchy con afabilidad.

    —Te miras muy bella hoy por la mañana. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó Gramal con vivo interés.Luchy se incomodó, pero se esforzó por disimularlo. —No mucho, solo estoy de paseo. Llevo meses sin salir y… me aburro un poco.

    —Es verdad que en estos tiempos no podemos salir mucho, el pueblo no es el lugar más apropiado para hacerlo… Yo podría acompañarte. ¿Me lo permites? Me encantaría.

    La chica se sentía halagada, pero sus convicciones eran más fuertes. No estaba lista para los cortejos, ni con Lombardo ni con ese hombre, también apuesto: rubio, de pelo largo hasta los hombros, de rostro cuadrado, ojos azules y nariz larga. Una túnica de algodón cubría su cuerpo alto y macizo. —No, gracias —respondió sin titubear—. Te lo agradezco, Gramal. Espero que tengas un buen día. Adiós.

    Se fue sin esperar contestación, mientras el soldado la seguía con una mirada llena de intriga y de orgullo ofendido.

    Continuó a trote ligero, bajo un sol tibio, y salió por las garitas rojas y podridas de la avenida de los Finqueros. Pasó por la Garita Saliente, que ahora estaba abierta, sin guardias ni barreras; tras la destrucción, ni los desertores querían acercarse. Además, había corrido el rumor de que el pueblo estaba maldito, que hasta la tierra se había contaminado. Y nadie hacía nada por resolver la situación o, al menos, por esclarecer lo ocurrido. Todo eran lamentaciones, como ella misma y Lula. Los que no lo soportaban más, se mataban.

    En el pueblo ya no había sectores, ni pobres ni ricos; solo quedaban supervivientes. Las calles estaban sucias, nadie había retirado los escombros de la guerra.

    Decidida a cambiar el rumbo de las cosas, Luchy se dirigió al centro, donde el general Leandro Matamuertos y sus oficiales se habían instalado. A su paso, alguna puerta se abría y alguien se asomaba a ver, probablemente sorprendido por el ruido en aquel lugar mudo y olvidado, y sobre todo por hacer algo diferente de dejar pasar las horas sin hacer nada. Otros, los que no tenían casa y estaban tirados en las calles, la seguían con la mirada; estaban hasta desposeídos de la esperanza de pedir. Luchy se estremeció. Aquellas personas desahuciadas fueron vendedores animados, tenderas joviales; pero ahora estaban como inertes, sin emociones, sin expresión, sin vitalidad. Ella también había padecido el mismo estado catatónico, pero ya no más. Hoy cambiaría eso.

    ***

    El general y su grupo de analistas se habían instalado cerca de lo que fue el Mercado Central. El área estaba limpia y custodiada por varios soldados con largas alabardas y armaduras de metales pesados. Ningún otro sitio del pueblo estaba bien atendido.

    A lo lejos, Luchy oyó los ladridos de un viejo amigo que se acercaba corriendo. Desmontó a Sureña, se arrodilló y recibió a Rufus con los brazos abiertos. Recibió con alegría cada uno de sus lametones y, entre las cosquillas y el peso del perro, la chica cayó de espaldas. Cuando el animal terminó con las caricias, Luchy notó su descontento: buscaba a Manchego.

    A unos pasos de distancia, dos niños se reían llenos de salud y sin rastro de preocupaciones. Echaron a correr hacia Luchy, y, tras ellos, una señora de enorme busto y contundentes caderas.Los niños se abalanzaron sobre Rufus. Luchy contempló a los chicos con placer, con una sonrisa que no pudo contener. El canino estaba feliz, se revolcaba en el suelo entre los niños.

    —¡Gabriel y Nickolathius! —exclamó la señora con un inconfundible acento de las tierras norteñas de Háztatlon—. Ay, me vais a matar uno de estos días, de verdad. Y vuestro pobre perro también morirá con tanto abuso… Disculpe, mi señorita… —La mujer parpadeó al tener a Lucy cerca—. Pero… ¡si parece usted una princesita!

    Luchy agachó la cabeza. No se acostumbraba a despertar tanta admiración. —Me llamo Nana Bromelia, aunque estos chiquillos me dicen Nanita. Pero usted, mi princesita, llámeme como le complazca más. Ay, pero qué ojos más bellos… Si estos chicos fuesen más grandecitos, ya se los habría recomendado —le dijo guiñándole un ojo—. Mamita, usted es tan preciosa que no necesita que le presenten a príncipes. —Y acercándose a su oído, le dijo con picardía—: Aunque no solo hay que tener en cuenta los apellidos y la casta, sino también el buen arte en la cama.

    La chica no pudo contener un acceso de repugnancia. —Un gusto, Nanita. Mi nombre es Luciella, pero me llaman Luchy.

    —Mucho gusto, chula. ¿Y que la trae por aquí?

    —Busco al general Matamuertos, a su filósofo y a su mago. Quiero hablar con ellos. Me urge.

    Nana esbozó un gesto sutil pero suficiente para que Luchy se explicara.—Este pueblo se pudre. Quiero saber qué ocurrió aquí hace tres años y si puedo hacer algo por mi gente.

    Nana Bromelia asintió.

    —Con mucho gusto, chulita. Ya mismo le indico al general que usted le busca.

    Un señor con sombrero de mimbre, camisa enlodada, descalzo y con el pantalón arremangado parecía estar cultivando la huerta. El hombre, de unos cuarenta, mediana estatura, cabello y ojos oscuros, y cuerpo fornido, se irguió.

    —¿Qué?

    Se llevó una mano al rostro para limpiarse el sudor y se manchó de lodo. En la otra mano portaba un pico y una pequeña pala. La huerta, de tomates y rábanos, no tenía buen aspecto. El hombre saludó a Luchy con un movimiento veloz de las manos.

    —Muchos afirman que esta tierra está contaminada —dijo señalando el campo que sembraba—. No me extrañaría nada.

    Ese no era un granjero al uso. Era culto, de acento norteño y hablaba con la soltura de alguien acostumbrado a dar órdenes. Luchy se sintió bofetada y tuvo ganas de replicar, pero se tragó las palabras. Nana Bromelia también calló. El granjero soltó los utensilios y a una orden silenciosa llegaron dos soldados corriendo con un trapo y una jarra de agua. El hombre humedeció el trapo y se limpió el rostro.—Me disculpo por mi apariencia. ¿Puedo ayudarte en algo?

    —Señor —empezó Nana Bromelia—, esta señorita quiere hablar con usted y sus expertos sobre…

    —Hola. Mi nombre es Leandro, general del Ejército Imperial del rey Aheron III. ¿Cuál es tu nombre?

    Por primera vez en aquel día, Luciella se sintió tranquila frente a un hombre. El general no había dejado caer ninguna alusión a su belleza. Pero se trataba del general en persona y eso la impresionó. El líder lo advirtió.

    —Me gusta la vida de finquero. Siempre he tenido la curiosidad de saber qué se siente al trabajar las tierras con tus propias manos. Desde pequeño me educaron en asuntos de guerra y milicia, pero ahora que soy padre y el rey me ha destinado a este lugar, puedo permitirme hacer algo diferente. No hay mucho más que hacer aquí. Luchy se relajó y Leandro sonrió.

    —¿Cómo te llamas? Te extendería la mano, pero temo ensuciarte.

    Luchy se puso nerviosa y dio algunos pasos torpes. —Disculpe mi intrusión. Me llamo Luchy, vengo del QuepeK’Baj o lo que queda de él.

    Luchy ya había recobrado la compostura. No había venido a socializar y la molestó ver al general tan relajado, tan tranquilo ante la desesperación del pueblo, como si el problema no fuera con él. Parecía estar de vacaciones.

    —Necesito hablar con usted urgentemente.

    El general salió de la huerta y se dirigió a su casa. —Por favor, pasa adentro, Luchy. Nana, acomoda a la joven y dile a Karolina que tenemos visita.

    ***

    La casa del general tenía el aspecto cuidado de un palacio, atendida por varios sirvientes. Contaba con dos plantas; los dormitorios de Leandro, su esposa y sus hijos debían de estar situados en la segunda. La primera planta albergaba un comedor suntuoso, con una mesa larga con capacidad para al menos diez personas; también había un salón con varias sillas de madera y una mesa en el centro, de función meramente decorativa. Un aroma exquisito se coló en la sala y Luchy entendió por qué la mayor parte del pueblo odiaba a Leandro y ni siquiera se acercaba a él. El general vivía en otro mundo, ajeno a la desgracia que lo rodeaba. «¿Cómo alguien puede ignorar tanta desgracia?», se preguntó la muchacha.

    Desde la planta superior, se oían las voces de Nana Bromelia y los niños, que peleaban por los pañales. Los gritos y quejas se mezclaban con los chasquidos del metal y del fuego en la cocina. Luchy observó que en cada puerta de la casa se apostaban dos soldados dotados de armaduras, escudos y espada. Parecían estatuas, con aquellos rostros pétreos e impenetrables, que solo reaccionaran ante el peligro. La chica se dijo que ni el cosquilleo de una pluma les haría flaquear.

    Unos pasos ligeros desviaron su atención hacia las escaleras. Se trataba de una mujer, esbelta y alta. Luchy abrió los ojos, admirada. Tenía ante sí una belleza de piel ligeramente dorada, y cabello y ojos castaños. El rostro era de facciones finas y delineadas: labios delgados, nariz pequeña y tierna. Estaba arreglada de manera informal. —Encantada, soy Karolina, la esposa de Leandro, y madre de Gabriel y Nikos. El nombre completo es Nickolathius, pero desde luego lo abreviamos para que no nos abrume.

    Luchy avanzó hacia ella. —Me llamo Luciella Buvarzo-Portacasa —repuso extendiendo la mano. Se sintió extraña al pronunciar su nombre completo, hacía mucho tiempo que no lo hacía—. Pero me llaman Luchy.

    Las mujeres se saludaron con afabilidad y Karolina la invitó a que tomara asiento. Dos meseros llegaron con sendos azafates de plata cargados con agua y meriendas.—Leandro y Nana dicen que has venido a una audiencia, ¿es así?

    La señora empleaba un tono de voz que a Luchy le recordó a las negociaciones en el mercado, en otros tiempos mejores. De lo que tenía plena certeza era de que Karolina prefería ir al grano, pero sin abandonar la dulzura de la mirada. —Sí, señora.—Karolina basta.Luchy sonrió nerviosa.—De acuerdo. Se lo agradezco.

    —Tutéame —añadió con una sonrisa y con un gesto delicado la invitó a que se explicara.

    —Necesito conocer las averiguaciones de su marido y su equipo. Aquí hemos sufrido un infierno espantoso y tenemos derecho a saber. Quiero… hacer algo por mi gente, ¿sabes?

    Algo en Karolina cambió. Fue casi imperceptible, pero la mujer acababa de descubrir algo diferente en aquella chica, a la que había creído solo una joven guapa sin muchas aspiraciones. —Eso suena maravilloso, Luchy. Hasta ahora solo ha venido gente en busca de alimentos o medicinas. Tratamos de ayudar, pero no estamos aquí por la caridad. Hemos venido en una misión del rey. Ya hemos cumplido tres años, compartiendo tierra con vosotros, pero nadie nos ha preguntado jamás sobre nuestras obligaciones. Por el contrario, en numerosas ocasiones hemos intentado entablar comunicación con vosotros, pero parece imposible. ¿Eres la líder de algún grupo?

    —No soy la líder de nada, Karolina. Soy simplemente una chica en busca de respuestas y que quiere aportar su granito de arena.

    —¿Por qué has tardado tanto en venir? Luchy se encogió de hombros.

    —Lo perdí todo, Karolina. No soy la única. Aquí a todos nos han separado violentamente de nuestros seres queridos, de los recuerdos, las tierras. Tú no sabes lo que es perderlo todo…

    Karolina observó a la chica con vivo interés. —Me alegra que hayas acudido a nosotros.

    —No puedo recurrir a nadie más. —También están Crisondo, Savarb o cualquier otro hombre de religión. Luchy no había considerado, pero ahora pensaba que no sería mala idea visitar a Crisondo.

    —Ahora vengo —dijo Karolina poniéndose de pie como un resorte, y subió por las escaleras. Luchy no tardó en oír unos pasos pesados por esas mismas escaleras. Era el general, aunque aseado y vestido con el uniforme militar del Imperio: pantalones negros, zapatos de cuero y charol, y un camisón morado de varias capas con una insignia en el centro que lo identificaba como general.

    —Hola —dijo Leandro antes de sentarse. Le ofreció la mano a Luchy, quien la estrechó. En ese momento se les unió Karolina y se sentaron. La chica se dio cuenta de que el matrimonio se comportaba como si estuvieran analizándola, como si se preguntaran si merecía la pena el tiempo que iban a dedicarle.

    Después de décadas de guerras, el general había aprendido a fiarse de sus corazonadas, y ahora presentía que Luchy era honesta y clara. Además, notó en ella la fuerza necesaria para motivar a los demás. Quizá la chica lograría rescatar al pueblo de la indolencia. Después de tres años, desde luego su líder no era él.

    —Pensábamos que venías por dinero o comida.

    —No. Lo que busco es información.

    —Para ser honesto, admito que no hemos avanzado mucho en las investigaciones. Contamos con diversas hipótesis, pero… Tus paisanos se niegan a responder a nuestras preguntas. Todos nos huyen, evaden el tema. ¿Tú… colaborarías contándonos qué ocurrió? ¿Qué viste? ¿Cómo fue?

    El general se inclinó hacia ella, Karolina también. El militar advirtió el dolor de la chica.

    —Necesitamos un testimonio, no tenemos ninguno. Tú buscas las mismas respuestas que nosotros. Debes intentarlo. Piénsalo.

    Del exterior llegaron tres voces, una cavernosa, que parecía llevar la batuta, acompañada por otra añosa y otra más joven. La puerta principal de la casa se abrió con un estrépito. Los guardias no escondieron su desagrado. Apareció un hombre gordo y grande, de barba blanca y larga, vestido con una túnica gris. En una mano llevaba un bastón sencillo de madera; en la otra, un libro grueso. Aparentaba unos sesenta años, pero sus ojos brillaban de juventud e inteligencia. Tras él, entraron un señor escuálido, de piel curtida, barba blanca y ojos azules y profundos, vestido con una toga azul y un sombrero puntiagudo, y un joven de unos veinte años de sonrisa tímida y ojos inteligentes, vestido con una túnica marrón, que parecía interesado por la visita. El señor gordo de túnica gris avanzó hacia el lugar de la reunión.

    —Mi querido general, ¿a qué se debe esta visita?

    —Ah, Gáramond, creo que hemos llegado en el momento justo —dijo el viejo de la toga azul, y se dirigió al joven—: Elgahar, anda y prepara la lección de hoy de Arte Conjúrico. Queda mucho por hacer y tenemos poco tiempo.

    —De inmediato, maestro Strangelus.

    Gáramond esperó a que el joven se marchara y después le susurró a Strangelus: —El pupilo promete. Es hábil y de pensamiento fino. Tienes buena puntería al elegir a tus nuevos delfines… Los míos siempre me fallan. —Chasqueó la lengua—. Supongo que la filosofía no es para todos. —Y rió sin emoción.

    —Es cierto, Elgahar es un prodigio en el Arte Conjúrico —dijo Strangelus atusándose la barba con parsimonia—. Ojalá no se malogre.

    A Luchy le provocó desagrado una barba tan larga. Imaginó que debía de mancharse con frecuencia, especialmente al comer. ¿Cuánto tiempo le dedicaría al día para mantenerla así de limpia y blanca? La joven encontró cómico ver a aquellos dos señores mayores y estrafalarios. Lo más hilarante era el sombrero puntiagudo, inútil y ridículo del señor vestido de azul. Alguna vez había visto a ancianos con atuendos extraños. Aunque eso fue hace muchos años, en otros tiempos mejores… El general se puso de pie. Luchy lo imitó, insegura sobre cómo debía comportarse. —Ella es Luchy —la presentó Leandro—. Ha venido del pueblo, a preguntarnos por nuestras investigaciones.

    El viejo gordo le lanzó una mirada extremadamente curiosa a Luchy, con una sonrisa inusual de envergadura tierna en su rostro.

    —Hola, Luchy —se adelantó el gordo con una sonrisa tierna—. Me llamo Gáramond Sophis. Soy el consejero del general y el filósofo que lo abruma a diario con sus preguntas. Ya verás que también soy bastante confianzudo, me disculpo de antemano si ofendo, pero te aseguro que no es con malicia. Solo tengo la curiosidad de un viejo mal acostumbrado.

    Gáramond se acariciaba la barba mientras estudiaba

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