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La ladrona del diablo
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Libro electrónico874 páginas14 horas

La ladrona del diablo

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ENCUENTRA LAS PIEDRAS.
CUÍDATE DE LA LADRONA.
VENGA EL PASADO.

Estrella creyó que el Libro sería la clave para librar a los Mageus de la Orden, pero el peligro que contenían sus páginas era mucho más grande de lo que imaginaba… Sus padres han sido asesinados. Su vida robada y todo lo que creía saber sobre la magia resultó una mentira. Ahora el poder furioso del Libro vive en Harte y, si él no logra controlarlo, ese poder partirá al mundo para obtener su venganza… y utilizará a Estrella para conseguirlo.

Para poder dominarlo, Estrella y Harte deberán encontrar cuatro piedras que se hallan perdidas a través del continente. Pero en el mundo fuera de la ciudad los esperan algunas sorpresas desagradables: ciertos Mageus se niegan a vivir en las sombras y la Orden no es la única que desea aplastarlos. En St. Louis se esconde la primera piedra, junto a un viejo enemigo que busca venganza y a uno nuevo que cobra fuerza. En Nueva York, Viola y Jianyu deberán derrotar a un traidor en una ciudad sumergida en el caos.

Y mientras el pasado y el futuro colisionan, el tiempo para reescribir la historia comienza a acabarse. Incluso para una ladrona capaz de viajar en el tiempo.
IdiomaEspañol
EditorialVRYA
Fecha de lanzamiento28 ene 2019
ISBN9789877475678
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    La ladrona del diablo - Lisa Maxwell

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    Para Olivia y Danielle

    No es frecuente cruzarse en el camino con alguien

    que sea un verdadero amigo y un buen escritor.

    E.B. WHITE

    LA LADRONA

    1902: Nueva York

    La Ladrona le dio la espalda a la ciudad, a todo lo que había sido una vez y a todas las mentiras que había creído en algún momento. El dolor de la pérdida la fortalecía y el peso de los recuerdos la había presionado hasta convertirla en algo nuevo, tan duro y frío como un diamante. La Ladrona llevaba consigo el recuerdo de esas pérdidas como un arma contra lo que se avecinaba mientras enfrentaba la envergadura del gran puente.

    La calle oscura se expandía delante de ella, guiándola hacia donde la noche ya había teñido el horizonte. Su sombra caía sobre los edificios bajos y las copas desnudas de los árboles de una tierra que jamás pensó visitar. Medida en pasos, la distancia no era tan extensa, pero entre ella y la otra orilla se erguía la Brecha, con todo su poder devastador.

    De pie, a su lado, estaba el Mago. En su momento, había sido su enemigo. Siempre había sido su igual. Ahora era su aliado y ella había arriesgado todo para regresar por él. El Mago tembló, pero la Ladrona no podía estar segura si había sido por el aire frío de la noche sobre sus brazos descubiertos o por la inminente realidad de lo que tenían que hacer, la imposibilidad de lograrlo.

    Escuchó su voz, apenas un susurro en el viento.

    –Hace un día, tenía planeado morir. Pensé que estaba listo, pero… –le echó un vistazo a ella, sus ojos tormentosos revelaban todo lo que no estaba diciendo.

    –Esto funcionará –le aseguró la Ladrona, no porque lo supiera sino porque no había otra opción. Puede que sea incapaz de cambiar el pasado, salvar a los inocentes o reescribir sus errores y arrepentimientos, pero cambiaría el futuro.

    Detrás de ellos, se acercaba un tranvía que enviaba vibraciones a través de las vías debajo de sus pies.

    No podían ser vistos allí.

    –Dame tu mano –ordenó la Ladrona.

    El Mago la miró con una pregunta en los ojos, pero ella extendió su mano desnuda, ya preparada. Al tocarla, él podía leer cada uno de sus miedos y esperanzas. Al tocarla, podía desplazarla de su camino. Era mejor saber dónde estaba su corazón ahora.

    Un momento después, su mano tomó la de ella, palma con palma.

    La Ladrona apenas sintió el frío de la piel del Mago porque cuando su mano tocó la suya, sintió un poder crepitar en su palma. Había sentido la calidez de su afinidad antes, pero esta vez sintió algo nuevo. Una ola de energía poco familiar lamió su piel, poniendo a prueba sus límites, como si estuviera buscando una manera de entrar en ella.

    El Libro.

    Él intentó explicárselo, intentó advertírselo cuando ella regresó del futuro al que él la había enviado, al futuro que había pensado que era seguro. Todo ese poder está en mí, había dicho.

    Ella no lo había comprendido. Hasta ahora.

    En este momento, la calidez familiar de su afinidad estaba siendo oprimida por una magia más fuerte, por un poder que había estado contenido en las páginas del libro que la Ladrona tenía escondido en su falda: el Ars Arcana, libro por el cuál la gente que amaba había luchado y muerto. Ahora, su poder comenzaba a trepar hacia arriba envolviendo su muñeca, era sólido y pesado como el brazalete que llevaba en su brazo.

    Al límite de perder el conocimiento, la Ladrona creyó escuchar voces susurrando.

    –Detente –le dijo con los dientes apretados.

    –Eso intento –su respuesta fue entrecortada, tensa.

    Cuando lo miró, él tenía una expresión de dolor, pero sus ojos estaban brillando: colores que no podría haber definido bailaban en sus iris. El Mago inhaló, sus fosas nasales se ensancharon levemente por el esfuerzo y, un segundo después, los colores en sus ojos fueron apagándose hasta que su habitual gris tormentoso reapareció. El calor que subía por su brazo y las voces que había escuchado en los límites de su mente se detuvieron.

    Comenzaron a caminar juntos. En sentido opuesto a su ciudad, su único hogar. Lejos de sus fallas y arrepentimientos.

    Cuando pasaron por el primer grupo de arcos de ladrillo y acero, cada paso los acercaba más a su posible final. A tan poca distancia de la Brecha, su energía fría le advertía a cualquier persona que poseyera una afinidad con la magia antigua que se mantuviera lejos. La Ladrona podía sentirla, podía sentir esos rizos helados de poder corrompido arañándola, rasguñando el corazón de su esencia. Pero la advertencia no la detuvo.

    Habían pasado muchas cosas y habían perdido a demasiadas personas, y todo porque ella había estado dispuesta a creer en la comodidad de las mentiras y había sido manipulada fácilmente. No repetiría ese error. La verdad de quién y qué era la había quemado, consumiendo todas las mentiras que una vez había aceptado sobre su mundo. Sobre ella misma.

    La llama había cauterizado sus dolorosos arrepentimientos y la había convertido en una chica de fuego. Una chica de cenizas

    y cicatrices. Su boca saboreaba algo que la hacía pensar en venganza. Algo que endureció su determinación y mantuvo a sus pies en movimiento. Porque después de todo lo que había pasado, de todo lo que había descubierto, ya no tenía nada más que perder.

    Podía perderlo todo.

    Desestimando ese pensamiento oscuro, la Ladrona inhaló profundamente para estabilizarse y encontró los espacios entre los segundos que estaban suspendidos a su alrededor. Antes, no había creído que el tiempo o que su habilidad para manipularlo fuera algo particularmente especial. Ahora estaba mejor informada. El Tiempo era la quinta esencia de la existencia, el Éter, la sustancia que mantenía al mundo unido. Ahora, apreciaba el modo en que podía sentir todo, el aire y la luz, la materia en sí misma, tirando contra la red del tiempo.

    ¿Cómo se le había escapado esto? Todo era tan sorprendentemente claro.

    La campana del tranvía volvió a sonar como advertencia y, esta vez, la Ladrona no dudó en usar su afinidad para jalar de los huecos entre los segundos y ralentizar el tiempo. Mientras el mundo se detenía a su alrededor, el murmullo del tranvía disminuyó hasta desaparecer. La respiración de la Ladrona se interrumpió y se quedó sin aliento.

    –¿Estrella? –preguntó el Mago, el miedo se filtraba en su voz–. ¿Qué sucede?

    –¿Puedes verla? –preguntó, sin molestarse en ocultar su asombro.

    Frente a ella, la Brecha resplandecía bajo la luz del sol poniente, su poder fluctuaba erráticamente en lazos de energía. Visible. Casi sólida. Era de todos los colores que había imaginado alguna vez, algunos ni siquiera tenían nombres. Como los colores que habían brillado en los ojos del Mago, eran hermosos. Terribles.

    –Vamos –le dio al Mago, guiándolo hacia la barrera. Podía ver el camino que seguirían, los espacios entre los espirales de poder que les permitirían deslizarse sin ser tocados.

    Cuando sintió la oscuridad, ya estaban en el medio de los colores arremolinados, la mano del Mago, atornillada a la de ella, estaba fría y húmeda por el miedo. La oscuridad apareció en los límites de su visión, como los puntos negros que ves después de un destello de luz. Nada más que hilos al principio, lentamente, la oscuridad se infiltró en su visión como tinta en agua.

    Antes, los espacios entre los segundos habían sido fáciles de encontrar y de sostener, pero ahora parecían estar escapándose, su sustancia se disolvía como si estuvieran siendo devorados por la misma oscuridad que invadía su visión.

    –Corre –dijo mientras sentía cómo perdía el control sobre el tiempo.

    –¿Qué? –el Mago la miró, sus ojos también estaban ensombrecidos por la oscuridad creciente.

    La Ladrona se tropezó, de repente, sus piernas se sentían de goma. El poder frío de la Brecha estaba deslizándose sobre su piel como una cuchilla. Todo estaba oscureciéndose y el mundo que la rodeaba se desvanecía en la nada.

    –¡Corre!

    Parte I

    LA MUJER BLANCA

    1902: Nueva York

    La mujer blanca se estaba muriendo y no había nada que Cela Johnson pudiera hacer al respecto. Cuando se acercó al bulto de harapos y suciedad en la esquina, se le arrugó la nariz. El olor a sudor, orina y a algo que parecía estar en descomposición se sentía en el aire con intensidad. Era la descomposición, su madurez dulce, lo que le hizo saber a Cela que la mujer no sobreviviría la semana. Quizás ni quisiera esa noche. Sentía como si la Muerte misma ya hubiera llegado a la habitación y estuviera sentada esperando el momento indicado.

    Cela deseó que la Muerte se apresurara. Su hermano, Abel, llegaría a casa la noche siguiente y si llegara a encontrar a la mujer en la casa, haría un escándalo.

    Había sido condenadamente estúpida por acceder a albergar a la mujer, no podía comprender qué la había poseído para que aceptara el pedido de Harte Darrigan dos noches atrás. A Cela le caía bien el mago –era una de las pocas personas del teatro que se molestaba en mirarla a los ojos cuando le hablaba– y supuso que estaba en deuda con él por haberle hecho ese traje azul a Estrella a sus espaldas. Pero definitivamente no le debía lo suficiente como para estar lidiando con su madre drogadicta.

    Pero Harte siempre había sido demasiado hábil para su propio bien. Era como las piedras de fantasía que usaba para los trajes de los artistas: para la audiencia, sus creaciones brillaban como si estuvieran cubiertas de gemas preciosas, pero eso era solo humo y luces. Sus prendas podían estar bien confeccionadas, costuras rectas y puntadas bien hechas, pero los brillos y los destellos no tenían nada de real. De cerca, podías darte cuenta fácilmente que las piedras no eran nada más que vidrio pulido.

    Harte era un poco así. El problema era que la mayoría de la gente no podía ver más allá del brillo. Aunque, a decir verdad, no debería pensar tan poco caritativamente de los muertos.

    Se había enterado de lo que sucedió en el puente de Brooklyn ese día. Harte había intentado un truco tonto y terminó saltando hacia su muerte. Lo que significaba que no volvería a buscar a su madre, como le había dicho que haría.

    De todos modos… por más que Darrigan haya tenido un aspecto impecable en la superficie, como las puntadas rectas y distanciadas a la perfección de sus trajes, había algo debajo de la superficie que era fuerte y auténtico. Cela lo sospechaba hacía tiempo, pero lo confirmó cuando apareció en la puerta de su casa, con la mujer harapienta en brazos como si fuera un valioso cargamento. Supuso que ahora debía cumplir su última voluntad y acompañar a su madre mientras cruzaba al otro lado.

    Dos días atrás, la mujer había estado envuelta en un sueño por opio tan profundo que nada podría despertarla. El vino con láudano que había dejado Harte duró menos de un día, pero el dolor de la mujer persistió por más tiempo. Al menos ahora parecía estar tranquila.

    Suspirando, Cela se arrodilló al lado de ella con cuidado de no ensuciar demasiado su falda con el suelo de su sótano. La mujer no estaba durmiendo como Cela había pensado en un principio. Sus ojos estaban abrillantados, clavados en la oscuridad del techo y su pecho se inflaba y caía erráticamente.

    Los rastros húmedos en su respiración superficial confirmaron las sospechas de Cela. La madre de Harte ya estaría muerta a la mañana siguiente.

    Tal vez debería sentirse peor al respecto, pero le había prometido que cuidaría a la mujer y que la haría sentir cómoda, no que la salvaría. Después de todo, Cela era una costurera, no hacía milagros, y la madre de Harte –Molly O’Doherty, la había llamado– ya no podía ser salvada. Cualquiera podía verlo.

    De todos modos, la mujer –sin importar la vida reprochable que haya vivido o cuánto apestara– merecía un poco de comodidad en sus momentos finales. Cela tomó el recipiente con agua limpia y cálida que había bajado con ella. Con gentileza, le limpió la frente y la saliva seca que bordeaba su boca. La mujer ni siquiera se inmutó.

    Cuando Cela estaba terminando de limpiarla tanto como podía sin molestarla, escuchó pasos en la cima de las escaleras de madera.

    –¿Cela? –era Abel, su hermano mayor, quien no debería estar en casa todavía. Trabajaba como maletero para los trenes de New York Central Line y debería estar volviendo desde Chicago y no llamándola desde el pie de la escalera.

    –Abe, ¿eres tú? –gritó, poniéndose de pie y sacándose el cabello del rostro. La humedad del sótano definitivamente estaba haciendo que se le rizara el cabello alrededor de la sien–. Pensé que tu tren volvía mañana.

    –Cambié un turno con alguien –escuchó que comenzaba a bajar por las escaleras–. ¿Qué estás haciendo allá abajo?

    –Estoy subiendo –tomó un frasco con duraznos como excusa para estar en el sótano y comenzó a subir antes de que su hermano pudiera seguir avanzando–. Estaba buscando algo de fruta para la cena de hoy.

    Sobre ella, Abe seguía vestido con su uniforme. Sus ojos estaban marcados por la fatiga, probablemente por haber hecho dos turnos seguidos para volver a casa, pero le estaba sonriendo con la sonrisa de su padre.

    Abel Johnson padre había sido un hombre alto y enjuto con la contextura física de alguien que utilizaba las manos como medio para ganarse la vida. Había sido asesinado en el verano del 1900 cuando estallaron revueltas en la ciudad después del arresto de Arthur Harris por haber apuñalado a un hombre que resultó ser un policía de civil. Su padre no había tenido nada que ver con el asunto, pero eso no impidió que fuera envuelto en el odio y la furia que se había instalado en la ciudad en esos meses complicados.

    Algunos días, Cela pensaba que apenas podía recordar la voz de su padre o el sonido de su risa, era como si él ya se estuviera desvaneciendo de su memoria. Ayudaba que Abe llevara la sonrisa de su padre casi todos los días.

    En momentos como este, le sorprendía cuánto se parecía su hermano a su padre. Misma altura y contextura. Misma frente alta y mentón cuadrado. Mismas líneas de preocupación y cansancio grabadas en su rostro demasiado joven por las largas horas de trabajo en el ferrocarril. Pero no era exactamente la viva imagen de su tocayo. Sus ojos hundidos de color castaño cálido con salpicaduras doradas, y los tonos rojizos de su piel, eran rasgos de su madre. La piel de Cela era un tono más oscuro, más parecido al marrón pulido de su padre.

    El rostro de Abel se iluminó ante la mención de comida.

    –¿Estás preparándome algo sabroso?

    Ella frunció el ceño. Había estado tan ocupada cuidando de la vieja que no fue al mercado, no tenía nada excepto el frasco de duraznos en su mano.

    –Considerando que no te esperaba hasta mañana a la noche, tendrás que conformarte con avena y duraznos, lo mismo que planeaba cenar yo.

    Su rostro se desmoronó y lucía tan triste que tuvo que contener la risa. Tomo su falda y subió unos escalones más.

    –Oh, no pongas esa…

    Antes de que pudiera terminar la oración, escucharon un leve alarido proveniente de la oscuridad del sótano. Abe se petrificó.

    –¿Escuchaste eso?

    –¿Qué? –preguntó Cela, maldiciéndose a sí misma y a la vieja–. No oí nada en absoluto –subió otro escalón hasta donde Abel la estaba esperando. Pero la vieja estúpida soltó otro alarido, que arrugó el rostro de Abel. Cela pretendió no haberlo escuchado.

    »Ya sabes cómo es este viejo edificio… probablemente sea una rata o algo así.

    Abel comenzó a bajar por la escalera angosta.

    –Las ratas no hacen ese tipo de ruido.

    –Abe –lo llamó, pero su hermano ya tenía la lámpara en la mano y pasó junto a ella. Cerró los ojos y esperó el exabrupto inevitable. Cuando lo escuchó se dio un momento a ella misma, y a Abel, antes de volver a descender trabajosamente al sótano.

    –Cela, ¿qué demonios está sucediendo? –preguntó en cuclillas inclinado sobre la mujer en la esquina. El material de su uniforme azul marino estaba tirante en sus hombros y tenía la nariz escondida en su camisa. No podía culparlo, la mujer apestaba. No había cómo combatir el olor.

    –No es necesario que te preocupes –le respondió, cruzándose de brazos. Tal vez fue una decisión estúpida ayudar al mago, pero había sido su decisión. Por más que Abe pensara que era su deber continuar donde había dejado su padre, Cela ya no era una niña. No necesitaba que su hermano aprobara cada pequeña cosa que hacía, especialmente cuando ni siquiera estaba con ella cinco de los siete días de la semana.

    –¿No es necesario que me preocupe? –preguntó con incredulidad–. Hay una mujer blanca inconsciente en mi sótano y ¿no necesito preocuparme? ¿En qué te has metido ahora?

    –Es nuestro sótano –le respondió, enfatizando la palabra. Sus padres se lo habían dejado a ambos–. Y no me he metido en nada. Estoy ayudando a un amigo –respondió con los hombros tensos.

    –¿Ella es tu amiga? –el rostro de Abe se tiñó de escepticismo.

    –No. Le prometí a un amigo que la mantendría cómoda hasta que� –pero, de algún modo, parecía incorrecto nombrar a la Muerte cuando estaba sentada en la habitación con ellos–. Tampoco le queda mucho tiempo.

    –Eso no ayuda en nada, Cela. ¿Sabes lo que nos pasaría si alguien descubriera que estuvo aquí? –inquirió Abel–. ¿Cómo se supone que expliquemos que una mujer blanca murió en nuestro sótano? Podríamos perder este edificio. Podríamos perderlo todo.

    –Nadie sabe que está aquí –replicó Cela a pesar de que se retorcía por dentro. ¿Por qué había accedido a esto? Deseaba poder volver el tiempo atrás y darse una buena abofeteada por siquiera considerar ayudar a Harte–. Tú y yo somos los únicos que tienen la llave del sótano. Ninguno de los inquilinos de arriba sabe algo sobre esto. No necesitan saber nada. Ella se habrá ido antes de que termine la noche y luego no tendrás que preocuparte al respecto. Se suponía que no estarías en casa –le dijo, como si eso hiciera alguna diferencia en absoluto.

    –Así que ¿sí estabas actuando a mis espaldas?

    –También es mi casa –replicó Cela, poniendo sus hombros firmes–. Y no soy una completa idiota. Me compensaron por mis inconvenientes.

    –Te compensaron –replicó con desconfianza en su voz.

    Cela le contó del anillo que había cocido a su falda. El engarce tenía una gema transparente gigante, probablemente costaba una fortuna.

    Abel sacudía la cabeza.

    –Simplemente, irás a una joyería elegante en el East Side y lo venderás, ¿no?

    A Cela se le revolvió el estómago. Tenía razón. ¿Cómo no pensé en eso? No había forma de que pudiera vender ese anillo sin levantar sospechas, pero no lo admitiría en ese momento en particular.

    –Es una garantía. Solo eso.

    –Este edificio es una garantía –le respondió Abel, levantando sus ojos como si pudiera ver a través del techo sobre su cabeza el primer piso, dónde ellos vivían. Del segundo piso, que alquilaba la familia Brown, hasta el ático, que tenía una fila de catres que rentaban a hombres con poca suerte en pleno invierno–. Una garantía es lo que nos dieron nuestros padres cuando nos dejaron esto.

    No estaba equivocado. Su casa había sido comprada con el trabajo duro de su padre. Significaba que nadie podía rechazarlos o aumentarles la renta por el color de su piel. Es más, era un testimonio diario de que su madre había hecho una buena elección, a pesar de lo que pensaba su familia.

    La mujer soltó otro alarido, su respiración era agitada, era como si la Muerte misma estuviera arrancando el aire de su pecho. El sonido transmitía tanta desolación y soledad que Cela no pudo evitar inclinarse hacia ella.

    –Cela, ¿al menos estás escuchándome? –preguntó Abel.

    De algún modo, la piel de la mujer empalideció aún más. Sus ojos estaban apagados, sin vida. Cela extendió su mano con indecisión, tocó la mano fría de la mujer y la unió con la suya. Las puntas de los dedos debajo de sus uñas ya estaban azules.

    –Está muriéndose, Abe. Este es su momento y, sin importar los errores que pude llegar a haber cometido al traerla aquí, no dejaré a una mujer moribunda sola, sin importar lo que es o lo que no es –Cela levantó la vista hasta su hermano–. ¿Tú sí?

    La frustración se incrementó en su rostro, pero un momento después cerró los ojos y sus hombros se relajaron.

    –No, Conejita –dijo suavemente, llamándola por su apodo de la infancia–. Supongo que no –volvió a abrir los ojos–. ¿Cuánto tiempo crees que le queda?

    Cela miró a la frágil mujer y frunció el ceño. No estaba completamente segura. Cuando su madre había fallecido por tuberculosis cinco años atrás, Cela tenía apenas doce años. Su padre la había mantenido alejada de la habitación de la enferma hasta los últimos momentos, intentando protegerla. Siempre había intentado proteger a todos.

    –¿No puedes oír el estertor de la muerte? Le quedan horas� tal vez minutos. No lo sé, pero no mucho más –porque el sonido en la garganta de la vieja era lo único que sí recordaba de ver a su mamá morir. Ese sonido escurridizo, parecido a una gárgara, que no se parecía en nada a la alegre risa de su madre–. Se habrá ido antes de que termine la noche.

    –¿Qué haremos cuando al fin muera? –preguntó Abel después de observarla por un largo rato. Juntos esperaban el momento en que el pecho de la mujer dejara de subir y bajar–. No podemos llamar a alguien precisamente.

    –Cuando se vaya, esperaremos hasta la noche profunda y luego la llevaremos a St. Johns en Christopher Street –dijo Cela, sin entender de dónde vino el impulso. Pero cuando las palabras salieron se su boca, se sintió segura de que eran acertadas–. Ellos se ocuparán desde allí.

    Abel negó con la cabeza, pero no discutió. Cela podía darse cuenta de que su hermano estaba intentando pensar en una mejor opción cuando escucharon unos fuertes golpes que provenían del piso de arriba.

    Los ojos oscuros de Abel encontraron los de ella en la luz intermitente de la lámpara. Ya eran más de las diez, demasiado tarde para una visita social.

    –Alguien está aquí –dijo como si Cela no se hubiera dado cuenta sola. Pero su voz cargaba la misma preocupación que ella sentía.

    –Tal vez es alguien que quiere rentar la cama por la noche –le respondió.

    –El clima es demasiado agradable para eso –dijo casi para sí mismo mientras miraba hacia el techo. Volvieron a golpear la puerta con más fuerza y urgencia que antes.

    –No le des importancia –le dijo–. Se irán en algún momento.

    Pero Abel negó con la cabeza. Sus ojos estaban arrugados.

    –Espera aquí y yo iré a ver qué quieren.

    –Abe…

    Nunca escuchó, pensó al mismo tiempo que su hermano desaparecía en la oscuridad de la escalera que llevaba al apartamento de arriba. Por lo menos le había dejado la lámpara.

    Cela esperó mientras las pisadas de Abe atravesaron el piso sobre ella. Los golpes a la puerta se detuvieron y apenas podía escuchar las voces de hombres hablando en voz baja.

    Luego, las voces se transformaron en gritos.

    El repentino sonido de un forcejeo puso a Cela de pie. Pero antes de que pudiera dar siquiera un paso, el chasquido de un arma partió el silencio de la noche y el golpe seco de un cuerpo cayendo al suelo le quitó el aire de los pulmones.

    No.

    Ahora había más pisadas sobre ella. Eran pesadas como las botas que las hacían. Había hombres en su casa. En su casa.

    Abel.

    Comenzó a subir las escaleras, desesperada por llegar hasta su hermano, pero algo en ella se activó. Una urgencia primitiva que no podía entender ni resistir. Era como si sus pies hubieran echado raíces.

    Tenía que llegar hasta su hermano. Pero no podía moverse.

    Los periódicos habían estado repletos con noticias de las patrullas que estaban escudriñando la ciudad, saqueando hogares privados y prendiéndolos fuego. Los incendios se habían concentrado en la zona de inmigrantes cerca del Bowery. Las calles al oeste de Greenwich Village, donde su padre había comprado el edificio donde vivían, no habían sido perturbadas. Pero Cela sabía cuán rápido podían cambiar las cosas y entendía que la seguridad de la semana pasada no significaba nada hoy.

    Había hombres en su casa.

    Podía escuchar sus voces, podía sentir las vibraciones de sus pisadas esparciéndose como si estuvieran revisando las habitaciones de arriba. ¿Nos están robando? ¿Están buscando algo?

    Abe.

    A Cela no le importaba particularmente lo que estuvieran haciendo. Solo necesitaba asegurarse de que Abel estaba bien. Necesitaba subir las escaleras, pero su voluntad no parecía seguir respondiéndole a ella.

    Sin saber por qué lo hizo o qué la impulsó, le dio la espalda a las escaleras que llevaban hacia la casa que sus padres habían comprado diez años atrás con su trabajo duro y fue hasta la mujer blanca, ahora claramente sin vida. Con las yemas de sus dedos, Cela cerró los ojos de la mujer recién fallecida, diciendo una corta plegaria por el alma de ambas y luego trepó la corta rampa del conducto para carbón.

    Abrió las puertas de un empujón y ascendió hasta la fría frescura de la noche. Sus pies se estaban moviendo antes de que pudiera detenerse. Antes de que pudiera pensar Abe o no o cualquiera de las cosas que debería estar pensando. No podría haber impedido que su cuerpo comenzara a correr por más que lo hubiera intentado. Ya había doblado en la esquina y estaba fuera de vista cuando las llamas comenzaron a flamear desde las ventanas del único hogar que había conocido.

    EL BOWERY

    EN LLAMAS

    1902: Nueva York

    Cuando Jianyu Lee llegó al Bowery desde el puente de Brooklyn, su mente ya estaba pensando en asesinato. Irónicamente, estaba determinado a matar para vengar la muerte del hombre que lo había salvado de una vida de violencia. Jianyu creía que a Dolph Saunders le hubiera resultado cómico cómo terminaron resultando las cosas. Pero Dolph estaba muerto. El líder de Los hijos del Diablo, y el único sa¯i yàn que nunca había mirado a Jianyu con la desconfianza que brillaba en los ojos de tantos otros, había recibido un disparo por la espalda de la mano de uno de los suyos, alguien en quién él confiaba. Alguien en quién todos confiaban.

    Nibsy Lorcan.

    A Jianyu no le importaba si Estrella y Harte lograban cruzar la Brecha. Si su loco plan para atravesarla funcionaba, dudaba que fueran a regresar. ¿Por qué lo harían si encontraban libertad del otro lado? Si él pudiera escapar de la trampa que era esa ciudad, definitivamente nunca miraría atrás. Encontraría el primer barco hacia el este, hacia el hogar que nunca debió abandonar.

    Volvería a ver la tierra dónde nació.

    Volvería a respirar el aire puro del pueblito dónde vivía su familia en Sa¯nnìng y olvidaría sus ambiciones.

    En su momento, había sido tan joven. Tan inocente con su confianza obstinada. Después de que sus padres murieran, fue criado por su hermano mayor, Siu-Kao. Casi una década mayor que Jianyu y casado con una mujer que si bien era hermosa, era tan astuta como un zorro. Se había casado con su hermano tanto por la magia que corría en la familia como por los beneficios de las tierras agrícolas de la familia. Pero cuando su primer hijo no aparentó tener ninguna afinidad, la mujer dejó en claro que Jianyu ya no era bienvenido en su casa. Para cuando comenzaron a crecer los primeros cabellos debajo de sus axilas, estaba tan enojado por el lugar que tenía en la casa de su hermano mayor, tan desesperado por valerse por su cuenta que decidió marcharse.

    Ahora veía que su juventud lo había enceguecido y que su magia lo había hecho imprudente. Terminó involucrado con uno de los tantos grupos itinerantes de bandidos que era común encontrar en los pueblos más empobrecidos de Gwóng-du¯ng. Vivió libremente por un tiempo, rechazando el control de su hermano mayor y eligiendo su propio camino. Pero luego, permaneció demasiado tiempo en un pueblo, una pequeña aldea cerca de las orillas del Zyu¯ Go¯ ng y se olvidó de que la magia no era una panacea para la estupidez. Apenas tenía trece años cuando fue descubierto entrando por la fuerza a la casa de un comerciante local.

    Después de eso, no podría haber vuelto a enfrentar a su hermano. Se negaba.

    Había creído que abandonar su tierra natal y comenzar de nuevo era su única opción.

    No se había dado cuenta de que había lugares en el mundo donde la magia era enjaulada. Ahora, lo sabía demasiado bien. Había cierta seguridad en la fidelidad que no había logrado comprender y tenía libertades dentro de las limitaciones de los deberes familiares que no había apreciado cuando era un niño.

    En su momento, había pensado que, si tuviera la oportunidad, se arrepentiría y viviría la vida que le era exigida. Una vida de la que una vez se había escapado. No volvería a cometer el mismo error.

    Por qué otro motivo le habría dado su lealtad a Dolph Saunders si no fuera por la promesa de que, algún día, derribarían la Brecha. Por qué otro motivo habría preservado la cola de cabello que tantos otros ya habían desechado, si no fuera por la esperanza de que, algún día, encontraría la manera de volver a tu tierra natal. Definitivamente, hubiera sido más sencillo cortar la larga trenza que atraía miradas curiosas y recelosas; muchos de sus compatriotas ya lo habían hecho. Pero cortar su cabello significaría admitir finalmente que nunca volvería.

    Sin embargo, por lo que le había dicho Estrella, volver a Sa¯nnìng no tendría sentido si se concretaba el peligro que ella predecía. Si Nibsy Lorcan lograba obtener el Ars Arcana, el Libro que contenía la mera esencia de la magia, o si recuperaba los cinco artefactos de la Orden, cinco gemas que la Orden había utilizado para crear la Brecha y preservar el poder de su organización, el muchacho sería invencible. No habría lugar o persona, Mageus o Sundren, a salvo del poder que Nibsy acumularía. Dominaría a los Sundren y usaría su control sobre los Mageus para hacerlo.

    Jianyu vio como su deber asegurarse de que ese futuro nunca sucediera. Si no podía volver a su tierra natal, la protegería de Nibsy Lorcan y los suyos.

    Darrigan le había dado instrucciones muy específicas: Jianyu debía proteger el primer artefacto de la Orden y a la mujer que lo poseía. Pero no tenía demasiado tiempo. Pronto llegaría el muchacho del que Estrella le había advertido: un chico con el poder de encontrar objetos perdidos y con conocimiento del futuro que se avecinaba. Un chico leal a Nibsy. No podía permitir que llegara a encontrarse con él, especialmente mientras uno de los artefactos de la Orden esperaba a ser descubierto en algún lugar de la ciudad.

    Jianyu preferiría arriesgarse a morir en tierra extranjera, sus huesos lejos de sus ancestros, que permitir que Nibsy Loran ganara. Encontraría el artefacto y detendría a este Logan. Luego, Jianyu mataría a Nibsy para vengar a su amigo asesinado. O moriría en el intento.

    Mientras Jianyu se abría paso por el Bowery, hacia su destino final en el Village, el olor a cenizas y hollín se concentraba en el aire. Durante la última semana –desde que el equipo de Dolph Saunders había robado los artefactos más poderosos de la Orden y el Edificio Jafra había sido reducido a cenizas–, gran parte del Lower East Side había sido cubierta por humo. Como represalia del robo, un incendio tras otro asediaba a los vecindarios más pobres de la ciudad. Después de todo, la Orden tenía que enviar un mensaje.

    En la intersección de Hester Street con el gran boulevard que era el Bowery, Jianyu pasó por al lado de los restos de un edificio de apartamentos. La acera estaba colmada por el detrito de vidas destruidas. El edificio había albergado a Mageus, gente que vivía bajo la protección de Dolph. Se preguntó a dónde habrían ido y de quién dependerían ahora que Dolph estaba muerto.

    Jianyu percibió un nido de sombras oscuras merodeando justo afuera del círculo de faroles en frente de los restos del edificio. Hombres de Paul Kelly. Todos eran Sundren, los Five Pointers no tenían motivos para temerle a la Orden.

    En otros tiempos, los Five Pointers no se hubieran atrevido a cruzar Elizabeth Street o a acercarse a cuatro manzanas del Bella Strega, la cantina de Dolph. Pero ahora caminaban por las calles que Dolph había protegido alguna vez, su presencia era una declaración de su intento de ocuparlas. De conquistarlas.

    No era inesperado. A medida que la noticia de la muerte de Dolph se dispersara, las otras pandillas comenzarían a apropiarse del territorio que les pertenecía a Los hijos del Diablo. Ver a los Five Pointers en el barrio no era más sorprendente que ver a la banda de Eastman o a cualquier otra. Si Jianyu tenía que adivinar, sospechaba que hasta Tom Lee, el líder del tong más poderoso del barrio chino, intentaría apropiarse del territorio que pudiera.

    Sin embargo, los Five Pointers eran distintos. Más peligrosos. Más despiadados.

    Eran una facción más nueva en el Bowery y por eso mismo peleaban como si tuvieran que probar algo. Pero a diferencia de las otras pandillas, los hombres de Kelly habían logrado procurarse la protección de Tammany Hall. El año anterior, los Five Pointers habían roto cabezas e inundado las urnas para elegir a una marioneta en el ayuntamiento de la ciudad. Desde ese entonces, la policía había mirado hacia otro lado cuando los Five Pointers cometían un crimen.

    Ya era suficientemente malo que Kelly estuviera trabajando aliado con los corruptos en Tammany, pero en los días previos a la muerte de Dolph, se habían tornado aún más descarados. Un signo inconfundible de que algo se estaba gestando. Todos en el Strega sabían que la calma estaba siendo perturbada en el Bowery, pero fue un signo mal interpretado y a destiempo.

    Sintiéndose expuesto, Jianyu utilizó su afinidad y abrió los hilos de luz emitidos por los faroles de la calle. Invisible ante la vigilancia de los depredadores, se permitió relajarse en la comodidad de su magia y en la certeza que ella le brindaba cuando todo lo demás era tan incierto. Luego, aceleró el paso.

    Un par de calles después pudo ver a la familiar bruja con ojos dorados del cartel del Bella Strega. A la persona común que buscaba un refugio del frío de la noche o un vaso de algo para adormecer el dolor de una vida en la marginalidad, la clientela del Bella Strega no le hubiera parecido muy diferente de la clientela de las otras cantinas y bares desparramados por toda la ciudad. Legal o ilegal, esas habitaciones oscurecidas eran para los pobres de la ciudad una forma de escaparse de las decepciones y los desafíos de sus vidas. Pero el Strega era diferente.

    O lo había sido.

    Mageus de todo tipo se sentía lo suficientemente a salvo como para reunirse dentro de sus paredes sin miedo y sin necesidad de esconder lo que eran en realidad. Dolph Saunders se rehusaba a apaciguar las mentes cerradas por el miedo y la ignorancia o a tolerar las divisiones usuales entre los residentes del Bowery. Ir al Strega significaba la promesa de ser bienvenido, de seguridad, en una ciudad peligrosa incluso hasta para una persona como Jianyu. En cualquier noche, la cantina se llenaba con una mezcla de idiomas y personas que compartían un vínculo por la magia que fluía en sus venas.

    Así era antes de que una sola bala pusiera a Dolph en una fría tumba, se recordaba Jianyu mientras pasaba por debajo de la mirada atenta de la bruja. Ahora que Nibsy Lorcan tenía el control de Los hijos del Diablo, ya no habría garantía de seguridad dentro de esas paredes. Especialmente no para Jianyu.

    Según Estrella, Nibsy tenía la extraña habilidad de ver conexiones entre eventos y de predecir resultados. Considerando que Jianyu estaba determinado a ponerle fin al reinado de Nibsy y a matarlo, no podía arriesgarse a volver al Strega.

    De todas formas, Nibsy no había podido predecir los cambios que Dolph había decidido hacer al robo del Edificio Jafra. Tampoco pudo prever que Jianyu había intentado ayudar a Harte Darrigan a fingir su propia muerte en el puente apenas unas horas atrás. Tal vez el muchacho no era tan poderoso como Estrella pensaba o tal vez su afinidad simplemente tenía limitaciones, todas las afinidades las tenían. Acabar a Nibsy podría ser difícil, pero no sería imposible. Especialmente considerando que Viola podía matar a un hombre sin siquiera tocarlo.

    Eso tendría que ser otro día. Jianyu todavía tenía que encontrar a Viola y contarle todo. Seguramente, ella todavía creía que él no había estado en el puente y que Harte Darrigan los había traicionado.

    Jianyu continuó caminando una vez que pasó el Strega. Podría haber tomado el tranvía o uno de esos trenes elevados, pero prefería caminar para poder pensar y planear. Ganar la confianza de Cela sería un procedimiento delicado, ya que Cela Johnson no estaría esperándolo y pocas personas en la ciudad confiaban en los de su tipo. Protegerla a ella y a la gema podría ser todavía más difícil, ya que ella era Sundren y no tenía idea del peligro que significaba el anillo que cargaba. Pero él se lo había prometido a Darrigan y entendía todo lo que estaba en juego. No fallaría.

    Para cuando llegó al South Village, ya olía humo en el aire. A medida que se acercaba a Minetta Lane, donde vivía la señorita Johnson, el aroma se acrecentó. Invadía sus fosas nasales y su estómago con terror.

    De alguna manera, Jianyu supo antes de siquiera ver el edificio que sería el hogar de Cela Johnson el que encontraría ardiendo. Las llamas golpeaban contra las ventanas y la estructura entera brillaba por el fuego que la atacaba. El calor le causó un hormigueo en la piel desde la calle de enfrente; su saco de lana se volvió demasiado abrigado para el inicio de una noche de primavera.

    Cerca del edificio, los inquilinos miraban mientras su hogar era devorado por las llamas. Acurrucados unos contra otros, intentaban proteger las humildes pilas de pertenencias que habían logrado rescatar, mientras una brigada de bomberos observaba al margen. Los caballos daban pisotones al suelo demostrando su incomodidad causada por el parpadeo de la luz del incendio y por la multitud que se acumulaba. Pero los bomberos no hicieron nada.

    No era de extrañarse.

    Jianyu sabía que la inacción actual de la brigada era intencional. La mayoría de los bomberos eran irlandeses, pero como había una generación de distancia entre ellos, los botes y la hambruna que los había traído a estas tierras, se consideraban nativos. Miraban con desprecio a las nuevas olas de inmigrantes de tierras al este y al sur y a cualquiera cuyo tono de piel no fuera tan blanco como el de ellos, sin importar cuánto tiempo esas familias hubieran estado en esta tierra. Cuando esas casas se quemaban, las brigadas solían moverse más lento y tomaban menos riesgos. A veces, si se alineaba con sus propósitos, directamente ignoraban las llamas.

    Si les preguntaban algo, decían que era demasiado tarde. Les decían a las personas llorando y retorciéndose las manos que el fuego ya había consumido demasiado, que era demasiado peligroso siquiera entrar en el edificio. No podían arriesgar sus vidas por causas perdidas.

    No importaba si sus palabras eran ciertas. El efecto era el mismo. Incluso ahora, los hombres simplemente se apoyaban contra su carro, con las manos cruzadas delante de sus uniformes oscuros, impasibles al igual que las filas de botones de latón alineadas sobre sus pechos. Sus cascos brillantes reflejaban las luces de las llamas, mientras hombres pálidos con narices largas y estrechas miraban cómo su hogar se transformaba en cenizas. Ya había sucedido en incontables ocasiones y Jianyu sabía que, en los próximos días, sucedería otra vez.

    Todavía resguardado en su magia, se acercó al grupo de personas lentamente, esperando escuchar alguna indicación de que Cela estuviera entre ellos. Por años, Jianyu había sido los ojos y oídos de Dolph Saunders en el Bowery. No solamente porque podía evadir ser percibido por su afinidad. No, también era talentoso interpretando a las personas y leyendo palabras que no se decían en voz alta, una habilidad que había adquirido cuando viajaba por Gwóng-du¯ng, antes de ser atrapado. Había querido empezar de nuevo y dejar esa vida detrás de él, pero como deseaba que la Brecha fuera destruida, Jianyu había accedido a usar su habilidad para Dolph: advertirle cuando el peligro se acercaba o para identificar a aquellos que necesitaban ayuda, pero no sabían dónde buscarla.

    Volvió a usar esa habilidad ahora mientras escuchaba al grupo que se había congregado para consolar a la familia.

    –… la vi corriendo como si la estuviera persiguiendo un animal salvaje.

    –¿La pequeña Cela?

    –Mmm

    –No…

    –¿No crees que ella lo haya iniciado?

    –Ciertamente no se quedó para ayudar, ¿o sí? Dejó a los Brown arriba sin siquiera una advertencia.

    –Siempre pensé que esa chica era algo extraña� demasiado arrogante para su propio bien, si me lo preguntas a mí.

    –Shh. No puedes estar diciendo mentiras de la gente de esa forma. Era una buena chica. Trabajadora. No prendería fuego su propia casa.

    –Abel no estaba adentro, ¿o sí?

    –No puedo estar seguro…

    –Nunca le haría algo a su hermano. Digan lo que quieran sobre ella, pero Abel adoraba a esa chica.

    –No sería la primera vez que un perro muerde la mano que lo alimenta. Con una casa grande como esa podría venderla e ir a dónde deseara.

    –Abel nunca la hubiera vendido.

    –Eso es lo que estoy diciendo… Le pagaban al asegurador, como todos los demás.

    –Carl Brown dijo que escuchó un disparo.�

    Jianyu se alejó de la amargura y de los celos que caían como veneno de sus palabras. No sabían nada salvo que Cela no estaba en la casa.

    El disparo, la casa en llamas. Podría haber sido obra de Cela, pero por la forma en la que la brigada observaba en silencio en vez de combatir las llamas, Jianyu sacaba otras conclusiones. Era demasiado similar a lo que sucedía en otras partes de la ciudad. Tenía el sello de la Orden.

    Lo que significaba que alguien, de alguna manera, ya podría estar sospechando que Cela tenía el artefacto de la Orden. Mientras estuviera sola en la ciudad, sin protección, estaba en peligro.

    Todos lo estaban.

    La verdad sobre el poder

    1902: Nueva York

    En la mesa del fondo del Bella Strega, James Lorcan balanceaba la daga corta sobre su punta en tanto evaluaba la cantina. El cuchillo le había pertenecido a Viola, pero considerando que lo había encontrado incrustado en su muslo, decidió que se lo había ganado. Observó cómo la luz se reflejaba en su hoja mortal, capaz de atravesar cualquier material, mientras contemplaba todo lo que había sucedido.

    Ya no estaba relegado a un asiento lateral, como lo había estado cuando Dolph Saunders estaba vivo. Ahora, James ocupaba la cabecera de la mesa, el espacio reservado para el líder de Los hijos del Diablo, donde siempre había pertenecido y Saunders ocupaba una pequeña parcela de tierra en un cementerio cercano, donde él pertenecía. Pero no era suficiente. No era ni remotamente suficiente.

    En la mesa vecina estaban Mooch y Werner, dos matones del Bowery que habían tomado la marca de Dolph Saunders y jurado lealtad a Los hijos del Diablo. Ahora, como el resto de la banda de Dolph, buscaban liderazgo en James. Estaban jugando a las cartas con unas pocas personas. Por la forma en que el éter que los rodeaba titubeaba y vibraba, uno de ellos estaba exagerando la mano que tenía y el resto lo sabía y estaban aumentando el pozo a propósito.

    No habían invitado a James a unírseles, de todas formas, no lo hubiera hecho. Nunca le habían interesado los juegos, no en ese sentido. Piensen en el ajedrez, por ejemplo. La gente ingenua pensaba que era un desafío, pero en realidad, el juego era demasiado predecible. Cada pieza en el tablero tenía limitaciones específicas y cada movimiento conducía al jugador a un número limitado de posibilidades. Cualquiera con medio cerebro entre sus orejas podía aprender simples maquinaciones para asegurar la victoria. No había un desafío real.

    La vida era un juego mucho más interesante. Con más variedad de jugadores y reglas que cambian constantemente. ¿Y los desafíos que esas variables representaban? Solo hacían que la victoria fuera más dulce. Porque, al menos para James Lorcan, los juegos siempre terminaban con una victoria. Después de todo, la gente no era capaz de percibir profundidades inconmensurables. No necesitaba su afinidad para entender que, en su esencia, los humanos no eran más que animales impulsados por sus miedos y deseos.

    Fácilmente manipulables.

    Predecibles.

    No, James no necesitaba su afinidad para comprender la naturaleza humana, pero ciertamente ayudaba. Agudizaba y profundizaba sus percepciones, lo que le daba una ventaja sobre cualquier otro jugador en la mesa.

    En rigor, no podía ver el futuro; no era un adivino. Su afinidad simplemente le permitía reconocer las posibilidades que el destino presentaba de una manera que las personas no podían comprender. Después de todo, el mundo y todas las cosas en él estaban conectados por el Éter de la misma manera en que las palabras estaban conectadas a las páginas de un libro. Todo tenía un patrón, como la gramática de una oración o la estructura de un cuento y su afinidad le permitía leer esos patrones. Pero era su inteligencia lo que le permitía ajustar esos patrones cuando fuera necesario para sus intereses. Cambia una palabra aquí y modifica el resto de la oración. Elimina una oración allí y opten un nuevo significado. Escribe un nuevo final.

    Solo un día antes, el futuro que había previsto y planeado había estado a su alcance. Con el poder del Libro, podría haber restaurado la magia y mostrarles a aquellos como él cómo deberían ser sus destinos verdaderos, sin acobardarse ante los Sundren sin poderes, al contrario, dominándolos. Hubiera destruido a aquellos que habían intentado robar ese poder para adueñarse del mundo. Y habría sido él quién guiara a los Mageus hacia una nueva era.

    Pero el Libro estaba perdido. Esperaba que Darrigan peleara, hasta había considerado que el mago huiría, pero no había previsto que Darrigan estuviera dispuesto a morir.

    Tampoco había previsto el rol de Estrella, aunque tal vez debería haberlo hecho. Esa chica siempre fue ligeramente borrosa para él, sus conexiones con el Éter vacilaban y se agitaban desde el principio. Al final, James se había equivocado con ella. Al final, terminó siendo tan vulnerable e inútil como el resto de las ovejas que seguía a Dolph Saunders.

    Sin el Libro, ese sueño en particular tal vez nunca podría realizarse, pero James Lorcan no estaba acabado. Siempre y cuando el futuro continuara presentando posibilidades para quien fuera lo suficientemente inteligente para aprovecharlas, su juego no terminaría. Quizás no podría dominar la magia como había soñado una vez. Tal vez la magia se desvanecería de la tierra, pero había tantas otras maneras en las que podía ganar. Tantas maneras de terminar superando a todos los demás.

    Después de todo, la fortaleza tradicional no siempre era poder. Miren lo que le pasó al propio padre de James, quien no deseaba nada más que justicia para los trabajadores como él, condiciones de trabajo salubres y una buena paga. Había intentado liderar y lo habían aplastado. Incendiaron la casa de James, mataron a su familia y les arrebataron todo lo que tenían. James había visto demasiadas veces lo que sucedía cuando dabas un paso hacia el frente para liderar.

    Te convertías en un objetivo.

    James no tenía ningún interés en compartir el mismo destino de Dolph, así que haría lo que siempre hizo. Esperaría el momento adecuado. Observaría el juego a largo plazo en tanto las personas sencillas intentarían avanzar casillero por casillero, derribándose los unos a los otros del tablero mientras él miraba desde la distancia. No sería mucho trabajo, una sugerencia por aquí, un susurro por allá y los líderes del Bowery estarían tan concentrados en matarse los unos a los otros por las sobras que les dejaba la Orden que no se molestarían con James. Lo que le daría camino libre para concentrarse en asuntos más importantes.

    No, definitivamente no era un adivino, pero podía ver el futuro en el horizonte. Sin el Libro, la magia se desvanecería y la Brecha se convertiría en nada más que una curiosidad antigua. ¿Qué poder tendría la Orden? Especialmente sin sus más preciadas posesiones.

    Mientras su poder se debilitaba, James estaría moviendo sus propias piezas, preparándose para enfrentarlos con un lenguaje que comprendieran: el lenguaje del dinero. El lenguaje de la influencia política. Porque James entendía que sin el Libro no serían aquellos que intentaban reclamar un pasado perdido, como Dolph Saunders, los que ganarían, sino aquellos dispuestos a aferrarse a un nuevo futuro valiente y peligroso. Gente como Paul Kelly, quien ya comprendía cómo usar a los políticos como herramientas. Y gente como James, que sabía que el poder, el verdadero poder, no era el que poseían los que reinaban con la fuerza, sino el que poseían los que movían los hilos. El poder verdadero era la habilidad de lograr que otros hicieran lo que tú desearas creyendo que lo hacen por voluntad propia.

    Tal vez, James ya no podría depender del Libro. Tal vez no había forma de salvar la magia, pero su juego no había terminado. Con un tirón por aquí y un empujón por allá, reforzaría sus poderes con tanta intensidad que nunca se darían cuenta de dónde provenía el verdadero peligro. Y cuando el momento fuera el indicado, James Lorcan tendría un arma propia, un secreto que ni siquiera Dolph conocía.

    Una chica que se convertiría en la perdición de la Orden y la llave a la victoria final de James Lorcan.

    SANTUARIO

    1902: Nueva York

    Mientras subía al tranvía nocturno, Cela envolvió el chal alrededor de su cabeza para esconder su rostro en tanto reprimía un sollozo. El recuerdo del disparo todavía retumbaba en sus oídos: un sonido tan claro y crudo, inconfundible en la tranquilidad de la noche. No podía olvidar cómo había sentido el golpe seco de un cuerpo desplomándose en el suelo. Había resonado en su pecho y sentía que siempre escucharía ese sonido y experimentaría el vacío que lo acompañaba.

    Abe. No sabía cómo había logrado encontrar un asiento cuando apenas podía respirar. A medida que el tranvía avanzaba a ciegas, sentía como si su cuerpo fuera a derrumbarse sobre sí mismo para rellenar el enorme agujero que había quedado en su pecho.

    Necesitaba volver. No podía dejar a Abe allí, su hermano y la única familia cercana que le quedaba. Tenía que ocuparse de su cuerpo y proteger la propiedad por la cual su papá había trabajado hasta el cansancio… pero no podía. Cada vez que pensaba en dar la vuelta, la empapaba una ola de extremo terror que la hacía sentir físicamente enferma.

    Mientras el tranvía seguía avanzando, pensó en ir con la familia de su madre. Se habían mudado al este, a la Fifty-Second Street, un par de años atrás, pero a esa gente nunca le había caído muy bien el padre de Cela. Sus tíos siempre lo miraron como si fuera inferior a su hermana, como si fuera algo que el perro había arrastrado. Ahora que su abuela había fallecido, no había tanta amortiguación entre los prejuicios de la familia y los sentimientos de Cela. En algún momento, terminaría allí –después de todo, tendrían que enterarse–, pero no creía que pudiera lidiar con ellos todavía. No cuando todo era tan reciente. No cuando todavía era demasiado difícil encontrar las palabras, y mucho menos, decirlas en voz alta.

    Especialmente a personas que pensarían que la muerte de Abe había sido su propia culpa. Lo mismo que creían de su padre. Sus tíos no sabían que Cela había estado escuchando mientras susurraban entre ellos en el funeral, no se habían censurado. Insistían en que su padre debería haberse quedado dentro de la casa, donde pertenecía, en vez de pararse en el porche principal para observar a las masas de gente enojada que habían tomado las calles. Creían que su padre debería haber sido más inteligente y no enfrentarlos.

    Su padre había intentado proteger a su familia de la misma forma que Abe había intentado protegerla a ella. Cela sabía que no sería capaz de siquiera mirar a su familia en ese momento sin escuchar los ecos de aquellos insultos. No ahora, cuando su propia culpa y dolor eran como enredaderas que envolvían su corazón, punzantes y vivas, creciendo con cada segundo que pasaba.

    Además, sin importar cuánto la haya herido su familia en el pasado, seguían siendo su sangre. No podría arriesgarse a ponerlos en peligro. Tal vez, los hombres que casi habían derribado la puerta a golpes esa noche no buscaban nada más que la propiedad en sí. No sería la primera vez que alguien pensara que tenía derechos sobre la casa solamente porque la quería. Varias veces se les habían acercado personas con bellas promesas y papelerío ya listo, y primero su padre y luego su hermano los habían rechazado.

    Pero nunca habían ido con armas.

    Y nunca había tenido a una mujer blanca muriéndose en su sótano. Tal vez, esos dos hechos no estaban relacionados en absoluto, pero tenía un presentimiento de que sí lo estaban.

    Debería ir con su familia.

    Pero era demasiado tarde como para estar despertando a la gente.

    No había forma de que su tío abriera la puerta y no preguntara cuál era el problema, y no había forma de que Cela pudiera decir esas palabras, las que convertirían en realidad lo que acababa de suceder. Todavía no. No estaba lista. No estaba segura de si alguna vez lo estaría, pero pensó que el panorama de seguro sería más claro a la luz del día. Pensó que, probablemente, también estaba equivocada respecto a eso.

    Cela se bajó del tranvía en su parada habitual, dejando que su cuerpo la llevara por las calles impulsado por una combinación de cansancio y memoria. Al menos el teatro era un lugar suficientemente seguro, ya que le pertenecía a un hombre blanco rico. Nadie incendiaría esa propiedad y, en caso de tener que huir si aparecían problemas otra vez, conocía con detalles el mundo que había detrás del escenario.

    Ingresó a través de la puerta del callejón trasero que nadie utilizaba a excepción de las personas que mantenían las cosas en marcha diariamente. Dentro del teatro, estaba silencioso. Hasta el último conserje se había marchado a casa a esta hora, no le molestaba. No quería encontrarse con nadie más.

    Su taller de costura estaba en el sótano y, como era su dominio, hacía allí se dirigió. No era extraño que se quedara trabajando hasta tarde para terminar un proyecto, pero si no quería romperse el cuello con la utilería o con una de las cuerdas, necesitaba luz. Decidió utilizar una de las lámparas de aceite que guardaban detrás del escenario en caso de cortes de electricidad en vez de encender las bombillas. La lámpara emitió un pequeño halo dorado de luz a su alrededor, iluminando un paso o dos delante de ella, pero no mucho más que eso. Era todo lo que necesitaba.

    Bajó por las escaleras, contando como siempre lo hacía para poder saltear el décimo tercer escalón. Pero esta vez sintió la enredadera que cubría su corazón presionándolo un poco al recodar cómo Abe solía burlarse de ella por eso. Caminó a través de la oscuridad silenciosa, limpiándose la humedad de sus mejillas antes de abrir la cerradura del pequeño depósito que se había convertido en su taller.

    Adentro, Cella apoyó la lámpara en su mesa de trabajo y se sentó en la silla con respaldo recto de su máquina de coser, la silla en la que pasaba la mayoría de sus días cosiendo, cortando y dándole puntadas a las obras maestras que hacían que el escenario cobrara vida. Por un momento, no sintió nada en absoluto, ni miedo ni alivio, siquiera un vacío. Por un momento, solo fue un suspiro en la noche rodeada por la calidez de un cuerpo. Pero luego, el dolor la aplastó y un sollozo rasgó su garganta.

    Mi hermano está muerto.

    Dejó que el dolor llegara, dejó que la hundiera en un lugar oscuro donde ni siquiera la luz de la lámpara podía alcanzarla. Lo único que tenía eran las prendas que vestía y un anillo demasiado elegante como para vender sin terminar siendo arrestada o peor.

    Y su trabajo…

    Y ella…

    Quería quedarse inmersa en ese lugar oscuro, mucho más profundo que las olas de dolor, pero esos pensamientos la hicieron reflotar cada vez más� hasta que pudo sentir la humedad en sus mejillas otra vez y pudo ver la lámpara de aceite brillando ligeramente en el pequeño y estrecho taller.

    Abel hubiera odiado verla de esa manera. Después de que su padre hubiera sufrido una paliza y recibido un disparo por intentar proteger su propio hogar, ¿no había sido Abe quien puso un brazo sobre sus hombros y la obligó a seguir adelante? Había quedado adormecida por la pérdida. La ciudad que conocía como propia se había tornado un lugar horrible e irreconocible y la vida que una vez había soñado tener había sido enterrada con el cuerpo de su padre. Pero Abe apartó a Cela de los demás y le dijo que las decisiones de su padre debían ser honradas por una vida vivida al máximo. Ese fue el motivo por el cual salió a buscar trabajo como costurera y luego presionó para conseguir un puesto en uno de los teatros blancos, donde la paga era mejor, incluso si el respeto de los artistas era menor. Se había ganado su respeto por su talento con la aguja, sin importar cuánta resistencia opusieron. Abel resurgió sus sueños de la tumba y se los había devuelto, obligándola a continuar con ellos.

    Todavía tenía ese trabajo, el que había estado tan orgullosa de conseguir, y todavía se tenía a ella misma. Tenía familia en la ciudad que la acogería si realmente lo necesitaba, sin importar lo que pensaran. Y tenía un anillo, un hermoso anillo de oro con una gema tan grande como un huevo de petirrojo y tan cristalina como una lágrima. No era de vidrio, Cela lo sabía. El vidrio no brillaba ni resplandecía como una estrella cuando la luz lo golpeaba. Y el vidrio no era tan pesado. Incluso sentada, podía sentir el peso del anillo tirando de la tela del bolsillo secreto que

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