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Grim Lovelies. Encantos siniestros
Grim Lovelies. Encantos siniestros
Grim Lovelies. Encantos siniestros
Libro electrónico421 páginas5 horas

Grim Lovelies. Encantos siniestros

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Anouk no pertenece al Mundo Bonito, al mundo humano. Hasta hace poco tiempo ni siquiera era una persona: llegó a la vida como un animal y se convirtió en una muchacha gracias a un hechizo lanzado por su ama, la poderosa Mada Vittora. Como fierecilla, Anouk está condenada a jamás salir al exterior y solo servir a su ama. Y aunque eso es infinitamente mejor que la inconsciencia, el miedo y la oscuridad que la poblaban cuando era una bestia, no puede dejar de soñar con el mundo detrás de la ventana y de envidiar a los humanos por su libertad. Hasta que Mada Vittora es brutalmente asesinada y Los Nobles de las Sombras, la realeza mágica, están convencidos de que Anouk o alguna de las otras fierecillas de la Mada es el asesino. Mientras la joven comienza una carrera por salvar su propio pellejo también debe preocuparse por un enemigo mayor: el reloj. Ahora que la Mada ha muerto, si antes de la medianoche no logran hallar a otra hechicera dispuesta a renovar el conjuro de las fierecillas, Anouk y todos a quienes ama volverán a ser bestias. Sin consciencia. Sin libertad. Pero luchará, porque no está dispuesta a regresar a la oscuridad y perder lo único que realmente importa: su humanidad.
IdiomaEspañol
EditorialVRYA
Fecha de lanzamiento14 dic 2015
ISBN9789877475548
Grim Lovelies. Encantos siniestros
Autor

Megan Shepherd

Megan Shepherd grew up in her family’s independent bookstore in the Blue Ridge Mountains. The travel bug took her from London to Timbuktu and many places in between, though she ended up back in North Carolina with her husband, two cats, and a scruffy dog, and she wouldn’t want to live anywhere else. She is the author of the Madman’s Daughter and Cage trilogies. Visit her online at www.meganshepherd.com.

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    Para mi fierecilla, S.

    1

    Desde la ventana del torreón al frente del petit-hôtel de Mada Vittora en París, Anouk no podía ver la fuente al final de la Rue des Amants. Podía ver, sin embargo, las almas esperanzadas que avanzaban por la acera, turistas y parisinos por igual, algunos con las narices metidas en sus guías turísticas y otros que conocían el camino de memoria, en búsqueda de los deseos concedidos que, según una leyenda poco conocida del siglo quince (y que recientemente se había vuelto más famosa gracias a una película del verano anterior), recibirían a cambio de tocar una parte de la fuente que daba suerte. Qué parte, Anouk no estaba segura. Nadie le decía de qué era la estatua exactamente. Ninguno de los libros de la casa hacía referencia a la leyenda, y Mada Vittora no permitía que tuvieran ordenadores o televisores. Quizás la fuente era una estatua de una sirena burbujeante, o de un caballo saltarín, o de un niñito orinando. Quizás los que pedían deseos tenían que tocar una pezuña especial, o frotar una aleta de la suerte… o alguna parte masculina. Anouk no podía salir y verlo por sí misma. Mada Vittora le tenía prohibido hacerlo. En toda su vida –doce meses y ocho días, aunque parecía más cerca de los diecisiete años–, jamás había puesto ni el dedo gordo del pie más allá de la puerta de entrada.

    Una pareja caminaba calle abajo por la acera de enfrente, y Anouk se acomodó en el asiento de la ventana, con la barbilla sobre las manos, y los observó. Turistas, sin lugar a dudas. Estadounidenses. Las zapatillas deportivas demasiado blancas los delataban. Iban de la mano y Anouk sonrió, pero en sus caras había ansiedad. Era una expresión que veía muy a menudo. Los que deseaban se concentraban en la única cosa que querían con tanta intensidad que estaban dispuestos a desviarse a las afueras del decimosexto arrondissement, un área de París que no tenía otro atractivo fuera de la fuente poco conocida –ni pâtisseries ni cafés ni sitios de interés famosos–, con la esperanza de que, quizás, la leyenda fuese verdadera.

    Anouk sabía que la magia de la fuente no era más que un cuento, pero a veces, en secreto, no estaba tan segura. Eran las caras de los que deseaban. Siempre tensas de camino a la fuente, pero más relajadas a la vuelta, como si el simple acto de desear les hubiera dado parte de lo que necesitaban con tanta desesperación. Había visto a Mada Vittora crear cosas increíbles, pasteles flotantes y pendientes envenenados, y espejos que mostraban lugares lejanos, pero jamás había invocado una expresión de alegría en la cara de nadie.

    Observó a los estadounidenses desaparecer más allá de la ventana, con el rostro pegado contra el vidrio hasta que ya no pudo verlos y, entonces, suspiró. ¿Un dios griego? Sí, quizás la estatua era un dios griego. La vista desde de la ventana del torreón era la misma de siempre: la fila de petit-hôtels idénticos al otro lado de la calle. La hilera de automóviles, mayormente negros y caros, aparcados. El triste arbolito en el jardín delantero que nadie se acordaba de regar.

    Un coché elegante aparcó en el espacio vacío frente al petit-hôtel, y Anouk se incorporó. Mada Vittora estaba de regreso. Anouk revisó rápidamente su cabello, sus uñas y los pisos en búsqueda de alguna mota de polvo rebelde que se le hubiera escapado. La puerta del conductor se abrió y apareció Beau, alto y apuesto, con el traje negro y la gorra de chofer que le protegía los ojos. Rodeó el coche hacia la parte posterior, e hizo una pausa para ahogar un bostezo antes de abrir la puerta.

    Mada Vittora emergió del asiento trasero, mirando con odio al sol a través de sus gruesas gafas oscuras. Tenía puesto el abrigo de piel de zorro que le habían traído la semana pasada de Galeries Lafayette. Cuando el paquete llegó, lo había abierto y había aplaudido, y le había dicho a Anouk que debía probárselo, para divertirse, y se habían reído juntas mientras le rizaba el cabello y le ponía rubor en las mejillas y la hacía pasearse por la casa luciendo tacones altísimos y el abrigo.

    Mi niña linda, le había dicho Mada Vittora, mirando el espejo por encima del hombro de Anouk. Mi bella fierecilla.

    Anouk se levantó de un salto para abrir la puerta. Vio a dos figuras más bajar del asiento trasero del auto y se le agrió el buen humor. Ambos eran altos, uno con el cabello del color del sol –igual al de su madre–, y el otro con pelo color carbón. ¿Qué hacían Viggo y Hunter Black en la ciudad? Mada Vittora los había enviado a hacer negocios en Londres el martes pasado. Probablemente no habían podido organizar todo tan pronto.

    Anouk retrocedió en silencio cuando la mujer subió los escalones delanteros.

    –Tendremos visitas, cariño mío –Mada Vittora acarició la mejilla de Anouk con las uñas en su paso hacia el vestíbulo, y arrojó el abrigo sobre la mesa de la entrada. La piel de zorro olía a cuero y a perfume. Anouk lo alisó y lo colgó en el armario del pasillo–. Mañana a la noche. Una cena, con baile también. Tendrás que ventilar el salón. Aún huele a sulfuro.

    –¿Quiénes vienen?

    –Los Nobles.

    Una sonrisa astuta apareció en los labios de la hechicera, y con razón. Los Nobles de las Sombras eran los gobernantes de elite del reino mágico, que dentro de las fronteras francesas recibía el nombre de Haute, y nunca habían venido a cenar al petit-hôtel de la Rue des Amants. Lo único que se había celebrado alguna vez era un té ocasional con goblins, al que los invitados llegaban con galeras polvorientas y maquillaje chillón, incluso los varones (especialmente los varones). Los goblins lucían perfectamente humanos, salvo por las casi imperceptibles orejas puntiagudas, pero eran capaces de devorar tanto la mesa como las tartas de frutas de Anouk.

    Tendría que ordenar un vino mejor.

    –¿Cuántos?

    –Seis en total –respondió Mada Vittora, quitándose el sombrero–. Ahora, sé buena y tráenos un poco de té y una gota de whisky para Hunter Black. Pobrecito, ha tenido un día endemoniado. Lo tomaremos en el salón. Ten. Guarda esto. Con cuidado.

    Le entregó el bolso como si le estuviera prestando un libro valioso. Hoy tenía forma de bolso negro de Hermès: cuero de avestruz, suave cual piel de recién nacido, con herrajes dorados brillantes. Ayer, el mismo bolso había sido un bolso de mano cubierto de cristales. El día anterior, un bolso Gadino de piel de cocodrilo. La oubliette de la hechicera: cambiante y vasta gracias a la magia, contenía sus secretos más íntimos.

    A continuación, Viggo entró a las zancadas al vestíbulo y le arrojó el sombrero a Anouk sin siquiera mirarla, pero Hunter Black se detuvo lo suficiente como para observarla de arriba abajo con esos ojos oscuros que siempre la ponían nerviosa.

    –Es la primera vez que usas ese collar –comentó.

    Anouk se llevó la mano a la garganta, hacia la pequeña moneda que colgaba justo debajo del cuello de su vestido. Era lógico que Hunter Black notase el toque de oro que nadie más había visto. Con culpa, extrajo el amuleto y lo sostuvo entre los dedos: era una moneda franca antigua que ya no valía nada, con un agujero. La usaba colgada de una cadena.

    –Es de… de Luc –tartamudeó–. Quiero decir, la encontré en su habitación. A él no le molestaría que la haya tomado.

    Y era cierto. Sabía que si Luc hubiera estado allí y la hubiera visto demostrar el más mínimo interés en la moneda, se la hubiera lanzado guiñando un ojo. La había encontrado esa mañana, metida entre dos tablas del suelo, cuando había subido al ático a buscar un vial de verbena. Las habitaciones parecían detenidas en el tiempo sin él. El olor a verano que persistía en las tijeras de podar, las sábanas arrugadas sobre la cama, las hierbas disecadas colgando de las vigas del techo, tomillo y romero y ruda de Inglaterra, esperando ser molidos en el mortero. Había pasado una semana desde su desaparición.

    Jugueteó con el franco, dejando escapar sus preocupaciones sobre la superficie grabada. Aún olía a tomillo, a él.

    La mirada de Hunter Black se dirigió a Mada Vittora en el vestíbulo.

    –A ella tampoco le importa –dijo Anouk rápidamente. Volvió a meter el collar debajo del cuello de su vestido y carraspeó–. ¿Quieres que te cuelgue el abrigo?

    Apoyó la oubliette en el suelo y extendió las manos.

    Hunter Black emitió una especie de tos ronca y caminó lentamente detrás de Viggo. Anouk bajó las manos. Al menos con eso había logrado librarse de él. Aunque hiciera treinta grados afuera, no se quitaría el abrigo a menos que alguien lo obligara amenazándolo con un cuchillo. Los tres desaparecieron en el salón, hablando de negocios, cotilleando y especulando acerca de la fiesta del día siguiente. Les llevó bebidas y oyó como entrechocaban las copas en su camino de regreso al vestíbulo.

    –Hola, repollo.

    Unos labios húmedos rozaron la mejilla de Anouk y dio un salto. Giró para encontrarse con Beau. La gorra de chofer estaba ladeada sobre su cabeza, y sonreía como niño. Le palmeó el brazo y se limpió ostensiblemente el beso con la palma de la mano.

    –Eres horrible, Beau –tomó el bolso de la hechicera y se dirigió al armario. Con cuidado y reverencia, se subió a la banqueta, colocó el bolso en el estante de más arriba, y luego bajó y se sacudió el polvo de las manos. Bajó la voz y movió la barbilla en dirección a Hunter Black y Viggo–. ¿Qué están haciendo ellos aquí?

    Beau suspiró profundamente, quitándose los guantes.

    –Las cosas salieron mal en Londres, tengo entendido. La Hechicera de Trafalgar no aceptó los nuevos términos. Los sacó corriendo en cuanto llegaron. Viggo está de mal humor.

    –Viggo siempre está de mal humor.

    –Mada Vittora dijo algo en el automóvil acerca de asuntos más urgentes aquí. No creo que se refiriese solo a la cena.

    –Genial –murmuró Anouk–. La última vez que hubo asuntos urgentes, apareció más de un cadáver en el Sena. Al menos Hunter Black usa ropa oscura, pero las camisas de Viggo son imposibles. ¿No entienden lo difícil que es quitar sangre del lino blanco?

    –Dudo que el lavado sea una prioridad para él, repollo –le retorció la tira del delantal con el pulgar y usó el apodo tonto que siempre la sacaba de las casillas–. Pero quizás debería ser la tuya.

    Bajó la vista para descubrir líneas de polvo en la pechera.

    –No es posible, ¡es un delantal recién lavado! –frotó la mancha sin éxito mientras Beau se reía. Polvo, suciedad, migas… era su trabajo limpiar la casa de arriba abajo, pero, incluso para una criada, se las arreglaba para acumular una cantidad de mugre impresionante en muy poco tiempo. Desató el moño del delantal que tenía en la espalda, luchando con los volados y las cintas. Se lo quitó por encima de la cabeza y lo hizo un bollo contra su sencillo vestido gris.

    –¿Y Luc? ¿Dijeron algo acerca de él en el coche?

    La expresión de Beau se ensombreció.

    –Nada –respondió, negando con la cabeza.

    –Ha pasado una semana entera. La gente no desaparece sin más.

    –Deja que yo me preocupe por él, ¿está bien? Lo resolveré –Beau le puso una mano en el hombro mientras sostenía sus guantes con la otra.

    Los dedos de Anouk retorcieron las tiras del delantal. Le llamó la atención un movimiento más allá de la ventana: otra pareja que caminaba por la calle, tomada de los brazos. Parisinos, por su aspecto. Llevó la mano al franco en su escote.

    –Echaría una moneda en la fuente si pudiera. Y desearía que volviera.

    Beau le apretó el hombro.

    –Sabes que los deseos de la fuente no se vuelven realidad –afirmó en voz baja–. No es magia de verdad, no como la de Mada Vittora. Es una tontería que creen en el Mundo Bonito. Ensoñaciones y fantasías para mantenerse entretenidos.

    Anouk no respondió, y jugó con la moneda entre los dedos. Afuera, al pobre árbol marchito se le cayó una hoja. Los rosales de la calle también se estaban muriendo, sin Luc para cuidar de ellos. De una habitación de arriba llegaba el aroma del romero inglés.

    –Anouk.

    Hunter Black había regresado al vestíbulo. El cabello oscuro le caía sobre los ojos. No se molestó en apartarlo. Jamás lo hacía.

    –Mada Vittora quiere hablar contigo.

    Beau dejó caer la mano que tenía sobre su hombro. Su expresión dejaba ver que no querría estar en su lugar.

    –Te veo después de cenar. Tengo que ir a lavar el coche.

    –¿Riegas un poco el árbol cuando estés afuera? ¿Y las rosas?

    –Claro.

    Hunter Black inclinó apenas la cabeza hacia el salón, donde Mada Vittora esperaba, pero luego carraspeó e hizo un gesto con la mano en dirección al vestido de Anouk. Sabía tan bien como ella que la Mada insistía que Anouk siempre tuviera puesto el uniforme completo, incluyendo un delantal con volados. Además el cabello debía estar atado hacia atrás con un listón. Anouk metió el delantal sucio en el armario del pasillo y se dirigió a la cocina a buscar uno limpio. Se lo colocó y se fue recogiendo el cabello mientras seguía a Hunter Black en dirección al salón. La risa ronca de Mada Vittora se mezclaba con el sonido de los cubos de hielo entrechocándose.

    –… negocios, supongo. Querrán discutir las nuevas fronteras y jamás permitiré que esa decrépita Hechicera de la Lavanda gane terreno en París. Esta ciudad es mía.

    –Asumo que el señor y la señora vendrán a cenar, y esa chica, la que juega a ser condesa. ¿Quién es el cuarto? –Viggo bajó la voz–. ¿El príncipe Rennar?

    Anouk se estremeció al oír el nombre del príncipe. Se decía que casi nunca salía del Castillo Ides, la imponente mansión en los Campos Elíseos desde donde gobernaba el Haute. Y que, cuando lo hacía, era únicamente para arrasar un país entero y borrarlo de los libros de historia. Nadie sabía con exactitud desde hacía cuánto tiempo los Nobles de las Sombras obraban su magia en el mundo, pero Anouk había encontrado referencias de civilizaciones antiguas –los egipcios, los aztecas y los romanos– que aludían a hombres y mujeres peculiarmente poderosos.

    –¿Rennar? –las mejillas de Mada Vittora ya estaban sonrosadas debido al whisky–. No, no se dignaría a venir aquí. Vendrá alguno de los otros, algún Noble menor. Un duque, probablemente.

    En la actualidad, los reinos tenían fronteras más o menos delineadas, y las diversas familias reales solían a ignorar a las demás, con excepción de una boda cada tanto para fortalecer alianzas políticas y acuerdos de intercambio comercial. Dependían de las hechiceras que controlaban las industrias: comida y vinos, bienes de lujo y, por sobre todas las cosas, la joyería que Mada Vittora –la Hechicera de los Diamantes– se encargaba de hechizar.

    Hunter Black, a espaldas de Anouk, carraspeó. Anouk dio un salto.

    –¿Necesita algo de mí, Mada?

    –Ah, querida mía. Sí –apoyó la copa manchada de lápiz de labios y una sonrisa separó sus bellas mejillas. Aunque tenía cuatrocientos años, parecía tener cuarenta y cinco recién cumplidos. Suaves ondas doradas por el sol le caían sobre los hombros. Tenía la piel dolorosamente estirada sobre los pómulos altos. Una fortuna en cirugía plástica, dirían algunos. Anouk sabía la verdad: bastaba con un baño semanal con un tónico de lavanda y salvia mezclado con dos chorritos de la sangre de Viggo.

    En el sofá detrás de su madre, Viggo sonreía con una sonrisa astuta similar, hasta que Mada Vittora se puso de pie. En cuanto ella le dio la espalda, la sonrisa desapareció de su rostro. Bebió con avidez un largo trago de whisky.

    –Tengo una sorpresa para ti, mi niña linda.

    Las manos de Anouk se congelaron mientras se ataba el moño en el pelo. A medio hacer, uno de los extremos de la cinta le cayó sobre el hombro.

    –¿Es acerca de la fiesta de mañana?

    No pudo evitar sonar esperanzada. Anouk jamás podía ir a las fiestas. Ninguna de las fierecillas podía, ni siquiera Hunter Black, que solía quedarse acechando en las sombras del vestíbulo, mirando con odio a todo el mundo excepto a Viggo. Las fiestas eran para los miembros más nobles del Haute, no para las fierecillas: animales sarnosos que, mediante susurros, habían cobrado la forma de jóvenes humanos y a quienes se les había dado escobas para servir. Anouk se quedaría en la cocina con Beau, lamiendo cucharas con glaseado de fresa que sacarían del bol de la batidora, o iría en puntas de pie hasta las escaleras para espiar por la barandilla a la gente hermosa que bailaba.

    –No, dulzura mía. No es acerca de la fiesta.

    Anouk intentó no dejar ver su decepción. Bajó la cabeza, con una pregunta en los labios. ¿Entonces qué?

    Mada Vittora le puso una mano helada a cada lado de su rostro. Sonreía de oreja a oreja.

    –Esta noche, querida, irás afuera

    ¿Afuera? ¿Al Mundo Bonito, donde los bonitos paseaban de la mano con el sol en la cara, entre automóviles y buzones y señales de tránsito, y caminaban bajo manzanas bordeadas de árboles, una detrás de la otra?

    ¿Afuera?

    –¿Lo dice en serio? –jadeó Anouk.

    –Oh, sí. Pero, primero, necesitas un buen par de zapatos.

    2

    El armario de Mada Vittora era un sueño. Anouk conocía cada centímetro; había lavado cada vestido, almidonado cada cuello, lustrado cada par de zapatos. Había miles. Zapatos de taco alto dorados, zapatos de cuero escarlata, zapatillas de satén rojo con lacitos azules.

    –Necesitarás un par resistente –observó Mada Vittora–. De tacón bajo. Juro que tenía por aquí algún par de zapatillas Chanel…

    La hechicera estaba con medio cuerpo metido dentro del armario, revolviendo cual cerdo en búsqueda de trufas, la voz sin cuerpo flotaba hacia Anouk, que estaba sentada en la cama con las manos sobre la falda, los dedos entrelazados y apretados con fuerza, el dolor recordándole que no estaba soñando. Bajó la barbilla para intentar ocultar la sonrisa.

    –Nunca he usado zapatos.

    –Boberías –exclamó la Mada desde el armario–. Justo la semana pasada te probaste mis tacones Bergdof, ¿recuerdas?

    –Quiero decir de verdad. No solamente para disfrazarme –movió los dedos desnudos de los pies.

    La hechicera emergió del bosque de abrigos de piel.

    –Ten. Estos servirán.

    Tenía el pelo alborotado, las mejillas sonrojadas, y Anouk se sorprendió al ver cuán bella se veía, incluso desgreñada.

    Alzó un par de zapatos de cuero acordonados.

    Anouk extendió la mano para tomarlos, pero Mada Vittora sacudió la cabeza como una niña.

    –Permíteme. Los cordones son complicados.

    Se puso de rodillas y empezó a desatarlos. Anouk clavó la mirada en la parte superior perfecta de la cabellera de Mada Vittora. Siempre era al revés: Anouk de rodillas, haciéndole el dobladillo a la falda de su ama, o limpiándole la pelusa de las pantimedias, mientras Mada Vittora se elevaba sobre ella como una diosa. La confundía la inversión de los roles, era como una botella de tónico patas arriba.

    –Así –declaró Mada Vittora–. Apretados, pero servirán.

    Anouk se mordió el interior de la mejilla. Mada Vittora le ató los cordones con especial ternura, enseñándole cómo anudarlos con una frase graciosa acerca de un conejo y su madriguera. El corazón de Anouk se estremecía con cada tirón de los cordones.

    ¿Era así como se sentía tener una madre?

    La sonrisa de Mada Vittora dejó ver sus dientes blanquísimos.

    –¿Estás lista?

    Anouk, temerosa de hablar, asintió.

    Mada Vittora la tomó de la mano.

    Ni siquiera Viggo y Hunter Black, de pie en el vestíbulo y a las risitas, le opacarían la alegría. Tampoco lo haría el hecho que los zapatos le apretaran el costado de los pies. O que ella y Mada Vittora se dirigieran en la dirección opuesta, no bajando las escaleras que conducían al piso de abajo sino subiéndolas en dirección al ático. ¿Las habitaciones de Luc? ¿No quedaban en la dirección opuesta a la puerta de entrada? Taconeaba torpemente en los zapatos. Mientras las dos subían las escaleras, leves corrientes de aire llegaban de más allá de la puerta de Luc, trayendo el perfume del tomillo, y se le aceleró el pulso.

    Mada Vittora caminó directo hacia la escalera que llevaba a una trampilla en el techo.

    –Sube. Apúrate, ahora, o se escaparán –le alcanzó un saco de arpillera.

    –¿Qué… qué se escapará?

    –Los pájaros, dulzura mía. Los pájaros.

    Anouk se quedó mirando a través de la trampilla abierta en el techo, extrañada. Era una noche clara; algunas estrellas brillaban en lo alto. El aire fresco bramaba, agitándole el lazo del pelo. Detrás de ella, el sonido de las risitas de Viggo crecía. Lentamente, algo le revolvió el estómago mientras se daba cuenta de lo que estaba sucediendo. No, no.

    Se giró para encarar a Viggo.

    –Una broma –la palabra seca le raspó la garganta–. No me están dejando salir.

    Viggo sonrió y le echó una mirada astuta a Hunter Black, cuya cara permaneció imperturbable como siempre.

    Anouk reprimió la sensación de humillación intensa. No podía llorar. No lo haría.

    Apretó los puños.

    –Ay, mi niña dulce, ¡no! –la Mada le apoyó las manos sedosas sobre los hombros, y la hizo girar para mirarla a la cara–. ¿Una broma? ¡Ay! Qué tonta he sido. Creíste que me refería a salir a la ciudad. Ay, tonta criatura –las manos suaves le acariciaron el cabello leonado–. Sabes que tu trabajo está aquí, en la casa. Solamente quise decir que hay unos cuervos afuera, en el tejado… Cuervos carroñeros, muy poco comunes. Pasan por aquí una vez al año. La carne de sus pechugas sería un manjar exquisito para la cena de mañana. Luc solía atraparlos, por supuesto, pero como se ha ido… Ay, pobre cosita inocente, te he disgustado.

    Sus manos flotaron hacia el lazo que colgaba de la cola de caballo de Anouk. Con cuidado, lo volvió a anudar en un moño bien ajustado.

    ¿Inocente?

    Anouk había oído eso antes. La dulce. La inocente. Beau se mofaba sin piedad de ella por eso, y lo mismo hacían las otras fierecillas cuando se las cruzaba. Pensaban que porque sus tareas los hacían salir a la ciudad –Cricket hasta vivía sola en su propio piso–, eran más sofisticados que ella. Y lo eran, eso era lo peor. Anouk jamás había visto las cosas de las que hablaban: la torre Eiffel, las pâtisseries y la librería con el gato durmiente. Jamás había ido a un bistró, jamás se había visto atrapada en medio de un aguacero repentino, jamás había tomado un atajo a través de un cementerio. ¿Pero inocente? No. Ellos no conocían los pensamientos que a veces le daban vueltas por la cabeza tarde en la noche. Pensamientos acerca de robar zapatos, de escabullirse afuera, escapar y no regresar nunca más.

    Tomó el saco de arpillera y trepó por la escalera.

    –Anouk –la llamó Mada Vittora–. ¡Espera!

    Se detuvo, esperanzada.

    –Trata de atrapar al menos tres –dijo la hechicera.

    En un estallido de furia, Anouk cerró con fuerza la trampilla detrás de ella. ¡Pájaros! Eso era todo lo que la Mada quería.

    Tenía el rostro acalorado. La sangre le corría de forma palpable. La risa de Viggo aún sonaba en sus oídos mientras caminaba por el tejado. Los zapatos le apretaban los pies, haciendo pum-pum-pum sobre las tejas. El viento la enfrió, de pie sobre el tejado, a siete pisos de altura. Las luces de la ciudad debajo se asemejaban a un mar de estrellas y… se detuvo.

    La ciudad.

    París.

    Estaba –al menos en cierto sentido– afuera.

    De pronto, lo sintió: las luces y el amplio cielo nocturno, el chillido de los frenos, el estruendo de los neumáticos y las voces. Se agazapó. Se estabilizó, con las puntas de los dedos enganchadas en las tejas como si se fuera a ir flotando hacia las estrellas si no se sujetaba. Cerró los ojos, pero aún podía oír la cacofonía de París, pura y en carne viva, sin el filtro de las ventanas de doble vidrio.

    Inspiró. Volvió a inspirar. La noche se le metía por la garganta con cada respiración. ¿Cómo este caos, este mundo vasto y loco, no enloquecía a todos?

    Empieza de a poco, pensó.

    Abrió un ojo.

    Miró solamente las tejas, los hierbajos rebeldes que crecían valientemente en las grietas. Alzó la vista hacia el borde del tejado del petit-hôtel de Mada Vittora, cercado por una barandilla de hierro.

    Un cuervo allí posado giró la cabeza hacia ella.

    Con lentitud, temblorosa, dejó el saco de arpillera y, entonces, se incorporó con los brazos abiertos para mantener el equilibrio con los pies no acostumbrados a los botines rígidos. Echó un vistazo nervioso al domo nocturno. Las estrellas brillaban como fragmentos rotos de un espejo. Las había visto desde adentro, pero solo a través del marco cuadrado de la ventana. Giró e intentó contarlas, diez, veinte, doscientas… y se encontró en el borde del tejado, aferrándose a la barandilla de hierro con los nudillos blancos por la fuerza, el cuervo posado junto a ella. Se inclinó más lejos, fascinada. Al final de la Rue des Amants, dos automóviles habían chocado. Los conductores estaban en la calle, alzando las manos en el aire.

    Sonrió.

    Y luego se rio. Esto era París. Allí afuera había miles –millones– de chicas y chicos, y padres, y ancianos dormidos en sus camas, o fumando en ventanas superiores, o inmersos en conversaciones en cafés de la esquina.

    –Tan hermosa –susurró.

    El cuervo voló en un revuelo de alas. Alguien estaba abriendo la trampilla. Se volvió para ver la cabeza color arena de Beau emergiendo de las tejas.

    –¡Beau!

    –¿En qué demonios estás pensando, repollo? Apártate del borde antes de que te caigas.

    Se animó a mirar hacia abajo, a la calle.

    Beau subió y cerró la trampilla de un puntapié. Traía un decantador con whisky en una mano y dos vasos en la otra. Apenas si miró las luces de la ciudad mientras cruzaba por el tejado; estaba acostumbrado a estar afuera. Le dio un vaso.

    –Viggo me contó lo que pasó. Fue una crueldad de su parte, dejarte pensar que podías salir de la casa –alzó el decantador–. Pensé que esto ayudaría.

    –Es el Balvenie 1972 de la Mada. Te despellejará.

    La guio lejos del borde del tejado y le sirvió un vaso. Parecía no preocuparle la posibilidad de ser despellejado.

    –Lo reemplacé por Glen Moray de la licorería. No notarán la diferencia, ya están bastante bebidos. Ten.

    Anouk olfateó el líquido y retrocedió. Luego, se encogió de hombros y tomó un sorbo largo. Un fuego se le encendió en la boca.

    Beau sonrió de oreja a oreja al verla doblada por la tos. Se sirvió un vaso.

    –Hermosa vista aquí arriba –Beau miró la ciudad, ella se secó la boca–. Mada Vittora ha conseguido dominar casi por completo a todas las otras hechiceras de Francia. Solo quedan dos con algo de poder de verdad, la Hechicera de Crémieux y la Hechicera de Rébeval, y ambas están en el sur profundo, a lo largo de la costa. La Hechicera de la Lavanda es fuerte, pero ha sido desterrada a Montélimar, expulsada del Haute por insubordinación. Aunque existe un rumor que Mada Vittora le tendió una trampa. Te apuesto lo que queda de este whisky escocés que por eso los Nobles vienen a la fiesta de mañana. La Mada intentará convencerlos de que le otorguen dominio exclusivo sobre la ciudad –agitó el vaso en dirección a la calle–. Todos esos bonitos allí abajo, suyos para timarlos. Compran ramos de flores, beben café y vino, se ponen joyas de oro, y no tienen ni idea de que la magia de la Hechicera de los Diamantes ha tocado cada pieza. Son peones del Haute –se rio con crueldad–. El mayor logro de los Nobles es haber convencido a los bonitos de que quieren las cosas que los Nobles quieren para sí mismos.

    Abajo, una elegante pareja andaba embriagada por la acera. Un brazalete de diamantes brillaba en la muñeca de la mujer, un reloj de oro en la del hombre. O eso parecía: en realidad eran piedras y metales comunes, hechizados para parecer deseables. Otras hechiceras controlaban otras industrias –vinos finos, coches de lujo, incluso el tráfico de animales exóticos–, pero Mada Vittora controlaba la división de joyería de París, la más lucrativa. Los diamantes no habían valido nada hasta que una antigua reina del Haute se había encaprichado momentáneamente con su brillo. Pero eran difíciles de extraer y los Nobles se consideraban por encima de las labores manuales, así que la reina hizo que los goblins susurraran en los oídos de los bonitos que eran ellos los que querían joyas, y así se dio inicio a la industria de la minería moderna. No para conseguir hierro, ni cobre (que más tarde resultaron descubrimientos casuales afortunados; los Nobles estaban felices de quedarse con los beneficios), sino para satisfacer el antojo de una reina. Lo mismo sucedió con el arte, la arquitectura, los aviones. Los Nobles susurraban en los oídos de los bonitos, y luego se quedaban con lo mejor de lo que producían. Todos los bonitos del mundo trabajaban para el Haute, de un modo u otro. Solo que no lo sabían. ¿Y cómo justificaban semejante sistema? Los Nobles se denominaban la monarquía silenciosa, dioses en un mundo de niños en los que no se

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