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La canción de la corriente: El destino es una travesía
La canción de la corriente: El destino es una travesía
La canción de la corriente: El destino es una travesía
Libro electrónico445 páginas3 horas

La canción de la corriente: El destino es una travesía

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Información de este libro electrónico

Caroline Oresteia está destinada al río. Durante generaciones, su familia ha sido llamada por el dios del río, que ha guiado a sus capitanes en innumerables viajes a lo largo de las tierras fluviales. A los diecisiete años, ella ha pasado años escuchando el agua, lista para hacerse cargo de su
destino. Sin embargo, el dios del río aún no ha pronunciado su nombre, y si no lo ha hecho hasta ahora, existe la posibilidad de que nunca lo haga.
La vida de Caro da un vuelco
inesperado cuando su padre es
arrestado por negarse a transportar una caja misteriosa. Ella decide tomar su futuro en sus propias manos y acepta entregar la carga a cambio de su liberación.
Pero la caja es más peligrosa de lo que imaginaba y pronto se ve atrapada en una red de política y mentiras, con despiadados piratas tras el cargamento y sin el dios del río para ayudarla.
Con tanto en juego, Caro debe elegir entre la vida que siempre quiso y la que nunca podría haberse imaginado.
IdiomaEspañol
EditorialVRYA
Fecha de lanzamiento14 dic 2015
ISBN9789877474022
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    La canción de la corriente - Sarah Tolcser

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    En memoria de mi abuela Bárbara

    -

    1

    Hay un dios en el fondo del río.

    Algunos dirán que solo se trata de un cuento. Pero nosotros, los ­balandreros, sabemos la verdad. Cuando los juncos que crecen a lo largo de las orillas susurran que un chubasco se aproxima por el pantano, los escuchamos. Cuando la marea sube e inunda el río con agua turbia y oscura, sabemos que debemos estar atentos.

    El dios del río nos habla en el lenguaje de las cosas pequeñas.

    Así es cómo mi padre supo que algo andaba mal incluso antes de que virásemos por el recodo hacia Atalaya de Hesperia.

    –Caro, toma el timón.

    Papá se inclinó por encima de la popa para meter la mano en el río.

    Nuestra balandra iba cargada con madera para el depósito de ­Siscema y, debido a eso, se deslizaba baja por el agua, así que papá no tuvo dificultad para alcanzar la superficie. Sus dedos crearon una diminuta estela, como una hilera serpenteante de burbujas. El sol se había escondido tras los árboles cubiertos de musgo y el río iba quedando cada vez más en calma.

    Papá sacó la mano del agua como si algo lo hubiera picado.

    Me senté más erguida y pregunté:

    –¿Qué fue eso?

    –No sé exactamente –respondió él. Parecía que quería decir más, pero solo agregó–: Está intranquilo esta noche.

    Se refería al dios del río. Todos saben que puede ser de mala suerte, e incluso peligroso, hablar de un dios por su nombre. Los balandreros suelen llamarlo el Anciano.

    –Fuego –susurró Fee.

    Los hombres-rana no son gente de muchas palabras.

    –¿También lo sientes? –preguntó papá tras volverse hacia ella.

    Fee subió al techo de la cabina del Cormorán con los dedos de sus pies palmeados extendidos sobre los tablones de madera. Su piel era del color verde parduzco y viscoso de una rana toro de río. Se quedó mirando fijamente el agua, sin pestañear, con sus ojos amarillos que sobresalían de una frente protuberante. El borde de su vestido de lino estaba hecho jirones, y los hilos flotaban en el viento detrás de ella.

    Se dice que hace muchos miles de años, en tiempos inmemoriales, el dios del río se enamoró de la hija de un marinero y los hijos de ambos son los hombres-rana. La gente de tierra frunce la nariz y dice que son sucios, pero los de tierra adentro son ignorantes acerca de muchas de esas cosas.

    –No huelo humo –comenté tras olfatear el aire.

    Mientras lo decía, el viento cambió de dirección y un olor acre ­invadió el aire. En cualquier momento, veríamos aparecer Atalaya de Hesperia, la primera ciudad al sur de la frontera con Akhaia. Sujeté el timón con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos.

    La rígida vela negra del Cormorán se balanceó a estribor hasta mitad de camino. El calor del día todavía entibiaba sus tablones de madera, aunque el sol ya se había escondido. Extendí los dedos de mi mano libre sobre la cubierta, como si de esa manera una sensación de paz pudiese filtrarse desde el Cormorán hasta mí.

    El dios del río no me habla como a papá. No todavía.

    El día que tu destino venga por ti, lo sabrás, me dice siempre. Del mismo modo que yo lo supe cuando vino por mí.

    Bueno, en mi opinión, mi destino podría apresurarse un poco. Papá tenía quince cuando el dios del río susurró su nombre por primera vez. Yo tengo dos años más y todavía no he oído nada. Pero mantengo mis oídos abiertos, porque algún día heredaré el Cormorán. Ocho generaciones de capitanes Oresteia han ejercido su profesión en estos ríos. Y todos tuvieron el favor del dios.

    Avanzamos deslizándonos por el agua oscura. Los árboles fueron disminuyendo y el puerto de Atalaya de Hesperia apareció frente a nosotros. O debería haber aparecido.

    –¡Por el trasero de Xanto! –exclamé.

    Los ojos me ardían y tuve que cubrirme el rostro con la manga del suéter.

    De los techos de los depósitos salían grandes bocanadas de humo. Los mástiles de barcos hundidos sobresalían del agua como troncos de árboles muertos en un horrible y desolado pantano. Esta parte del río no es profunda, así que algunas de las balandras solo estaban hundidas hasta los techos de sus cabinas. Una de ellas había estado lista para zarpar: el pico y la botavara flotaban, y la vela ondeaba entre ambos, bajo la superficie del agua. Parecía el vestido de una mujer ahogada. Brasas anaranjadas ardían en los palos calcinados y las cenizas flo­taban por el aire. Los muelles habían desaparecido.

    –Esas balandras…

    Una tos seca me sacudió. Volví a ponerme el suéter sobre la boca y aspiré una bocanada bendita de aire limpio que olía a lana. Sin importar cuánto observara los restos de los barcos con los ojos entrecerrados, no podía distinguir el nombre de ninguno de ellos.

    –Pa, esas balandras no pertenecen a nadie que conozcamos, ¿o sí?

    La vela del Cormorán se sacudió violentamente con un ruido seco y me sobresaltó. Con la conmoción, había dejado de sujetar el timón con firmeza. Aparté rápidamente la mirada de los restos de los barcos y me apresuré a enderezar el rumbo.

    Papá ni siquiera había notado mi error, lo que era muy extraño en él.

    –Mantente lejos del muelle –dijo y me apretó el hombro–. Para evitar los escombros. Busca un lugar en la orilla, lo más cerca de la carretera que puedas, y dirígete de proa al viento.

    –¿Vamos a anclar? –de inmediato pensé en nuestro segundo cargamento, un cajón con mosquetes que estaba amarrado a la cubierta y tapado subrepticiamente con una lona. Nunca nos deteníamos en las ciudades cuando llevábamos contrabando–. Creí que nos dirigíamos al Manantial de las Garzas.

    Papá se frotó la barba incipiente del mentón mientras observaba las ruinas.

    –Un balandrero siempre ayuda a otro balandrero en apuros.

    Ver esos solitarios barcos naufragados me daba escalofríos. ¿A dónde se habían ido todos? No necesitaba al dios del río para saber que algo estaba muy mal.

    Papá y Fee fueron hacia adelante para bajar la vela. Empujé la caña del timón y guie al Cormorán trazando lentamente un arco hasta que su proa blanca y plana quedó contra el viento. Avanzamos despacio por el agua hasta detenernos. Papá fue soltando el cabo del ancla y luego nos ocupamos de las tareas normales que se realizan para acomodar la balandra.

    El humo impregnaba el aire en el interior de la balandra y hacía que pareciera aun más estrecho y apretado que de costumbre. Papá se puso su abrigo de lana bueno sacudiendo los hombros y acomodó el cuello para que quedara perfecto. Su expresión seria acrecentó mi preocupación. Solo usaba ese abrigo para ir al templo o para fingir que no había bebido de más la noche anterior.

    La luz de la vela se reflejó sobre algo metálico en su cintura: su mejor fusil de chispa.

    Vacilé con la mano sobre la puerta del armario.

    –¿Llevamos armas, entonces?

    –Más vale prevenir que curar –respondió con tono serio.

    Saqué del armario mi cuchillo en su funda de cuero y me lo metí en el bolsillo mientras subía la escalera a los saltos.

    Remamos hasta la orilla en el chinchorro y luego caminamos a la ciudad arrastrando los pies sobre la calle de grava. Era el único sonido salvo por el triste murmullo de los juncos a lo largo de la ribera. Papá no dejaba de mirar aprensivamente hacia el río. Y Fee tenía la cabeza inclinada hacia el agua, para escuchar con ese esquivo sexto sentido que yo hubiese dado cualquier cosa por poseer.

    Me tragué la envidia mientras la piel se me erizaba. Era primavera en las tierras fluviales, y la temperatura todavía descendía al anochecer, pero el frío que sentía provenía principalmente de mi interior. ¿Por qué el dios del río no había protegido a los balandreros cuyos barcos habían naufragado? ¿Y qué sabían papá y Fee que no me estaban ­diciendo?

    Encontramos al inspector del muelle junto a una pila de cajones, contemplando las dársenas con los ojos enrojecidos. Por la forma ­descuidada en la que estaban apilados, parecía que al menos habían logrado salvar del incendio parte de los cargamentos.

    –Eres un hombre con suerte, Nick –dijo el inspector a modo de saludo, mientras se estrechaban la mano–. Si hubieses estado aquí dos horas atrás, creo que tu barco podría estar en el fondo del río también. Sí, señor, junto al resto.

    Papá habló en voz baja como señal de respeto.

    –¿Qué sucedió?

    –Once balandras se hundieron.

    El humo de la pipa del inspector se elevaba lentamente, formando una delgada espiral. Sonaba bastante calmado, pero noté que le temblaba la mano.

    –El barco provenía de Akhaia. El Victorianos –añadió.

    –El nombre no me resulta familiar –respondió papá.

    –Era un cúter de guerra. Se veía veloz y tenía seis cañones de cuatro libras. Los traían cargados con balas incendiarias.

    Levanté la mirada en dirección al río, casi esperando ver el fantasma del cúter doblando el recodo. Pero no había nada más que las sombras oscuras de los árboles que se extendían sobre el agua. Al ver los mástiles carbonizados, una punzada de dolor me atravesó el pecho. Las balandras no eran solo buques de carga. Tenían personalidades. Eran hogares.

    Me volví hacia el inspector del muelle y dije:

    –Un cúter así es un desperdicio en esta parte de las tierras fluviales. No puede usar su velocidad de forma apropiada con tantos recodos y vueltas, y su quilla es demasiado profunda como para poder meterse en los mejores escondites. Un barco así debería estar en el mar. ¿Qué hacían aquí?

    –¿Intentaban destruir los muelles? –preguntó papá–. ¿O uno de los depósitos?

    El inspector negó con la cabeza, con una expresión de ­desconcierto.

    –A mi entender, nada de eso. Apuntaron hacia las balandras primero. Tres de ellas estaban cargando y todo el cargamento se prendió fuego. Luego se incendiaron los muelles y el fuego se propagó hasta el primer depósito. Logramos poner en marcha una línea de cubetas, pero dos chicos sufrieron quemaduras graves mientras combatían el incendio –señaló la pila de cajas y añadió–: Esto es todo lo que quedó del cargamento.

    La expresión del inspector era tan solemne que supe que la historia no terminaba ahí.

    –¿Cuántos muertos? –preguntó papá en voz baja.

    –Solo dos. Los Singer dormían a bordo del Jenny.

    –Que la corriente los guíe –papá se quitó el gorro de lana y se alisó el cabello pelirrojo con reflejos plateados.

    –Que la corriente los guíe –repetí entre susurros, y apreté los ­puños.

    El borde irregular de una uña mordida se me clavó en la palma de la mano. No podía imaginar quién haría algo como esto. Los esqueletos quemados de las balandras se asomaban por la superficie del agua calma, donde flotaban varios cajones y barriles de madera.

    Habíamos anclado en un cementerio.

    –Cabello como algas –susurró Fee y dirigió su mirada hacia el agua oscura.

    Antes de que pudiera preguntarle qué había querido decir, oí una voz a nuestras espaldas.

    –¿Nicandros Oresteia, capitán de la balandra Cormorán?

    Me di vuelta y vi a un oficial del ejército de pie en el muelle. Llevaba un abrigo azul hasta la rodilla que estaba cubierto de polvo de la carretera. Los últimos rayos del sol poniente lo iluminaban desde atrás, así que no podía distinguir su rostro.

    Crucé una mirada con papá. Los nervios hicieron que se me ­acelerase el pulso.

    El hombre volvió a hablar y su voz se oyó hasta el río.

    –Busco al capitán de la balandra de río Cormorán.

    Papá se volvió lentamente.

    –Soy yo.

    –Por orden de la Margravina de Kynthessa, necesito que venga conmigo de inmediato.

    Inhalé bruscamente. El oficial llevaba una espada larga y dos pistolas. No había sacado ninguna de esas armas, pero no necesitaba hacerlo, estaban claramente visibles en su cinturón, como una amenaza silenciosa.

    –¿En serio? –dijo papá, con un tono tanto burlón como incrédulo–. No creía que la Margravina supiera mi nombre como para darme órdenes. No nos han presentado.

    Lentamente, moví mi mano (la que el comandante no podía ver) hacia mi bolsillo, donde tenía guardado el cuchillo. Había crecido escuchando historias acerca de miembros de la familia Oresteia que habían escapado de hombres uniformados de formas descabelladas y temerarias. Estaba lista.

    Papá me miró y negó con la cabeza; yo vacilé con la mano inmóvil sobre el bolsillo.

    –Soy el comandante Keros –dijo el desconocido–, de la Tercera Compañía de la Margravina. Estoy autorizado a hablar en su nombre, como sin duda sabe. ¿Sería tan amable de acompañarme a la oficina del supervisor del puerto?

    Entonces vi detrás de él a unos soldados que se aproximaron marchando por el muelle y entendí que no era una pregunta.

    –No puede pensar que nosotros tuvimos algo que ver con esto –dije.

    –Por supuesto que no, niña.

    El comandante me miró de la misma forma en la que yo miraría a un pececito o a una hormiga y luego continuó dirigiéndose a mi padre:

    –Tengo una oferta que desearía discutir con usted, capitán. En ­privado.

    –Pero yo… –comencé a decir.

    Papá inclinó la cabeza en dirección a la ciudad.

    –Ve a Empalme, Caro. Nos vemos ahí.

    Antes de que pudiera protestar, se lo llevaron rápidamente por la calle de adoquines ennegrecidos, apretado entre el comandante y los soldados. No me engañaba su caminar tranquilo. Tenía los hombros tensos al meter las manos en los bolsillos de su abrigo.

    Me quedé mirándolos hasta que perdí de vista a mi padre. Había sucedido tan rápido. Mis dedos se movieron nerviosamente, rozaban el borde del cuchillo que tenía escondido. Me recordé que le habían permitido conservar su pistola. No podía correr tanto peligro.

    –Bueno –le dije a Fee y luego hice una mueca. Había tenido la intención de sonar segura, pero lo había dicho casi gritando–. Vamos.

    Atalaya de Hesperia tenía una única taberna: Empalme. Las tejas del techo estaban chamuscadas, pero aparte de eso, el fuego no la había dañado. Subí los escalones de dos en dos y abrí la puerta de un empujón. Fee me siguió con pasos suaves y silenciosos. Sus codos verdes y rugosos resplandecían bajo la luz de las farolas.

    Un tablón del suelo crujió bajo mis maltrechos zapatos náuticos de lona. Miré hacia abajo y me di cuenta de que estaba parada en un charco de agua que se extendía por el salón, manchando los tablones y empapando la alfombra tejida.

    Una luz parpadeó desde una puerta abierta. Oí un susurro de voces tanto femeninas como masculinas. La curiosidad hizo que me aproximara y echara un vistazo al interior de la habitación. Había algo largo e irregular sobre una cama, cubierto con una sábana de lino mojada. Al principio, no sabía lo que estaba viendo, hasta que mi mirada se posó en las botas que se asomaban por debajo de la sábana.

    Tragué saliva. Mi única relación con los Singer había sido saludarlos de balandra a balandra. La señora Singer había tenido hermoso ­cabello largo y lacio, que ahora sobresalía por debajo de la sábana como una maraña negra de anguilas que goteaba, goteaba, goteaba.

    Cabello como algas. Recordé las enigmáticas palabras de Fee e imaginé el cabello de la señora Singer enredado entre los viscosos juncos verdes en el fondo del río, flotando en la corriente turbia.

    Me estremecí.

    Aparté la mirada de los cuerpos y me dirigí hacia la taberna, tambaleándome. Nunca antes había visto a una persona muerta. El corazón me latía con fuerza por el pánico. Tonta. Era estúpido tener miedo. Lo cadáveres no podían hacerle daño a nadie.

    Fee me tocó el hombro.

    –Fuerte –dijo.

    Asentí y respiré hondo para calmar mis nervios.

    La tensión se extendía sobre la multitud que estaba en la taberna como un aliento contenido. Las personas se apiñaban y susurraban en grupos pequeños y, de vez en cuando, golpeaban sus jarras contra la barra. Casi podía oler la angustia y la ira por encima del aroma rancio a cerveza derramada. Había muchas mujeres y también un niño pequeño, que observaba todo con los ojos abiertos como platos mientras su madre lo sujetaba por el cuello de la camisa. No era inusual que los balandreros navegaran con sus familias a bordo.

    Alguien silbó.

    –¿Acaso no eres la hija de Nick?

    Thisbe Brixton tenía unos treinta y tantos años, una gruesa trenza rubia que caía por su espalda y un tatuaje de una serpiente que se ­enroscaba alrededor de su antebrazo. El sol había teñido de blanco los vellos de sus brazos y le había arrugado la piel alrededor de los ojos. Por un momento, me invadió una sensación de alivio al ver un rostro conocido… Hasta que caí en la cuenta de que la balandra de la capitana Brixton debía estar entre los barcos hundidos.

    Me abrí paso hasta la barra a los codazos.

    –¿Por qué hay soldados aquí? –pregunté.

    –No lo sé.

    Le hizo señas al cantinero para que se aproximara y le pidió dos jarras de la cerveza negra y fuerte que se bebe en las tierras fluviales del norte.

    –Llegaron justo antes que tú –explicó.

    –Querían hablar con papá –mi voz sonaba vacía. Estaba perturbada, aún recordaba la desconcertante quietud de los cuerpos y la manera brusca en la que los soldados se habían llevado a mi padre–. Dijeron que era sobre un trabajo.

    Me di cuenta de que la capitana Brixton había estado llorando porque los bordes de sus ojos estaban enrojecidos.

    –No me gusta nada de esto –murmuró.

    Cerré la mano alrededor de la jarra de cerveza fría. A pesar de las trágicas circunstancias, no podía evitar sentirme complacida de que ella creyera que tenía edad suficiente para pedir un trago. Siempre había admirado a la capitana Brixton. Su balandra era una de las pocas tripulada solo por mujeres y llevaba la pistola más bonita que jamás había visto, grabada con un diseño de espirales y flores.

    –Gracias a los dioses que tu papá está aquí –comentó–. Estamos formando un equipo para buscar a esos bastardos por lo que les hicieron a los Singer.

    El anciano que estaba a su lado negó con la cabeza y dijo:

    –No es así.

    –Oh, vete al demonio, Perry. El momento de actuar es ahora –ella golpeó la barra con el puño, haciendo que las jarras de cerveza se sacudieran ruidosamente.

    Si alguien hundiera el Cormorán, creo que yo también estaría furiosa y ansiosa por salir a pelear. Y al diablo con los cañones de ­cuatro libras. Una sensación como de entusiasmo se despertó impruden­temente en mi interior. La rechacé. Había personas muertas y papá estaba en problemas.

    Me volví hacia el anciano.

    –¿Su balandra también?

    –Así es –dijo–, aunque peleamos como locos para salvarla.

    No podía creer que había perdido el Niña Alegre. El capitán Perry Krantor había estado navegando esa balandra desde antes de que papá naciera. Era un hermoso barco viejo, con la cubierta pintada de un rojo alegre y una veleta en lo alto del mástil tallada en forma de ­molino. En cuanto al capitán, había sido amigo de mi abuelo. Era demasiado horrible como para comprenderlo.

    –¿El daño fue grave? –pregunté–. ¿Se puede salvar?

    –Bendita seas, Caro –dijo y me dolió el corazón al ver cómo temblaban sus manos manchadas por el sol alrededor de la jarra–. No sé si está completamente perdida, eso tendrá que decidirlo el tasador. Y los que realicen el salvamento. Enviamos un mensajero a Siscema. En un maldito caballo –hizo una mueca para demostrar lo que pensaba de que un balandrero se rebajara a enviar un mensaje por tierra–. No quedó ni un solo bote más grande que un chinchorro.

    De repente, vi la veleta del Niña Alegre, retorcida y calcinada, con la pintura saltada por el calor del fuego. Cerré el puño con tanta fuerza que las uñas se me clavaron en la palma de la mano.

    –Supongo que tú y tu papá no van mucho al sur últimamente, ¿no? –preguntó la capitana Brixton–. Bueno, yo sí. Escuché acerca de este Victorianos. Su capitán es Diric Melanos, y todos sabemos con quién anda ese canalla.

    Cuando terminó de hablar escupió en el suelo.

    Yo no lo sabía. Ella tenía razón, no íbamos mucho al sur.

    Al ver la duda en mis ojos, se inclinó hacia mí y dijo:

    –Los Perros Negros.

    –¿Los Perros Negros? –repetí y levanté la cabeza de golpe–. ¿En esta parte del río?

    Todo el mundo sabía que había que mantenerse lejos de los Perros Negros: un grupo de mercenarios (piratas, en realidad), cuyos veloces barcos aterrorizaban El Cuello, la extensa bahía de agua salada que se encontraba en las tierras fluviales del sur. Ahora entendía por qué al capitán Krantor no le entusiasmaba la idea de formar un equipo para buscarlos. Enfrentar a los Perros Negros era una buena forma de terminar muerto.

    –Piratas –siseó Fee.

    Metió uno de sus largos dedos verdes en su jarra de cerveza, lo sacó y examinó las burbujas que tenía en la punta del dedo. La capitana Brixton no le prestó atención al hecho. Los capitanes de balandras estaban acostumbrados a las extrañas peculiaridades de los hombres-­rana.

    –Hay algo increíblemente sospechoso acerca de todo este asunto. Ni siquiera se llevaron nada –la capitana Brixton bebió un gran trago de su jarra medio vacía–. Primero, los Perros Negros y ahora, ­soldados.

    –Deberías calmarte, ¿sabes? –le dijo el capitán Krantor.

    –Y tú deberías meterte en tus propios asuntos, anciano.

    Aparté mi cerveza sin haberla probado. Si unos piratas habían incendiado esas balandras, podían atacar otras. Inmediatamente pensé en el Cormorán, anclado solo e indefenso, allí afuera en el río. Esos piratas no habían estado buscando recompensas ni dinero. Su objetivo era destruir. Y con seis cañones, estaban bien equipados para hacerlo.

    –Perros Negros –dije con voz ronca–. Tengo que avisarle a papá.

    2

    Había un solo guardia apostado afuera de la oficina del supervisor del puerto. No era mucho mayor que yo. Estaba sentado, repantigado sobre una banca en el porche, intentando arrancarse un padrastro de un dedo. Pasé junto a él, dando zancadas.

    –¡Oye! –gritó cuando ya había pasado. Se puso de pie de un salto, con un gran estruendo de su armadura–. No puedes…

    Abrí la puerta mosquitera de un tirón y entré.

    –¡Pa! –exclamé sin aliento–. Son los Perros Negros.

    Papá estaba sentado en una silla con patas delgadas, discutiendo con el supervisor del puerto por encima de un escritorio abarrotado.

    –Escucha, Jack… –al oír mi voz, dejó de hablar y se volvió–. ¿Qué?

    El comandante Keros estaba parado detrás del supervisor con los brazos cruzados. Los últimos destellos de la puesta del sol, que entraban de soslayo a través de las cortinas, iluminaban las motas de polvo del aire y se reflejaban en la empuñadura de la espada del comandante. Todas las paredes de la oficina estaban revestidas con vitrinas llenas de curiosidades de las tierras fluviales.

    –Yo… lo escuché en la taberna –tartamudeé, repentinamente cohibida al sentir el peso de las miradas de los desconocidos sobre mí–. La capitana Brixton dice que el barco pertenece a Diric Melanos.

    Papá levantó la cabeza de golpe. Reconoció el nombre aunque yo no lo hubiera hecho.

    El comandante apretó la mandíbula.

    –Historias de pescadores contadas por un grupo de balandreros. No saben de lo que hablan.

    Oí el ruido de pesadas botas que rozaban el suelo detrás de mí. Había dos soldados de pie, uno a cada lado de la puerta. Retrocedí sobresaltada y choqué contra una vitrina, y los artículos en su interior se sacudieron ruidosamente.

    –Esos balandreros son mis amigos –papá tenía un aspecto imponente con su largo cabello pelirrojo y el cuello de la camisa desabrochado despreocupadamente, dejando al descubierto los tatuajes descoloridos que tenía en el pecho–. Confío más en ellos de lo que confío en gente como usted.

    El comandante Keros se volvió hacia mí.

    –¿Qué pretendes al irrumpir aquí, niña? Esta es una reunión ­privada.

    Papá se sentó más erguido.

    –Lo que sea que quiera decirme, mi hija puede escucharlo.

    –¿Esta niña es su hija?

    El comandante me examinó de una manera a la que, lamenta­blemente, ya estaba muy acostumbrada. Intenté ignorar la sensación ­desagradable que me provocó al recorrerme con la mirada.

    No todas las niñas se ven como sus madres. Desafortunadamente para mí. Mi madre se parecía a una estatua de bronce clásica. De ella heredé su piel morena y su cuello largo y delgado, pero las pecas y el tono castaño rojizo de mis rizos compactos eran herencia de mi padre. En las ciudades costales, es común ver gente con herencias mixtas. Pero en las tierras fluviales del interior, y en especial aquí, cerca de la frontera con Akhaia, mi aspecto llamaba la atención. El comandante nos observó alternadamente, como si fuésemos un enigma que debía descifrar.

    Papá lo ignoró.

    –¿Melanos y los Perros Negros tan al norte? –negó con la cabeza–. No tiene sentido.

    El comandante tomó un pergamino enrollado del interior de su abrigo y lo golpeó suavemente contra la palma de su mano un par de veces.

    –Como decía, capitán Oresteia, hay cierto… cargamento… esperando en el depósito. Necesitamos que lo lleve a Valonikos.

    La Ciudad Libre de Valonikos, una ciudad-estado independiente ubicada hacia el noreste, estaba a una semana de viaje en balandra. Conocía el trayecto, que atravesaba dos ríos diferentes, pero no lo recorríamos a menudo. Papá prefería trabajar la ruta entre Trikkaia e Iantiporos. Pagaba mejor.

    –¿Esa es su propuesta? –los ojos de papá se encendieron de ira–. ¿Eso es todo lo que tiene para decir? A mí me parece que a once de mis amigos les incendiaron sus barcos porque los Perros Negros estaban buscando ese cargamento suyo. No esperaba que atara cabos y sacara conclusiones, ¿verdad?

    Esta vez fue el supervisor del puerto quien habló:

    –Lleva el cargamento a Valonikos y haremos desaparecer la acusación por contrabando. Es el mejor trato que estoy dispuesto a…

    –¿Qué acusación? –interrumpí–. ¿Qué está sucediendo?

    El supervisor del puerto entornó los ojos.

    –No te molestes en hacerte la inocente. Ese cajón que transportan está lleno de mosquetes y suficientes municiones como para causar problemas.

    El contrabando era una antigua tradición en las tierras fluviales. Nosotros nos dedicábamos a eso ocasionalmente, al igual que muchos otros balandreros. Algunas personas pagaban buen dinero para pasar cargamentos indocumentados a través de la frontera, sin preguntas. Y no era como si esos mosquetes fueran a ir a parar a manos de criminales; su destino era un grupo de rebeldes akhaianos, exiliados de su país por publicar un panfleto que al Emparqués no le había gustado. Papá tenía cierta debilidad por ellos, y a menudo les llevaba de contrabando provisiones y paquetes con cartas de su tierra natal.

    –¿Cómo sabe acerca de…?

    Con las mejillas encendidas, cerré los puños.

    Por supuesto. Mientras Fee y yo estábamos en el Empalme, los hombres del comandante habían estado arrastrando sus botas embarra­das a bordo del Cormorán. No tenían derecho a subir a nuestra balandra sin permiso.

    Papá tenía la mandíbula apretada.

    –Puede que haya roto algunas reglas con esos cajones, Jack –replicó–. Pero tú mismo estás rompiendo algunas con esa búsqueda e incautación.

    –Esto es chantaje –dije, dando un paso al frente.

    El comandante Keros me ignoró.

    –Capitán Oresteia, estoy dispuesto a otorgarle una patente de ­corso. Lo autoriza a utilizar todos los medios necesarios para hacer llegar ese cargamento a Valonikos.

    –¿Una patente de corso? –dijo papá con tono intrigado.

    –Ejem –el supervisor del puerto se sonrojó–. El hecho es que el tuyo es el único barco en Atalaya de Hesperia que no fue destruido por el fuego.

    –Discúlpame, Jack, pero el Cormorán es una balandra. Equipada para transportar cargamento. ¿Cómo quieres que me mantenga alejado de los Perros Negros? ¿Que vaya más rápido? Se necesita más velocidad de la que tenemos. Desde luego, no pretendo ser descortés. Pero entiendes a qué me refiero.

    –Creo que sé lo que es una balandra, gracias, Nick.

    La curiosidad fue más fuerte que yo y me volví hacia el supervisor del puerto.

    –¿Qué es el cargamento? –pregunté.

    Tenía que ser algo importante. Algo peligroso. ¿Por qué otro motivo los Perros Negros dejarían su territorio en las aguas del sur y vendrían hasta aquí? ¿Y por qué el comandante se tomaría la molestia de inspeccionar nuestra balandra y tratar de intimidarnos con sus ­soldados?

    El supervisor del puerto revolvió su manojo de papeles.

    –No puedo decirles.

    –Entonces no puedo llevarlo a Valonikos.

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