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Las reinas de Innis Lear
Las reinas de Innis Lear
Las reinas de Innis Lear
Libro electrónico925 páginas13 horas

Las reinas de Innis Lear

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UNA CORONA. TRES HERMANAS .
UN REINO QUE SE DESANGRA .
Un rey obsesionado con las profecías estelares ha drenado a Innis Lear de su magia salvaje
y ahora las naciones enemigas rondan la isla sintiendo su creciente vulnerabilidad.
Las feroces hijas del rey, Gaela, Reagan y Elia, saben que solo la coronación de un nuevo soberano podría revivir a su reino, resucitar su magia y ponerlo a la defensiva. Sin embargo, su padre no escogerá un heredero hasta la noche más larga del año, cuando las profecías se alineen y pueda promulgarse un ritual de veneno.
Renuentes a dejar su futuro en manos de la fe ciega, las tres hijas de Innis Lear se preparan
para la guerra. Pero indiferentemente de quién gane la corona, las costas de Innis llorarán la sangre de una casa dividida.
IdiomaEspañol
EditorialVRYA
Fecha de lanzamiento14 dic 2015
ISBN9789877475104
Las reinas de Innis Lear
Autor

Tessa Gratton

Tessa Gratton is genderfluid and hangry. She is the author of The Queens of Innis Lear and Lady Hotspur, as well as several YA series and short stories which have been translated into twenty-two languages. Her most recent YA novels are Strange Grace, Night Shine, and Moon Dark Smile. Though she has traveled all over the world, she currently lives alongside the Kansas prairie with her wife. Visit her at TessaGratton.com.

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    Las reinas de Innis Lear - Tessa Gratton

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    A Laura Rennert, quien creyó en este libro más que yo.

    Todo comienza cuando un hechicero desprende una isla del continente, porque el rey destruyó su templo.

    La isla es salvaje y se encuentra impregnada de furia, lo que hace que quienes crecen en ella sean fuertes, intensos y estén siempre listos para pelear. Las montañas se alzan afiladas al norte, y el negro río se derrama al sur y al oeste, extendiendo sus brazos hacia el este en canales más pequeños que viajan hasta el centro de la isla. La corriente de agua reúne a todos los árboles y las flores, y les proporciona la sangre para crecer salvajes y altos, alimentando sus raíces hasta que penetran en la roca misma. Allí, estas se unen con la piedra, y nuevos manantiales cobran vida.

    Las personas construyen santuarios de piedra alrededor de estas aguas de raíz y cavan pozos sagrados en donde bendecirse a sí mismos, a sus rituales de vida y a sus intenciones. Pronto, estos pozos se convierten en los centros de los pueblos y en el corazón de cada fortaleza o castillo, y conectan a los habitantes con la sangre de la isla. Los señores de cada cuadrante del territorio se reúnen para erguir una catedral en el Bosque Blanco, en donde sus cuatro dominios se besan. Ese es el corazón de la isla.

    Con cada generación, un niño de cada uno de los cuatro reinos es ofrecido al salvaje bosque por devoción o sacrificio. Uno de los señores entrega a su primogénito, y ese también es un comienzo: el comienzo de una línea de hechiceros tan fuertes que los otros señores se alzan en unidad y entierran las cenizas de la familia rebelde en arena de aguas saladas.

    Pero la magia sobrevive.

    A continuación, por siglos la isla se enfurece y brama, toda viento y páramos erosionados, valles de pastizales cubiertos por bosques de robles protectores, las montañas del norte quebradas por rubíes y los peñascos del oeste resplandecientes por el cobre. Hay hierro en las ciénagas del sur también, un mineral crudo que les susurra a quienes pueden escuchar y que, cuando es forjado con magia, nunca se quiebra. Los pozos de raíz corren con fuerza y la delgada tierra es más fértil de lo que debería ser, y entonces la isla prospera, alimentándose de la bendición de las profecías estelares y del torrente de amor de las raíces.

    Todo comienza cuando un señor de la isla ve recompensas a sus ambiciones en las estrellas; entonces reúne las fuerzas del hierro y el viento para derrotar a sus rivales, y así los une a todos bajo una corona. Se llama a sí mismo Lear, por el hechicero que formó la isla. En su honor, eleva una gran fortaleza en el norte, a lo largo de las costas de un lago negro tan profundo que muchos lo llaman El ombligo de la isla. Se corona a sí mismo en la noche más larga, el momento más sagrado para la profecía estelar. Le ofrece su sangre y su saliva a las raíces de la isla; su aliento, a las aves y al viento; su semilla, al hierro, y su fe, a las estrellas.

    Todo comienza muy lejos de la furiosa isla, un lugar de nombre y aire tan diferentes que uno no puede reconocer que el otro haya nacido de la misma tierra. Allí, una joven mujer le solicita a su abuela una embarcación para navegar más allá de los límites de su imperio, porque está hambrienta por comprender el mundo, por experimentar algo no más ampliamente, sino con mayor profundidad, hasta que esa sola cosa se convierta en un universo entero. Dice que su curiosidad es como arena en una tormenta, que lima los huesos hasta volverlos finos como el cristal. Su abuela accede, a pesar de sospechar que nunca verá de nuevo a esta hija de su sangre.

    –Dios volverá a reunirnos –le asegura la joven.

    La abuela le responde solo con una antigua oración del desierto:

    –No lo olvides: serás aire y serás lluvia, y serás polvo, y serás libre.

    Tal vez ese sea también un final.

    Todo comienza en el día en que dos corazones luminosos nacen en la isla, uno apenas después del alba, mientras que una luna creciente se eleva; y el otro en el momento en que el sol brilla con mayor intensidad, opacando el resplandor de las estrellas. Sus madres sabían que darían a luz juntas, como las hechiceras y las mejores amigas suelen hacer, y, a pesar de tratarse del último hijo de una y del primero de la otra, eso no se interpone entre ellas. Se recuestan casi juntas, con sus brazos extendidos para tocarse mutuamente el vientre hinchado mientras aprietan los dientes y cuentan historias de lo que podrán ser sus niños.

    Todo comienza cuando una reina se baña en una piscina de estrellas.

    Todo comienza con nueve palabras de lealtad a una corona, susurradas en la lengua de los árboles: Come de nuestra flor y bebe de tus raíces.

    Todo comienza al ponerse el sol, la última vez que un rey de Innis Lear ingresa a la catedral en el corazón de la isla. Este Lear nunca fue fiel a las raíces ni prestó especial atención a los pozos o al viento. Es un hombre guiado por las estrellas, por su movimiento y sus formas, por su singular pureza y tenacidad, audaces contra la negra extensión de la noche. Para él, la catedral es redundante; una persona devota de la profecía estelar no necesita de agua de raíz ni de pozos en el corazón de la isla.

    Dos extensos corredores de piedra caliza tallada y granito gris azulado se unen en el centro del lugar sagrado, brazos al este y al oeste alineados con el cielo para trazar el curso del sol durante el solsticio de verano, de modo que la Estrella del día se eleva precisamente sobre la aguja oriental; el otro corredor sirve de norte, como la siempre presente estrella Calpurlugh, El ojo del león. En el punto central, donde los corredores se cruzan, un pozo penetra hasta el núcleo mismo de la isla, fresco y mohoso, un camino oscuro desde el vientre de la tierra. No hay techo sobre el edificio porque, ¿cuál sería el propósito de cubrir el cielo?

    Cuando llueve, el agua corre por el suelo de piedra y baña los bancos de madera. Limpia los altares y llena los cuencos de cobre, produciendo una sencilla melodía con el solo contacto del agua con el metal. En los días soleados, las sombras acarician las plantas y la poesía y los íconos tallados en los muros que marcan las estaciones y el tiempo del día. Las nubes descienden en la primavera, para acunarse en las más altas torres como ovillos suaves, húmedos y frescos. Nada separa el cielo de la tierra aquí, en el corazón de Innis Lear.

    Ahora es de noche, y una pesada luna se inclina sobre la aguja oriental. Otro comienzo, listo para florecer.

    El rey camina sobre las suelas de sus delgadas sandalias; su bata bordada cae desde sus hombros. Es mayor, pero no tanto como para lucir tan devastado, su cabello húmedo y desalineado, sus ojos hinchados por la pena. Una túnica desteñida roza sus rodillas, casi del mismo gris pálido que su rostro agrietado y sus largos dedos. Este espectro real se dirige directo hacia el pozo y apoya sus manos sobre las piedras, inhala profundamente su musgo, el olor metálico del agua sangrienta de la tierra. Un escalofrío recorre su espalda y se estremece.

    –Ahora –ordena y se aleja.

    Siete hombres fuertes avanzan con una pieza redonda y plana de granito. Labrada de una de las enormes piedras que alguna vez señalaron este pozo sagrado, antes de que la catedral fuera erguida a su alrededor. El granito resplandece azulado bajo la luz de la luna. Los sirvientes la hacen rotar y girar con torpeza, tirando de las cuerdas que la sujetan. Caminan lentamente, llevándola por el corredor. Uno de ellos se siente encantado por la misión, a dos no los conmueve la importancia de sus acciones, tres están demasiado preocupados para ser tan indiferentes como quisieran; y el último solo desea, con cada resquicio de su corazón, haber sido lo suficientemente fuerte para levantarse contra el rey, para decirle que ese acto era erróneo e impío.

    Los hombres posicionan la piedra y, en un momento de desesperada indecisión, el último sirviente observa temeroso la expresión del rey, con la esperanza de un indulto. Pero el ceño del monarca está fruncido mientras contempla el pozo, como si el propio pozo fuera el culpable de todo. El sirviente eleva su mirada al cielo abierto y se consuela a sí mismo recordándose que su rey no hace nada sin permiso a las estrellas. Y así, eso debía estar destinado a ocurrir. Debía ser.

    Las lágrimas resplandecen en las pestañas del rey mientras la pieza de granito se desliza y el sonido de piedra contra piedra llena

    el santuario. Con un último tirón de las cuerdas, el Ombligo es eclipsado.

    El olor a agua de raíz se desvanece, al igual que el eco que el rey no había notado sino hasta que fue silenciado. Entonces coloca su mano sobre la cubierta de piedra, acaricia su áspera superficie y sonríe con amargura. Con sus dedos, dibuja la forma del árbol de gusanos, una triste y peligrosa constelación.

    Todo comienza, también, con una profecía de las estrellas.

    Pero se leen tantas profecías en la isla de Lear, que decir esto es tan útil como decir que comienza con cada aliento.

    El Zorro

    En una fresca y silenciosa alameda de castaños, tilos con hojas de corazón y rectos robles de Aremoria, un zorro se hincó a la orilla de un manantial poco profundo.

    Cicatrices y rasguños frescos mancillaban el delicioso bronceado de su espalda, sus brazos y muslos. Ya se había quitado su uniforme, sus armas y sus botas, que apiló sobre la amplia raíz de un roble. El Zorro, que también era un hombre, se roció con agua clara y se dio un baño mientras susurraba una canción purificante que combinaba a la perfección con los murmullos del agua de manantial. Había descubierto esa fuente con la primera luz del alba, y agradeció hallar un corazón del bosque al que hacerle sus preguntas.

    Una brisa se elevó y erizó su piel con su aliento helado; el manto de hojas canturreó una bienvenida. Ban el Zorro respondió en su lengua Eso es alentador, y alteró sus cuerdas vocales para igualar la cadencia del bosque de Aremoria. Los árboles hablaban más y con mayor gracia allí que en la isla rocosa en la que él había nacido. En Innis Lear los árboles tendían a ser duros y robustos, formados por vientos oceánicos y por el desafío de crecer sobre el suelo de rocas; no tan verdes y radiantes sino más bien grises y azules, con las más frescas cortezas color café, frondoso musgo aferrado a sus cavidades, y delgadas hojas y espinas. Hablaban con suavidad, las extensas madres roble de baja altura y los arbustos espinosos, que lanzaban sus palabras al viento para que su rey no pudiera escucharlas.

    Pero en Aremoria había espacio y suelo suficientes para ruidosos árboles, más preocupados por dar frutos que por sobrevivir a tormentas invernales y reyes desalmados. Conversaban unos con otros, cantaban y suspiraban para complacerse a sí mismos, para mofarse de las coloridas aves, para jugar con los sueños de las personas. Le había tomado meses a Ban ganarse la confianza de los árboles de Aremoria, porque había llegado enfadado y sujeto a sabores amargos, sazonado por demás a una edad tan temprana. Ellos no le habían dado la bienvenida a un cardo invasor, pero eventualmente él los cautivó, llegó a serles tan familiar como si sus raíces fueran de allí.

    Adentrándose más en el manantial, Ban destejió las delgadas trenzas de su espeso y oscuro cabello. Los dedos de sus pies se hundieron en el cieno mientras el agua se arremolinaba en sus tobillos; siguió la corriente de las ociosas bromas de los tilos, que tenían un sentido del humor vibrante. Por último, con su cabello suelto, que caía rígido sobre sus orejas y su cuello, Ban se sumergió por completo en el agua.

    Toda conversación se silenció. Ban contuvo la respiración, con la esperanza de escuchar el pulso de ese corazón del bosque. Un pozo profundo hubiera sido de más utilidad, pero el manantial era natural, creado solo por la tierra. Necesitaba que el ritmo bajo su piel se conectara correctamente con el fin de encontrar los caminos mágicos que usaría para rastrear al aborrecido ejército de Burgun y asegurar su retirada.

    La calma y la fría soledad lo envolvieron. Abrió sus labios para dejar entrar una bocanada de agua; la tragó y bebió su tranquilidad. Luego, lentamente se puso de pie.

    El agua se derramó de su figura erguida. Un hombre pequeño, sin un rastro de grasa ociosa, Ban era todo músculos dorados y bordes filosos. El cabello negro, oscurecido por el agua, caía pesado alrededor de sus grandes ojos color café y el verde musgo de los bosques. Parpadeó y gotas de agua, como pequeños cristales, se aferraron a sus afiladas pestañas. Si alguien hubiera sido testigo de su emergencia, le habría sido sencillo pensar que Ban era una aparición mágica, nacida del propio manantial.

    Refrescado y bendecido, se arrodilló en la orilla para enterrar sus manos en el lodo. Lo extendió por sus muñecas como si fueran guantes, alisó el cieno gris oscuro como si fuera una segunda piel sobre la propia. Con él dibujó líneas sobre su pecho, bajando a su estómago, alrededor de sus genitales y en espirales por sus muslos. Llevó las manos sobre sus hombros para imprimir la huella de sus palmas en su espalda, las esparció lo más lejos que pudo llegar.

    Transformado por completo en una criatura de esa tierra específica, en un niño adoptado de esos árboles aromáticos, Ban el Zorro emprendió su camino por el bosque. Cada paso le lanzaba palabras murmuradas por sus piernas: ¡Sigue las estrellas, a las estrellas, al frente, por aquí, gira aquí, por aquí, sigue las estrellas otra vez y hacia la noche ahora! Los árboles lo guiaron hacia el objetivo que les había solicitado y, por fin, Ban llegó al más alto de ellos, en el límite del bosque, en donde tenía las mejores posibilidades de encontrar un viento dispuesto a informarle sobre Burgun.

    Un extenso castaño viejo y desmejorado esperaba, sus raíces enterradas muchos metros más allá de la línea de la arboleda. Ban miró alrededor, a la tierra removida del valle, donde días atrás había marchado el ejército de Burgun. No quedaba pastura con vida; a excepción de algunos racimos dispersos, lo demás había sido pisoteado, aplastado y había acabado por secarse. Fogatas abandonadas dejaron cicatrices chamuscadas, y Ban pudo ver la tierra elevada donde habían cubierto sus necesidades.

    No quedaban mujeres ni hombres, entonces Ban corrió por la angosta línea de terreno abierto y usó la velocidad para elevarse por el tronco del castaño. Alcanzó su rama más baja con un gemido, subió y trepó alto. El árbol era tan robusto que nunca tembló ante su peso, apenas lanzó una risita por las cosquillas de sus manos.

    Tres pequeñas aves se escaparon por su intrusión, y el castaño le advirtió que tuviera cuidado con sus extremidades del lado este, donde ya había hecho enfadar a unas ardillas.

    Ban trepó por la escalera de ramas, arriba y afuera, hacia la más alta que apuntaba al noroeste. Allí, la línea carbonizada del impacto de un rayo le proporcionó un palco con kilómetros de visibilidad hacia el valle que se extendía frente a él y al manto de bosque que se encontraba a sus espaldas. Hizo a un lado unas grandes hojas serradas y sujetó una rama sobre su hombro, apenas del ancho de su muñeca, para estabilizarse.

    Ban se puso de pie en un cuidadoso equilibrio.

    El viento alcanzó su cabello y lo apartó de su rostro. Le pidió al árbol que le advirtiera si algo se acercaba, animal o persona, luego abrió su boca para sentir los sabores del aire.

    Humo, muerte antigua y el polvoriento almizcle de los cuervos.

    Ban se elevó sobre las puntas de sus pies para alcanzar el aire. Atrapó una pluma, negra y suave. En el color oscuro vio oleadas de hombres y caballos en movimiento; vio un acantilado y nubes de humo rojo, rocas centelleantes, flores podridas y una mano blanca, vacía.

    Deslizó el extremo de la pluma por su lengua, escupió en el dorso de su mano y la frotó en la corteza del castaño, tan fuerte como para que su piel sangrara. El lenguaje de las aves estaba lleno de sueños, imposible de interpretar para los hombres, se decía. Pero Ban había aprendido otra cosa en sus seis años en Aremoria, al menos podía usar dolor o sangre para facilitar la traducción.

    Su mano comenzó a latir y Ban cerró los ojos para rememorar las tranquilas aguas del manantial. Al calmar su respiración, pudo alinear su corazón con el del bosque a través de ese foco de piel sensible.

    Las múltiples imágenes del cuervo se volvieron una: un ejército vestido de color granate avanzaba con dificultad lejos de allí, todo un día y una noche de viaje, de espaldas a él y a Aremoria, de cara a las colinas nórdicas de Burgun.

    Gracias, dijo Ban en la lengua de los árboles y dejó la pluma entre las hojas, donde se convirtió en un obsequio para el castaño. Se ofreció a cortar la rama muerta, pero el castaño estaba complacido por su cicatriz obsequiada por la tormenta. A Ban también le gustaban sus cicatrices, ya que eran prueba de sus experiencias y no le pertenecían a nadie más que a él, y eso le contó al árbol mientras descendía hacia el suelo.

    Aterrizó en cuclillas, de pronto con frío en la sombra. El sol se escondió detrás de las montañas que delimitaban las tierras de Burgun, y Ban deseó que sus ropas estuvieran más cerca. Regresaría al campamento, le reportaría a Morimaros y luego comería, bebería y dormiría la breve noche veraniega, sin mirar una sola vez las brillantes estrellas.

    El bosque nocturno silbaba y tarareaba. Los árboles observaban la usual transición lenta hacia el crepúsculo: veían a los animales despertarse para cazar, se preguntaban si el rey de los ciervos ahuyentaría a un lobo solitario que estaba allí atrapado, alejado de su manada por el ejército, o si ese gentil conejo olvidaría evitar el roble lleno de búhos. Hambriento también, Ban pensó en unirse al combate, para acechar al lobo y echar sus propias manos sobre él. Olía a tierra del bosque, con apenas un rastro de su sangre seca. Eso igualaría sus posibilidades.

    Pero, si no regresaba al campamento antes de que la oscuridad cayera por completo, el rey se preocuparía, a pesar de que Ban había intentado por años enseñarle que no había necesidad de preocuparse por la seguridad del Zorro en el bosque.

    El pensamiento hizo que sus labios se curvaran en una pequeña sonrisa involuntaria: un hombre tan bueno y audaz como Morimaros de Aremoria, preocupado por un bastardo como Ban.

    Tan distraído se encontraba que se necesitaron los gritos de tres jóvenes tilos para prevenirlo sobre hombre que había invadido el corazón de la arboleda del manantial.

    Inmediatamente en alerta, Ban se agachó para rodear el camino desde el sur, donde las copas de los árboles eran más espesas y las sombras lo esconderían. Mientras escuchaba la gentil insistencia de los árboles, Ban avanzó reptando, solo sus ojos relucían.

    En el límite de la arboleda, se apoyó sobre su estómago y se deslizó debajo de un rosal, disfrutó de su delicado perfume a pesar de que las afiladas espinas rozaban el cieno seco de sus hombros.

    Sentado en la misma raíz en la que Ban había dejado sus pertenencias, se encontraba nada menos que el rey Morimaros. Un hombre mediano, atractivo, de práctico cabello corto, oscuro, y una barba del mismo color, vestido con el uniforme regular de la armada, a excepción del largo abrigo de cuero naranja y el anillo real en su dedo. Ban miró en todas direcciones y comprobó con los árboles que Morimaros estaba solo, leyendo con indiferencia una carta.

    Exasperación y una oleada de miedo hicieron que Ban apretara los dientes y se erizara. Le había demostrado a Morimaros cuán estúpido era estar solo, incluso con la guerra terminada, incluso con la retirada de Burgun.

    Trepó a un roble, mientras susurraba un pedido al árbol para que se quedara quieto y luego también al siguiente, cuando cruzaba hacia él, para que no se sacudieran sus hojas y revelaran su ubicación al rey. Así, Ban caminó con cuidado entre los árboles como un santo terrenal y, finalmente, llegó al reparo del roble debajo del que Morimaros se encontraba. Entonces descendió. Incluso cuando el rey miró de repente una rama que se quebró al oeste, Ban fue invisible para él, cuando ya estaba sobre su cabeza.

    Con un hábil movimiento, aterrizó detrás del rey, colocó un brazo alrededor de su cuello y jaló. Pero Morimaros sujetó su brazo y se inclinó; así, elevó a Ban en el aire y lo lanzó con fuerza sobre la lodosa orilla del manantial. Ban giró sobre sus manos y talones y, con los ojos y los dientes brillantes en su rostro embarrado y salvaje, miró al rey.

    Morimaros había desenvainado su espada y estaba de rodillas, listo para volver a defenderse a sí mismo.

    –¿Ban? –dijo luego de un momento.

    –Se encontraba muy vulnerable, Su Majestad –Ban se puso de pie.

    –No tanto, al parecer –el rey sonrió. Envainó su espada y recogió la carta caída.

    –¿Por qué ha venido solo? Estaba emprendiendo mi retorno –Ban se cruzó de brazos sobre su pecho desnudo, con repentina conciencia de su desnudez, solo cubierta por la magia escrita en cieno.

    –No se me permite estar mucho en soledad y esta noche es perfecta para eso –respondió Morimaros mientras recorría su corto cabello con una mano, señal de ligera vergüenza–. Y hablaré contigo en privado sobre cierto asunto, concerniente a esta carta –la abanicó y Ban pudo ver el lacre azul profundo de Lear que aún pendía de un extremo.

    Toda su piel se estremeció de pavor, pero Ban asintió, porque tenía que hacerlo: ese era su rey, su comandante, sin importar qué más pudieran ser el uno para el otro.

    El Zorro se acercó al agua y se sumergió por completo en ella, para que todo su cuerpo se cubriera. No fue paz y fresca calma lo que sintió mientras el agua se llevaba el cieno, acariciaba su espalda y el dorso de sus rodillas. No, fue el rugido de memorias pasadas: puños apretados y palabras desdeñosas; picos afilados, olas que azotaban y el aullido de un poderoso viento; una dulce risa cazadora y unos ojos oscuros con pestañas cortas y rizadas; diminutos escarabajos tornasolados.

    Ban, el bastardo de Errigal, frotó su piel hasta limpiarla y giró en el manantial, giró una, dos y tres veces. Al levantarse, secó su rostro, escupió agua y sacudió su cabeza como un can.

    Al emerger, pensó con desesperación en su nombre de Aremoria, el que se había ganado, en un intento de recuperar el centro.

    El Zorro. Ban el Zorro.

    Sus ojos se abrieron para ver que Morimaros le ofrecía sus pantalones. Ban balbuceó un agradecimiento y se los puso, ató la cintura y usó la camiseta de hilo para secar las gotas de agua de su rostro y su cuello, de su pecho y sus brazos.

    –Ahora –dijo Morimaros mientras le daba una palmada en el hombro–. Tengo vino en la curva de esa raíz. Lee esta carta.

    Ban siguió al rey, recordándose a sí mismo que allí confiaban en él, que era honrado por la gran corona de Aremoria. Lo que fuera que Lear quisiera, Ban lo enfrentaría del lado de Morimaros. Juntos, los hombres se sentaron.

    Morimaros le entregó la carta y destapó con sus dientes la botella de vino, de vidrio color café. Las palabras estaban dibujadas hoscamente en el pergamino. Ban leyó:

    Al honorable rey Morimaros de Aremoria:

    Nosotros, en Innis Lear, lo invitamos a acompañarnos en nuestro Palacio de Verano en un evento celestial excepcional. La Corte de Zenith dará inicio en dos semanas a partir de la escritura de esta nota, en la luna llena siguiente a que el Trono se eleve por completo para marcar el ascenso de las Reinas de Otoño. Los más grandes de nuestra isla asistirán y esperamos presentarle a nuestra hija más joven, con quien ha intercambiado correspondencia en los últimos meses con esperanza, no me equivoco, en su corazón. Ansiamos encaminar a nuestras hijas en el sendero de sus estrellas y sé que su presencia nos ayudará con este deseo.

    Con la bendición de las estrellas en nuestras palabras.

    Lear

    Ban logró mantener la calma a pesar de las implicaciones en relación con Elia Lear. Volvió a leer la carta y Morimaros le pasó la botella de vino.

    Para saciar su sed por el ardor del recuerdo, Ban bebió un largo trago. Era dulce y fresco, muy fácil de pasar. No como el vino y el licor de Innis Lear. No como el fuerte deseo que lo impulsaba, incluso en ese entonces, a regresar. A tocar la férrea magia de Errigal otra vez. De acomodar las cosas y demostrarle a su padre y a ese rey en qué se había convertido. Un confidente de su rey, un soldado renombrado y un espía. Importante. Necesario. Honrado.

    Querido.

    –¿La conoces? –la pregunta de Morimaros interrumpió los chispeantes pensamientos de Ban.

    –¿A la princesa más joven? –evitó sutilmente su nombre.

    Pero el rey no lo hizo.

    –Elia –dijo, y luego con facilidad continuó–. Hemos escuchado que ella es la sacerdotisa de las estrellas, y lo prefiere a su investidura. Aunque la conocí como tal una vez, años atrás. Cuando su madre murió, viajé a Innis Lear para la ceremonia anual. La princesa Elia solo tenía nueve años. Era mi primera vez en otro reino como representante de Aremoria. Aunque mi padre aún vivía, por supuesto. Él falleció cuando yo tenía veinte años –Morimaros recuperó el vino y bebió. Ban analizó al rey, esforzándose por no imaginarlo hablando con Elia, tocando sus dedos. Morimaros era llamativo y apuesto, un hombre fuerte y uno de los pocos buenos que Ban había conocido. Elia merecía un esposo así, pero de todas formas no podía imaginarla viviendo allí, en Aremoria, lejos de los retorcidos árboles de la isla, de los duros páramos, de los cielos atestados de estrellas.

    Ban negó con la cabeza antes de poder evitarlo. Había pensado en ella, a pesar de haber intentado olvidar esos años antes de convertirse en el Zorro. Pensó en las suaves superficies bronceadas de sus mejillas, en sus ojos negros como el agua de los pozos, en las improbables vetas cobrizas en su nube de oscuros bucles color café. Sus cálidos labios y sus curiosas manos jóvenes, su risa, el asombro con el que revisaba los huecos de los árboles con él, murmurándole a los robles del corazón de la isla, a las raíces, a gorriones, gusanos y mariposas. Había pensado más en ella al encontrarse solo en campos enemigos, o al limpiar sangre de su cuchillo, o al sentir calambres y pestilencia durante días mientras se escondía en los hoyos que las raíces hacían para él. Ella lo salvó, lo mantuvo en calma, lo mantuvo cuerdo. El recuerdo de Elia le revivía el deseo de mantenerse con vida.

    –¿La conoces? –volvió a preguntar Morimaros.

    –Vagamente, señor –y aun así más a fondo de lo que Ban había conocido a nadie más en su vida. Alguna vez ella había sido la persona que mejor lo conocía a él, pero Ban se preguntaba cuál sería su respuesta si le hacían esa misma pregunta en el presente. En cinco largos y sangrientos años, ella no le había escrito, así que Ban no le había enviado sus palabras en esas aves de Aremoria. ¿Por qué querría saber de un bastardo ahora, si no lo había querido antes? Y ya eran mayores.

    –Me iré la próxima semana –dijo el rey–. Navegaré por el cabo del sur hacia el Palacio de Verano.

    Ban asintió ausente, con la vista baja en el polvo junto a sus pies.

    –Regresa a Innis Lear conmigo, mi Zorro.

    Su cabeza se elevó de golpe. , pensó con tanta intensidad que se sorprendió a sí mismo.

    El rey Morimaros miró a Ban con sus claros ojos azules. Su boca estaba relajada, no revelaba nada; una habilidad especial del rey el mostrar una máscara inexpresiva al mundo, para esconder sus verdaderas opiniones y su corazón.

    Hogar.

    –Yo… no seré una buena compañía, Su Majestad.

    –Ban, aquí y ahora me llamas Mars. Novanos lo haría.

    –El hablar de Lear me recordó muy intensamente a mi lugar, señor.

    –Tu lugar es a mi lado, Ban –Morimaros hizo una mueca–, o donde yo te destine. Pero sé cómo piensa ese viejo rey sobre ti. ¿Está su hija cortada por la misma tijera?

    –Cuando niña, Elia era amable –respondió Ban–. Pero no sé cómo podré servirle allí.

    El rey de Aremoria bebió otro trago de vino y luego dejó la botella con firmeza en las manos de Ban.

    –Ban Errigal, Zorro de Aremoria –reconoció la baja ambición en la voz de Morimaros–, tengo un juego para que juegues.

    Elia

    La más joven de las hijas de Lear emprendió el camino de ascenso por la ladera de la montaña; inhalaba un aire tan frío como para cortar su garganta. Acomodó su pesado bolso de cuero más alto sobre su hombro al alcanzar la parte más empinada, para poder llegar a la cima a tiempo. Sus dedos arañaron el duro césped amarillo, y sus botas se frenaron contra las protuberancias de la piedra caliza. Tropezó y estabilizó sus vestiduras en la tierra, luego se arrastró hasta la amplia cumbre y así llegó por fin a su meta.

    Elia Lear se recostó, giró sobre su espalda y suspiró feliz, a pesar de su garganta irritada y la tierra debajo de sus uñas. Sobre ella, el cielo estaba marchando hacia la noche, entre nubes rosadas y las siluetas azuladas de las montañas que acunaban esos páramos. Tembló y rodeó su pecho con los brazos con más fuerza. Tan al norte de Innis Lear, incluso en verano, soplaba un aire helado.

    Pero la soledad de ese lugar, tan cerca del cielo como podía desear, era la mayor dicha de Elia. Allí solo estaban su espíritu y las estrellas en una conversación silenciosa y magnífica.

    Las estrellas nunca la hacían sentir enfadada, culpable o desdichada. Las estrellas danzaban exactamente donde debían. Las estrellas no le pedían nada.

    Elia miró hacia arriba, al cielo púrpura. Desde allí tenía una visión despejada del horizonte occidental, por donde, en cualquier momento, aparecería la Estrella de las Primeras Aves y brillaría como un diamante sobre la Montaña Dentada.

    A su alrededor, el dorado páramo se extendía hacia abajo y a lo lejos en picos y valles, mancillados por rocas sobresalientes, como fragmentos caídos de la luna. El viento agitaba el aire, silbando una canción de tierras altas, de las montañas del extremo noroeste, en dirección al sur, hacia el Bosque Blanco del interior, y al este, hacia las aguas saladas del canal. La princesa podría haberse sentido abandonada allí, pero los valles ensombrecidos escondían caminos y pequeños grupos de casas donde vivían las familias que cuidaban de las ovejas y cabras que pastaban en esas tierras; podía verse a algunas de ellas pintando lunares blancos y grises sobre las colinas.

    Si Elia miraba al sur, vería la torre estelar sobre un afloramiento de piedra caliza, construida siglos atrás por un antiguo señor, antes de que la isla fuera unida para servir de fortaleza militar. El primer rey Lear la había confiscado para los sacerdotes de las estrellas, había abierto sus muros fortificados y había dejado que se desmoronaran, pero, con elegante madera y laja del sur, había construido la torre más alta, que se convirtió en el punto panorámico perfecto para confeccionar tablas estelares precisas y para leer las señales de cada punto del horizonte. Elia había vivido y estudiado allí desde que cumplió diecinueve años el año anterior y cada mañana dibujaba marcas de estrellas blancas en su frente para probar sus habilidades como sacerdotisa y profetisa. Aún no se consideraba a sí misma una experta, pero esperaba serlo algún día.

    Las marcas de esa mañana se habían embarrado ligeramente, como solía suceder, porque Elia pasaba mucho tiempo apartando de su rostro los bucles rebeldes, arremolinados por el viento. Su compañera, Aefa, con frecuencia se aseguraba de rodear su cabello con un velo o un pañuelo, o insistía en que usara lazos o al menos trenzas para mantener la melena en su lugar, como correspondía a una princesa, o a una profetisa. Elia no podía evitarlo, lo prefería libre, intervenido nada más que por aceite de bergamota del Tercer Reino y, tal vez, por algunas envidiadas decoraciones cerca de su rostro. Eso la oponía a sus hermanas; ninguna de ellas saldría de su recámara sin sus vestiduras arregladas a la perfección.

    A Aefa la desesperaba el hecho de que Elia siempre tomara las peores decisiones cuando tenía a sus hermanas en la mente. Para preocuparse por esas pequeñeces, estaban las compañeras de una dama y, al igual que su padre, el sincero bufón de Lear, que siempre estaba listo para discutir, Aefa mantuvo la costumbre familiar. Y esto era suficiente para que la joven agradeciera los breves momentos robados de soledad.

    La princesa se sentó, levantó su bolso de cuero sobre su falda y desató el cordel que lo mantenía cerrado. De él extrajo un marco de madera plegado y un rollo de pergamino, para posicionarlo y poder marcar el progreso de la aparición de las estrellas en una tabla simple.

    Esa mañana, Elia había apostado con los hombres de las barracas de Dondubhan que sería esa misma noche cuando la Estrella de las Primeras Aves se moviera por fin a su posición para brillar directamente sobre el pico distante. Danna, el sacerdote estelar que le servía de mentor, había estado en desacuerdo cuando ella se lo dijo, así que se encontraba observando desde el techo de la torre de las estrellas en ese preciso momento, mientras Elia había trepado hasta allí, más alto, para verlo primero. El honor de ganar le importaba más que las monedas que había apostado.

    ¡Ah!, cuán sorprendido estaría su padre ante tal apuesta.

    Por un momento deseó que él estuviera en ese lugar con ella.

    Su sonrisa reapareció mientras se imaginaba adaptando la historia a una forma aceptable para Lear. Asumiendo que ella ganara, por supuesto. Si perdía, nunca se lo confesaría a su padre.

    La princesa más joven se asemejaba a su madre en casi todos los aspectos. Era pequeña, tiernamente robusta y de un cálido tono moreno en todo su cuerpo: piel y ojos y cabellos que giraban en alborozadas espirales. Su padre era alto y pálido como la piedra caliza, con el cabello color café más lacio en el mundo. Lo que a ella le faltaba de él en su apariencia, lo compensaba compartiendo su vocación hacia las estrellas.

    Lear solía decir: La Estrella de las Primeras Aves es más brillante que otras y se mueve como ninguna. Fuera de su patrón establecido, pero aun así junto a sus cinco hermanas. Las Estrellas de las Aves vuelan a través de todas las demás, afectando las formas y las constelaciones. Cuando tú naciste, mi estrella, la Primera y la Tercera Ave te coronaron Calpurlugh.

    Ella conocía los patrones de su tabla natal de memoria y a la brillante estrella en su centro: Calpurlugh, la Estrella Niña, símbolo de un corazón fuerte y leal. La Estrella de las Primeras Aves era símbolo de pureza de intenciones y la Tercera había volado cerca de las raíces del Árbol de Gusanos, de modo que sus atributos de la Estrella Niña fueron afectados, o distraídos, tanto por pensamientos sagrados como por una inadvertida descomposición. Su padre decía que la influencia del Gusano en ese caso significaba que Elia siempre estaría cambiando a otros o al mundo, de formas que ella no podría ver o predecir. Elia se preguntaba si los huesos sagrados o alguna otra magia de gusanos tendrían una respuesta diferente, pero Lear se rehusaba a corromper sus lecturas estelares reales con sujetos tan mundanos, así que ella no podía saberlo. Para él, las estrellas estaban más allá de cualquier cuestionamiento, desligadas de la muerte, la suciedad, los instintos o los deseos animales. Toda la magia del mundo existía en las estrellas y, entre ellas, la magia debía permanecer.

    Ban sabría a qué árbol preguntarle, pensó Elia; luego cubrió sus labios con un dedo, como si lo hubiese dicho en voz alta. El nombre debía esfumarse de su corazón para siempre, al igual que el joven mismo se había esfumado años atrás.

    Deslealtad y anhelo se enredaron en su garganta. Iba en contra de sus instintos negarse el recuerdo de él, pero aun así eso había hecho durante mucho tiempo. Respiró profundo e imaginó que los sentimientos se desvanecían de su cuerpo con cada exhalación, y se volvía tranquila y calma como una estrella. Singular. Pura. Lejana. Había aprendido tiempo atrás que las pasiones descarriadas debían ser contenidas.

    Era una tarea difícil, dado que Elia era hija de Lear. Toda su familia había nacido del mismo material y todos tendían hacia las emociones fuertes: Gaela, la mayor, llevaba su rabia y su desdén como armadura; Regan era una hábil manipuladora de su propio corazón y de los otros; y el rey había transformado su pena y los restos de su amor en rígidas reglas, a pesar de que nunca lograban contenerlo. Elia, desafortunadamente, había amado con demasiada facilidad cuando niña: a la isla, a su familia y a él, al viento, raíces y estrellas. Pero el amor era revoltoso. Solo las estrellas permanecían constantes, así que era mejor ser exactamente lo que su padre quería que fuera: leal, fuerte, pura luz estelar. Una santa de Innis Lear, más que la tercera princesa.

    De esta forma era capaz de soportar el peso de las miradas de decepción de Gaela y responder a las burlas soslayadas de Regan con simple cortesía. Era capaz de tragarse su anhelo, sus preocupaciones y su dicha, también, al igual que la persistente tristeza porque sus hermanas no se interesaban en ella en absoluto. Era capaz de soportar el peso de los ataques de cólera de Lear y calmarlo, en lugar de atacarlo para empeorar las cosas como hacían Gaela y Regan. Capaz de despedir cualquier emoción fuerte y esparcirla bajo la luz del sol como la neblina de un lago, hasta que todo lo que sintiera no fuera más que reflejos estrellados.

    –Allí –susurró Elia para sí misma, al ver, entre un parpadeo y otro, el resplandor de la Estrella de las Primeras Aves. Era solo un destello de luz, y Elia dejó de respirar para estabilizar su visión y deseó poder detener también el palpitar de su corazón, para que el momento fuera perfecto.

    –¡Elia!

    Giró para mirar hacia abajo, al empinado camino del sur de donde llamaron su nombre. Elia al principio no vio nada más que una distante bandada de diminutos vencejos planeando cerca del suelo. Luego detectó a su compañera Aefa que la llamaba con ambos brazos y, más atrás, a un jinete, inclinado sobre su montura para avanzar hacia el patio de la torre de las estrellas. Una pechera en forma de estrella brillaba bajo la última luz de la noche, atravesada sobre su gambesón azul oscuro para distinguirlo como un soldado del rey. En la parte trasera de su montura asomaba un trío de estandartes: uno con el cisne blanco de Lear, uno con la corona granate de Burgun y otro de un campo anaranjado perteneciente al rey de Aremoria.

    Cartas.

    Elia llevó una mano al desteñido cuello de su vestido, justo sobre su corazón. La última carta de su padre estaba allí, escondida entre tela y piel. Había llegado dos días atrás; las palabras que él había escrito no eran en sí mismas preocupantes, ya que eran las usuales y queridas divagaciones que siempre escribía. Llenas con sus propios cálculos de tablas estelares, chismes del Palacio de Verano, irritación por los intereses militares de su primera hija y desdén por el temperamento de su segundo yerno; pero aun así esa era muy diferente a cualquiera que hubiera llegado antes.

    Dalat, mi querida, había escrito en su letra redondeada, casual.

    La madre de Elia, quien llevaba muerta doce años.

    La forma del nombre persistía, con tanta intensidad como para romper el corazón de una hija.

    Elia se puso de pie, guardó su pergamino otra vez en su bolso de tablas y, de mala gana, se dirigió hacia el sur por el camino. Habría preferido quedarse y hacer su trabajo, pero saber de la llegada de una nueva carta la distraería y perdería la cuenta, perdería los patrones delineados en el cielo a pesar de haberlos anotado cuidadosamente. No le importaban las cartas de los otros reyes, de Burgun y Aremoria, que la cortejaban por política o por la guerra. Esas cosas no eran asunto suyo: Elia nunca se casaría, lo había decidido mucho tiempo atrás. Sus dos hermanas tenían esposos polémicos: Gaela porque su esposo era una bestia, a pesar de que ella lo había escogido por sí misma, y Regan porque la familia de su señor era una antigua enemiga de la casa de Lear, un peligro en el que Regan se perdería encantada.

    No, Elia solo se casaría con las estrellas, viviría su vida como una sacerdotisa solitaria y cuidaría de su padre enfermo, sin estar en peligro por tanto amor terrenal.

    La última salutación confusa de Lear era mayor prueba de ese peligro. Cuando su madre murió, su padre perdió el corazón y con él todo lo que mantenía su mente en calma y sus acciones en equilibrio. Sus hermanas se habían vuelto más reservadas, alejadas de Lear y de Elia. También la isla pareció retraerse, comenzó a ofrecer cultivos menos copiosos, y a dar más lugar al frío y al viento cortante. Todos de duelo por la pérdida de la amada reina.

    Dalat, mi querida.

    Las señales estelares no le habían ofrecido ningún consuelo a Elia por esos días, ni guía, a pesar de que había diagramado cada rincón del cielo. ¿Puedo salvar a mi Lear?, preguntó una y otra vez.

    No recibió ninguna respuesta, aunque escribió una docena de profecías menores: la tormenta se acerca; un león no comerá tu corazón; darás a luz al hijo de los santos: la rosa de la oportunidad florecerá con hielo y furia. No significaban nada. No había una estrella llamada Rosa de la Oportunidad, solo una Rosa de la Perdición y Rosa de la Luz. Nunca habían vivido leones en Innis Lear. Los santos terrenales habían dejado el mundo mucho tiempo atrás. Y siempre, siempre, había tormentas al final del verano.

    La única forma de reconstruir la verdad consistía en preguntar a los árboles, escuchar las voces del viento o beber agua de raíz. Allí estaba la sabiduría de Innis Lear.

    Elia se detuvo al recordar la sensación de sus dedos descalzos enterrándose en el duro césped, deslizándose dentro de la tierra para atrapar grillos o gruesos escarabajos tornasolados.

    Recordó una ocasión en la que Ban tomó su mano en la suya y colocó un escarabajo de un verde brillante en su dedo, como si fuera un anillo de esmeralda. Ella rio por las cosquillas de las patas del insecto, pero no lo apartó y miró a los ojos de él: verdes y café y brillantes como el caparazón del escarabajo. Una perla de la tierra para una estrella del cielo, dijo él en la lengua de los árboles.

    En verdad, ella apenas recordaba cómo susurrar palabras que la tierra pudiera comprender. Había pasado mucho tiempo desde que se había cerrado y jurado nunca volver a hablar su lengua.

    El tiempo desde que él se había marchado.

    La oscuridad cubría de polvo el blanco camino cuando Elia finalmente llegó: el sol se había esfumado por completo y la luna se había elevado. Y la torre estelar no encendía antorchas que pudieran arruinar la visión nocturna de sus sacerdotes.

    Aefa estaba de pie junto al caballo del mensajero, discutiendo para que le entregara las cartas. Pero el soldado dijo, claramente no por primera vez:

    –Le entregaré esto solo a la sacerdotisa Danna o la princesa misma.

    –Y heme aquí –dijo Elia. No necesitaba probarse a sí misma más que con su presencia; no había ninguna otra mujer que luciera como ella y sus hermanas, no en todo Innis Lear. Ya no. No desde hacía media vida.

    –Señora –el mensajero hizo una reverencia. Comenzó a desensillarse, pero Elia negó con la cabeza.

    –No es necesario, señor, si quisiera seguir su camino. Tomaré mis cartas y usted es bienvenido en la torre a recibir una sencilla comida y alojamiento aún más sencillo, o tiene luz suficiente como para regresar a Dondubhan para dormir en esas barracas. Solo espere mi respuesta por la mañana antes de partir.

    –Le agradezco, princesa –respondió mientras tomaba las cartas del saco de su montura.

    Ella se acercó para recibirlas y le preguntó su nombre, una costumbre de su juventud en los castillos. Él se lo dijo y le agradeció, después giró con su caballo y lo apresuró por el sendero que iba hacia las barracas después que las mujeres se apartaron de su camino.

    –¿Has visto tu estrella? –preguntó Aefa. Era una mujer alta y bonita, como un perro de caza, de piel blanca, que se volvía rosada ante las emociones fuertes, y cabello castaño, recogido con listones. A diferencia del vestido de lana gris de Elia, el uniforme de una sacerdotisa de las estrellas, Aefa vestía de amarillo brillante con una saya del azul oscuro de la casa Lear.

    –Sí –balbuceó Elia sin dejar de contemplar las cartas.

    Pasó un largo instante. No podía decidir cuál abrir primero.

    –¡Elia! Deja que las abra – Aefa extendió su mano y Elia le entregó las cartas de Burgun y Aremoria.

    Aefa aclaró su garganta, despegó el sello de Burgun, desplegó la carta y luego estornudó.

    –Tiene… tiene perfume, ah, por las estrellas.

    Elia puso los ojos en blanco, como Aefa esperaba que hiciera y, luego, la hija del bufón expuso la carta a la última luz del día y comenzó a leer.

    Mi querida, espero, princesa de Lear… ¡Elia, él es tan directo! ¡Y se esfuerza en no serlo reconociéndolo, para que debas de algún modo permitírselo o no! Confieso que he recibido información de uno de mis agentes relacionada con su suave y elegante belleza… ¿Qué es belleza elegante? ¿Un ciervo o un sauce? Realmente, no me sorprende que no ofrezca una comparación poética. Burgun carece de imaginación. … su suave y elegante belleza y no puedo esperar ni un solo mes más para ser testigo yo mismo de ella. Recientemente he sido vencido en batalla, pero pensar en usted ha mantenido mi cuerpo y mi honor en alto sobre todo lo que pudiera pesar en mi corazón. Su cuerpo en alto, de hecho; sé a qué parte de su cuerpo se refiere, ¡y es muy indecente de su parte!

    –¡Aefa! –la princesa rio cubriéndose con sus manos.

    Aefa torció sus labios y arrugó su nariz mientras leía la carta por encima en silencio.

    –Burgun es un gran adulador y, luego, a pesar de decir que ha sido derrotado en la batalla, encuentra formas de sugerir que es apuesto y viril y que, tal vez, una esposa compañera completaría su corazón, lo suficiente como para… bueno, hacerlo un mejor soldado. Afectuosa y pasionalmente suyo, Ullo de Burgun. Gusanos de la tierra, él no me agrada. Así que, continuemos con el rey de Aremoria. Me pregunto si Ullo sabrá que el general que lo venció también te corteja.

    Elia llevó sus rodillas cerca de su pecho e inclinó su cabeza para escuchar mejor. La carta de Lear seguía entre sus manos, atrapada.

    –Lady Elia, escribe Morimaros, lo cual me resulta más conveniente. Simple. Una salutación elegantemente bella, si debo decir. Lady Elia, en mi última carta le di a conocer que estaba acercándome al fin de mi campaña contra los reclamos de Burgun... ¡este rey se rehúsa a darle a Burgun el título de reino! Qué desaire. Con seguridad este rey sabe quién es su rival. … contra los reclamos de Burgun y puedo informar ahora, en las vísperas de lo que creo será nuestra última confrontación, que triunfaré y estoy seguro de que este cambio en las líneas políticas también cambiará la dirección de sus pensamientos. En favor de Aremoria, espero, pero si no es así, déjeme agregar que contamos con cosechas casi sin precedentes este año, de cebada en el sur y… ¡Elia! ¡Mis estrellas! ¡Le sigue una lista de los granos de Aremoria! ¡No dice nada de sus deseos de ti, nada acerca de él! ¿Siquiera sabes qué clase de libros le gustan o que filosofías sostiene? Al menos Burgun te trata como una mujer, no como un ejercicio de escritura.

    –¿Estás cambiando y favoreces a Burgun, entonces? –preguntó Elia con ligereza.

    De espaldas a la luz plateada que aún brillaba sobre las montañas del oeste, Aefa miró a su princesa con ojos entornados y extendió la carta frente a ella. Elia pudo ver que solo consistía de tres párrafos perfectamente alineados. Aefa acercó el papel a su rostro y leyó.

    He solicitado a su padre que me reciba en Innis Lear en un futuro cercano, que usted pueda conocerme y tal vez decirme algo de mis estrellas. Ah, ah, Elia, esto es bueno. Es su línea final y tal vez él no es tan seco como todo lo demás. Su firma es la misma de antes, Suyo, el Rey de Aremoria. Eso me desagrada con vehemencia. Ni siquiera su nombre, sino su antiguo título de grandeza. Es como tu hermana, que se rehúsa a llamar a Connely nada más que Connely, cuando todos sabemos que él tiene un nombre que su madre le ha dado.

    –No es una carta de un hombre a una mujer –Elia cerró sus ojos–, sino de una corona a la hija de otra corona. No me conmueve en absoluto, pero al menos es honesto.

    El soplido de la falda de Aefa al bajar hacia el suelo junto a su princesa dijo lo necesario.

    –¿Y la carta de tu padre? –preguntó Aefa con cuidado.

    –Podrías encender una vela, ya he acabado de observar las estrellas por esta noche.

    Elia recorrió el extremo de la carta con su dedo; era tan delgada, solo una página de pergamino, cuando no era extraño que las cartas de su padre fueran de cinco o seis páginas, dobladas a presión. Del bolso de cuero, Aefa tomó una vela delgada y un candelabro unido a un pequeño espejo plegado. Susurró una palabra en la lengua de los árboles, chasqueó los dedos y una llama se encendió. Elia presionó sus labios con desaprobación mientras dividía el lacre de la carta en dos, partiendo el cisne azul noche por las alas. Aefa colocó la vela en su candelabro de modo que la llama iluminara el espejo. El dispositivo estaba ideado para alumbrar las tablas estelares mientras mantenía el brillo fuera de los ojos de los sacerdotes que necesitaban mirar hacia arriba, a lo alto del oscuro firmamento. En manos de Aefa, dirigía toda su luz a la carta y a la letra garabateada de Lear.

    Elia, mi estrella…

    Por un momento, la joven princesa no pudo continuar, abrumada por su alivio. Las palabras temblaban frente a sus ojos. Elia tomó una bocanada de aire fortificante y continuó. Balbuceó el contenido de la carta en voz alta para Aefa:

    –… nuestra extensa ausencia del verano está llegando a su fin. Ven a la Corte de Zenith, la tercera noche luego de que el Trono complete su ascenso. Habrá luna llena entonces y ella bendecirá mis actos. Haré por mis hijas lo que las estrellas han descripto, y todos los seres serán puestos en sus sitios. Tus pretendientes están invitados también, así podremos conocerlos y juzgarlos. Tu amado padre y rey.

    –¿Eso es todo? –preguntó Aefa, algo incrédula. Presionó su rostro contra la mejilla de Elia, para poder ver la carta–. ¿Cuándo será eso? El Trono es parte del ciclo Real y comenzó un mes atrás… es el… ¿segundo? ¿Después del Sabueso de Verano? Así que…

    –Seis días –concluyó Elia–. La Corte de Zenith tendrá lugar en seis días a partir de hoy, cuando la luna esté llena.

    –¿Por qué no puede simplemente decir, ven el jueves de la próxima semana? ¿Y a qué se refiere con Todos los seres serán puestos en sus sitios? ¿Finalmente nombrará a Gaela como su heredera? Eso revolucionará la isla, aunque es inevitable. Ella tendrá que ser coronada algún día.

    –Eso espero –Elia dobló la carta–. Así en el invierno podremos tener una nueva reina. Antes de que mi padre pierda sus facultades, antes de que sus continuas dudas inspiren más intrigas y conspiraciones –dirigió sus ojos de regreso al oeste, donde el esplendoroso diamante de la Estrella de las Primeras Aves debería resplandecer.

    Pero la estrella estaba escondida tras el velo de una única línea de nubes negras que atravesaba el cielo como una espada.

    Regan

    En el este esmeralda de la isla se situaba la estancia familiar de los duques de Connley, un castillo de piedra caliza local y laja azul importada de Aremoria. Con solo cien años de antigüedad, era uno de los castillos más jóvenes construido alrededor de la antigua fortaleza negra desde la que los señores de Connley reinaron alguna vez. No había ciudad en el espacio entre sus muros ni lindera a sus lados, aunque el valle contiguo del sur desbordaba de personas devotas del duque, al igual que los valles del norte y del oeste. Nadie podía negar que el linaje Connley era experto en inspirar lealtad.

    Tal vez porque los Connley eran desafiantes y siempre leales a sí mismos. Tal vez porque seguían estudiando la magia de gusanos y respetando el lenguaje de los árboles, a pesar de los decretos del rey. O tal vez porque eran tan bellos y se esforzaban por reflejar tales atributos personales en sus castillos, caminos y políticas impositivas locales.

    El Castillo Connley en sí mismo consistía en tres muros altos, concéntricos, cada uno más alto y hermoso que el anterior y, en el centro, una nueva fortaleza blanca enfrentada a la antigua fortaleza negra, igual a ella piedra por piedra. Al menos en el exterior, ya que las entrañas de la fortaleza negra se habían desmoronado tiempo atrás. Crecían árboles desde su centro; enredaderas y flores colgantes habían invadido cada aspillera y arcada. Los adoquines del suelo se habían quebrado, vencidos por la tierra más de una generación atrás. Un ancestral roble florecía en el corazón mismo de la fortaleza. Fue sembrado por uno de los señores para ser el pilar del salón del trono, en los días en que la magia primitiva dominaba la isla y a pocos les importaban los caminos estelares. En ese lugar, la esposa del actual duque Connley tenía sus santuarios y altares. Y era allí donde se arrodillaba, abatida, entre esas antiguas raíces sinuosas, rodeada de un brillante estanque de su propia sangre.

    Regan, la segunda hija de Lear, se había acercado al patio ensombrecido para escuchar los murmullos de los árboles de la isla y recitar las cuatro bendiciones que ligaban su magia con Innis Lear. Cada uno de los altares había sido creado con una lámina de piedra (cargada por sus propias manos desde un rincón de la isla en cada una de las cuatro direcciones), colocada sobre los desmoronados muros de roca con permiso del roble, sujetadas por tres estaciones de crecimiento y decadencia. Sus líneas mágicas atravesaban el corazón del roble, y las raíces de este se hundían tan profundo en el manto de piedra de la isla como para escuchar a los otros poderosos árboles, para transmitir las palabras de Regan y recoger para ella todas las preocupaciones, quejas y esperanzas de aquellos que aún hablaban a través del viento.

    Por esos días había demasiadas quejas y, a pesar de que las bendiciones de sus altares debían durar todo un año, la magia de la isla se había vuelto tan retraída que debía bendecir los altares con el cambio de cada estación. Necesitaba agua de raíz fresca, pero esos pozos sagrados estaban prohibidos, y Regan tenía que recurrir a la hechicera del Bosque Blanco para tener un suministro estable.

    Recitar y bendecir los altares era un trabajo que tomaba toda la tarde, y Regan acababa de alcanzar el último altar del este cuando sintió la primera punzada en su espalda baja.

    Se detuvo, diciéndose a sí misma que lo había imaginado, y permaneció de rodillas frente al altar del este. Pero el lenguaje de los árboles no afloraba a sus labios con facilidad; la atención de Regan estaba por completo en su vientre, esperando, apenas era capaz de respirar.

    El ligero rastro de náuseas habría sido ignorado por alguien no acostumbrado a esas cosas. Pero Regan ya había pasado por eso y entonces siguió la náusea hasta que se convirtió en un nudo entre sus caderas y luego presionó fuerte.

    Las frescas manos de color tostado de la princesa comenzaron a temblar. Ella conocía muy bien ese dolor y cómo mantenerse rígida hasta que pasara.

    –No –siseó Regan mientras clavaba sus uñas con demasiada fuerza en el altar de piedra. Una se quebró y ese dolor sí fue bienvenido. Su respiración se cortó como un collar de perlas roto, rebotando y rebotando, haciendo que castañearan sus dientes. La contuvo con furia y la obligó a ser lenta y larga.

    ¿Sería ella? ¿Sería ese fracaso un síntoma mayor del desmoronamiento de la isla?

    Cualquier bestia podía ser madre; había bebés en nidos, ranchos y corrales. Parecía ser Regan la única que no podía unirse a ellas.

    Cuando el siguiente cólico llegó, gritó, se apartó del altar y se abrazó con fuerza sobre sus rodillas. Se susurró a sí misma que era saludable, buena y más que nada fuerte, como si pudiera cambiar lo que ocurriera a continuación ordenándole a su cuerpo que la obedeciera.

    Una pausa en el dolor la dejó jadeando, pero Regan presionó los dientes y se puso de pie sobre sus pies descalzos. Aunque prefería vestiduras más formales, incluso en el castillo de su esposo,

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