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La cólera de Ishtar
La cólera de Ishtar
La cólera de Ishtar
Libro electrónico414 páginas6 horas

La cólera de Ishtar

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Durante la primavera de aquel año tuvieron lugar, en una villa al norte de la península, una serie de acontecimientos espantosos. Nadie en el país fue capaz de arrojar luz sobre lo ocurrido. Entre los desgarrones que surgieron en la piel de las cortinas de humo establecidas, pudo vislumbrarse algo tan aterrador como increíble. Algún espécimen vegetal, no catalogado hasta la fecha, consiguió expandirse de manera alarmante. En apenas días, grandes extensiones de tierra quedaron sepultadas bajo las urdimbres de aspecto siniestro. Aquellos apéndices de la naturaleza que brotaban por todos lados, inocularon algún tipo de ponzoña en las venas de miles de personas, para transformar a muchas de ellas en seres gregarios. El panorama sobrecogedor que dibujó aquel fenómeno sobre el lienzo de los paisajes agrestes cortaba el aliento. Los tallos nudosos se erguían encima de las praderas para extender sus apéndices, que a veces semejaban tentáculos recubiertos de espinos. Pero lo peor era el poder que ejercía aquella planta sobre los hombres, que enloquecían a las pocas horas de entrar en contacto con sus espinos. Pronto, aquel mal se extendería por todo el mundo.
En el presente volumen se narrarán las vicisitudes que habrán de sufrir, en su lucha por la supervivencia, varios personajes dentro de ese mundo apocalíptico. Se trata de una obra autoconclusiva que se desarrolla dentro del universo zombi nacido en la novela El Jardín Impío, editada por Dolmen Editorial en el año 2.012.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ene 2023
ISBN9798215117033
La cólera de Ishtar
Autor

Juan Miguel Fernández

Autor asturiano de novelas de corte terrorífico y sobrenatural, que ya editó algunas de sus obras con sellos editoriales como Dólmen, Atlantis o Dissident Tales. También ha participado en diversas antologías de relatos de diferentes géneros literarios y en más de una ocasión presentó sus trabajos en prestigiosos festivales como Celsius 232.

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    La cólera de Ishtar - Juan Miguel Fernández

    Juan Miguel Fernández

    © Nombre del autor, [Juan Miguel Fernández, 2017]

    Versión revisada en 2021

    Maquetación, Juan Miguel Fernández.

    Ilustración de Portada, Carlos Rodón.

    Todos los derechos reservados.

    Para Eva, por haber recuperado la belleza de aquel Jardín marchito en que se había transformado mi vida, cuando ninguna luz iluminaba sus entrañas.

    Para mis sobrinas Lidia y Leticia, porque ellas fueron las primeras que escucharon mis historias inventadas con la devoción de quien aún vive en el lado de la magia.

    Para ti, que estás leyendo esto, y formas parte de las huestes de mi Jardín.

    Libro primero: El jardín se expande.

    Atrapados en las entrañas de una pesadilla

    1

    A la salida del valle, dos hombres caminaban con aire prudente a través del paso que había entre un edificio y una colina. Iban ataviados con monos azules y pertrechados con hachas de mango corto. Habían trabajado toda su vida en esa mina de carbón, cuyas instalaciones ahora se habían transformado en su refugio. En sus rostros se marcaba la tensión e iban con los sentidos alerta a lo que pudiera surgir tras la esquina más cercana.

    ―No sé si ha sido buena idea aventurarnos hoy por este lado ―murmuró uno de los hombres. Era un tipo que superaba los cuarenta, de tez morena curtida por el sol y rostro salpicado de arrugas. Su cuerpo era nervudo y tenía una mirada de ojos claros donde brillaba cierto aire de seguridad.

    ―La zona del puticlub la hemos registrado hasta la saciedad, Sebas. Tarde o temprano habrá que inspeccionar otros lugares si queremos salir de este infierno de una jodida vez. Creo que hoy es un día bastante bueno para explorar más lejos. Esos hijos de puta parecen estar agotando sus fuerzas. Ahora se arrastran como peleles sin vida, pero quién sabe si pronto volverán a encontrar energías para seguir manteniéndonos aquí encerrados.

    Sebastián no replicó. No quería parecer cobarde ante el otro minero y por eso ocultaba su temor bajo aquella máscara de firmeza. Sabía que Lorenzo, aquel hombre de cabellos entrecanos y rostro atractivo, llevaba razón.

    ―De acuerdo, Heston, iremos hasta donde podamos. Pero en cuanto la cosa se ponga jodida, al menor síntoma de peligro, volveremos al refugio con los demás ―añadió Sebastián, que llamó al otro minero por el apodo que sus compañeros de trabajo le pusieran, ya que era de rasgos parecidos al conocido actor.

    Llegaron hasta la esquina del edificio del que acababan de salir hacía unos minutos. Allí dentro, donde estaba la sala de aseos, habían ubicado su refugio los mineros supervivientes. Junto a Sebastián y Lorenzo habían quedado atrapados otros tres. Se vieron aislados en ese lugar cuando todo comenzó. Ahora, días después de que se desencadenara el infierno, aún no habían podido establecer contacto con otras personas. Los cinco permanecían en las entrañas de aquel valle, refugiados en el edificio de aseos del pozo minero.

    ―¡Joder, amigo! ―exclamó en voz baja Sebastián, una vez se hubieron asomado, agazapados, a la esquina del edificio―. Parecerán cansados y hechos una mierda, pero hay tantos, que no me parece sensato ir demasiado lejos.

    ―Tienes razón. Pero me gustaría subir por la ladera que hay detrás de la central del pozo. Desde ahí arriba podremos ver cómo está la carretera que sale del valle.

    Mientras decía aquello, Lorenzo señaló la pequeña central eléctrica que había más allá, dentro de un perímetro vallado con verjas de metal. No había demasiados infectados por allí, sólo algunos que merodeaban con aire abatido en torno a dicha protección.

    ―¿Y por dónde crees que será mejor subir ahí arriba sin que nos vean esos hijos de puta?

    ―Quizás sea mejor no ascender por la ladera hasta haber llegado junto a la verja de la central ―explicó Lorenzo con gesto ceñudo. Vigilaba, agachado y al amparo del edificio, aquellas formas renqueantes y de aspecto podrido que deambulaban por todas partes―. De momento el edificio nos protege. Si salimos corriendo hasta el vallado y logramos que no nos detecten, luego podremos seguir cuesta arriba, pegados a las verjas, que algo nos ocultarán.

    No parecía un gran plan, pero Sebastián no objetó nada. Seguía empecinado en no parecer cobarde. Al otro lado del edificio, donde las plazas de aparcamiento se extendían a lo largo de la plazoleta del pozo, cientos de infectados arrastraban sus pies en busca de sustento.

    Llegar hasta el enrejado de la central no fue difícil. Aun así, no pudieron evitar que algunos infectados girasen sus caras putrefactas, para luego salir disparados en dirección a esas posibles presas, aunque ya sin muchas fuerzas.

    Tuvieron que abatir con sus hachas a unos cuantos podridos antes de llegar junto al enrejado. Lorenzo torció el gesto cuando la sangre del último de aquellos desgraciados salpicó su mono azul y Sebastián tuvo dificultades para extraer el tajo de su hacha del cuello de otro. Al final se vieron libres de atacantes y pudieron seguir ladera arriba para dejar a sus espaldas la central del pozo.

    Mientras corrían advirtieron cómo sus botas pisaban una extraña urdimbre de matojos. Se trataba de una suerte de enredaderas que arrastraban sus formas alargadas por el suelo. Los hombres ya habían visto aquel espécimen de planta proliferar por los alrededores de su refugio.

    ―¡Puta hostia! ―exclamó Sebastián― Esta mierda de tentáculos vegetales parece que se mueven. Es como si quisieran envolvernos los tobillos. Será mejor que nos apartemos hasta donde no crezca toda esta porquería.

    ―Tienes razón, pero no te pares. Esos hijos de puta de ahí abajo parecen haberse dado cuenta de que estamos aquí.

    Lorenzo señaló una caterva de infectados tras decir aquello. Allí abajo, frente al castillete del pozo, se movían inquietos unos cuantos de ellos. Lanzaban al aire su característico murmullo lastimero.

    ―Joder, Lorenzo, esto no tiene mucho sentido. Por mucho que escapemos de esos tarados ahora, para cuando queramos volver a «la casa de aseos», se nos habrá formado un muro de ellos cortándonos la retirada. Y todo para ver desde ahí arriba cómo de jodido está el asunto en la carretera que sale del valle.

    Lorenzo empezó a pensar que su compañero tenía razón. De todas formas, como se encontraban en un punto elevado, decidió subir unos metros más para ganar altura. Desde donde se encontraban podía verse parte de la calzada. Se estremecieron al constatar cómo permanecía obstruida por un buen número de coches detenidos. Entre los vehículos deambulaban, con paso errático y porte encorvado, decenas de infectados.

    Era una visión apocalíptica. Volvieron a plantearse la cuestión que desde hacía días rondaba por sus cabezas. ¿Era aquello algo focalizado en el valle, o se trataba de una pandemia que afectaba gran parte del planeta? Aquellos seres se afanaban en buscar el menor rastro de vísceras humanas que hubiera podido quedar entre toda aquella maraña de hierros de los vehículos accidentados. Los mineros ya habían tenido ocasión de presenciar, con el alma encogida, cómo se alimentaban de los cadáveres y cómo portaban a algún lugar parte de los restos de sus víctimas.

    ―Pues sí que estamos jodidos ―masculló Sebastián con fastidio―. Por este lado tampoco parece que haya posibilidad de escapatoria.

    ―Esto resulta cada vez más desesperante ―corroboró Lorenzo, que logró sin embargo no perder la calma por completo. Era un hombre menos visceral que su compañero. Solía pensar las cosas con profundidad, no dejándose llevar por la pasión del momento. Pero aquello era demasiado incluso para él. Llevaban días atrapados, sin saber nada de lo que ocurría más allá de los límites del valle ni tener noticias de sus seres queridos.

    ―Creo que ha llegado el momento de volver al refugio ―añadió a continuación, mientras Sebastián contemplaba, horrorizado, el panorama que tomaba forma allí abajo.

    ―Como no nos demos vida, esos hijos de puta se nos van a comer el puto culo. Están subiendo a por nosotros. Vale que no corren como al principio, pero no me hace ni puta gracia estar aquí parados para nada, mientras se acercan. Creo que será mejor escapar a esta altura del monte, acercándonos por aquí arriba hasta la casa de aseos y luego bajar antes de que nos corten el paso.

    Como vio que su amigo no contestaba a lo que acababa de decir, miró a Lorenzo con gesto desconcertado. Ahora éste observaba algo a su izquierda. Dirigía una mirada preñada de horror en aquella dirección.

    ―¡Joder, Sebastián! ¿Qué cojones es esa mierda de ahí arriba?

    No era frecuente que el hombre se expresara de manera tan rotunda por mucho que las cosas se tornaran feas, por eso Sebastián casi no se atrevió a mirar adonde indicaba Lorenzo. Para colmo, no podía imaginar qué podía superar el horror que ya presenciaran hasta el momento.

    Cuando Sebastián miró por fin, lo que sus ojos contemplaron fue algo tan dantesco como repugnante. Metros más arriba, a su izquierda, crecía una especie de parra que parecía salida del infierno. Su tallo era una amalgama de ramas oscuras y nudosas, entre las que se podía adivinar algo que a todas luces parecían restos humanos. Regueros de sangre resbalaban sobre las formas de aquella aberración de la naturaleza. Unas ramas espinosas se extendían como apéndices diabólicos, varios metros sobre la tierra que las raíces habían hecho saltar en terrones oscuros. Aquellas prolongaciones se retorcían, dotadas de una vida palpitante. Bajo ellas, unos cuantos seres que llevaban en sus manos descarnadas trozos de cuerpos, se arrastraban encorvados.

    ―Joder, Lorenzo, vayámonos de aquí de una puta vez ―murmuró Sebastián con el corazón encogido.

    ―Nos iremos enseguida, Sebas… pero antes… me gustaría llevar con nosotros un pequeño recuerdo…

    2

    Cuando aquella pesadilla se desatara, días atrás, aquellos cinco mineros del pozo que había a la salida del valle lograron salvar su pellejo. Pudieron refugiarse en la casa de aseo, que era el edificio donde se encontraban las duchas y las taquillas. Se estaban cambiando de ropa antes de irse a casa, cuando afuera estalló aquella tormenta de sangre y mordiscos. Con ellos había uno más, quien quiso salir a ver qué ocurría. Jamás regresó.

    La jaula del pozo; aquel ascensor de hierro tirado por gruesas cadenas, había subido aquella tarde a una treintena de mineros cuyos rostros estaban desencajados y pálidos. Algún extraño mal parecía cabalgar por sus venas. Todo sobrevino de forma brusca. En apenas minutos, la plaza que se extendía entre los edificios donde estaban las oficinas y el castillete de hierro, se transformó en el campo de batalla de mineros que luchaban a mordiscos y hachazos.

    Desde la casa de aseo, que lindaba con las oficinas, los cinco mineros presenciaron tan macabra escena. No daban crédito. Aquello no podía ser real. Pero estaba ocurriendo y tuvieron que asimilarlo. Hubo momentos de histeria allí adentro. Algunos creían que había que salir al exterior, aunque fuera sólo a ver qué sucedía. Tampoco podían quedarse de brazos cruzados. Debían al menos dar la voz de alarma a las autoridades. Pero ninguno llevaba móvil en aquellos momentos, ya que solían dejarlo en sus coches. De todas formas, otros pensaron que alguien tenía que haber dado ya la voz de alarma.

    Cuando se dieron cuenta de que su compañero no regresaba, decidieron que nada conseguirían saliendo al exterior, sino sacrificar sus vidas en balde. Allí estaba ocurriendo algo por completo anormal, y no sabrían cómo actuar en semejante situación.

    Luego todo se sumió en un extraño universo donde reinaba el terror. Las horas pasaban y nadie llegaba en su ayuda. Los vehículos que entraban en el valle eran atacados por aquella horda de seres rabiosos y el número de infectados se incrementaba de forma alarmante. Sacaban a las personas de sus coches, tironeando de los cabellos o aferrándolas por el cuello, para luego hundir sus dientes en las caras. Algunos de los agredidos pasaban a formar parte de tan infernal ejército, otros, sin embargo, eran despedazados. Una caterva de seres rabiosos formaba un coro a su alrededor, peleándose a empellones y arañazos para acceder al cuerpo recién abatido. Extraían sus vísceras con gruñidos de ansia. Se relamían con avidez mientras las saboreaban, entre borbotones y espumarajos de sangre caliente que manaba de sus bocas. Era un espectáculo difícil de creer. Pero era real. Tan real como el hedor de las vísceras que flotaba en el ambiente.

    Incluso las personas que había en un prostíbulo, frente a los muros que delimitaban el pozo, fueron sacadas con brutalidad para ser desmembradas sobre el asfalto o la zona de aparcamientos. Aquellos gritos preñados de angustia sobrecogieron a los cinco supervivientes, que contemplaban todo sin poder reaccionar. Dos de ellos no pudieron reprimir sus náuseas y vomitaron el almuerzo.

    Con el paso de las horas la cosa no hizo sino tornarse más surrealista y espantosa. Los infectados no sólo despedazaban a sus víctimas para darse un festín y comerse sus entrañas. La mayor parte de los trozos amputados eran enterrados en las zonas colindantes, donde el asfalto daba paso a la falda de alguna loma. Días después el brote de alguna simiente comenzó a germinar aquí y allá, alzando aquellas siniestras ramificaciones que parecían los tentáculos de alguna criatura diabólica.

    3

    ―Llevamos aquí metidos más de una semana ―bramaba ahora uno de los mineros―. No sólo nuestros vecinos se han transformado. Parece también como si la misma tierra estuviera convirtiéndose en algo repugnante, como si algún extraño tipo de matojo estuviera creciendo por todas partes. Eso es lo que parece cuando uno se asoma a estas ventanas y mira lo que hay alrededor.

    Se trataba del mayor de todos. Aunque no era demasiado alto, su aspecto resultaba imponente, con aquel rostro ceñudo de ojos claros, su barba descuidada y sus anchos hombros. Lucía una barriga prominente, pero esto apenas le restaba agilidad. Siempre había sido un hombre arrojado y curtido. Las palmas de sus manos estaban tan encallecidas que parecía que podría estamparse en ellas la colilla de un cigarrillo sin que el hombre llegara a sentir su calor.

    Estaba apoyado sobre el alfeizar del ventanal, en el segundo piso del edificio de aseos. Ya habían realizado más de una arriesgada incursión a otras zonas, como el prostíbulo del otro lado de la carretera, o el comedor del pozo, que estaba en el piso bajo del edificio de al lado. Pero una vez se habían pertrechado de provisiones y otras cosas necesarias, habían regresado a aquel lugar. Era el único desde el que podían ver con claridad cómo se desarrollaban los acontecimientos.

    Algunas veces, la horda de siervos parecía dispersarse para dejar terreno abierto en los alrededores. Pero eran como una marea que sube y baja. Tan pronto podías contar una docena, que deambulaban desgranados y aturdidos, como centenares que se agolpaban frente a su refugio, con las manos crispadas sobre ellos y lanzando sus ecos guturales. Algunas veces parecían oler su sangre. Adivinaban su presencia. Pero otras se mostraban confusos y agotados. Arrastraban sus pies, desplazando con lentitud sus cuerpos sobre los alrededores.

    ―Alguien tiene que venir a poner orden de una puta vez en toda esta mierda ―continuó el hombre con gesto ceñudo, mientras posaba sus ojos pequeños en el exterior, donde todo seguía igual desde hacía varios días.

    ―Yo ya no soy capaz ni de respirar este maldito aire, García. Huele todo el tiempo como si viviéramos en un matadero ―apostilló uno de sus compañeros; un hombre bajito y medio calvo. Sus lentes de gruesa pasta le daban un aire gracioso, que hacía bastante justicia a su personalidad risueña. O al menos, así lo era antes de que aquello les arrastrara a aquel perpetuo estado de desesperación.

    El primero se giró para mirarle. El hombrecito permanecía sentado en uno de los bancos que había en la amplia estancia de las taquillas. Estaba abatido. Tenía la cabeza hundida entre los hombros y las piernas laxas, como quien ya no tiene fuerzas ni para sostener su propio cuerpo.

    ―Esto es una jodienda, Rompetechos ―Sentenció García. Ni siquiera lo pésimo de su situación impidió que se dirigiese a él con aquel apodo que le pusieran―. El mundo debe haberse ido a la mierda. No me explico, si no, cómo es posible que aún no hayamos tenido noticias de nadie.

    ―Yo ya no recuerdo ni cómo era mi vida antes de todo esto, García. Parece como si nada hubiera existido antes de que esos tarados nos condenaran a vivir aquí dentro. Estoy empezando a perder la cabeza. Me da miedo pensar que nunca jamás lograré dormir sin que las pesadillas me despierten a cada momento.

    ―¿Crees acaso que yo lo llevo mejor que tú? ―replicó el hombretón, con aquella voz grave que tanto amedrentaba a aquellos que no le conocían―. Pero tenemos que perseverar, viejo amigo, o esas cosas se nos comerán vivos en cuanto nos descuidemos.

    ―A veces pienso que ya ni me importaría que acabase siendo así. Por lo menos todo terminaría de una vez. No tendríamos que preocuparnos más de mantener bien cerrada la puerta, ni de si se nos agotan esa mierda de latas que tenemos por menú ―confesó el hombrecito. Tenía la mirada perdida en algún lugar indefinido en aquellas insulsas baldosas de color blanco.

    ―No digas eso, Rompetechos. Antes prefiero sacrificarme, cortando un millón de cabezas en el intento de llegar a alguna parte donde todo no se haya ido al garete. Donde la gente siga despilfarrando su puto dinero en estupideces que ni en un millón de años le harán la menor falta ―intentó animarle García de aquella forma tan peculiar. Era mal hablado y bruto a la hora de exponer sus ideas, pero aquello era una simple fachada. El hombretón podía llegar a ser violento, pero sólo si su vida estaba en peligro o alguien ponía en entredicho su hombría―. Cada vez me arrepiento más de no haber acompañado a Sebastián y Lorenzo ahí afuera. Hace tiempo que los he perdido de vista desde aquí arriba y empiezo a preocuparme. Insisto en que sería bueno intentar llegar hasta alguno de nuestros coches, para recuperar el teléfono móvil de uno de nosotros. Pero siempre que lo intentamos resulta que los malditos tarados se congregan en la zona del aparcamiento. Ni que se olieran nuestras intenciones, coño.

    La puerta de la estancia se abrió y el hombrecito dio un bote sobre el banco. Pero no se trataba más que de su joven compañero Adrián, que subía del piso de abajo. El muchacho mostraba un estado de excitación que alimentó la curiosidad de García.

    ―Nuestros amigos han vuelto. Y se han traído algo acojonante, muchachos ―anunció, jadeante por la emoción.

    ―¿De qué coño se trata y por qué se han quedado abajo? ―preguntó García sorprendido―. Es más, ¿por qué cojones no los he visto llegar desde aquí arriba?

    El apéndice

    1

    En cuanto penetraron en el almacén para guantes, monos de trabajo y otros pertrechos laborales, pudieron darse cuenta de qué era aquello a lo que se refiriera Adrián. Sobre una mesa de madera, en mitad de la estancia, había algo grueso y negruzco. Parecía una rama viscosa y llena de espinos. Sus compañeros la miraban con un brillo de fascinación.

    ―¿Qué cojones es esa porquería, Lorenzo? ―les increpó García, que contrajo su rostro en una mueca de asco―. ¿Y se puede saber por qué narices no os he visto volver desde allí arriba? No creo que pudierais llegar tan rápido, mientras yo me distraía hablando con Rompetechos.

    ―Una cosa por vez, campeón ―replicó el tal Lorenzo. Era un hombre de pelo entrecano, aunque no viejo. Su atractivo, al más puro estilo de los actores de Hollywood de los 70, era muy celebrado por las mujeres del lugar. Al menos, antes de que casi todas se convirtieran en aquella especie de momias andantes.

    ―Vamos, Heston, desembucha ya y déjate de rollos ―insistió García, que llamó al hombre por el apodo que muchas veces empleaban para referirse a él.

    ―No nos has visto llegar porque no hemos entrado por la puerta principal. Hoy hemos podido llegar bastante lejos. Esos tarados parecen haberse dispersado ahí afuera de manera considerable. Además, dan muestras de agotamiento, muchachos. Parece que se les están acabando por fin las pilas ―comenzó a explicar Lorenzo, con cierta excitación y de manera un tanto atropellada. No era frecuente ver cómo el hombre, por lo general de naturaleza tranquila, se dejaba llevar por aquel tipo de sentimientos apasionados―. Hoy hemos entrado por la ventana de atrás. Dimos un rodeo a todo el lugar. Salimos por el acceso que va a dar a la carretera por la parte de atrás, en lugar de la del prostíbulo, como de costumbre. Queríamos aventurarnos a llegar a la salida del valle, caminando carretera abajo. Pero cuando llegamos a la central eléctrica del pozo, algo llamó nuestra atención. Ya habéis visto esas cosas que crecen por los montes y praderas de la periferia. Ya sabéis, este tipo de ramas asquerosas que han brotado aquí y allá. Pero había un lugar, en una arboleda ahí atrás, al otro lado de la pequeña central, donde crecía una especie de parra que parecía salida del viñedo del mismísimo diablo. Era más alta y gruesa de lo que estamos acostumbrados a ver. Varios de esos tarados la estaban rodeando y, lo juro por mi santa madre, parecía como si la alimentaran con trozos putrefactos de cadáveres, que seguro habían sacado de algunos vehículos accidentados. Luego, ellos mismos se alimentaban con un repugnante tipo de viandas que crecían entre las ramificaciones de la planta. No nos resultó difícil abatir a esas cosas con nuestras hachas. Como os he dicho, cada vez parecen más agotados. Son como muertos que se arrastran sobre el suelo, recién salidos de sus tumbas.

    ―Menos poesía, señor Poe ―bromeó García, al ver cómo su compañero se extendía demasiado―. Ve al grano de una jodida vez. Quiero saber por qué narices os habéis traído esa porquería.

    ―Tranquilo, no vas a llegar tarde a trabajar. Tenemos todo el tiempo del mundo ―ironizó Lorenzo―. Resulta que, tras matar a esas cosas, destrozándoles las cabezas con las hachas, decidimos traernos un pequeño souvenir. No me pareció mala idea poder observar esta cosa con tranquilidad. Estoy seguro de que esta planta es la culpable de lo que está ocurriendo. Tiene que tratarse de algún tipo de virus nuevo que corre por las entrañas de estas ramas.

    ―Y aun sospechando todo eso, habéis cogido esa mierda y la habéis metido en nuestro puto refugio ―lo increpó García, que comenzaba a sentirse furioso―. Mira esa cosa, está llena de pinchos. Estoy seguro de que un rasguño con uno de ellos será como el maldito pasaporte para el paraíso de los tarados comedores de intestinos. Esa viscosidad que parece rezumar es como una resina, que seguro se te pegará a la piel para inundar tu sangre con ese jodido mal.

    ―No somos estúpidos ―intervino el otro minero, aquel que había salido junto a Lorenzo―. Nos hemos asegurado de coger esa cosa haciendo uso de los guantes acolchados. Además, en ningún momento hemos sujetado la rama por las zonas donde están los pinchos.

    ―Ah, claro, Sebas, me había olvidado de nuestros trajes especiales para este tipo de situaciones ―bramó García con sarcasmo―. Nuestros guantes de tela, nuestros increíbles monos de la mina. ¿Te acordaste de llevar el casco contigo, por si acaso se te caía la rama en la cabeza, mientras la cercenabais con vuestros hachas con filo de rayo láser? ¿Es que estáis mal de la cabeza o qué os pasa? Esa puta mierda ha conseguido contagiar a centenares de personas a nuestro alrededor, y en apenas horas. Todo el maldito valle debe de estar infestado de esas cosas. Muy pocos deben haber tenido ocasión de salvarse como nosotros. ¿Y todavía os dan ganas de andar cortando ramas de esa puta cosa que crece por todos lados?

    »Lo que hemos de hacer es buscar una salida. Ninguno de nosotros se ha visto en la desgracia de tener en este lugar a familiares cercanos. Pero es una maldita pesadilla tener que aguantar aquí, un día tras otro, con la incertidumbre de no saber hasta dónde se ha extendido ya ésta porquería. Todos tenemos esposa e hijos, o padres y novia, como en el caso de Adrián. Lo único que quiero es saber cómo se encuentran mis niñas y mi mujer en estos momentos. No quiero ni pensar que se hayan contagiado con esa basura. Y estoy convencido de que vosotros pensáis igual. No entiendo por qué habéis decidido entreteneros husmeando entre esas cosas que han crecido por todas partes. Dejadles eso a los jodidos científicos.

    Todos guardaron silencio durante unos segundos que parecieron durar horas. El ambiente estaba cargado a causa de tanta tensión. Afuera, la brisa arrastraba aquel eco de ultratumba que estaba enloqueciendo por momentos a los mineros y, de fondo, un silencio glacial. Allí dentro parecían encontrarse en una macabra sala de autopsias. Pero en lugar de batas blancas había montones de monos azules empaquetados en sus bolsas de plástico, guantes, caretas de protección contra gases nocivos y cascos.

    ―Pues la próxima vez que salgáis tú y el Rompetechos, procurad llegar más lejos que la última vez, cuando no os atrevisteis ni a cruzar la línea del portón del pozo y no tuvisteis el valor de intentar recuperar alguno de los móviles en el aparcamiento ―replicó Sebastián ofendido. Era un tipo cuyo físico atlético le hacía parecer más joven de lo que era, aunque en su rostro moreno ya habían comenzado a asomar unas cuantas arrugas.

    ―En esa ocasión había más tarados ahí afuera de lo acostumbrado ―contestó García, que hizo acopio de paciencia―. La carretera se ha convertido en una trampa repleta de coches accidentados desde donde puede salir una de esas cosas. Eso, y cadáveres y más cadáveres en estado de descomposición. Estamos rodeados por la inmundicia. Parece bastante difícil avanzar cuando hay tantas criaturas vagando por todas partes. Sin embargo, hoy ya se veían más dispersos. Creo que hubiera sido la ocasión idónea para llegar hasta la salida del valle.

    ―Pues haber venido esta vez tú, joder. ¿Qué quieres que te diga? Nadie te lo hubiera quitado ―replicó Sebastián, cansado del ímpetu y el afán de liderazgo que mostraba su compañero.

    ―No creas que no me arrepiento cada vez más de ello ―añadió García, como si no quisiera, bajo ninguna circunstancia, quedarse sin decir la última palabra.

    ―Chicos, chicos, será mejor que no sigamos discutiendo ―intentó tranquilizarles Lorenzo―. La cuestión es que, querámoslo o no, seguimos aquí metidos. Creo que es tarde para una nueva incursión. Tendremos que esperar a mañana. Esas cosas se muestran más cansadas y deterioradas a cada día que pasa. No creo que vuelvan a intentar asediarnos en masa, como en los primeros días, cuando se desató la plaga. Ahora tenemos esta mierda de rama aquí y no hay vuelta atrás. No sé si habrá sido una idiotez echar tiempo en cogerla o podrá servir, más adelante, para que algún científico la utilice con intención de saber más sobre esta locura.

    Algo interrumpió la disertación del hombre. Rompetechos acababa de lanzar un grito lastimero. Cuando miraron al hombrecillo se dieron cuenta, horrorizados, de cómo mostraba un profundo corte en la palma de su mano rechoncha. El hombre miraba perplejo la herida, con un brillo de desesperación colgado de la mirada. Estaba desolado.

    ―¡Joder, os juro que no la he tocado, me cago en la puta mierda! ―comenzó a explicar, casi al borde del llanto―. Esa cosa se ha empezado a retorcer mientras discutíais y me ha clavado uno de esos malditos pinchos.

    Los demás observaron el pedazo de rama que reposaba sobre la mesa. Daba la sensación de que se había movido, pues la postura que adoptaba en esos momentos parecía distinta y unas gotas de sangre resbalaban por su superficie escamosa. Pero el fluido fue absorbido al instante por entre las vetas negruzcas y la ramificación se ensanchó de manera sensible, como si de pronto cobrara mayor corporeidad.

    ―¡Me cago en la virgen! ―exclamó Sebastián espantado―. Esa cosa parece que está bebiendo la sangre de Rompetechos. ¿Qué cojones nos hemos traído de ahí afuera?

    García quería mucho a aquel hombrecillo, pero nada bueno podía presagiarse de lo que le acababa de ocurrir. Sintió una lástima inmensa, cuando la certidumbre de lo que aquello implicaba tronó como una alarma en su cabeza. Durante una fracción de segundo sopesó varias ideas. Al final, optó por la de un pequeño sacrificio. Tal vez con ello pudiera salvar el pellejo de su amigo. De todas formas, quizás el hombre ya estuviera condenado y nada había que perder.

    Haciendo gala de una rapidez que hizo enmudecer a sus compañeros, tomó una de las hachas que siempre procuraban tener cerca. Sostuvo la mano herida de su amigo a la altura de la muñeca y la bloqueó contra la pared más cercana. Sin dejar que la duda lo hiciera flaquear, imprimió toda la fuerza de sus músculos en un contundente golpe. Cercenó, de este modo, la mano de su amigo y parte del antebrazo.

    ―¿Qué coño has hecho, García? ―gritó Adrián con espanto. Tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima de los gritos que profería Rompetechos, cuyo semblante había palidecido mientras se aferraba el muñón con expresión de dolor y desconcierto.

    ―Lo siento mucho ―declaró entre resuellos el inter-pelado―. Espero no haberla jodido. Pero estoy convencido de que esa rama habrá contagiado a nuestro amigo. Había que hacer algo antes de que la cosa inundara su torrente sanguíneo.

    ―¿Y de dónde coño sacas esas ideas? ―preguntó Sebastián ofuscado.

    ―De toda esa chusma que se arrastra ahí fuera, amigo. ¿Es que no ves cómo se contagia esa mierda a la mínima, en cuando te muerden? Si todo es por culpa de esa planta, está claro que a nuestro compañero se lo tuvo que contagiar.

    2

    Aquellos gritos de dolor eran como una hoguera en mitad de la noche, cuyo chisporroteo delataba la presencia de quienes la encendieran. Los infectados que deambulaban afuera se detuvieron al instante. Dirigieron sus miradas vacías hacia las ventanas de un edificio próximo y la cacofonía de gruñidos que arrastraban consigo se intensificó. Pronto, casi un centenar de cuerpos semidescarnados y malolientes se arrastraba hacia el lugar del que provenía aquel sonido agónico.

    Los alaridos surgían del edificio que había frente al castillete minero. Era una construcción de planta circular y tres pisos de altura, ubicada al pie de una elevación montañosa. Todos los edificios del pozo estaban en aquella parte del acceso. Dentro albergaban las oficinas, los aseos, el comedor, los almacenes y la lampistería donde estaban los cargadores para las baterías que los mineros usaban para sus lámparas. Aquellas que siempre llevaban fijadas en sus respectivos cascos. También a ese lado, separado del resto de edificios por una zona de aparcamientos, se levantaba el edificio que hacía las funciones de sala de máquinas. Dentro estaban los colosales mecanismos que impulsaban los sistemas de leva de la gran jaula de metal. Esa que, en tiempos más normales, se adentraba varias veces al día en las entrañas de la tierra.

    Pero los siervos del jardín tenían su atención puesta en un lugar. Las ventanas de la segunda planta de aquel edificio habían dejado entrever, en más de una ocasión, algún tipo de luz débil. También habían percibido el olor a vida que surgía de allí dentro. El aroma flotaba a su alrededor, como una promesa de lo que podrían encontrar escondido al otro lado de esos muros. Era algo que los enloquecía cada vez que lo notaban.

    Las presas escaseaban desde

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