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Los archivos del génesis
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Libro electrónico585 páginas8 horas

Los archivos del génesis

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Cuando Trisquel se despierta, mareada y aturdida, ignora qué le ha llevado hasta el seno de aquellas ruinas. En el transcurso de las siguientes horas, descubrirá que se halla inmersa en la aventura más espeluznante que nunca haya podido imaginar. De pronto se verá rodeada por personajes de lo más variopinto. Juntos han de llevar a término una misión de la que dependen muchas cosas importantes. El destino de Anaroth se halla en juego y sólo un hombre tiene la clave para evitar el desastre. En Ishtapual; esplendorosa ciudad de un imperio declinante, las conspiraciones crecen al mismo ritmo que una amenaza terrorífica. La azarosa odisea no ha hecho más que comenzar. La joven deberá enfrentarse a situaciones que pondrán a prueba su tesón y le harán replantearse muchas cosas. Desde el siniestro Bosque de los Lamentos hasta las profundidades de un mundo olvidado, su periplo por Anaroth le hará bregar con eventualidades de lo más diverso. ¿Qué oscuros secretos esconden algunos de sus compañeros de viaje? ¿Qué enigmas encierra la misión en la que se ha visto envuelta de manera forzosa?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ene 2023
ISBN9798215596319
Los archivos del génesis
Autor

Juan Miguel Fernández

Autor asturiano de novelas de corte terrorífico y sobrenatural, que ya editó algunas de sus obras con sellos editoriales como Dólmen, Atlantis o Dissident Tales. También ha participado en diversas antologías de relatos de diferentes géneros literarios y en más de una ocasión presentó sus trabajos en prestigiosos festivales como Celsius 232.

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    Los archivos del génesis - Juan Miguel Fernández

    Los archivos del Génesis

    Los archivos del Génesis

    Juan Miguel Fernández

    © Juan Miguel Fernández, [2.020]

    ISBN: [9798668989041]

    Impreso por [Amazon, Independently published]

    Todos los derechos reservados.

    Portada: Imagen extraída de Pixabay, por KELLEPICS.

    Email del autor: ludanluinar@gmail.com

    A mi madre, Argentina, cuya mirada desprende el calor de la bondad.

    Tabla de contenido

    El bosque de los lamentos

    Ishtapual

    Imperio del sol

    El bosque petrificado

    El istmo de Nafaler

    El Escandino Errante

    El principado de Ramarkán

    El desierto de Ten Avill

    Los jardines de Ishtar

    Bajo el desierto

    Los archivos del génesis

    Epílogo

    El bosque de los lamentos

    I

    Al norte del imperio del sol:

    El sacerdote llegó cuando acababa de despuntar el alba. Se personó, escoltado por su guardia, en la villa agrícola que se desplegaba sobre el altozano. Era alto, musculoso y de piel broncínea. Llevaba el cráneo y la barba rasurados; rasgos que lo identificaban como portavoz de la diosa Ishtar. Sus brazos estaban ceñidos con pulseras y brazaletes de oro. Llevaba una diadema dorada, con penachos de plumas que le tocaban la cabeza y un pectoral de plata en forma de abanico invertido. A los aldeanos les intimidó su aspecto, pero fueron ellos quienes reclamaran su presencia. Habían solicitado audiencia con el hombre; querían mostrarle algo que los tenía aterrorizados. Algunos llegaron a pensar que el ministro de la fe no les concedería el privilegio de semejante consulta. Pero el tipo acudió en su ayuda con prontitud. Tal vez no era del todo ajeno a lo que sucedía en las inmediaciones de Ishtapual. Yeztel jamás se molestaría en abandonar la ciudad, para mezclarse con unos pueblerinos, a no ser que considerase que la situación lo requería.

    —Agradecemos de corazón el que haya escuchado nuestros ruegos, noble Yeztel —declaró uno de los aldeanos con aire sumiso. El hombre, un tipo de casi dos metros y luengas barbas pelirrojas, agachó la testa en señal de respeto, al tiempo que realizaba una genuflexión para humillarse ante el sacerdote—. Jamás habríamos molestado a vuestra excelencia, de no ser porque nos hallamos preocupados y no sabemos qué hacer.

    —Puedes levantarte, radastino. No es necesario que te prodigues en halagos. Soy un hombre ocupado. No puedo permitirme derrochar en esto más tiempo del necesario. Contadme qué es lo que os tiene tan asustados, cuál fue el motivo de que me hicieseis llegar esta petición de audiencia.

    Los campesinos se miraron con recelo, temerosos de confesar el objeto de sus tribulaciones. Lo último que deseaban era enfurecer al sacerdote con explicaciones poco convincentes. Nadie sabía por dónde empezar a referir los hechos. Había que relatar las cosas de manera concisa.

    El hombre que hablara antes se adelantó al resto y miró al ministro de la fe a los ojos, pero sin dejar de mostrarse humilde. Se hallaban al borde de la cumbre, donde los muros del poblado delimitaban la zona. Desde allí se podían apreciar los huertos que se desplegaban, de manera escalonada, sobre la ladera del monte.

    Los soldados que escoltaban a Yeztel estaban firmes, con la mirada atenta a cualquier gesto que pudiera resultar inapropiado. Iban ataviados con jubones verdes sin mangas y largos hasta las rodillas, así como sandalias reforzadas con clavos. En los pechos de la ropa se apreciaba el dibujo que representaba a la diosa Ishtar; una mujer alada con garras en lugar de pies. Se protegían las cabezas con yelmos recargados de plumas y portaban lanzas. Al cinturón llevaban todos una daga. 

     —Algo está asolando esta villa, mi señor. Estos huertos que labramos para abastecer los graneros del imperio, han sido escenario, durante las últimas jornadas, de sucesos que no logramos explicarnos. Primero fueron algunas cabras. Aparecieron muertas una mañana, tendidas sobre una pradera y con el cuello horadado por boquetes. Estaban secas por completo, como si les hubieran drenado la sangre.

    El hombre hizo una pausa, como si quisiera calibrar el efecto de sus palabras. Había ensayado su discurso a lo largo de las horas anteriores y escogido cada término de manera meticulosa. Nunca antes tuvo ocasión de dirigirse a un individuo de tan alto cargo. Este le miró hierático. Su rostro cuadriculado no exteriorizó sentimiento alguno. Lo mismo podía estar pensando en mandarle azotar que reflexionaba sobre el asunto.

    Al cabo de unos segundos, Yeztel se pronunció de nuevo:

     —¿Y bien? —le apremió con actitud severa—. Algo más tendrás que decir. Imagino que no me habréis molestado por un puñado de cabras muertas. Supongo que no hará falta que os recuerde que este sitio está cerca de el Bosque de los Lamentos. A vuestros animales los puede haber matado cualquier criatura de las que pueblan esas frondas. Las florestas del lugar están preñadas de todo tipo de seres peligrosos. Pero nuestra amada Ishtar nos protege del mal que anida en esos bosques. Y vuestro deber es, entre otras cosas, cuidaros de semejantes amenazas. ¿Qué os empuja a pensar que este caso es diferente y requiere la intervención de un emisario de la diosa?

    —Pensamos… mi señor… que… lo ocurrido no es cosa de las ánimas del bosque, ni de ninguna otra criatura que habite las entrañas de la fronda —balbució el interpelado con actitud dubitativa, al tiempo que agachaba la cabeza y se sonrojaba de vergüenza—. Las señales que observamos en los cadáveres de nuestros animales domésticos no… no se corresponden con las que dejan los seres a los que estamos habituados. En realidad… no se parecen a nada que hayamos visto antes.

    —Sois simples aldeanos. Puede que no sepáis leer como se debe en las huellas que habéis visto. Quizás vuestros ojos no sean lo bastante expertos. Supongo que habrá algo más que os haya conducido a pensar que estáis ante algo insólito.

    Se produjo otro instante de silencio. La brisa acariciaba la hierba agostada de la cumbre y ululaba entre los brezos que crecían al borde de la cima. A lo lejos, los montes erguían sus cumbres pedregosas con aire regio, recortando el horizonte de un cielo donde apenas flotaban unos penachos de nube. Yeztel cruzó sus brazos sobre el amplio pecho y fulminó con la mirada a su interlocutor. Aquellos ojos, del color de la miel, podían hacer que el hombre más aguerrido palideciera.  Tanto sus atuendos como su porte le revestían de un aire de divinidad que intimidaba a gentes sencillas como aquellas.

    —Verá, noble Yeztel —confesó el campesino, que jugueteaba con el taparrabos, como si no supiera qué hacer con las manos—. No sólo nuestros animales han sido atacados. Entre las gentes de la villa, hay varias personas que enfermaron de manera extraña a lo largo de estos días.

    —¿A qué te refieres con que enfermaron de manera extraña? Sé más concreto y no des tantos rodeos. Existen muchos tipos de enfermedades. Cualquier depredador o presa pueden propagar epidemias entre los humanos, sin que ello suponga que nos enfrentamos, ni mucho menos, a algo de origen sobrenatural. La naturaleza es sabia. A veces tiene que valerse de ciertas herramientas para regular las poblaciones de sus especies. Los caminos de nuestra señora Ishtar son inescrutables. A lo mejor estáis dando por hecho algunas cosas de manera precipitada. Pero habla sin tapujos. No os voy a juzgar. Estoy aquí para desentrañar estas cuestiones y arrojar luz sobre las sombras que os atribulan.

    Pese a que el sacerdote dio a entender que se mostraría magnánimo, los campesinos aún temían las consecuencias que todo aquello pudiera acarrearles. Pero ya que habían llegado a ese punto, no podían echarse atrás. El interpelado agregó algo con mirada sombría.

    —Tal vez… la mejor manera de mostrar lo que… según creemos está ocurriendo en nuestra villa… sea que usted mismo, excelencia, vea con sus ojos sabios a uno de los enfermos que le mencionamos.

    Yeztel jamás había visto algo semejante. Y el sacerdote acumulaba años de experiencia en el oficio, por lo que gozaba de una visión amplia del mundo que le rodeaba. Un mundo que no carecía de enfermedad, sangre y amenazas de naturaleza tenebrosa. Tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar el miedo que le suscitaba la visión que tenía ante sí. Sentimiento que enmascaró con una mueca de severidad. Si unos aldeanos como aquellos observaban una reacción tan mundana en alguien como él, tal vez le perdieran el respeto.

    Pero no era sólo temor lo que le causaba la visión de aquel enfermo que yacía sobre su jergón, en la umbría estancia de su cabaña. También sintió repugnancia ante el aspecto que ofrecía el hombre y ante la fetidez de los efluvios que emanaban de su cuerpo. Una peste que se adhería a cada partícula de aire y hacía que el ambiente fuese casi irrespirable.

    Yeztel hizo un esfuerzo para no apartar la mirada de aquel tipo. Observó su piel ennegrecida, su rostro demacrado y sus brazos famélicos. El ronroneo de su respiración sonaba como un fuelle atascado. Su pecho se agitaba con debilidad y estaba cubierto por una pelusilla semejante al moho.

    El sacerdote conocía afecciones diversas, muchas de las cuales abundaban en los bosques de la periferia. Pero tuvo que reconocer que, aquella en particular, le era desconocida. Sus sospechas acerca de la importancia que revestía aquel asunto se vieron confirmadas. Los campesinos tenían fundadas razones para estar preocupados.

    —¿Desde cuándo lleva así este hombre? —inquirió con un deje autoritario. Aunque lo cierto era que sus palabras sonaron menos vehementes de lo que esperaba— ¿Cuánta gente ha establecido contacto con él? ¿Cuántos entraron en esta cabaña?

    En esos momentos sólo se encontraba con él el portavoz del grupo. El hombre estaba pálido; incluso en una tez anaranjada como la suya y a pesar de las barbas, podía percibirse dicha lividez. Ahora sentía igual temor por la enfermedad de su vecino que por las posibles reacciones del sacerdote.

    La cabaña resultaba claustrofóbica, sin ventanas en sus paredes de piedra por las que pudiera penetrar la luz del día. Aparte del camastro, posado sobre el suelo desnudo, apenas se veían algunos apliques para colgar los hachones y la ropa.

    En vista de que el interpelado tardaba en contestar, Yeztel insistió con dureza.

    —Responde de una vez, campesino. ¿Qué vínculos se han establecido con este… hombre… desde que cayera enfermo?

    —Los justos, su excelencia, para procurar que no se muriese de hambre. Nos cuidamos de no tocarle. Un par de veces al día le traemos comida y agua. Pero rechaza todo ello con ferocidad. Desde hace unos días renuncia a alimentarse. La fiebre le ha subido de manera preocupante. Y delira. Murmura cosas incomprensibles todo el tiempo. A sus hijos y mujer les proporcionamos una casa distinta, para que no estén en este… ambiente tan nocivo.

    De pronto surgió una voz gutural que se enseñoreó de la estancia. El enfermo abrió los párpados y dejó a la vista sus globos oculares inyectados en sangre. Balbució algo con aire trabajoso, al tiempo que extendía su diestra hacia los hombres que tenía ante sí. El dorso de la mano estaba recubierto de yagas, algunas de las cuales supuraban una sustancia cetrina.

    —Esas voces… me están jodiendo el cerebro. No se callan nunca. Me llaman. Me ordenan cosas todo el tiempo.

    Yeztel le miró con fijeza, erguido con todo el aire regio que fue capaz de reunir.

    —¿Qué es lo que te ordenan esas voces, campesino? —inquirió con voz acerada.

    —Me piden… que beba.

    No agregó nada más. Se quedó allí postrado, mientras tiritaba y dejaba escapar hilos de baba que se adherían a las mantas de lana.

    —¿Por qué razón declinas, pues, el agua que tus vecinos te traen a diario?

    Yeztel no obtuvo respuesta, solo el murmullo de aquella respiración enfermiza. El sacerdote consideró que ya había tenido suficiente. No podía soportar encontrarse allí adentro, en compañía de un hombre azotado por fiebres de naturaleza desconocida.

    —Quemadlo todo —ordenó de improviso, con timbre autoritario—. Que el fuego purifique esta choza desde los cimientos hasta la paja del techo. No quiero que quede nada. Las llamas han de borrar cualquier rastro de ponzoña que inunda este lugar.

    El campesino asintió, acongojado. Al cabo de unos segundos, y cuando Yeztel ya se daba la vuelta para salir, se atrevió a formular una última pregunta.

    —¿Y qué haremos con él, mi señor? ¿Adónde le llevaremos?

    El sacerdote respondió sin siquiera volverse, con rotundidad.

    —No me has entendido bien, radastino. He dicho que lo queméis. Todo.

    II

    Frontera este de Radastar:

    Se despertó sobre un suelo resquebrajado que olía a humedad. Al incorporarse, descubrió que se hallaba en el seno de unas ruinas. El techo se veía deteriorado, con huecos por donde podían verse los ramajes de una fronda. El espesor de dicha floresta lo salpicaba todo con sus sombras. La luz del día iluminaba el cielo que se intuía entre la hojarasca, pero la tarde era avanzada. La mujer no recordaba qué hacía en aquel lugar. Su cerebro estaba anquilosado, con las ideas pegajosas como el alquitrán. Un temor se abrió paso entre la amalgama de pensamientos que abotargaban su mente y le elevó las pulsaciones.

    —¿Qué narices significa esto? ¿Qué coño hago aquí metida? —inquirió con nerviosismo, tras lo cual el vacío de la estancia le devolvió el eco de su voz pastosa. Se retiró los bucles pelirrojos del rostro y se los repeinó como pudo. Los cabellos estaban enmarañados y tenía el pecoso rostro resecado.

    Se desplazó con dificultad, desorientada. Notó que estaba sucia y sudorosa, pero existían otras preocupaciones más acuciantes. Al mirar en derredor, se dio cuenta de que el lugar se encontraba casi vacío. A excepción de una peana de planta octogonal, que gobernaba el centro del recinto, no se veía elemento alguno. Sobre aquel pedestal de granito tampoco se encontraba ninguna estatua, aunque de por sí medía más de un metro.

    La muchacha rodeó aquel apoyo solitario, mientras sus pisadas arrancaban un murmullo a las esquirlas que se desperdigaban por el pavimento. Escudriñó el objeto con los ojos entornados, pero no detectó encima otra cosa sino polvo. Aunque creyó percibir algo intangible; como una energía que irradiaba el artilugio y le erizaba el vello.

    —¿Cómo he llegado a este sitio tan extraño? —se preguntó una vez más, al tiempo que se sentía estúpida—. ¿Me habrá… secuestrado alguien?

    Lanzó esos interrogantes al aire; sólo los verbalizó para quebrar el inquietante silencio. Por eso se sorprendió cuando una voz, a su izquierda, respondió tales cuestiones.

    —No te ha secuestrado nadie. Has venido por propia voluntad. Sólo que ya no te acuerdas. Lo extraño sería que pudieras hacerlo… después de lo que pasamos para llegar hasta aquí.

    La voz sonaba cavernosa. Parecía el quejido de una losa que se abre y libera los efluvios de un cadáver. Al escucharla, un terror atávico se despertó en las entrañas de la joven, que volvió el rostro hacia ese lado.

    Ante la efigie que había allí, reculó espantada y a punto estuvo de tropezar de espaldas contra el pedestal.

    —¿Y tú quién eres? —preguntó con voz atiplada.

    Se trataba de un individuo que le sacaba una cabeza e iba ataviado con un capote dotado de capucha. La tela era negra como ala de cuervo y estaba ribeteada con filigranas rojas en las mangas y el cuello. Los repulgos de la caperuza proyectaban sombras que ocultaban sus facciones. Una sensación de ahogo se apoderó de la joven. A pesar de que él no realizó ademán alguno, ella se sintió amenazada.

    —No estoy aquí para hacerte daño —aseguró él, como si adivinase sus pensamientos. Fue un aserto que sonó con cierto aire de irritación—. De ser así, ya estarías a mi merced, pequeña.

    La forma en que pronunció aquella última palabra hizo que una voz de alarma tronara en el cerebro de la chica. Había algo en aquel deje gutural, que parecía querer recordarle algún tipo de momento pretérito. Sin embargo, no logró desentrañar cuál.

    Ante el desagrado de ella, él se acercó con lentitud. A su paso se elevó un tufo a podrido que le hizo componer una mueca de repugnancia. Cuando el hombre alzó su mano izquierda, ella vio que la piel poseía un color cerúleo y estaba arrugada. Unas manchas violáceas acentuaban aquel aspecto enfermizo y las uñas estaban amarillentas y melladas.

    —¡Joder! ¿Quién cojones eres? ¿Qué mierda quieres de mí?

    Tropezó contra la peana. Una de sus esquinas se le incrustó en la columna vertebral y le provocó un dolor agudo. Aunque acababa de dirigirse al otro con desdén, el terror aleteaba en su vientre. Y hubo otra cosa que la desconcertó. Al golpearse con la piedra del soporte, creyó notar un latigazo de energía e incluso le pareció sentir un chisporroteo que le hizo crujir el jubón.

    —No hay tiempo para explicaciones. Tienes que confiar en mí. Lo creas o no, ambos estamos metidos en esto y luchamos por una misma causa. El tiempo apremia. Debemos ayudarle a parar los pies al Arquitecto.

    —¿Ayudar a quién? ¿Y por qué habríamos de detener a un arquitecto? ¿Tan mal se le da su oficio que tenemos que entorpecerle el negocio?

    Para ella nada de lo que decía el hombre tenía el menor sentido. Y lo que más le desubicaba eran la siniestra estampa que se intuía bajo los pliegues de ese hábito y el tufo a putrefacción que se desprendía de debajo de la tela.

    —No te acerques, joder. ¿Qué se supone que te ha pasado en la piel? ¿Qué puta enfermedad se ha ensañado así contigo?

    Por toda respuesta, él lanzó un graznido que ella no supo si era un remedo de carcajada o una queja.

    —Tampoco hay que ponerse así, pequeña. Es sólo que hace algún tiempo que no me alimento como debiera. Hay algunas cosas que están cambiando en este mundo. Y no nos conviene derrochar el tiempo.

    —Y una mierda. ¿Me has tomado por estúpida? Y no me vuelvas a llamar así.

    —Como quieras —concedió él con talante hierático, encogiendo los hombros al tiempo que bajaba su mano—. Pero será mejor que me hagas caso y te pongas en acción. Las cosas no deben andar bien por ahí afuera para nuestro amigo.

    —No sé quién carajo es «nuestro amigo» —espetó ella con una mezcla de rabia y miedo—. Ni tampoco por qué coño está en peligro. Antes de ayudar a nadie, me gustaría que alguien me aclarase en qué mierda de situación me encuentro. Lo último que recuerdo es estar merodeando por la ciudad, en mi día libre, sin mayor preocupación que la de mantenerme alejada de los callejones infestados de rufianes. Si tú sabes cómo he llegado hasta aquí, podrías al menos refrescarme la memoria. Luego ya veremos si estoy en condiciones de colaborar para… echar una mano a ese amigo tuyo del que hablas.

    —Debes rescatarle —insistió el otro para desesperación de ella—. Nuestro futuro depende de ello. El futuro de todos depende de ello. Y si me haces caso, tal vez más adelante él pueda satisfacer con respuestas todas esas preguntas que planteas. Vamos, el tiempo apremia, muchacha.

    Dicho aquello, dio media vuelta y puso rumbo al umbral que se abría en una de las paredes. Caminó con decisión, arrancando ecos con su calzado, mientras los repulgos de su túnica barrían el polvo del suelo.

    Antes de abandonar la estancia, el individuo tomó un bastón que se encontraba apoyado contra la erosionada jamba del umbral, así como un hatillo que permanecía a los pies de dicho cayado. Se internó entre las sombras del otro lado y los pliegues de su capote se mimetizaron con la penumbra del pasillo. Ella sintió alivio ante su ausencia, pero en su cerebro flotaban tantos interrogantes que fue incapaz de concentrarse. Además, la atmósfera del lugar se percibía como enrarecida.

    La joven ignoraba el verdadero significado de la expresión «aquí huele a ozono», pero en ocasiones la había escuchado a algún alquimista y le pareció que se adecuaba al entorno en que se hallaba. Paseó nerviosa por la sala, alrededor del pedestal que se elevaba en el medio. Escudriñó las paredes desnudas, el suelo mugriento y agrietado o el techo horadado de boquetes sin llegar a conclusión alguna. Por más que se esforzara, no lograba recordar cómo había ido a parar allí ni con qué finalidad. Lo único que consiguió advertir, fue que la forma del techado describía un abombamiento de cúpula. No obstante, en ese momento no le concedió importancia al detalle.

    —Joder, mierda, mierda, mierda —rezongó de manera mecánica, mientras la sensación de volverse loca la devoraba—. ¿Qué coño se supone que debo hacer ahora? Al cuerno. Le seguiré a ver a dónde narices ha ido. Después de todo, si quisiera hacerme daño, creo que ya lo habría intentado.

    Se agachó y tomó un cascote de los que se encontraban desperdigados por el suelo.

    —Y tampoco voy a ir desarmada por completo. No voy a consentir que juegue conmigo como si fuera una pardilla.

    Tuvo que seguirle a ciegas. La techumbre de la galería debía estar intacta, por lo que la luz natural no se filtraba ahí adentro. Se vio obligada a palpar la pared, con el consecuente riesgo de lastimarse las palmas. Para colmo, el hombre se desplazaba de manera sigilosa. De cualquier manera, el pasillo discurría en línea recta y no se bifurcaba. Además, la fetidez a carne corroída que desprendía el tipo aún flotaba en el aire cuando ella se internó ahí, tras su rastro. Desde el exterior le llegaba una suerte de murmullo, cuya naturaleza no pudo concretar. Era como un coro de voces que semejaban lamentos. Esto no hizo sino intranquilizarla más.

    —¿En qué clase de lío me habré metido ahora? —se dijo entre susurros, al tiempo que avanzaba con aire trabajoso—. ¿A cuántos kilómetros de la ciudad me encontraré? Este sitio no me suena una mierda y creo que jamás había oído hablar de él.

    La espesura del bosque que se desplegaba afuera resultaba abrumadora. Los robles amortajaban el aire con su follaje y deformaban la tierra con las raíces. Pero también predominaban el arce, el abedul o la haya. El terreno estaba tapizado de helechos y líquenes, con las rocas cubiertas por sudarios de musgo que ofrecían una estampa húmeda. Los troncos se veían estrangulados por la hiedra y el suelo a menudo se perdía de vista bajo los matojos. Era una imagen tan hermosa como amenazadora, que hizo sentir a la muchacha vulnerable. Ella era una urbanita poco acostumbrada al despliegue de la naturaleza indómita.

    Le costó localizar al encapuchado, pero al cabo de un rato lo vio. Se encontraba cerca de un arroyo que discurría metros más abajo. Parecía observar algo que ella fue incapaz de detectar desde allí. El riachuelo desembocaba en una charca donde flotaban nenúfares y cuyo lecho no se veía debido a la turbiedad del agua.

    Se preguntó que estaría observando el otro. Dudó ante el umbral por el que saliera, mientras aferraba el cascote que se trajera como arma arrojadiza. Al cabo de algún tiempo se decidió a bajar por unos peldaños carcomidos por la erosión. Le costó alcanzar la posición del tipo, pues la maleza lo anegaba todo y temió que hubiese criaturas agazapadas entre los arbustos. Mientras se abría paso, notó que un zumbido se enseñoreaba del entorno. Se trataba de un rumor que su oído no captaba de forma directa. De cualquier modo, aquel cúmulo de sensaciones le alteraba la percepción de manera incómoda.

    —Están ahí, justo al otro lado de este riachuelo, junto a la charca. Creo que ella se ha apoderado de su voluntad —declaró el encapuchado, al tiempo que señalaba el lugar.

    —¿Vas a ser más concreto de una vez, o seguirás hablando con acertijos que no entiende ni su puta madre?

    El Viajero, Trisquel. Se trata del viajero con el que hemos venido hasta aquí. Un ánima del bosque lo ha atrapado con sus redes invisibles. El magnetismo de ese demonio le ha anulado la voluntad y ahora está a merced de ella. Esas criaturas son capaces de engatusar a los hombres con sus artes. Se las arreglan para ofrecer una imagen cautivadora. Pero bajo la superficie de ese aspecto tentador, se esconde un espíritu corroído por la avidez de almas. Tenemos que liberarlo antes de que sea tarde. Y no vayas a pensar que ese es el problema más gordo. Significa sólo una eventualidad más, en medio del caos que se avecina.

    —¿Qué coño me estás contando?

    La punta de su bota tropezó con algo, ya cerca del encapuchado. Trisquel miró hacia la maleza, convencida de que encontraría una roca en medio de su trayectoria. Pero el objeto que acababa de entorpecerle la marcha era un cráneo que se hallaba medio hundido en la tierra. Y no era el único fragmento de osamenta. El terreno estaba sembrado de huesos, muchos de ellos de apariencia humana.

    —¡Joder! ¿Qué significa esto?

    —Deja las preguntas para más tarde —la increpó el otro con impaciencia—. Son los restos de incautos que llegaron aquí, atraídos por el canto de las ánimas. Radastinos idiotas que abandonaron la seguridad de su región para internarse en esta trampa o viajeros que no supieron dónde se metían. Pero ahora quien nos interesa es nuestro amigo. Y creo que sólo tú puedes salvarle de ella. Hay que hacerlo cuanto antes, para que podamos seguir con nuestro cometido.

    Cuando Trisquel escrutó el lugar donde el arroyo se convertía en charca, divisó a un hombre de rubias barbas y jubón desastrado. El tipo era conducido por una mujer delgada y desnuda, cuya piel mostraba una apariencia extraña; el tejido de su epidermis era verdoso. Los cabellos estaban apelmazados bajo una capa lodosa y tenían prendidos ramitas y hojas a modo de tocado natural. Se mimetizaba con el entorno y a veces resultaba difícil distinguirla. Sus movimientos eran gráciles y al mismo tiempo destilaban malicia.

    —¿Adónde se lleva a ese tío esa chorba tan rara? —inquirió Trisquel, cada vez más ofuscada.

    —Lo arrastra a lo profundo del bosque, donde le drenará el alma hasta que forme parte de su esencia. Mientras copulan, le absorberá el espíritu y se alimentará con él. Ya te he dicho que no está en mi mano hacer nada para evitarlo. A lo sumo, puedo terminar con ella, pero no quebrar los efectos de su sortilegio. Sólo tú puedes romper el hechizo. Y si no lo haces pronto, será tarde para evitar el desastre.

    Ahora el encapuchado la miraba de hito en hito. Sus ojos destallaban como tizones desde las sombras de aquella capucha y Trisquel tuvo miedo de lo que pudiera hacerle.

    —Pero yo…

    —¡Basta de dudas y preguntas, muchacha! —rugió él, al tiempo que esgrimía su bastón con aire amenazador. Su voz retumbó como un relámpago preñado de ira—. Mueve tu culo de una vez y entra en acción. Ya habrá tiempo para las explicaciones. Si es que salimos airosos de este bosque infernal…

    Como vio que ella no accedía, decidió adoptar una postura más violenta. Extrajo un estilete de bajo el capote. Lo hizo con tal rapidez que pilló a la muchacha desprevenida. Antes de que ella se diera cuenta, ya tenía la punta del arma bajo el mentón. A Trisquel le sorprendió la presteza con que maniobró el hombre. Palideció al comprender que no se encontraba frente a alguien a quien conviniese menospreciar.

    —Si no haces lo que te pido —aseguró el encapuchado con gelidez y pulso firme—, te aseguro que lo lamentarás. No tengo interés alguno en hacerte daño. Pero si me obligas, no dudaré en poner todo mi empeño para convencerte. Y te aseguro que puedo ser muy persuasivo. Puedes estar segura de que será más sencillo hacer frente a esa ánima que a un tipo como yo.

    III

    Al norte del imperio del sol:

    Apoltronado en aquel sitial, el rey escuchó el informe de Yeztel. Procuraba aparentar interés, pero le resultaba difícil ofrecer una imagen a la altura de su cargo. No era que no le preocupase la crisis que atravesaban algunas villas de los alrededores. Se trataba de la falta de confianza en sí mismo. Se sentía viejo e incapaz, atado a un trono tan duro como esplendoroso y condenado a ejercer un liderazgo que, en el fondo, estaba supeditado a los caprichos de aquel energúmeno. Las dudas que albergaba, acerca de los métodos del sacerdote, minaban su voluntad cada día más. Se sentía impotente ante tan fervoroso ministro de la fe.

    Aquel siervo de Ishtar se había ganado el respeto de muchos ciudadanos. Tal vez mediante promesas que hablaban de paraísos, quizás a través del miedo, pero con una eficacia abrumadora. Yeztel consiguió adoctrinar a buena parte de la población. El culto a su diosa desplazó, en muchos casos, a la vieja religión solar. La nueva fe crecía de manera evidente, mientras la antigua perdía adeptos e influencia.

    «Si hasta la ciudad cambió de nombre para honrar a esa deidad que este fanático trajo del continente.» Pensó el monarca con amargura, mientras el sacerdote terminaba de referir los hechos que viviera en aquel pueblo agrícola.

    «Estos sacerdotes están contaminando nuestro imperio con sus cultos extranjeros. Ya no somos lo que fuimos. Nuestro tiempo se termina. Primero fue Ishtapual. Pero la fe de Ishtar no se detendrá aquí. Extenderá su influencia a lo largo del imperio. Sólo es cuestión de tiempo que terminemos relegados a un segundo plano. Y sin embargo, ¿qué diablos puedo hacer yo, tan agotado y viejo, tan insignificante?»

    —Lo que he visto esta mañana es digno de tener en cuenta. Las sospechas que tenía se han visto confirmadas, mi rey. Nos veremos obligados a extremar las precauciones —el aserto de Yeztel rescató al rey de sus cavilaciones. El sacerdote llevaba un rato hablando. Aunque el otro no escuchó parte de su exposición, era consciente de que el hombre no hacía sino dar vueltas sobre una misma idea. Una idea que el monarca ya tenía clara. Si de algo estaba convencido, era de que no le iban a agradar las propuestas de su camarada—. Mi rey. La situación es delicada. Tenemos que atajar esta epidemia antes de que se nos vaya de las manos. Confío en que entenderá que hay que actuar lo antes posible y de manera contundente. Amén de las medidas de aislamiento y prevención; que nos obligarán a separar y confinar a buena parte de la población, así como de purificar, mediante el fuego, todo aquel hogar, cuadra o granero que hayan podido ser contaminados con la… extraña peste que nos amenaza, tendremos que rastrear cualquier huella de las criaturas que han traído hasta aquí ese mal. Pero no podemos limitarnos a esto. Por eso solicito su aprobación para que…

    Los portones de la sala se abrieron y alguien irrumpió en el recinto. Yeztel no tuvo que volverse para saber de quién se trataba. Compuso una mueca de disgusto y entornó los ojos. Sus pupilas chispearon con la cólera que se avivó en sus entrañas.

    «Maldito entrometido.» Pensó enrabietado. «Ya me parecía que tardaba en meter las narices donde no le llaman. Jodido viejo amargado. Desbaratará mis planes antes si quiera de que pueda exponerlos.»

    El dirigente se encogió en su sitial, amilanado por la mezcla de apatía y temor que lo embargó. Ya de por sí no gozaba de un porte imponente, pero ahora se empequeñeció todavía más. Ni siquiera su tocado de plumas o las alhajas de oro lograban revestirle de un mínimo de dignidad. El trono, que se hallaba sobre una tarima, no le ofrecía cobijo alguno; más bien era como una palestra que lo dejaba expuesto. Apoyó con flacidez sus manos nudosas en los reposabrazos, al tiempo que resoplaba. Si las cosas podían complicarse más, estaba seguro de que así sería. Los lanceros que se hallaban a ambos lados del trono permanecieron impertérritos. Lo defenderían si era necesario. Pero lo que el dirigente temía no era un ataque, sino el tedio de una pugna de intereses entre los dos ministros de la fe.

    —¿Qué significa esto? —inquirió el recién llegado con irritación. Se trataba de otro sacerdote. Este rendía culto al dios solar del imperio; Apu-Sol. Venía custodiado por media docena de soldados, quienes lucían en su jubón verde el disco dorado, símbolo de esa otra deidad—. ¿Por qué no se me ha invitado a esta reunión? ¿Es que el noble Yeztel considera que mis opiniones no están revestidas de la suficiente autoridad? Porque estoy seguro de que es nuestro amigo quien decidió comenzar la charla en mi ausencia.

    Sus pasos sonaron amortiguados en la alfombra, espolvoreada de granos de oro, que recorría la sala de forma longitudinal. Pero las sandalias arrancaron un eco que delataba furia e impaciencia.

    —Confiábamos en que tú mismo te invitarías a la audiencia, Sairy. Por eso no nos entretuvimos en hacerte llamar —replicó Yeztel con mordacidad. No se molestó ni en mirarle a la cara—. Y si en verdad estuvieras preocupado, habrías tenido la decencia de investigar acerca del asunto. Oh, claro, pero el honorable Sairy no puede mezclarse con el pueblo llano, caramba. Sería todo un engorro para un respetable servidor de Apu-Sol hacer algo semejante.

    El otro se detuvo a escasa distancia de su rival. Los ojos le chispeaban, pero tuvo que conformarse con cerrar los puños y adoptar un gesto desafiante. Era alto como Yeztel, pero sus músculos eran insignificantes en comparación con los del sacerdote de Ishtar. Lucía una piel más aceitunada y un rostro más enjuto. En lugar de tantos abalorios, lucía una indumentaria austera, con un jubón largo hasta las rodillas y una capa de color carmesí. El culto que rendía no le obligaba a rasurarse las barbas o el cabello, por lo que los tenía largos, de un color amarillento que delataba su ancianidad.

    —Puedes estar seguro que me preocupo más que tú por el bienestar de nuestros ciudadanos, Yeztel. Por eso estoy aquí, para evitar que, con el pretexto de salvar a nuestro pueblo, termines masacrando a la mitad del mismo.

    Si bien la discusión comenzó como un intercambio de reproches, al cabo de unos minutos el tono de la misma se intensificó. Los insultos reverberaron en las paredes de la estancia. La sala era un recinto de planta rectangular que estaba casi vacío, por lo que las voces producían un eco considerable. Aparte del sitial del monarca, allí no había más que la piedra de la sillería y el oro de los revestimientos que cubrían las paredes, las columnas y el techo. El rey estaba harto del destello áureo, que la luz diurna hacía cobrar vida tras colarse por las troneras. Era un brillo cegador que le molestaba casi tanto como la rivalidad de esos dos. Resultaba insultante verlos discutir, mientras le ignoraban con menosprecio. Por mucho que procurasen mantener las formas ante el resto de su pueblo, ya no profesaban pleitesía alguna a su rey.

    —Yo les ofrezco la oportunidad de ganarse el paraíso de los salones eternos —contraatacaba ahora Yeztel, mientras el monarca observaba la escena con una mezcla de irritación e impotencia—. Y también les concedo la paz de mi señora Ishtar, que velará por su bien y les ofrecerá los frutos de su creación.

    —¡¿Qué mayor paraíso que las moradas de nuestro amado Apu-Sol, donde la eternidad de sus campos de trigo están bañados por los rayos de su magnificencia?! —inquirió Sairy, que ahora señalaba con dedo acusador al otro, con el rostro arrebolado por la ira.

    Yeztel se disponía a lanzar su réplica, cuando el rey decidió atajar aquella disputa. Alzó su mano arrugada y se retrepó sobre el sitial en un patético intento de rescatar algo de la dignidad perdida. Se aclaró la garganta con un carraspeo y declaró algo en voz alta.

    —¡Basta, ministros de la fe! Dejemos esta ridícula confrontación que no nos lleva a ningún lado. Escuchemos lo que Yeztel tenga que decir y valoremos su propuesta con calma.

    A los otros les costó templar los nervios, que ahora bullían a flor de piel. Pero hicieron un esfuerzo por mantener las formas. Tampoco era cuestión de dejar a las claras la poca consideración que le tenían al monarca.

    —Si todos sabemos ya cuál va a ser esa propuesta —rezongó Sairy, al tiempo que miraba de soslayo a Yeztel.

    —Os ruego —se apresuró a añadir el monarca con gesto hastiado—. Que seáis breves. Comprendo que el asunto requiere de toda nuestra atención. No obstante, también me gustaría atender otras peticiones de audiencia que me he visto obligado a posponer. Hoy acaba de llegar un mensajero desde tierras meridionales. Ha recorrido largas jornadas, a pie, para trasladarme otra información que, según asegura, reviste una importancia considerable. El hombre se halla afuera, a la espera. Apenas ha comido y aguarda con ansia poder irse a descansar. Ha de retornar mañana con respuesta hacia las zonas sureñas del imperio y no quisiera exprimir sus fuerzas. No podemos maltratar a los miembros de nuestra red de mensajería. La información es uno de los pilares de nuestra patria y hemos de velar por el buen funcionamiento de la misma.

    El rey escuchó las palabras de sus ministros con toda la paciencia que consiguió reunir. Intentó digerir cada palabra con la resignación de un hombre que ya no sabe cómo hacer frente a sus responsabilidades. Trató de aparentar, como de costumbre, el liderazgo y la entereza que se le exigían. A partir de ahí le tocaría tomar decisiones; o fingir hacerlo, ya que en esos tiempos se sentía coaccionado a complacer los deseos de aquellos dos.

    Aborreciendo todavía más su posición, dio por terminado el conciliábulo y recibió al mensajero. Sin embargo, apenas consiguió escuchar los informes de este último, dado que seguía dándole vueltas al otro asunto. Y eso que el emisario del sur no traía noticias que pudieran ser ignoradas con facilidad.

    El enjuto hombre, de piel broncínea y livianos atuendos, le refirió el mensaje que se le había ordenado llevar al norte. Y nada bueno se presagiaba de aquellas palabras.

    —Lo gobernadores de las tierras meridionales, en común acuerdo con nuestro emperador, me ordenaron haceros llegar la advertencia que procedo a reproducir. Se detecta presencia de hombres armados en regiones de nuestra patria. Soldados de aspecto caucásico venidos, presumiblemente, de zonas occidentales, donde Radastar linda con potencias extranjeras. Son varias las voces que ponen de manifiesto haber visto partidas de exploración que invaden nuestro espacio. Las descripciones se ajustan al perfil de hombres blancos, ataviados con cotas de malla y yelmos, que van pertrechados con armas y montan a caballo. Se sospecha que pueden haber cruzado el estrecho en embarcaciones, para recalar en nuestras costas y merodear por zonas como el istmo de Nafaler, tal vez tras haber hecho escala en el Principado de Ramarkán.

    El monarca asentía, al tiempo que procuraba mostrarse afectado. Antes que el mensajero terminase de recitar su informe, el rey ya tenía pensado el suyo para enviar de vuelta al emperador. No se comprometería a gran cosa; lo justo para cumplir con sus deberes como dirigente. Andaría ojo avizor. Mandaría extremar las precauciones y vigilar los senderos de su reino con esmero. Aquella noticia le aportaba un motivo más para establecer un estado de excepción. Una medida que, sin duda, Yeztel aceptaría con agrado. No obstante, sería el sacerdote, como siempre, quien en realidad rubricase tal decreto.

    Qué cansado estaba aquel menudo radastino. Y cuánto le pesaba esa corona de oro y plumas o se le antojaba duro el sitial que notaba bajo las posaderas. Estaba cada vez más aburrido de aquella existencia. Pero ya no veía más que una forma de librarse de semejante carga; esperar a que llegase su hora.

    IV

    Frontera este de Radastar:

    Vadear el riachuelo resultó una tarea desagradable. El agua estaba impregnada por algún tipo de sustancia repulsiva. Cuando se internó en el arroyo, Trisquel notó cómo aquella esencia le ensuciaba las pantorrillas. El lodo del fondo se revolvió y se produjeron remolinos de inmundicia. Desde el lecho surgían fragmentos de osamenta y daba la impresión de que el reguero trataba de refrenar su avance. Las botas se hundían con un sonido de succión que la exasperó. Sin embargo, no encontró manera más rápida de alcanzar la zona donde se hallaban el ánima y el hombre barbado.

    Trisquel tuvo la extraña certidumbre de que le conocía. Aquel tipo no le era ajeno y estaba claro que necesitaba ayuda urgente.

    Se estableció una atmósfera opresiva y una neblina cubrió la floresta. Una cacofonía de murmullos se elevó desde todas partes.

    El ánima que llevaba al hombre de la mano volvió su rostro hacia Trisquel. Su expresión se transformó en el de una bestia. La criatura comenzó a sisear y sus músculos se tensaron. La gracilidad de aquel cuerpo menudo fue borrada al instante. Ahora semejaba un ente diabólico con el cuerpo recubierto por venas hinchadas. Y sus ojos eran vacuos, como globos sin iris que la fulminaban.

    Trisquel trastabilló. El agua le salpicó y dejó regueros de barro en su semblante, pero no se detuvo. Aún aferraba el pedrusco en su diestra y pensó en emplearlo. Gozaba de buena puntería, pero quiso acercarse más antes de lanzar el proyectil. Una pesadez inquietante se apoderó de sus miembros e hizo que la sensación de entumecimiento se acentuara.

    —Joder —masculló—. Aún no sé qué cojones hago aquí y se supone que debo enfrentar a una criatura a la que ni siquiera termino de dar crédito. ¿Es que me habrán drogado con algún alucinógeno? Esto no puede estar pasando, coño.

    —Está pasando —sentenció el encapuchado a sus espaldas—. Y debes pararlo de una vez.

    —Corta el rollo, cabronazo —rezongó ella por lo bajo—. Soy yo la que está aquí, pringada hasta las rodillas y frente a esa cosa que parece una harpía. No sé por qué te hago caso. Será porque tú me aterrorizas todavía más.

    De pronto tuvo que agarrarse a algo que flotaba sobre el agua. Al principio creyó que se trataba de una rama, pero al percibir la textura lánguida se percató, horrorizada, de que era un brazo corroído por la putrefacción. Cuando reculó, le pareció ver cómo emergía un rostro hinchado por la descomposición.

    —¡Mierda! ¡Hay cadáveres en este maldito riachuelo!

    Soltó la extremidad podrida y a punto estuvo de irse de espaldas al agua. La bruma le dificultaba la visión. De vez en cuando, entre los jirones de aquella niebla surgía un rostro atormentado. Era como si los repulgos de la neblina arrastrasen almas penitentes. Los murmullos que la brisa deslizaba a su paso se intensificaban por momentos y la temperatura descendía a cada segundo.

    Cada mirada que emergía de entre aquellas lenguas neblinosas era como una bofetada de tristeza. Aquella floresta estaba impregnada por la esencia de vidas truncadas. El peso de aquellos tormentos del pasado le lastraba el corazón a la muchacha.

    Consiguió llegar a la ribera. Se arrojó a la tierra arcillosa y se aferró al terreno. Pero no soltó la piedra que atesoraba en el puño. Hincó las rodillas en el lodo, con las piernas empapadas y cubiertas de líquenes. El ánima la miraba con aire enardecido, mientras lanzaba un chillido que desgarró el pellejo de la fronda. Los tendones del cuello se tensaron y las mejillas se le llenaron de capilares inflamados. El ruido de sus gritos hizo que a Trisquel le dolieran los tímpanos. Pero resistió con tenacidad.

    Años de supervivencia en los suburbios de Thengil habían agudizado su puntería. El peñasco que arrojó, con toda la fuerza de su rabia, impactó entre los ojos de la criatura. El ánima reculó, al tiempo que soltaba la mano del hombre. Su rostro se descompuso a causa de la sorpresa. Se llevó las manos crispadas al rostro y empezó a convulsionarse de ira. Pero Trisquel no le concedió un segundo. Tras agarrar lo primero que encontró; un fémur erosionado, lo lanzó a la bestia. El hueso impactó entre los pechos y su extremo astillado produjo una desgarradura. Aquella criatura no tenía sangre, sino un líquido oleaginoso de color blancuzco.

    El hombre de barba sacudió la cabeza, como si despertase de una pesadilla, y miró en derredor con aire confundido.

    El encapuchado acababa de internarse en el arroyo. Ahora elevaba una salmodia con voz gutural, al tiempo que alzaba su bastón. El cántico hizo que la bruma se agitase, como si el bosque acusara los efectos del sortilegio.

    —Ya podías haber hecho eso antes, compañero —le recriminó Trisquel con mordacidad, excitada por el fragor de la lucha.

    El increpado no le prestó atención y siguió a lo suyo. La capucha se le había caído hacia atrás y su testa ennegrecida quedó a la vista. Era un rostro terrorífico. En esos momentos era como si librase una lucha enconada con el bosque. La bruma se enroscaba en su talle y culebreaba en torno a brazos y piernas. El agua se arremolinaba alrededor de las rodillas y el viento azotaba su cuerpo. La tela de sus ropajes tremoló y el tipo tuvo que afianzar sus pies al lecho para no dejarse arrastrar.

    Trisquel supo que no era momento de entretenerse. Tenía que terminar lo que empezara. Se adentró en terreno firme y bordeó la charca.

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