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Drunemeton: El Libro del Druida
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Libro electrónico848 páginas12 horas

Drunemeton: El Libro del Druida

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Información de este libro electrónico

La vida de Aleso da un vuelco cuando, sin pretenderlo, se ve involucrado en una conspiración en la que está implicado su padre, un caudillo de la tribu tectosaga del sur de la Galia. El fracaso de la sublevación es el inicio de una odisea para el joven de apenas diecisiete años que le lleva a una larga travesía por el mundo conocido de la Antigüedad en busca del cumplimiento de su destino que le fue profetizado durante su iniciación como guerrero. Sin embargo, en su incesante viaje por Macedonia, Grecia, Tracia y Asia Menor, Aleso no está solo. Le sigue en secreto Erbolg, un miembro de la misteriosa hermandad de Dru Vid, que llegó desde la isla occidental de Ierne unos años atrás, supuestamente para llevar su gran conocimiento de la Naturaleza y de los dioses a las tribus del pueblo guerrero, los galos. Solo los propios Dru Vid saben que su verdadera misión es muy diferente...

La historia de los gálatas de Asia Menor como una apasionante novela, investigada históricamente hasta el más mínimo detalle e ilustrada con mapas, fotos y dibujos del autor, del autor del exitoso libro de no ficción "Herrscher der Eisenzeit". Die Kelten - Auf den Spuren einer geheimnisvollen Kultur" (Wilhelm Heyne Verlag 2012) (Soberanos de la Edad de Hierro. Los Celtas: tras los rastros de una cultura misteriosa, Ed. Wilhelm Heyne, 2012).

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento7 sept 2023
ISBN9781667462660
Drunemeton: El Libro del Druida

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    Drunemeton - Ralph Hauptmann

    DRUNEMETON

    El Libro del Druida

    ––––––––

    RALPH HAUPTMANN

    Traducido del alemán por

    Maria de la O Merino Aguilera

    Título de la edición original en alemán: DRUNEMETON – Das Buch des Druiden (2014)

    Traducido del alemán por Maria de la O Merino Aguilera

    Copyright © 2014 Ralph Hauptmann

    Reservados todos los derechos

    DEDICATORIA

    Hace mas de dos años dediqué mi primer libro «HERRSCHER DER  EISENZEIT. Die Kelten - auf den Spuren einer geheimnisvollen Kultur» (Soberanos de la Edad de Hierro. Los Celtas: tras los rastros de una cultura misteriosa) a mi prometida Nadja. Me llena de alegría y orgullo poder dedicar ahora «DRUNEMETON: El libro del Druida» a mi esposa Nadja.

    AGRADECIMIENTOS

    Un libro como este no se crea sin ayuda. El Centro Cultural Francés en Berlín puso a mi disposición una lista de direcciones útiles, Faruk Erol y Gülçin Kiliç del Departamento de Información del Consulado General Turco en Frankfurt y Berlín me facilitaron material de Ankara, Ilhan Temizsoy del Museo Arqueológico de Ankara me envió material sobre colecciones y exposiciones, Roz Kolonia, arqueóloga del Ministerio de Cultura, Dirección de Antigüedades Prehistóricas y Clásicas del Museo de Delfos, me proporcionó valiosas referencias bibliográficas adiccionales. Jacqueline Pradella, André Binte y Dr. Silvia Riedel, por entonces de la Sección de Filología Clásica de la Universidad Humboldt en Berlín me facilitaron material exhaustivo y proporcionaron muchas referencias objetivas sobre la historia, el idioma, la tierra y la cultura de la antigua Grecia. Ingrid Griesa del Museo de Prehistoria y Protohistoria me dedicaron mucho tiempo, posiblitándome el acceso a exposiciones que no se encontraban por entonces abiertas al público, y gran cantidad de referencias bibliográficas. Philippe Guillen del Museo del País de Luchon me ofreció mucha información sobre la historia de la región del Alto Garona en Francia. Mi agradecimiento especial para Robert Gillis, presidente de «Toulousains de Toulouse» en Siége Social et Musée du vieux Toulouse, quien copió a mano para mí unas veinte páginas de un antiguo manuscrito, ya que la obra original no podía ser copiada a máquina por motivos de conservación de los fondos.

    ––––––––

    ¡Muchas gracias!

    Alesos_Weg_Endfassung

    PRÓLOGO

    No tengo la más remota idea de mis años. Deben ser unos noventa; o noventa inviernos, como dirían en mi tribu. Ha tardado mucho en convertirse en mi tribu, ¡y por todos los Dioses! ¡Qué lejos he tenido que viajar para ello! 

    Cuando hace casi setenta años abandonamos las islas occidentales, sabíamos que formaríamos parte de algo grande. ¡Jamás me habría atrevido a imaginar siquiera lo grande que sería! Igual que tampoco sabía que nuestra partida de Ierne en aquel tiempo sería solo una de muchas, al menos para mí. Hoy puedo decir con orgullo que he vivido una de las mayores historias del pueblo que se llama en su lengua a sí mismo «el pueblo guerrero». 

    Y sobre todo, la historia de un guerrero tan especial, que también podría haber sido uno de los nuestros. 

    ¿Quiénes somos? 

    Se nos llama la «Hermandad de los Conocedores del Roble».

    Dru Vid.

    1 La Fortaleza

    Zona alrededor de la actual Toulouse, 283 a. C.

    Contempló cómo le disminuía la fuerza a su oponente. Contempló cómo el hombre comenzaba a notar el peso de su espada. Aquel fue el instante en el que supo que le vencería. Escuchó tras de sí los vítores y saludos de sus guerreros y sintió que le recorría una fuerza completamente nueva.

    De nuevo golpeó y esta vez con tal fuerza, que por primera vez desde que habían comenzado la batalla, su contendiente se tambaleó dando un paso atrás. Contempló cómo el guerrero dejaba caer su espada, mientras luchaba por mantener el equilibrio, solo por un instante. Y sin embargo, un momento demasiado largo. Su espada alcanzó el torso sin protección del oponente, justo antes de que este pudiera apartarse.

    Con un gemido sofocado, el hombre cayó de rodillas.

    Aleso se acercó. Los gritos de sus compañeros se volvieron más fuertes. Supo lo que se esperaba de él. Y al contemplar el rostro deformado por el dolor de su rival, percibió que este también sabía lo que iba a pasar a continuación.

    Aleso dirigió la mirada al cielo. Luego miró  al hombre arrodillado a los ojos, delante suyo. —Que el Otro Mundo te reciba como un gran guerrero —dijo, le agarró la cabellera, levantó la espada y...

    ... despertó, bañado en sudor, con el corazón acelerado; y un gran puñado de hierba en su mano izquierda.

    Aleso abrió los ojos. Se llevó la mano de forma inconsciente a la cabeza, pasándose los dedos por el pelo rubio, de una longitud media, solo para sentir lo que en realidad ya sabía.

    Ni rastro de la dura costra blanca que hacía que el cabello de un guerrero se mantuviera erguido. Solo mechones de pelo suave, ligeramente grasientos.

    Otra vez había sido tan solo un sueño.

    Y de nuevo había sido tan intenso, que al despertar, sintió náuseas.

    ¿Qué le había despertado en realidad? ¿Un ruido? No, había sido otra cosa. Fue la sensación de no estar ya a solas en el claro.

    Aleso se sentó, se apoyó en un codo y se protegió con la mano izquierda los ojos contra el sol saliente. Observó con atención el lindero del bosque. Le surgió una ligera sensación de excitación. ¿O era miedo? ¡Tonterías! ¡Miedo! ¡Él no! Aunque... en aquellos tiempos incluso estar cerca de un gran poblado fortificado no era del todo seguro. Bandas armadas que deambulaban por el país en busca de botines, saqueando las granjas más remotas, habían existido siempre. En su mayoría eran marginados de sus propios pueblos, expulsados por delitos graves, como le había explicado su padre; pequeños grupos, que evitaban cualquier lucha en la que no estuvieran obligados a participar. No atacaban a nadie a los que no hubiera nada que quitar. No, de ellos no tenía nada que temer. Sin embargo, en los últimos tiempos tribus enteras de hombres, mujeres, niños y ancianos habían estado cruzando con más frecuencia el territorio de su tribu. Exiliados en busca de nuevas tierras para asentarse. Estos invasores no tenían nada que perder. Caer en manos de una de aquellas tribus de exilados era lo peor que le podía pasar a Aleso. Si tenía suerte y se resistía lo suficiente, le matarían de inmediato. La alternativa era todavía peor: realizar trabajos serviles como esclavo de un guerrero, limpiando sus armas, remendándole la ropa, transportando su equipaje en la eterna e incensante marcha de una tribu sin hogar, limpiándole los vómitos en donde dormía a causa de la embriaguez y la mierda cuando se cagaba en los pantalones, viviendo de las sobras de su comida. A merced de sus caprichos y antojos, pues, como le había contado su padre, las tribus sin tierra no tenían leyes.

    Sin posibilidad alguna de convertirse jamás en guerrero.

    Su fantasía seguía en funcionamiento. No, él, Aleso, hijo del gran Critognato, no sería ningún siervo en cautiverio. Iría ante su nuevo señor y le pediría ser sacrificado a los dioses. Desafiante, escogería la muerte para demostrar que era digno de ser un gran guerrero. Insistiría en ser quemado dentro de un cesto de mimbre.

    Aleso sintió que el orgullo le crecía dentro de él.

    A unos treinta pasos de él crujió un arbusto. De inmediato volvió al presente. Sintió que lo que se movía se acercaba, pero siguió sin ver nada, y contuvo la respiración. Tenía el cuerpo muy tenso. El corazón le latía en los oídos cual tambor de guerra, tan fuerte, que los sordos impactos ahogaban los demás sonidos del bosque. Una parte de su muslo le comenzó a picar de repente, pero no se atrevió a rascarse. Una gota de sudor le cayó en el rabillo del ojo y comenzó a escocerle en el acto. Trató de mitigar el escozor, cerrando los ojos con fuerza, abriéndolos de nuevo y volvíendolos a cerrar. No sirvió de mucho.

    Tenía el corazón a punto de detenerse, cuando de repente, solo a unos pasos de él, el arbusto se abrió y dos figuras salieron de él.

    Con un fuerte jadeo, dejó salir el aire que tenía acumulado. Su cuerpo se relajó. ¡Esos idiotas! ¿Tenían que acercarse a hurtadillas de ese modo? Desplazó su peso al codo izquierdo y se frotó con ganas el escocido ojo con la base de la mano derecha. Luego encogió las piernas y con un impulso, se incorporó.

    —¿Estáis en busca del camino hacia el Otro Mundo?  —gritó a Belago y Pinato en voz alta  y (al menos, así esperaba) firme. —¿Y si os hubiera reconocido demasiado tarde?

    Sus dos amigos se sentaron y Belago sonrió de oreja a oreja en su redonda cara. —Vaya, qué suerte para nosotros que no tengas tu famosa espada contigo. Por un instante vi rodar mi cabeza sobre la hierba.

    El buen humor de Aleso disminuyó de golpe. ¡El cabeza redonda había estado sentado demasiado tiempo bajo el sol de finales de verano! ¿Tenía que recordarle que Aleso no podía llevar aún ningún arma? ¿Igual que él, por cierto?

    ¡Y además esa sonrisa!

    —Vamos, no lo dice en serio, ¿no, Belago? —Pinato se hizo oír.

    Aleso miró a Pinato frente así. ¡Claro, el Aspirante a Druida! ¡Nada de peleas! ¡Podrían alterar el gran equilibrio! ¿Qué tenía de malo una pequeña pelea entre amigos? Él no era guerrero... y no lo sería nunca. Pinato había nacido con una pierna enclencle y no blandiría nunca una espada en la batalla, nunca experimentaría la euforia del triunfo sobre un fuerte oponente. A veces le parecía a Aleso que Pinato aceptaba su sufrimiento como si fuera un regalo de un poder superior. Lo bélico simplemente no lo llevaba en la sangre. A él le interesaban mucho más los «misterios de los dioses» y la naturaleza, el «crecimiento y desarrollo», los «ciclos de los años», el poder curativo de las plantas y del agua y la «violencia de los elementos», como decía sin cesar. Aleso sabía que Pinato acudía en secreto de vez en cuando a las ceremonias sagradas de los druidas, siempre con miedo de ser descubiero, pues alguno de esos ritos eran únicamente para los propios druidas y sus discípulos aventajados. También sabía cuánto sufría Pinato por no poder participar siquiera en las lecciones que los druidas impartían a los hijos de los más altos guerreros de su clan.

    En realidad, sentía lástima por Pinato. Realmente, no pertenecía a nadie. Sus padres habían partido hacia el Otro Mundo cuando él apenas llegaba al cinturón de los hombres de su tribu. Desde entonces le había cuidado una familia amiga. El «pueblo elevado» (los «celtas», como decían en su antiguo idioma) no permitían que un niño muriera de hambre o durmiera al aire libre, cuando era abandonado por sus familiares en este mundo. Sin embargo, esto no significaba que el acogido asumiera también el estatus social de su familia adoptiva. Especialmente no el cerrado, a menudo introvertido Pinato, quien apenas abría la boca incluso cuando se le hablaba directamente. Cuando Aleso se imaginaba que Pinato viviera como su hermano adoptivo en su casa... La imagen que se formaba en su mente era de largas noche en silencio... O de largos discursos sobre los supuesos poderes del jugo de múerdago...

    Al contrario que con Belago. Este vivía como hermano adoptivo de Aleso en su casa, al menos hasta su consagración como guerrerro; según el acuerdo que el padre de Aleso había pactado con el de Belago, el armero de su tribu. Esa era la costumbre en el pueblo guerrero: una familia podía procurar a sus hijos varones un estatus mayor que el propio, criándolos como hijos adoptivos en familias guerreras de alto rango. Y Aleso, por su parte, no quería perderse ni un solo día de sus últimos cuatro años.

    —¿Y qué hacemos hoy entonces?  —preguntó Aleso.

    —En realidad... —comenzó Belagos.

    El lejano sonido de una trompeta de guetrra le interrumpió.

    ¡La batalla! ¡Casi se había olvidado Aleso de ella! Algunos campesinos de una granja a una jornada de marcha habían traído ayer noticias de un ejército que se acercaba. Obviamente una vez más una tribu de apátridas. No fue hasta la desaparición del sol que el consejo de altos guerreros de los Tectosagos tomó una decisión. Aquella mañana los guerreros de Beloresto se habían preprarado y partido hacia el norte, bajo los cautelosos vítores de los habitantes de Tohiosa. Solos. Sin las mujeres. Y sin los niños. A los «pequeños», «normales» pero sin embargo «importantes» conflictos entre tribus acudían los guerreros siempre acompañados de sus familias. Esta vez era diferente. De nuevo.

    Otra vez sonó la trompeta.

    ¡Los hombres estaban de vuelta!

    ¡Su padre estaba de vuelta!

    Sin esperar a Belago, Aleso salió corriendo hacia la fortaleza en la colina..

    ––––––––

    Soy Erbolg, gudardián de la historia de los Tectosagos, el clan que me acogió hace más de veinte inviernos cuando nuestra «Hermandad de los Conocedores del Roble» llegó de Ierne sobre el agua, oficialmente para transmitir nuestro conocimimento a las comunidades locales. Nuestra verdadera misión debe mantenerse en secreto eternamente.

    Ninguno de nosotros sabía lo que le esperaba, salvo un enorme territorio, habitado por tribus que se llamaban a sí mismos «el pueblo guerrero» y que hablaban una lengua muy parecida a la nuestra. Aún en la costa, antes de que los habitantes locales pudieran percatarse del tamaño real de nuestra hermandad, nos dividimos, no sin antes prometer volvernos a encontrar una vez al año en un lugar en mitad de esta nueva tierra. Entonces marchamos en pequeños grupos, hasta que encontramos poblaciones humanas.

    Los dioses nos dirigieron a mí y a mis tres compañeros bajo el liderazgo de nuestro anciano Deardoch al territorio de los Tectosagos, un clan fuerte y belicoso, el cual no nos pareció en absoluto beligerante, que nos acogió con gran desconfianza y al comienzo solo basándose en la hospitalidad que estaba obligado a ofrecer. Si en última estancia fue nuestro gran conocimiento de los ciclos de la vida lo que ayudó a los granjeros a aumentar sus rendimientos, o fue el hecho de que también nosotros, los Conocedores del Roble, fuéramos extremadamente hábiles con la espada, la lanza y el escudo, no lo sabemos, pero en unos pocos inviernos fuimos no solo miembros de pleno derecho de la comunidad, sino que ocupamos una posición dentro de la misma dificíl de describir. No éramos parte de la jerarquía tribal, sino que permanecíamos fuera de las viejas estructuras. Nos convertimos en consejeros del líder de la tribu, en maestros de los hombres santos ya existentes en este, en curanderos, en jueces y (en mi caso) en guardianes de la historia. Vivíamos para nuestro clan, y nuestra historia se repetía, como supimos durante la primera reunión de nuestra hermandad en un lugar llamado Cenabum. Llegados supuestamente para impartir nuestras enseñanzas. Convertidos en líderes espirituales, al menos iguales a los respectivos soberanos. Sin que los supiéramos, tejimos solo con nuestra presencia una red invisible, que unió a los clanes que una vez se llamaron celtas (los elevados) y hoy se llamaban galos (pueblo guerrero).

    Ahora es mi turno de narrar la historia de  «mi» tribu, los Tectosagos.

    Tohiosa, la impresionante fortaleza en la colina de los Tectosagos, se encontraba en la orilla oriental del río Garuna, el cual trazaba los límites entre el territorio de los galos y el de la tierra de los aquitanios. La puerta principal estaba orientada al sur; había otra puerta en el noroeste. Toda la fortaleza estaba rodeada tanto por un foso como por un enorme muro de palos de madera y piedra, interrumpido a intervalos regulares por torres de vigilancia de madera. En la puerta principal la muralla se convertía en un largo corredor que conducía al interior de la fortaleza circular en la colina. Esta muralla vuelta hacia dentro permitía únicamente a cinco hombres caminar uno al lado del otro, a los que se podía combatir tanto desde arriba como desde el frente. Así, bastaban solo unos pocos guerreros para detener a un enemigo numéricamente superior.

    Cuando contemplamos esta imponesnte fortaleza por primera vez, nos aterrorizamos. Frente a nuestra mente se nos presentó una imagen de clanes combatiendo amargamente, exterminándose unos a otros en sangrientas batallas y muriendo de hambre a causa de largos asedios a sus poderosos castillos. En aquel instante consideramos nuestra misión fallida. Pero tras algún tiempo nos dimos cuenta de que nuestra preocupación era infundada. Por supuesto siembre había habido batallas en el pasado lejano, incluso una o dos grandes contiendas, pero las luchas de aquellos días se sucedían de manera exclusiva a campo abierto y eran relacionadas con el honor, el ganado y las mujeres. Por consiguiente, el número de pérdidas era pequeño.

    Solo en los ultimos años habían llegado enemigos del norte, que tenían otras intenciones. Eran tribus que se sentían parte de la gran comunidad de los galos, y que codiciaban la tierra de los tectosagis, pues era rica. El suelo de las llanuras y las ligeramente elevadas regiones de las colinas eran fértiles, y los bosques de robles proporcionaban suficiente alimento a los innumerables cerdos. El comercio florecía, puesto que el Garuna era uno de los medios de transporte más importantes para los territorios de muchas tribus. Era justo eso lo que atraía a estas tribus: el libre acceso al río. La posibiidad de controlar el comercio por agua prometía riqueza y poder.

    A lo largo de las tierras de las tribus de los galos, los ríos significaban vida y prospereridad, pero había algo que distinguía a este río de la mayoría de los demás ríos: la arena fluvial del Garuna y sus afluentes contenía oro. Este oro era un motivo añadido por el que los tectosagios se veían obligados a luchar una y otra vez contra ejércitos mayores, que no venían simplemente en busca de botines, sino que intentaban expulsaros del valle del Garuna. El oro era poder que se podía sostener con las manos. También el nombre de su fortaleza en la colina era un homenaje de los Tectosagos al Garuna. Tohiosa significaba «agua preciada».

    Los Tectosagos sabían muy bien la atracción que representaba el oro, el río y las colinas fértiles. Fue precisamente esa atracción la que les condujo hasta aquí más de doscientos años atrás. En aquel tiempos sus antepasados habían expulsados a los aquitanios hacia el oeste, al otro lado del Garuna. Y hasta entonces no había habido un ejército lo suficientemente fuerte como para vencer a los Tectosagos con sus miles de guerreros. Sobre todo por haber construido, hacía más de cincuenta inviernos, su fortaleza en la colina, la cual desde entonces se había convertido en un refugio inexpugnable para el pueblo.

    Y aún parecía segura.

    Aún.

    En nuestro encuentro anual en Cenabum nos dimos cuenta nosotros, la Hermandad de los Conocedores del Roble, de lo que estaba oculto a cada una de las tribus :la tierra estaba en movimiento, y este movimiento no traía nada bueno. Sin embargo, no podríamos detener el destino. No nos estaba permitido detener el destino, aún cuando éramos los únicos que veíamos el gran contexto global. Solo podiamos trabajar en pequeña escala para hacer que lo inevitable fuera lo más soportable possible para nuestro pueblo, a quien debíamos proteger. Todo lo demás habría puesto en peligro nuestra misión.

    Y de este modo regresamos a nuestras «tribus», viendo cómo los jóvenes se preparaban para su vida de guerreros, sin sospechar para qué necesitarían sus habildades en el uso de la espada y el escudo.

    Ni siquiera yo entonces sabía lo que para mí aquello significaría.

    ––––––––

    Aleso había traspasado la puerta nororiental de la fortaleza y corría por el camino empedrado hacia la puerta principal. La gente salía en grande cantidades de las casas, y constantemente tenía que evitar a las mujeres, más lentas, y a los niños que corrían despavoridos. Finalmente se encontró con una multitud de gente que detuvo su carrera. Dejó el camino y corrió por el espacio libre hacia la puerta, donde ya se había formado un gran gentío.

    El ruido era ensordecedor. Mujeres que gritaban el nombre de sus maridos, niños, que chillaba por diversión o de miedo, ladridos de perros, el indignado gruñido de cerdos, que normalmente podían correr por toda la fortaleza sin ser molestados. Y sobre todo, un sonido apagado que hizo que el aire vibrara se volvió cada vez más fuerte.

    ¡Trompetas de guerra!

    ¡Los hombres habían vencido!

    Se produjo un disturbio en la puerta. ¡Ahí! ¡El primer jinete! ¡Beloresto, el líder del clan! En la mano izquierda sostenía una lanza ecuestre, de cuya punta ondulada colgaban algunos bultos oscuros y deformes. Dio un tirón de las riendas, su caballo resopló a regañadientes, pero se detuvo inquieto en el sitio, brincanco.  Triunfalmente, Belostero alzó el brazo con la lanza  Gritos de júbilo sonaron.  El líder del clan apretó las espuelas en los flancos del caballo, de modo que este se elevara sobre sus cuartos traseros, dando un salto hacia delante, dejando así el camino libre para los demás jinetes.

    Mientras tanto, Aleso había luchado por conseguir un lugar en primera fila. Cuando Beloresto pasó junto a él a caballo pudo ver que los bultos en su lanza eran cráneos decapitados. Otros guerreros tenían sus trofeos atados a las bridas de sus caballos, cuyas partes delanteras se encontraban oscurecidas por la sangre derramada.

    Tras los guerreros montados se producía un constante estruendo, y sin siquiera mirar, Aleso sabía que lo siguiente que vendría eran los carros de combate.

    En sus sueños ya se había alzado en uno de aquellos vehículos unas cien veces, en una mano la espada o la lanza, en la otra el escudo y junto a el áuriga.

    Pero aunque difícilmente podía apartarse de la vista de los carros, esta vez no se tomó el tiempo para aguardar hasta que llegaran. Aleso extendió los brazos delante del pecho y comenzó a abrirse paso a la derecha a través del gentío. Una y otra vez era golpeado con fuerza, mientras inentaba seguir el ritmo de los jinetes, algunas veces de puntillas y con el cuello estirado. «¡Al menos no tengo que temer caerme con toda esta muchedumbre!» pensó furioso.

    Deseperadamente intentó descubrir a su padre entre los guerreros a caballo. Su mirada vagaba de acá para allá entre los jinetes, posándose sobre las bridas decoradas con pequeños colgantes de bronce, atrapada por las vides y figuras de jabalíes en los magníficos escudos de los jefes, atraída una y otra vez por los trisqueles mágicos en medio de sus escudos, los tres radios curvos de la rueda del dios Taranis. Se necesitaba mucha fuerza para liberarse de esa magia.

    No veía a su padre.

    Ahora el cuerpo de un caballo empujó directamente hacia él, deteniéndose e impediéndole la vista. Con impaciencia empujó hacia la izquierda, para volver a tener la visión libre, pero justo en ese momento el caballo dio unos pasos también hacia atrás. Aleso volvió a girar a la derecha, pero vio que el jinete golpeaba al caballo brevemente en los flancos, de modo que este saltó nerviosamo hacia delante y se detuvo de nuevo justo delante de él. Se sentía hervir por dentro. Furioso, tuvo el deseo de darle una palmada en el trasero al animal, pero se controló a tiemp.. Tocar solo el caballo de un alto guerrero podía ser castigado con dureza. Aleso intentó dar un paso hacia atrás, entonces recibió un golpe repentino en la cabeza; no extremadamente fuerte, pero lo suficiente para no haber sido un mero roce accidental.

    ¡Ya era suficiente!

    Aleso echó la cabeza hacia atrás para otorgar al jinete al menos una mirada de enfado, y vio directamente la resplandeciente cara de su padre.

    —Que los dioses estén contigo, hijo mío, igual que han estado comigo en la batalla. ¿Has venido a saludar a tu vencedor padre?

    Aleso respiró hondo. Lo último que quería era que su padre viera algo del alivio que sentía al verlo. Habría sido indigno de un guerrero.

    —Alabados sean los dioses, padre, que os han llevado a la victoria. ¿Has matado a muchos enemigos? ¿Cuántos prisioneros habéis hecho?

    Su padre rió aún más fuerte. —Pues claro que hemos hecho prisioneros. Los míos no tuvieron que hacer el camino hasta aquí.  —añadió y bajó su lanza. En el extremo inferior de la larga y ondulada punta forjada cogaban dos cabezas incrustadas en sangre y suciedad.

    Aleso se echó hacia atrás. Al tiempo, se avergonzó de sí mismo. ¡El hijo de un importante guerrero se asqueaba de un cráneo! ¡Qué vergüenza! Sin embargo, esto eran algo definitivamente diferente a las calaveras preparadas y sin rostro que se encontraban en los nichos de la pared de casa, para ser mostradas a las visitas, o a los colgantes de calaveras, que como joyas colgaban sobre su puerta.

    Respiró profundamente y se obligó a volver a mirar. No era algo bonito de ver. Y aunque no era la primera vez que veía una cabeza cortada, sintió de repente un extraño temblor en el estómago. Una de las calaveras tenía un aspecto especialmente horrible. Se podía ver que no había sido separada del tronco del guerrero de un solo golpe. Una herida profunda un poco alejada de la oreja izquierda (o de lo que quedaba de ella) mostraba que el golpe no había sido dado con precisión o que la espada estaba poco afilada. Las dos cosas probablente, pues algunos extremos colgantes de los tendones indicaban que su padre había usado un cuchillo por fin para acabar de cortar la cabeza.

    Aleso levantó la vista y abrió la boca para preguntarle a su padre, pero justo en ese instante los instrumentos de viento comenzaron a sonar de nuevo, habiendo llegado a su misma altura mientras tanto. Sintió cómo le empujaba el gentío. El caballo de su padre se volvió intranquilo. Aleso gritó:  —¡Te veo en casa!— Aunque no estaba seguro de que le hubiera oído. Quizá hubiera decidido que ya había hablado con su hijo el tiempo suficiente. Según la costumbre, no debería haberse mostrado con él en público en absoluto, mientras Aleso no estuviera en edad de portar armas.

    Mientras el alto guerrero a caballo había hablado con él, la gente a su alrededor se había esforzado por mantener una respetuosa mesura. Ahora que el jinete alzaba de nuevo su lanza y se alejaba,  Aleso volvía a pertenecer a la masa, que le empujaba bruscamente en dirección a la plaza central del asentamiento.

    Allí se había congregado mientras tanto la hueste. La mayoría de curiosos se encontraban ya sin remedio tan apretujados, que apenas tenían aire para respirar, y la gente seguía empujando por detrás, aquellos que habían acudido demasiado tarde de sus casas, de sus talleres o del campo.

    Los instrumentos de viento habían enmudecido para entonces, eliminando su ensordecedor ruido, aunque el estruendo no era por ello menor. Entonces se produjo un repentino silencio, en el que habría podido oirse el aleteo de un pájaro. Aleso se estiró, pero tardó algunos instantes en descubrir el motivo de la súbita calma.

    ¡Los símbolos tribales de los Tectosagos!

    Aquello solo podía significar que el propio Beloresto se disponía a hablar.

    Las gentes se apretaron aún más, pero ya nadie hablaba. El único sonido era el de las patas de los caballos escarbando el suelo, inquietas.

    Aleso fue por suerte empujado a una posición desde la cual podía observar los acontecimientos casi sin obstáculos. Dos escoltas de Beloresto estaban a punto de levantar dos grandes bloques de madera en mitad del espacio abierto. Otro guerrero trajo un gran escudo y lo dejó sobre los bloques, formando una pequeña plataforma. Seguía reinando una tensa calma. En ese momento, cuatro figuras surgieron del fondo.

    Los druidas.

    El poder que representaban era tremendo, comparado con el breve tiempo que llevaban entre los Tectosagos. Habían aparecido ante su pueblo algunos años antes del nacimiento de Aleso. Nadie sabía exactamente de dónde venían; se hablaba de unas misteriosas islas del oeste. Claro que siempre había habido hombres santos en las tribus del pueblo guerrero, pero estos druidas del oeste habían traído consigo un conocimiento de la naturaleza, los dioses y la vida que superaba todo el acumulado por su pueblo. Conocían increíblemente tanto sobre los ciclos de la naturaleza y las señales que esta daba a las personas, que las cosechas en los campos de los campesinos se habían duplicado prácticamente en corto tiempo. Se había alcanzado una prosperidad sin precedentes. El hambre se había convertido incluso en una palabra desconocida durante los más largos y crudos inviernos, pues las provisiones eran tan copiosas, que habrían alcanzado hasta la mitad del verano. Se decía que le debían su sabiduría a los robles, y de hecho estos parecían tener un significado muy especial para los recién llegados por diferentes motivos. No solo por la planta que vivía en la copa de los robles, con pequeñas y duras hojas y frutos blancos, en las que las gentes hasta entonces ya habían reparado, pero cuyo valor sin embargo habían desconocido.  Los druidas las usaban como medicina y solo ellos tenían permitido hacerlo, pues aplicada de forma incorrecta, la planta significaba la muerte. Era a partir de este vínculo con los robles del cual habían recibido también su nombre: dru vid, como se hacían llamar, significaba aquel que conoce el roble

    Y estos sabios hombres del oeste habían traído algo más consigo. Sabían cómo extraer el oro del río y de la tierra,  al que la fortaleza de la colina debía su nombre, y en tales cantidades que para entonces no había nadie entre los Tectosagos que no poseyera ninguna pieza de este metal precioso. Habían necesitado solo unos pocos años para que sus propios hombres sagrados se convirtieran en aprendices de los druidas. Y en este tiempo, el poder del druida supremo se había equiparado al del líder de la tribu. Solo algo seguía desconcertando: los druidas no se consideraban a sí mismos pertenecientes a ninguna tribu, aunque viviían con una y la cuidaban.

    Nunca se les escuchaba decir Mi tribu.

    Beloresto subió al escudo alzado. Ofrecía un aspecto impresionante. Ya de por sí de una enorme talla, parecía un gigante salido de los cuentos de los ancianos, con su manto de cinco pliegues, a rayas verdes y escarlatas, que se mantenía unido en la parte delantera por un un gran broche, y el gran yelmo con alas de pájaro unidas a los lados. Sus ojos miraban arrogantes a la multitud, sin posar la mirada en nadie en particular. El rostro similaba al de una piedra, una impresión causada fundamentalmente por el enorme bigote caído que ocultaba cada movimiento de la boca.

    Beloresto permaneció inmóvil en esta postura, cuando el druida supremo se colocó frente a él. Un asistente se acercó y trajo al anciano sus armas sagradas: el escudo en forma de estrella, multicolor y decorado con un círculo de plata, la larga espada de combate y las dos lanzas , cuyas puntas, se decía, estaban envenenadas. Estas armas no eran simple decoración. Cada druida era un guerrero de pleno derecho, sin obligación de luchar pero sí la posibilidad de hacerlo, como de vez en cuando ocurría. Salvo unas pocas excepciones, sus discípulos eran también hijos de aquellos guerreros que habían alcanzado en la batalla un alto estatus dentro de la tribu.

    Cuando los símbolos del poder druida fueron traídos en el orden prescrito, el druida cerró los ojos, echó hacia atrás la cabeza y produjo un largo sonido que sonó como un zumbido, sin abrir para ello la boca. Despacio, elevó los brazos. Al alcanzar estos el punto más alto, el druida quedó inmóvil, como si fuera a convertirse en hielo, desde sus manos alzadas hacia abajo. El zumbido se detuvo. Los espectadores aguantaron la respiración. Ante ellos no se encontraba tan solo una persona. Ante ellos se encontraba un poder más grande que el de un señor tribal.

    De repente, una sacudida atravesó al hombre. La cabeza con la gran nariz curvada se inclinó hacia delante de manera precipitada como la de un ave de presa. Los penetrantes ojos miraron directamente a la multitud. Y Aleso hubiera jurado en aquel momento por el propio Cernunnos, el padre de todos los dioses, que había un resplandor en el rostro del hombre. El viento colocó un par de mechones de pelo gris del anciano delante de su cara, de modo que daba la apariencia de que estaba mirando a través de telarañas. Bajó los brazos, para formar un gesto casi suplicante inmediatamente después. Entonces comenzó a hablar.

    —Cernunnos, Taranis y Belenus, vosotros habéis permanecido junto a los tecnosagos en este difícil momento de amenaza y los habéis conducido a la victoria. Vosotros, fuerzas sagradas, habéis devuelto a sus victoriosos hombres sanos y salvos y habéis guiado a aquellos que se enfrentaron a oponentes más fuertes que ellos al Otro Mundo de forma segura. Pero— Y su voz cobró un tono amenazador —, tenéis también razones para enfureceros, pues algunos guerreros Tectosagos no murieron heróicamente en combate cuerpo a cuerpo. Llevan sus heridas a la espalda, y ya que no huyeron como cobardes, solo existe una explicación para su muerte, conocida por todos los aquí presentes. Mas el rencor de los dioses no durará mucho tiempo. ¡Hoy mismo un número igual de hombres a los que prefierieron la esclavitud a una muerte honorable en la batalla, serán conducidos al mundo de las plantas y la oscuridad, para restaurar el eterno equilibrio de los elementos!— Estas últimas palabras fueron gritadas sílaba a sílaba por el anciano, y mientras agitaba la cabeza de lado a lado con movimientos espasmódicos, los fuegos del sacrificio ya parecían arder en sus ojos.

    Aleso no se atrevió a parpadear ni una vez, tanto deseaba evitar perderse algo. La oscuridad creciente y el parpadeo de las antorchas traídas entretanto, hacían danzar a las sombras, como si los malvados espíritus de la naturaleza se hallaran justo debajo de ellas.. El viento del atardecer había alcanzado la plaza y quedó atrapado en la túnica del druida. Este se derrumbó de repente. Sus dos asistentes se le echaron encima, para levantar al cuerpo exangüe. Uno de los jóvenes se arrancó el hábito y lo colocó bajo la cabeza del druida. La multitud se agitó y se escuchó un vago murmullo.

    Entonces se produjo un sonido metálico y todos las miradas, que hasta entonces habían estado fijos en el druida yacente, se dirigieron de nuevo hacia delante, hacia Beloresto, quien había desenvainado y alzado su espada.

    Se produjo una tensión casi perceptible físicamente.

    —¡Mis nobles guerreros, queridos amigos, yo os saludo!— La voz del líder de la tribu tronó en la plaza —. Hemos regresado victoriosos, hemos hecho retroceder al enemigo, y los cautivos, los cráneos de nuestros enemigos y el abundante botín de guerra hablan sin palabras de nuestros actos. Queremos concluir este día apropiadamente, y cuando los dioses estén apaciguados— Con estas palabras lanzó una mirada en dirección al lugar donde habían apiñado a los prisioneros  —mis guerreros serán mis invitados, y hablaremos de la batalla. El vino griego y la cerveza fluirán en abundancia, las calderas se desbordarán y generosos regalos serán prueba de mi aprecio por vosotros. El guardían de la historia de nuestra tribu hará que nuestro pasado cobre vida, los bardos cantarán sobre nuestros antepasados y nuestras hazañas y nos alabarán— Hizo una señal a los que se encontraban detrás de él, quienes se pusieron de inmediato en movimiento para comenzar las preparaciones del festín —. Limpiáos el polvo del campo de batalla y la sangre del enemigo— continuó —, dejad que nuestros curanderos atiendan vuestras heridas y reunid algo de fuerza para las festividades de esta noche— De un tirón volvió a meter la espada en su vaina, señal de que había concluido.

    La gente quedó fascinada unos instantes más, luego todos estallaraon en júbilo. Aleso se dejó llevar por este gran sentimiento de comunidad, la cual acababa de obtener una gran victoria. De repente comenzaron todos a correr en todas direcciones. Los guerreros olvidaron preservar su dignidad y se sumergieron en la confusión general para abrazar a sus seres queridos, mujeres e hijos. Aleso quería también ceder a su primer instinto, quiso correr hacia su padre, pero entonces vio cómo este daba la vuelta a su caballo y se marchaba con otros dos guerreros en la dirección opuesta.

    Permaneció un rato perdido en medio de la multitud que lo empujaba de un lado a otro, dejando que la avalancha de gente pasara de lado. Sintió como se le formaba un nudo en la garganta.

    Entonces se giró y empezó a correr.

    ––––––––

    No sé por qué recuerdo en particular esta reunión tribal. Fue una de tantas en las que se vanaglorió una pequeña victoria. Quizá porque el colapso de Deardoch fue la primera señal visible de la debilidad de nuestra hermandad. ¡Cuántas veces le habíamos pedido a Deardoch en el retiro de nuestra cabaña sagrada que reconociera, en beneficio de nuestra misión, el hecho de que también nosotros envejecíamos, que también nosotros éramos simples personas! Y que no era bueno para la comunidad que esto fuera demasiado obvio. Habíamos hecho todo lo posible para ser una fuerza inquebrantable en la tribu. Nadie había visto nuestras luchas internas contra el viejo y terco Deardoch. Se nos aplicaba la misma ley que a los líderes tribales: la debilidad era inaceptable. 

    Nadie sospechaba en aquel momento lo que el colapso de Deardoch desencadenaría en Beloresto...

    ––––––––

    —¡Eh, chico! ¡No te quedes dormido! ¡Trae cerveza, y rápido! Mi jarra está otra vez vacía. Creo que debe tener un agujero en alguna parte... —El hombre levantó en señal de protesta su recipiente en el aire para examinar el fondo. 

    Los demás guerreros rompieron a reír desaforadamente. —Lo único que tiene un agujero aquí, Lontano, es tu tripa. Bebes como si creyeras que el día de mañana los dioses fueran a arrebatarte tu capacidad de tragar.

    Aleso estaba muy asustado. Con la gran jarra de cerveza en las manos, se tropezaba con las piernas de los guerreros, extendidas sobre pieles o hierba seca, las jarras de arcilla o bronce diseminadas, huesos roídos, vestimentas sin amo y las mesas bajas de madera en las que comían los hombres, las cuales habían sido derribadas o apartadas a empujones. Se sentía cansado, le quemaban los ojos y notaba todo su cuerpo pegajoso y sucio por la grasa, la cerveza derramada y el polvo. Se sentía demasiado fatigado ya como para estar enfadado. ¿Por qué, por todos los dioses que su tribu conocía (¡y eran muchos!), había rogado a su padre que le permitiera asistir a este banquete? ¿Habría olfateado por accidente las misteriosas hierbas de los druidas? Había suplicado hasta que su padre, después de mucha deliberación, aceptó dejar que Aleso viniera como escanciador a una de las hogueras de los simples guerreros independientes. En realidad le hubiera gustado contemplar el sacrifio de los prisioneros, pero eso era del todo impensable.  Los niños (y él seguía siendo uno, mientras no le estuviera permitido portar ningún arma) no tenían permitido asistir a la mayoría de los rituales sagrados. Lo cual no quería decir que no acudieran de hurtadillas a los lugares sagrados y observaran desde un escondite seguro. Se podría considerar igual de seguro que esto era sabido por los druidas... del mismo modo que sabían todo... Pero incluso una gran parte de los adultos eran excluidos de los sacrificios humanos. Nadie se atrevía a acercarse a estas ceremonias. ¡Pues aunque los druidas no lo vieran, los dioses sí lo harían! ¡Por supuesto!

    Aleso se había sentido muy orgulloso al llegar al recinto del festín; después de todo era el único joven no iniciado de su tribu que tenía permitido asistir a este banquete de los guerreros.  ¡Sí, él era especial! Sin embargo, cuanto más progresaban los festejos, y más cerveza corría por las gargantas de los guerreros, menos atención le prestaban. Ahora que sus jarras estaban vacías y no eran rellenadas de inmediato, se acordaban de él. Su padre le había presentado a los guerreros, pero estos hacía rato que habían olvidado su nombre. Aleso era un simple sirviente, y más de una vez lanzó una mirada anhelante a las hogueras de los señores de la tribu, del consejo de guerra y a las de los demás altos guerreros, donde todo era mucho más tranquilo y civilizado.  En aquellas hogueras no se bebía cerveza, bebida de hombres comunes, sino el fuerte vino griego sin endulzar ni diluir, y a pequeños sorbos. Además allí ninguno bebía desenfrenadamente y a solas como aquí (al menos no de momento), sino que la bebida había tomado más bien la forma de un ritual. El vino era repartido de un gran recipiente de bronce con ricos ornamentos en jarras más pequeñas pero también labradas artísticamente. Y mientras le retumbaban los oídos y le dolía la cabeza por el ebrio griterío de los hombres, gracias a los relatos de su padre sabía que allí el guardián de la historia de su tribu se turnaba con los bardos para alabar a Beloresto y cantar a los héroes de generaciones pasadas.

    Se arrastró con la jarra de nuevo vacía de vuelta al gran barril redondo, de la altura de un hombre, que Beloresto había mandado instalar, «para que no se sequen las gargantas de mis guerreros». Las palabras de Beloresto eran ley, y los hombres se esforzaban por no decepcionar a su gobernante..

    Aleso había vuelto a llenar la jarra y se disponía a volver a la hoguera, cuando un enorme guerrero le saludó y bloqueó su camino. Aleso se quedó parado. El gigante se detuvo frente a él y extendió ambas manos hacia la jarra.

    —¡Trae aquí!

    —Pero...

    —¿Tienes sucias las orejas? ¡Trae aquí, he dicho!

    Le arrancó la jarra de las manos a Aleso y empezó a verter el contenido en sí mismo, provocando que regueros de cerveza le corrieran por el torso. Cuando dejó de beber, su gran bigote chorreaba y la parte delantera de su camisa y sus pantalones de manchas coloridas se encontraba empapada. De repente su mirada se quedó fija, la jarra se le escurrió de las manos y se quebró con un ruido sordo en el suelo. El hombre miró con ojos vidriosos primero a la cerveza que goteaba, después a Aleso. —Los dioses han dejado de quererme  —dijo con la lengua trabada. Y cayó hacia delante.

    Aleso vaciló un momento, luego se acercó con cautela. Justo cuando se agachaba, el hombre fue agarrado por un severo calambre, que se volvió cada vez más fuerte, sacudiendo su cuerpo como una sola hoja en una rama es sacudida por la tormenta. Aleso quiso ponerle una mano en el hombro para tranquilizarle, cuando el guerrero giró la cabeza y vomitó tan violentamente, que salpicó el pantalón de Aleso de lleno. De inmediato el arie se llenó de un asqueroso y pútrido hedor. Aleso se estremeció de asco. Se le encogió la garganta y la boca se le llenó de saliva. Pero no tuvo tiempo de pensar en qué hacer con el hombre.

    —¡Eh, deja en paz al viejo borracho! ¿Dónde está nuestra cerveza?

    Aleso cerró los ojos, que le escocían. ¿Es que no se iba a terminar esto nunca? Suspirando y lleno de sincera autocompasión elevó su dolorido cuerpo, tomó una nueva jarra y reanudó su trabajo. Y tuvo la esperanza de que los dioses no pudieran ver cuántas maldiciones lanzaba a los soldados de los Tectosagos, quienes habían traído hoy una gran victoria a su tribu.

    Entretanto, el estado de ánimo en la hoguera había cambiado. Las fanfarronadas sobre las propias hazañas se habían vuelto ostensiblemente más agresivas. Contrariamente a todas las costumbres, no se dejaba terminar de hablar a un orador, sino que se trataba de acallarlo lanzándole ruidosos improperios.  O gritándole lo ya narrado por él, aún a mayor volumen. Aleso regresó justo en el momento en que un pequeño grupo de guerreros estaban a punto de iniciar un altercado grave. Uno de los hombres había volcado abiertamente el caldero más cercano a él y y sacado la mejor pieza (o la que consideraba mejor) con su gancho de hierro.  Al mismo tiempo, había anunciado en voz alta que tenía derecho a ese trozo al ser, a todas luces, el guerrero más grande y valiente del grupo. Comprensiblemente, casi todos los allí sentados tuvieron algo que objetar.

    —¿Tú, Trikato? ¿Tú quieres ser el más grande?— gritó otro ––Solo si no estoy yo, o si tienes a tus mujeres a mano para protegerte— Los demás guerreros rugieron de risa. El hombre burlado se levantó tratando de parecer amenazador, aunque ni una cosa ni otra le resultó precisamente fácil, debido a la cantidad de cerveza que ya había bebido. —¿Te atreves a ponerme en ridículo? Especialmente tú, Caragnato, que te pones a la carrera, solo porque el enemigo haga sonar las trompetas?— El aludido ya se había enderezado amenazadoramente con las últimas palabras. Eso no impidió a Trikato seguir con más ímpetu. —La cobardía parece ser una enfermedad hereditaria para vosotros. Igual que el padre, así es el hijo.

    Con un grito de rabia, el ultrajado Caragnato se lanzó sobre Trikato, quien continuaba renpantigado descudiadamente en el suelo y parecía haber anticipado el ataque. Con una destreza de la que nadie en el grupo le hubiera creído capaz después de la gran cantidad de cerveza, se dejó caer de espaldas, subió la rodilla al pecho, dejó que el atacante corriera contra su pie y lo lanzó sobre sí mismo hacia la oscuridad. Caragnato se estrelló contra el suelo, pero volvió a ponerse en pie en tan solo un instante.

    Aleso permaneció hechizado con su jarra en la mano, cuyo peso no sentía en absoluto. Para entonces, los hombres de las otras hogueras se habían reunido, formando un círculo alrededor de los contendientes. Estos habían comenzado a golpearse a puñetazos.

    Aleso no habría tenido nada que objetar si hubiera caído muerto de agotamiento brevemente, para no tener que llevar otra jarra; ahora estaba bien despierto de nuevo. ¿Tendría realmente la suerte hoy, en su primer banquete de soldados, de presenciar una de las contiendas de las que su padre le había hablado en ocasiones? ¿Esas historias que Aleso nunca le había creído?

    Al principio de la pelea, cuando la bebida se había convertido repentinamente en un asunto menor, Aleso se había abierto un hueco hacia un lado, sin que nadie se diera cuenta y ahora contemplaba, tenso, los acontecimientos.  Se producía un ruido sordo cuando los puños daban en el blanco, pero las mentes de los hombres parecían haberse separado de sus cuerpos. Pues, ¿de qué otro modo podría ser que los combetientes no sintieran siquiera los terribles golpes, cada uno de los cuales tan fuerte que podría enviar a alguien como Aleso al otro mundo sin muchos rodeos?

    Un sonido de decepción recorrió al gentío cuando Trikato de repente, tras un golpe especialmente duro, cayó al suelo. Justo cuando intentaba levantarse, dos espadas fueron lanzadas dentro del círculo.desde algún lugar.

    De inmediato, los espectadores dieron unos pasos atrás.

    Caragnato se acercó lentamente a las armas. Una vez allí lanzó una mirada al otro, quien entretando estaba tendido sobre sus manos y rodillas y sacudía la cabeza aturdido. Con una sonrisa despectiva, Caragnato tomó las dos espadas y lanzó una a su oponente tumbado.

    —Y ahora, muestra si eres de verdad un hombre o solo un bocazas —Su sonrisa desapareció, y con el rostro lleno de ebrio odio, añadió —. Y que el cielo caiga sobre mí y la tierra se abra y me trage, si dejo impune la ofensa a mi padre y a mi honor.

    En ese momento los hombres se separaron en un punto del círculo para abrir paso a los miembros del consejo tribal y a los guerreros nobles, quienes habían abandonado sus propias hogueras al comienzo de los disturbios. Aleso había temido inicialmente que los altos señores detuvieran la lucha, mas su preocupación era infundada. Solo se habían acercado para no perderse lo que probablemente sería la parte más interesante del festín.

    Ambos contendientes habían empezado, entretanto, a girar uno frente al otro con las dos manos aferradas a las espadas. De su embriaguez ya no quedaba ni rastro. En ningún momento se perdían de vista. Entonces levantó Caragnato su arma por encima de la cabeza y golpeó. Trikato lo bloqueó, sosteniendo su espada horizontalmente, deteniendo así el golpe y luego dirigiendo la punta de la espada de su contrincante hacia el suelo en un movimiento semicircular. Acto seguido invirtió este movimiento, apuntando a la cabeza de Caragnato. Este último dobló hacia atrás la parte superior de su cuerpo justo a tiempo, escapando de este modo el golpe. Al hacerlo, vio que el lado derecho de su oponente estaba descubierto y golpeó. El gentío creyó que la pelea estaba concluida, pero aunque Trikato se había desequilibrado por el ímpetu del mandoble, salió ileso ya que tan solo la hoja plana le había alcanzado.

    Sin embargo, Caragnato no le dejó tiempo siquiera para respirar. Impulsado por la ira a causa de la injuria a su familia, comenzó a cubrir a su oponente con un verdadero torbellino de golpes de espada. Trikatos retrocedía y se esforzaba por defenderse de la hoja, usada contra él con más rapidez cada vez. Una vez más se levantó enérgicamente, incluso contraatacó, y cuando Caragnato retrocedió tambaleante unos pasos, pareció haber recuperado el aliento por un instante. Quiso usar su supuesta ventaja y tomó un gran impulso.

    No llegó a embestir.

    Cuando su espada alcanzó el punto más alto, Caragnato alzó su arma de arriba a abajo diagonalmente y le abrió el abdomen.

    Trikato permaneció completamente petrificado, la parte superior del cuerpo ligeramente inclinada hacia delante, ambas manos sosteniendo aún la espada sobre su cabeza. En su cara había una expresión de ilimitado asombro.  Con un temblor cada vez mayor, miró hacia abajo, hacia sí mismo. El agarrotamiento en sus manos aflojó, y la espada cayó detrás de él al suelo. Sus brazos se hundieron y sus rodillas cedieron. Al caer apretó las manos sobre la gran herida, de la que brotaba sangre en amplios chorros, y cuando se derrumbó hacia delante, golpeando la tierra, la herida se abrió y sus intestinos surgieron entre los dedos. Se llevó las rodillas al cuerpo y empezó a gemir sordamente.

    Este sonido pareció romper el hechizo. El círculo de espactadores había permanecido en silencio desde el momento en que Trikato fue alcanzado, como árboles que bordean un claro. Ahora hablaban todos atropelladamente, alabando al ganador, discutiendo esta o aquella escena de la pelea y unos pocos lanzaban una vez más una mirada al moribundo. El espíritu de este se abrió paso casi inadvertidamente al Otro Mundo, mientras el cuerpo aún se retorcía de dolor sobre el duro suelo. Trikato se alzó una vez más, para derrumbarse por fin y su cara, deformada por el dolor, se relajó. Aleso no pudo apartar la vista durante todo ese tiempo del hombre yacente; creyó incluo descubrir en él una liberadora sonrisa. Un guerrero había abandonado este mundo como le correspondía: luchando. La pregunta, sobre qué había tratado esta contienda, no tenía aquí ninguna importancia.

    Después de que el muerto hubiera sido apartado, continuó la fiesta. Los nobles regresaron a sus hogueras y muy a pesar de Aleso, la casi insaciable sed de los guerreros se reavivó. Pero algo era distinto. La pelea había sido como una tormenta purificadora, y la muerte de Trikato había sido el último trueno liberador. El aire en torno a la hoguera era de nuevo claro, el buen humor que había prevalecido al inicio del festín se había recuperado. Gracias a las cantos, la cerveza y las emocionantes historias, el tiempo pareció volar, incluso para Aleso. La muerte de Trikato había reavivado el recuerdo a la vida.

    Era ya muy pasada la medianoche, y la tierra hacía largo tiempo que había liberado el calor almacenado durante el día, de modo que hacía un frío intenso a solo unos pocos pasos del fuego. Aleso tiritaba bajo su ligera camisa de lino, pues le faltaba el movimiento para permanecer en calor. Obviamente había llegado el punto en el que la naturaleza había establecido un claro límite incluso para los hombres más bebedores. Antes, tenía que caminar continuamente con la jarra de cerveza de un lado a otro; ahora estaba parado prácticamente sin hacer nada. Una extraña sensación se apoderó de él, y después de un tiempo supo de qué se trataba. Era una niño que no podía portar armas en un banquete de guerreros, y estaba aburrido. Los fuegos bajo los calderos estaban extinguiéndose, y parecía que el festín había llegado a su fin. Muchos guerreros yacían durmiendo allí donde el cansancio y la borrachera de cerveza los había vencido finalmente, algunos abrazados entresí con profusión, en medo de restos de comida y jarras vacías. Olía intensamente a orina, pues la mayoría ya no se encontraban capaces de ir detrás de los arbustos para aliviarse, y dejaban que la tela de sus pantalones absorviera los chorros de líquido caliente. Desde la hoguera del consejo tribal se escuchaban retazos de conversación, imprecisos y ebrios. El pesado vino tinto del reino de los helenos también había pasado factura a los nobles.

    El aburrimiento hizo que Aleso volviera a sentir su cuerpo. Le dolía cada uno de sus músculos y tendones. Una y otra vez daba cabezadas en un mundo extraño entre la vigilia y el sueño. Sentía la cabeza como si estuviera envuelta en una piel de animal, que amenazaba con sofocarle y le invitaba al vómito. Aleso sospechaba sombriamente que se trataba del castigo de los dioses por haber saciado en secreto su ardiente sed con la cerveza destinada a los guerreros, en contra de la estricta prohibición de su padre. En realidad no le había gustado en absoluto, y de algún modo el sabor ligeramente agrio había aumentado aún más su sed. Sin mencionar su desagradable regusto. Sin embargo, había seguido bebiendo. Luchó contra la fatiga, pero sentía que antes o después iba a perder esta lucha. Más pronto que tarde, pues Aleso notaba cómo un velo comenzaba a danzar ante sus ojos, y de vez en cuando veía imágenes que sabía que no pertenecían al mundo real. Pinato había dicho una vez que los presagios del Otro Mundo se deslizaban en el sueño de las personas, visiones de una próxima vida en otro ser vivo de lugares nunca antes vistos, y también de espíritus malignos y demonios. Se decía también, que los dioses nos permiten revivir las malas acciones propias durante el sueño, especialmente aquellas que aún no han sido castigadas.

    Aleso se estremeció. Algo le había devuelto al presente, pero necesitó unos instantes para orientarse. Estiró el cuello. En algún lugar en la oscuridad la calma había cesado.  Vio algunas figuras con antorchas que se acercaban desde el asentamiento en la cima de la colina y se dirigían directamente a la hoguera de los guerreros de alto rango. Al acercarse descubrió que no se trataba solo de hombres de la tribu de los tectosagios, sino que llevaban dos visitantes entre ellos. Por un momento Aleso luchó consigo mismo, y la curiosidad triunfó sobre el cansancio. Lanzó unas miradas furtivas a los hombres a su alrededor. Parecía como si nadie allí fuera a echarle en falta.

    El grupo entretanto había alcanzado la hoguera de Beloresto. Aleso se había agachado detrás de unos arbustos y vio que los extraños eran dos hombres, uno joven y otro que parecía el padre del primero o su hermano mayor. Desde su escondite no podía entender lo que decían en ese momento, pero aquello tampoco era tan importante ahora. Seguramente, como era la costumbre, intercambiaran fórmulas de cortesía a modo de saludos con los líderes de la tribu. Solo más tarde llegarían al verdadero propósito de su visita. Era contra la constumbre de los pueblos galos interrogar a los invitados, antes de que estos fueran agasajados. Así que trajeron nuevo vino, se avivaron los fuegos ya apagados bajo los calderos y los visitantes se instalaron en los asientos de pelaje de perro, traídos a toda prisa.

    Aleso volvió a mirar a la hoguera de los guerreros una vez más, pues los pocos que eran capaces de caminar erguidos se acercaban ahora para ver a los recién llegados. Se echó hacia delante con cuidado sobre un arbusto, el cual se encontraba más cerca de la hoguera. Cuando esta se encendió de nuevo, sintió que el calor le penetraba y lo envolvía agradablemente. Se puso cómodo en su escondite y volvió su cara al resplandor del fuego.

    Los desconocidos parecían haber estado largo tiempo en camino, sin descanso. Comieron con prisa sin apenas esforzarse en masticar los trozos de pan y carne mordidos apresuradamente. Al principio incluso no tocaron el vino, saciando su sed con agua, que bebían a grandes tragos de las jarras de barro. Sus anfitriones estaban sentados en círculo en torno al fuego y aguardaban pacientemente, evitando miradas impertinentes o gestos apremiantes. En cuanto el hambre fue satisfecha en un primer momento, cambiaron las jarras de agua por los recipientes de bronce para el vino, y se les indicó a ambos invitados que se sentaran en medio del círculo.

    Beloresto y los miembros del consejo tribal adoptaron una postura herguida, y esta fue la señal del comienzo de la parte oficial de la visita.

    —Taranis, Esus y los dioses por los que jura nuestra tribu estén con vosotros— Beloresto había levantado los brazos en un gesto de bienvenida —. Esperamos que vuestro viaje haya sido seguro y que su resultado valga finalmente los esfuerzos y penurias que habéis soportado. Ya me han dicho que no sois unos viajeros extraviados, llegados hasta aquí por casualidad, así que informad de vuestras experiencias y declarad vuestra petición.

    El mayor de los dos hombres alzó su copa de vino y se giró hacia el líder de la tribu. —Que los dioses estén también con vosotros y os recompensen por la hospitalidad que nos concedeis— Tenía una voz profunda, ronca pero no desagradable, que no delataba ningún rastro de inseguridad. Este hombre estaba acostumbrado a hablar con hombres de alto rango.

    —Cinco días y cuatro noches hemos estado en marcha, y nuestro camino fue largo y pesado, sin embargo, los dioses han mantenido su mano protectora sobre nosotros. Una única vez nos soprendió el trueno de Taranis, pero los árboles, nuestros dioses sagrados, nos salvaron de la desgracia. Tampoco tuvimos que sufrir hambre y sed, pues hasta ayer nos alcanzaron las provisiones que habíamos tomado de nuestra tribu, y en particular, gracias a los generosos regalos del bosque.

    Los hombres alrededor del fuego hicieron un gesto aprobatorio con la cabeza. Todos sabían lo que significaba perder por largo tiempo el entorno protector del asentamiento tribal, y depender de lo que la naturaleza les otorgara en variedad y generosidad según el capricho de los dioses.

    El orador tomó un sorbo de vino y prosiguió. —No he emprendido este largo viaje en mi propio beneficio, sino para ser el compañero, protector e intercesor de mi hijo adoptivo, tal y como se lo prometí a su padre. Su deseo es el verdadero motivo de nuestra presencia. Con vuestro permiso, me gustaría pasarle la palabra para que pueda explicar cuál es su deseo— Con estas palabras se echó hacia atrás, agarró de nuevo su copa y dirigió la mirada a su joven compañero.

    Asustado porque debía hablar ahora, este miró inseguro a los allí sentados y tosió varias veces. Aleso le comprendía bien. Ser admirado y celebrado como un guerrero por sus camaradas, era una cosa, pero hablar como un extraño delante de muchos hombres, era algo completamente diferente. Aleso no le envidiaba.

    —Altos señores, a mí también me gustaría agredeceros que compartáis vuestra hoguera con nosotros— Después de llevar esta primera frase a sus labios sin equivocarse al hablar, se armó de valor

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