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Guerras de Antigua Vamurta Vol. 2
Guerras de Antigua Vamurta Vol. 2
Guerras de Antigua Vamurta Vol. 2
Libro electrónico168 páginas2 horas

Guerras de Antigua Vamurta Vol. 2

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Guerras de Antigua Vamurta Volumen 2.
Antigua Vamurta es una saga de fantasía de corte épico y realista dividida en seis volúmenes.
El devastador asedio a Vamurta, la capital de los hombres grises, lo cambiará todo para siempre. La caída de la ciudad se narrará como un suceso épico y descarnado. Vamurta agoniza esquilmada por la barbarie, y sus habitantes emprenden una huida por mar, que los llevará a los lejanos puertos de las colonias. Para muchos de ellos, comienza una epopeya hacia tierras inhóspitas, hacia parajes extraños aún por descubrir.

Serlan de Enroc, el más poderoso de los hombres grises, se convierte en un fugitivo. Pronto deberá enfrentarse a un viaje impredecible. A una vida dura, cincelada por las manos de los dioses y el azar. A una epopeya que mostrará su verdadero rostro, sus dudas, su coraje.

Tres mujeres trazarán el destino de Serlan, y en ellas hallará el amor, los anhelos y las fuerzas perdidas para encontrar su lugar en el mundo. Un mundo donde las luchas por el dominio territorial se recrudecen en una guerra intermitente entre civilizaciones, marcada por la fragilidad de las alianzas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 oct 2013
ISBN9781301383566
Guerras de Antigua Vamurta Vol. 2
Autor

Lluís Viñas Marcus

Me llamo Lluís, nací en 1973 en Barcelona, de donde nunca me muevo.Lo cierto es que no tengo mucho que comentar, mi vida es como una línea sin grandes hechos a reseñar. Vivo entre días luminosos y otros sombríos, como la mayor parte de la humanidad. ¿Será que este es nuestro destino?La poesía o está o está a punto de aparecer. Hay días que parece que todo es poesía y otros días en que solo aparece a ráfagas.Además del presente libro, Este cielo y todas estas calles (2022), que espero que te guste, he escrito Poesías, Amor y Moscas (2018), Canciones de Hierro (2016) y Poemas 3,14 (2015) y algo de narrativa también he publicado.

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    Guerras de Antigua Vamurta Vol. 2 - Lluís Viñas Marcus

    El mar parecía amodorrarse a medida que se alejaban de la costa, que no era más que una fina franja grisácea. Frente a él, se abría el Mar de los Anónimos, una gran llanura azul que se iba despertando lentamente. Vamurta no era más que un recuerdo que se desdibujaba a espaldas de los navegantes. El olor a mar se adhería a los cuerpos de los tripulantes, penetraba en los tejidos, pesaba sobre los párpados. Los marineros limpiaban, con grandes trapos, los charcos de sangre que manchaban la cubierta. Cosían las heridas en las velas, tensaban grandes cuerdas, danzaban sobre los mástiles.

    El oleaje suave hacía que el pesado cansancio que sentía el conde en cada uno de sus huesos, se fuera transformado en sueño. Un sueño que lo arrastraba.

    El conde hablaba con Álvaro y el capitán del barco, Héctor Dornous, un hombre seco, de rostro rasurado como un sacerdote.

    —Pronto nos reuniremos con el resto de naves que zarparon esta mañana, si este buen viento del noroeste nos sigue acompañando —informó Dornous.

    —¿Cuánto tiempo creéis que durará el viaje? —quiso saber el capitán Álvaro.

    —Entre seis y ocho días. Dependerá de los vientos. Os recomiendo un buen descanso a bordo, al menos hoy y mañana, señor —dijo, dirigiéndose al conde—. Os hemos reservado una de las cabinas principales. Parecéis muy cansado.

    Aquello constituía un auténtico privilegio, en correspondencia con su condición de gran señor. Los oficiales, en cambio, dormían en el alcázar de popa en cabinas de la altura de medio hombre y de la longitud de una lanza corta, lo que significaba muchas incomodidades, ya que no podían estirar las piernas, habiendo de dormir recogidos como un niño en el vientre de su madre. La tripulación y los soldados dormían por turnos sobre la cubierta, tapados con sacos, arracimados en algún rincón. Si el oleaje lo permitía, las bodegas eran su cama cuando la lluvia arreciaba.

    Poco después, el conde abandonaba la cubierta y entraba en su cabina, en la que encontró una cama estrecha, una mesita con una silla y un pequeño baúl con ropas limpias fijado a la estructura de la nave. Una minúscula ventana que miraba a estribor dejaba entrar la reluciente luz del mediodía. Se deshizo de la cota y se dejó caer sobre el colchón, que en aquel momento le pareció hecho de seda. Cuando su cuerpo empezaba a relajarse y sus ojos se cerraban, llamaron a la puerta. Era Sara. Casi se había olvidado de ella. Abrió. Estaba en la entrada, la cabeza baja, los brazos caídos pegados a sus caderas estrechas. El conde la hizo pasar. Serlan tuvo que dormir de lado, casi adherido a la madera del barco, para dejar un espacio en la cama para su protegida. La chica no dijo nada ni se movió, y él se durmió enseguida.

    Al despertar no supo quién era ni dónde estaba. Hilos de sudor descendían por su frente y mejillas, el párpado derecho se disparó, nervioso. En esa jaula sin luz, llegaba un rumor tenue y constante. Un dolor de cabeza agudo picoteaba en su mente. Se miró las manos, extrañado. Intentó serenarse. Veía filos de espadas, cuerpos tajados, oía susurros… Se incorporó. La sensación de vértigo fue desapareciendo al reconocer a Sara a su lado, los cabellos encrespados por la humedad, durmiendo profundamente. La mano pequeña agarraba la camisola del conde. La niña roncaba. El contraste entre aquel cuerpo encogido y su roncar de soldado veterano le hizo sonreír.

    Se levantó a tientas. A través de la ventana del camarote pudo ver una mar lisa, escamada por los tonos dorados y encendidos del crepúsculo. Las últimas luces del día brillaban en el horizonte y sobre ellas aparecía, palpitando, la constelación de Atros, que señalaba el camino del norte.

    En la cabina flotaba un silencio tañido por los ecos del oleaje. Seguía bajo la impresión de estar en dos lugares al mismo tiempo, pero poco a poco empezó a recordar. Todo se había arruinado muy deprisa. Su tierra, la que fue de los padres y antes de los mayores, que no supo defender. La ciudad más grande y bella del mundo conocido, sometida. Centenares de sus vasallos reducidos a la condición de animales de carga. Los soldados heridos probablemente serían empalados a las puertas de Vamurta... Ermesenda, su madre y guía. La recordó enérgica, ordenando ante el Consejo un ataque en masa contra los murrianos, al principio de la última guerra... Lo había perdido todo excepto la vida. La vida. ¿Qué tipo de vida si él había sido el más grande entre los hombres? Su alma lo castigaba, desgarrándose.

    Los sonidos que lo acompañarían durante la travesía llegaban filtrados a través de las rendijas de la puerta de su camarote. El crujir de la madera, las voces de los marineros y sus cantos improvisados, el golpear de las olas contra el casco de la nave. Antes de abrir y salir a cubierta, otro escalofrío lo detuvo. Se le apareció la imagen de los últimos guerreros de Vamurta y la fiel Falange Roja, el veguer de la Marca entre ellos, luchando, dando sus vidas para que otros pudieran vivir. Se recordó a sí mismo vencido por el miedo a morir, acurrucado detrás de una ventana, mientras aquellas vidas desaparecían delante de sus ojos. Serlan se sintió indigno y por un momento, la alcurnia le pareció algo insignificante. ¿Y sus hombres? ¿Qué debían pensar de él cuando no se mostró ante los enemigos durante el sitio? ¿Cómo le debían considerar? Lo ignoraba, pero estaba convencido de que los rumores sobre su ausencia en la lucha habían comenzado a circular de boca en boca.

    Notó que Sara lo miraba desde la penumbra de la cabina. Era ella la única cosa de la que podía sentirse orgulloso. Se cubrió con una túnica ancha, limpia, guardada en el baúl. Se abrochó un ancho cinturón de cuero negro y se colgó la espada que le habían dejado en el camarote.

    Al abrir la puerta notó un fuerte olor a carne magra. La tripulación y los soldados embarcados cenaban una especie de puré con trozos de buey mezclados con verduras y, además, habían repartido tortas de cebada. Sobre la cubierta, refrescados por la brisa del mar, estaban unos acuclillados en corrillos, otros comían de pie, sosteniendo los cuencos de madera, compartiendo con buen humor los barriles de vino aguado.

    Al verlo salir, las conversaciones se acallaron para continuar en voz baja pasados unos instantes. Serlan subió los estrechos escalones del castillo de popa, susceptible a lo que pudiera oír a sus espaldas. Al abrir la puerta del comedor, el capitán Álvaro y Dornous lo saludaron alzándose y haciendo una pequeña reverencia, mientras el segundo de a bordo dudó antes de alzarse, también.

    —Sigan cenando, sigan —dijo, mientras tomaba asiento.

    —¿Habéis dormido bien, señor?

    —Sí, por Onar, y bastante.

    —¿Y vuestra amiga, no cena? —inquirió el capitán Álvaro, a la vez que se servía un gran pedazo de gallina macerada en vino.

    —Parece que no quiere salir de la cabina. Resulta extraño —contestó Serlan, algo molesto. Miró las perdices y la gallina. No sabía qué escoger—. Le he salvado la vida y ni tan siquiera me habla. Me sigue con su mirada esquiva. Saben los dioses qué desgracias habrá sufrido en estas últimas lunas.

    —Creo recordar una joven parecida a ella, iba con su madre. Vinieron al campamento preguntado por el de la cuarta, Janot de Artá, ¿lo recordáis? Un hombre prudente, sí. Cayó malherido. —Se quedó callado, arrastrado por los recuerdos—. No debió sobrevivir. Quizás sea la misma joven. Ya la interrogaremos cuando se recupere...

    Comieron bastante, especialmente Serlan, que delante de la mesa se sentía un poco en paz, lejos de sus pensamientos. A medida que la cena avanzaba una nueva preocupación surgió. ¿Qué harían ellos en las colonias? ¿Cómo serían recibidos? Disponían de un cierto margen de maniobra. La pequeña escuadra de seis naves de guerra, y algunas más que ya habían partido, los restos de su ejército embarcados... Lo cierto era que sobre las nuevas tierras lo desconocía casi todo. En parte, navegar rumbo a un mundo donde todo era nuevo lo excitaba, como siempre que a un hombre se la abren caminos inexplorados. Podía imaginar.

    Expuso al resto de comensales sus inquietudes, su ignorancia, mientras llenaban las cañas de bronce con tabaco.

    —Nuestro segundo de a bordo, Ricardo Ams, os puede guiar, ya que él lleva muchas estaciones afincado en las colonias —sugirió el capitán de la nave.

    —Así es, señor —siguió el contramaestre—, ¿qué os puedo decir de aquellos parajes?

    —Casi lo desconozco todo de esas tierras —reconoció el conde—. Ni sé hasta dónde llegan ni quién las habita. No sé cómo huelen las calles de los burgos ni cuáles son las hojas de sus bosques.

    —Deberíais saber que la idea de frontera es algo difusa, allí. Hay tierra si hay manos para trabajarla, pero alejarse mucho de las ciudades puede ser imprudente. Los límites de las colonias no se conocen demasiado bien, ni se sabe con certeza dónde mandan unos y dónde se encuentran los hitos de los vecinos. Aún hay todo un continente por recorrer, enorme, y todavía no conocemos bien a los que viven allí... Muy al sur y muy al este se dice que viven otras formas... La gente de las colonias trata con sus vecinos, pero nadie sabe a ciencia cierta de aquellos que están más allá de los campos de los otros, si es que vive alguien. Existen territorios, grandes como las antiguas grandes Marcas, deshabitados, o al menos nadie ha sido lo bastante fuerte para poder decir «esta tierra es mía». Los hombres grises que se han ido estableciendo han levantado dos poderosas ciudades, Nueva Vamurta, de la que ya debéis haber oído hablar, erigida en el margen izquierdo del río Trieda y abierta al mar, y Belkasa, la ciudad que duerme al lado del gran río Crayón, que controla el comercio fluvial hacia las tierras interiores. —Ricardo Ams calló unos instantes, inhalando el humo de su caña con placer—. A través de su puerto fluvial llegan muchas mercancías de los sufones y de los vesclanos, otros seres que caminan sobre lo que mal llamamos Las colonias, de los que espero que tengáis algún conocimiento.

    Viendo que todos lo escuchaban con atención y que su superior no objetaba nada, el contramaestre se sirvió más vino y rellenó su caña, presto a seguir introduciendo en asuntos del nuevo mundo a aquellos orgullosos hombres de Vamurta.

    —La gran llanura en la que se asentaron los nuestros llega, por el norte, como frontera natural, hasta la Sierra Donera, donde se hallan importantes minas de hierro y cobre. De la sierra baja el río Trieda, aunque en ese tramo alto solo se puede navegar con barcazas de poco calado. Cerca del río y de las minas, se construyó Tunador, que vive de vender y trabajar las riquezas del vientre de las montañas. Hacia el este, se encuentra el poblado de Nidonia, que domina los cultivos de la llanura y más al este, Nogrog, cerca de donde se puede empezar a encontrar a los Hombres Rojos. Hay algún que otro pueblo, aquí y allá, y numerosas casas de labradores que, a veces, se agrupan alrededor de algún pequeño templo o sobre un cerro. ¿Deseáis saber cómo huelen las ciudades? A mierda, sobre todo —dijo, con una sonora carcajada—. Al empezar la colonización, ya hace bastante tiempo, no pensaron en las cloacas, como las que se construyeron en Vamurta, o no tuvieron suficientes darmas para pagarlas. Y cuando os hayáis acostumbrado a ese hedor, oleréis la madera podrida. Muchas son las casas hechas con travesaños y adobe, todavía. Pensad que las únicas murallas levantadas en piedra son las de Nueva Vamurta y las de Tunador, por estar cerca de las canteras. La última vez que desembarqué, se decía que los de Nidonia querían ensanchar la ciudad y construir un nuevo perímetro defensivo... Pero sus talleres no son ricos y el Consejo de las colonias tiene las arcas vacías. Claro, ya sabéis que el mundo del hombre gris está regido por el Consejo de los Veintiuno, excepto las tres ciudades del oeste, Eslatvar, Satorta y Robaderra, allí mandan otros. ¡Sí! ¡No os sorprendáis tanto! Es un mundo sin tradición, improvisado, hecho a medida que surge alguna imperiosa necesidad y no antes. Si hay hambre se labran nuevos campos, si hace falta un ejército se forjan nuevas armas, si hay un traidor se pule el hacha del verdugo. — Hizo una nueva pausa, elevando una nube de humo azul que se disolvió entre las vigas de la sala—. Quizá lo más extraño de las colonias son sus propios habitantes y de qué modo conviven los unos junto a los otros. Hombres grises, hombres rojos, vesclanos, que prefieren vivir en ciudades excavadas en la roca de grandes montañas, sufones, los grandes comerciantes que viven en ciudades zigurat, los llisamed, un pequeño pueblo de pescadores que viven en la costa sur, y aún más al sur se encuentran los pueblos del mar, ya muy mermados... Y hay otros. Se dice que a mucha distancia de Eslatvar se eleva en vertical un gran

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