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Antigua Vamurta Saga Completa
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Libro electrónico1103 páginas21 horas

Antigua Vamurta Saga Completa

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Las esperanzas de los hombres grises se desvanecen poco a poco. Vamurta está asediada. Los pueblos del oeste afianzan su poder y las nuevas tierras son disputadas por muchas razas. Antiguas fronteras que se resquebrajan, dioses que aúllan, magos que resurgen, mujeres que ostentan gran poder.

Por senderos y ciudades lejanas un puñado de guerreros, sin bandera ni tierra que defender, se adentran más y más en lo desconocido. Buscan un sueño en el que creer, anhelan el paraíso que una vez perdieron.

A lado y lado del Mar de los Anónimos se desenvainarán las espadas y los arcabuces rugirán. Hombres y mujeres grises, murrianos, vesclanos y sufones desean un mañana mejor, una paz que no llega, un descanso que se difumina en cada amanecer de hierro.
Si decides adentrarte en la niebla será demasiado tarde para volver atrás.

IdiomaEspañol
EditorialIgor Kutuzov
Fecha de lanzamiento8 jun 2013
ISBN9781310233876
Antigua Vamurta Saga Completa
Autor

Igor Kutuzov

Me llamo Lluís, nací en 1973 en Barcelona, de donde nunca me muevo.Lo cierto es que no tengo mucho que comentar, mi vida es como una línea sin grandes hechos a reseñar. Vivo entre días luminosos y otros sombríos, como la mayor parte de la humanidad. ¿Será que este es nuestro destino?La poesía o está o está a punto de aparecer. Hay días que parece que todo es poesía y otros días en que solo aparece a ráfagas.Además del presente libro, Este cielo y todas estas calles (2022), que espero que te guste, he escrito Poesías, Amor y Moscas (2018), Canciones de Hierro (2016) y Poemas 3,14 (2015) y algo de narrativa también he publicado.

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    Antigua Vamurta Saga Completa - Igor Kutuzov

    Desde donde se hallaba se podían escuchar susurros que se perdían. Llegaban luces oscilantes, las blancas luces del sol. Hacía calor y sudaba. El dolor de la herida había crecido hasta colmar su cuerpo y doblegar su voluntad. Al entreabrir los párpados, le pareció que unas sombras atravesaban los haces de luz que se proyectaban sobre su cama. Intuyó que no se encontraba solo, que algunos lo acompañaban. Desde el exterior llegaba el rumor de una ciudad, una ciudad que jadeaba asustada. Logró razonar unos instantes. «Los dioses que tanto me han dado, hoy parecen negármelo todo».

    Los recuerdos de esos últimos días se entretejían, sumiéndolo en la confusión y la pérdida. ¿Eran palabras lo que oía o el rumor del oleaje? La fiebre volvía a galopar en sus arterias, tiritaba como un niño. Alguien aplicó una tela húmeda y fría sobre su frente ancha. Sintió que la piel, áspera y gris, era refrescada por una leve corriente de aire.

    La realidad se fundía de nuevo, esas voces se alejaban, los claros en la habitación desparecían. Cerró los ojos. Necesitaba ordenar, necesitaba saber dónde se encontraba. De golpe, se incorporó de la cama. Gritó, preguntó por su madre con desespero hasta que flaqueó, desplomándose sobre las sábanas para volver a navegar entre pesadillas. El incienso que se consumía en la estancia aligeraba el peso de sus propios olores, el hedor de un enfermo mezclado con las secreciones de la herida. Volvió a un estado de duermevela, sumergido en un baño de emociones. En aquel rincón de reposo el mundo era un lugar sin tiempo.

    Debía de ser muy pronto. Cerró y abrió los puños, se palpó la cara con prudencia, como si concibiera la posibilidad de descubrir a otro. Haber perdido el paso de los días y de las noches le producía una vaga sensación de vértigo. La fiebre había remitido. Ahora era capaz de observar su entorno y volver a situarse.

    El techo de la cámara era un gran lienzo, escenas de combates de los padres de su pueblo. Se habían aplicado pocos colores. Dominaba una textura ocre punteada de azules y tonos más oscuros. En el centro del fresco, un grupo de hombres grises traspasaban con largas lanzas los esbeltos cuerpos de los murrianos, agrupados en un extremo del mural, dibujados con una idéntica expresión de terror, alineados como si se tratara de un rebaño que espera el sacrificio. Algunos intentaban escapar y eran dibujados huyendo a la carrera hacia el otro extremo del mural, ahí donde se vislumbraba el horizonte bajo el que se distinguían las grandes montañas del oeste. A la derecha estaba representada Vamurta, con su gran anillo amurallado. De la ciudad salían filas y más filas de soldados, los cascos azulados, bajo los estandartes negros y blancos del condado.

    Su mirada abandonó el fresco, desplazándose hasta la pared que tenía justo enfrente. Encontró una amplia estantería de roble que llegaba hasta el techo. Ahí se guardaban gruesos volúmenes de cuero viejo. Libros de doctrina religiosa, de ciencia y arte, las Leyes Dantorum, tomos de caza y algún tratado naval.

    Era su habitación. Veía el armario de armas abierto a la derecha de la balconada. Tamizada por delgadas cortinas blancas, se filtraba la claridad fría y limpia del amanecer.

    El dolor volvía a quemarlo como un fuego sin llama. La pierna. Un dolor negro y silencioso que conseguía romperlo. ¿Qué había pasado? Se retorcía sobre las sábanas, cerrando los puños con fuerza. Dejó escapar un alarido. ¿Cuándo? ¿Por qué todo se despedazaba? Sus certezas y recuerdos temblaban. ¿Qué hacía en su propia cama, herido? Sabía que nadie los había visto llegar. Se mesó la negra barba, de pelo liso, después el rostro de piel ligeramente gris, propia de su raza. Estiró el pie izquierdo hasta notar cómo los huesos crujían. Recordó lo vivido, los acontecimientos que se habían sucedido con gran violencia, uno tras otro sin que nadie ni nada los pudiera contener. Los hombres grises no estaban preparados. Nadie había previsto la ofensiva del pueblo murriano.

    Le pareció recordar que había despertado dos jornadas atrás en algún punto cerca de la capital, tras la batalla, aunque no estaba seguro. Estaba allí, aturdido sobre hierbajos a merced del viento. Se había medio incorporado sin entender dónde se encontraba. Rememoró el desconcierto de aquel que vuelve a la vida en un paisaje fúnebre que no reconoció. Sombras, manchas de luz mortecina. El cielo, una gran franja azulosa apagándose, se extendía por encima de la línea del montículo que se elevaba frente a sus ojos. El silencio del crepúsculo, cuando los latidos del día se retiran.

    Desde su cama recordó ese lugar incierto en el que recuperó el conocimiento. Tras la contienda. Obligado a permanecer de rodillas, mareado, exhausto, atormentado por una terrible sed. No sentía la lengua ni los labios cuando volvió en sí. Sabía que necesitaba agua para abrir esa masa de arena que era su boca. Le llegó un rugir lejano, lamentos diluidos por la distancia. Volvía a caer. Era incapaz de levantarse. Muy confundido todavía, sus manos aterrizaron sobre algo frío y viscoso. Se miró las palmas de las manos. Rojas, aquello que se adhería a su piel gris era sangre. El espanto. El miedo le devolvió los sentidos. Se encontraba rodeado de cuerpos sin vida, se había incorporado de entre los muertos.

    Vislumbró bultos, hombres y mujeres cubiertos de barro seco, manchados, algunos agarrados al asta de las lanzas, ahí una mano aferrada al pomo de una espada. Una gran extensión sembrada por los restos de la batalla, un campo reventado, como un naufragio. Cuerpos amontonados siguiendo las ondulaciones del terreno, acariciados por la luz morada del anochecer. Volúmenes inmóviles de los que sobresalían cabezas, banderas arañadas y brazos.

    Sobre el manto de los cuerpos inertes, los buitres trazaban amplios círculos hasta aterrizar con gran parsimonia sobre los cadáveres para desgarrar y tomar su tajada. Oía a su alrededor un aleteo incesante, los grandes pájaros levantando el vuelo, allí había uno dando pequeños brincos entre los muertos. Intentó entender qué había sucedido.

    Solo, al pie de una loma de piedras, abrasado por la sed, sucumbió al impulso de remover los cuerpos, frenético, sin percibir el gran hedor que, como una niebla espesa, se adhería a todo lo que estuviera a ras de suelo. Levantaba piernas, giraba barrigas, volteaba corazas, hasta que encontró un pellejo de agua.

    No había mucha, dos tragos cortos. Exhaló aire. Inmediatamente después de beber, su olfato percibió todos los matices de la podredumbre. Notó un golpe bajo su esternón, hasta tres veces sintió la subida del vómito...

    Consiguió dar dos pasos. Había que subir hasta esa loma. Debía huir de ese lugar.

    Eran tres doctores. Enseguida reconoció al joven Ermengol, amigo y médico de palacio. Explicaba a los otros dos colegas el estado del paciente, acompañando las sentencias con leves inclinaciones de cabeza.

    —Debilitado, sí. La punta de la lanza le ha arrancado musculatura, no mucha. Por fortuna no ha roto ningún hueso ni las vías de sangre —dijo, a la vez que paseaba arriba y abajo, haciendo oscilar la túnica verde noche de doctor de la corte—. La herida ha sido desinfectada con raíces de osspirrus, lavada y cicatrizada con hierro candente. Hay que esperar. Ver si la carne se pudre o no. El golpe en la cabeza no es nada. Este hombre ha sufrido un cuadro de fiebre alta, de agotamiento físico... Saben los dioses dónde habrá estado estos últimos días...

    El diagnóstico había sido más benigno de lo que podría parecer por su aspecto. Los tres médicos guardaron silencio al tiempo que observaban al enfermo, que se revolvía en su lecho, inquieto, sudando y abriendo mucho los ojos. Los observó un instante con la mirada del ido. Se incorporó con violencia.

    —¡La ciudad arderá! ¡Arderá con todos dentro!

    —¡Ya habla! —exclamó, sorprendido, uno de los doctores.

    —No debéis moveros ni hablar, señor —sentenció Ermengol, empujando suavemente al enfermo contra la cama.

    —La ciudad está perdida, ¡escapad! —vociferó, desgarrado.

    —¡Rápido, hierbas de Alou! —ordenó Ermengol.

    Los vapores de las hierbas lo devolvieron a un sueño profundo.

    De aquel sueño nació una densa bruma de la que emergía su ciudad como un navío extraviado. Cuando la urbe ya se había alzado, brillando sobre un mar de estratos nubosos, empezó a resquebrajarse hasta que, de repente, se hundió en muy poco tiempo, como si algo la hubiera aspirado abajo, abajo, mientras él presenciaba el hundimiento, impotente, desde una torre lejana donde se sentía encadenado por un encantamiento que inmovilizaba sus piernas, las manos, su corazón. La imagen se desvaneció. Entonces vislumbró un gran torrente de agua y de entre esas aguas emergía su madre. Parecía muy joven y le hablaba. No podía comprender sus palabras, solo recordaba que le decía algo. Su madre continuaba hablando y hablando y sus labios mojados describían una sonrisa permanente. Lo tomó del brazo y lo condujo a algún sitio.

    Era el Palacio de Verano y ya no llovía. Miraban las grandes encinas, de hoja oscura, desde un balcón alto. Ella sonrió y, luego, golpeó su pierna con furia. Dejó escapar un grito de dolor y despertó en sus aposentos.

    Apretó las mandíbulas, sus dientes mordieron el aire. En la habitación reinaba la noche. Dos velas ardían sobre la mesa, a su lado un viejo sacerdote dormitaba en una silla con las manos recogidas en el regazo. La herida aún palpitaba punzante, pero su cuerpo cansado parecía haber recobrado un cierto vigor. ¿Cuánto tiempo había dormido? ¿El sol estaba a punto de asomar por el balcón o era medianoche?

    El dolor en la pierna ya no mandaba, era intenso pero podía pensar.

    Su mente viajó otra vez hasta el lugar donde volvió a la vida tras el combate. Se hallaba tumbado en la cima de aquella loma. Había llegado hasta arriba y desde allí divisó el amplio valle que se extendía alrededor de las viejas murallas de la capital. Vamurta. Más allá, sobre las finas líneas de las playas, siguiendo la hendidura del golfo en el mar, se destacaban multitud de puntos salpicando el azul cobrizo de las aguas. La flota del condado, la última vía de escape.

    El mar era aún territorio del hombre gris, pero no había dudas sobre el descalabro. Decenas de centurias de murrianos formaban alrededor de la gran urbe. Detrás de la infantería enemiga, grandes rinocerontes de tiro, resoplando con fuerza, cargaban sobre sus lomos las largas serpientes de fuego que habían derruido los muros de las ciudades grises del oeste. A la derecha del ejército murriano, y siguiendo el camino de poniente, veía avanzar ocho torres de asedio, que eran arrastradas por el esfuerzo de hileras de bueyes uncidos que, a cada tirón, hacían tambalear esos monstruos de madera.

    El cerco estaba casi completado. No podía apartar los ojos de aquel espectáculo ejecutado con absoluta precisión. El enemigo era un enorme hormiguero desplazándose en perfecto movimiento, deslumbrante, el metal de las armaduras arrancando destellos a las últimas luces del día; un hormiguero que cruzaba los extensos rectángulos de los campos de trigo, derruyendo uno a uno los vetustos caserones de los barones erigidos sin orden por el amplio valle verde y dorado de los hombres grises. Los murrianos rasgaban los colores de su condado con las lenguas fulgentes de sus armas. Banderas ocres, el rojo de los incendios provocados en su avance y el negro de las muchas columnas de humo que se levantaban para diluirse en el vasto cielo encarnado de la tarde.

    Lejos, al pie de las puertas de la ciudad, podía distinguir algunas formaciones dispersas de los suyos, aguardando, esperando a que la masa que se acercaba se arrojara sobre ellos. Casi parecían niños. Sobre los muros y sobre la Torre de Oriente se amontonaba la guarnición de la ciudad, expectante. Cuando aún se sentía incapaz de apartar los ojos de aquel despliegue de fuerzas, se frenó el monótono avance del enemigo.

    Levantó las cejas, torció la boca seca, esbozando una sonrisa. Un pequeño grupo de guerreros grises, quizás unos doscientos, corrían hacia Vamurta trazando una diagonal por entre dos grandes grupos de murrianos. Avanzaban a media carrera soportando el peso de armaduras pectorales y escudos de rodela. Era un cuadro erizado de lanzas, una mancha plateada vista desde la distancia que contrastaba con los tonos ocres oscuros de los estrechos bancales que formaba el enemigo.

    Las tropas que defendían Vamurta reaccionaron intentando una salida para cubrir a los que llegaban, pero las dos falanges grises usadas en la intentona de rescate tuvieron que retroceder ante la intensidad de la lluvia de proyectiles con que los murrianos respondieron.

    Aquellos desesperados seguían corriendo. Podía intuir el esfuerzo, el propio armamento condenándolos a una carrera lenta, el sudor, el cansancio... A unas señales de bandera, dos brigadas de arcabuceros murrianos giraron ordenadamente hacia la derecha, encarándose a los que corrían. A su vez, dos grandes grupos que no logró distinguir, iniciaron un rápido movimiento para cortar la marcha de aquellos hombres. Los murrianos, propulsados por sus desproporcionadas piernas, recortaban las distancias con una facilidad pasmosa. También identificó compañías de piqueros enemigos moviéndose hacia las murallas para formar una segunda línea de contención.

    —Corred, corred —murmuró, aunque ya era evidente que los hombres grises nunca llegarían a su ciudad.

    A contraluz, observó cómo cada uno de los grupos levantaba grandes nubes de polvo sobre los campos y entre los frutales incendiados. Ya no distinguía nada. Poco después, aquellas estelas de polvo coincidieron y colisionaron. Se escucharon las detonaciones de los arcabuces a intervalos regulares y, en la lejanía, el estrépito del acero desafiado por otro acero. Pronto, los ruidos cesaron y el polvo volvió lentamente a posarse sobre la tierra.

    Lleno de impotencia, impaciente, empezaba a entrever los resultados de aquella desigual pugna. Observó que los bultos que se amontonaban eran los cuerpos tendidos de sus hombres. Se maldijo, tiró de su barba hasta hacerse daño. Quiso gritar. Todo aquello era evitable, ¡todo!, tantos muertos… El gran burgo cercado, la vana esperanza de una ayuda que no iba a llegar...

    Aquella escaramuza despertó en él grandes dudas. Cansado, abotargado, veía como un suicidio atravesar los anillos del asedio. Los tres tradios que lo separaban de los muros eran recorridos constantemente por fuertes patrullas enemigas. Una distancia enorme. A campo abierto era del todo imposible no ser cazado. Se mordisqueó los labios. Sabía que los murrianos eran capaces de recorrer las extensas llanuras de Ibam y podían sobrepasar con facilidad a cualquier hombre. Era necesario esperar la llegada de las sombras. Quizá sería más fácil para un solo hombre. Cruzar las líneas murrianas en silencio...

    Hacía falta esperar. Retrocedió, bajando hasta media loma, arrastrándose sobre las piedras. Consiguió parapetarse entre unos matorrales, ladeado. Cerró los ojos, dejando que la brisa del crepúsculo secara el sudor que bañaba su cuerpo.

    El Consejo de los Once había subestimado aquella nueva guerra. La había considerado como otra fase en la larga lucha entre hombres grises y murrianos. Nadie creyó que habría tres grandes batallas perdidas y aún menos que se pudiera llegar al sitio de Vamurta. Nadie había advertido tal reorganización de los ejércitos murrianos. No habían llegado noticias de sus nuevas armas de fuego, capaces de romper madera, hierro y carne.

    «Nos abaten como a conejos», pensó. Él, orgulloso de su mundo, de su linaje. Era el fin de la civilización, tan segura de su paso sobre la tierra. Y sí, habían estado sesteando, pendientes de los asuntos de las colonias, la vista puesta también en los territorios que se extendían al sur, siguiendo la costa del Mar de los Anónimos, una tierra habitada por clanes que se diluía en las arenas del desierto. «¿Qué hay más allá?», se había preguntado muchas veces. Otro mundo aguardaba.

    Esas bestias habían llegado desde el oeste profundo, huyendo de algo. Su padre ya había combatido a los murrianos muchas primaveras atrás. En aquella época nada podía frenar las cargas de las falanges. Los guerreros grises estaban acorazados de la cabeza a los pies. Sus mejores hombres, la infantería pesada. El Batallón Sagrado, llamado Falange Roja... Eran los tiempos de la superioridad, cuando su padre capitaneaba las huestes y su madre, el palacio. La recordaba con sus duras exigencias, maestra de la corte, valedora de mercaderes y grandes artesanos y a la vez, si los vientos giraban y sus protegidos caían en desgracia, su voz podía ser una silenciosa daga en las entrañas. También evocó su juventud lejos de las mujeres. ¿Quién se atrevería a acercarse al hijo de la condesa?

    Su mente volvió a aquel desastre. Era evidente que los informadores al servicio de Vamurta se habían limitado a cobrar para dar parte de sandeces, o incluso habían sido corrompidos. Malditos todos. Maldito cada uno.

    Caía la noche sobre el valle. Ya no se oía el aletear de los buitres. Pronto aparecerían las alimañas para cobrar su recompensa. Nada podía hacerse por los muertos. Todo había sucedido tan rápido... Recordaba las últimas batallas como una sola. Las tropas grises formadas en líneas, los intentos de carga, los rápidos repliegues del enemigo a la vez que las falanges eran sometidas a una lluvia de fuego, dardos y lanzas desde los flancos hasta convertirlas en masas esponjosas sobre las que caían los jinetes de Ulak, lanzados desde atrás, montados en sus temibles ciervos de combate. Aquellos odiosos murrianos de montaña, sus largas lanzas como agujas. Luego llegaba el resto, aguijoneándolos, rompiéndolos...

    La garganta volvía a quemarle. Era incapaz de tragar un poco de saliva. No podía concentrarse en nada, la sequedad lo absorbía todo. Decidió arrastrarse hasta la llanura en la que había sido herido. Rebuscó entre los cadáveres, ya con signos de rigidez, tembloroso, hasta que encontró otro odre. Lo sacudió y escuchó el sonido del líquido. Lo abrió con mucho cuidado, bebió poco a poco, gota a gota, sentado en medio de ese campo de muerte y olvido. Pudo mover la lengua, la arrastró por el paladar, después entre los dientes. Se sintió un poco más vivo. Debió de perder el conocimiento, quizá por un golpe en la cabeza. El casco, seguramente, le salvó la vida. No conseguía recordar, había negro en la memoria. Miró a su alrededor. Cerró los ojos respirando profundamente. Cuatro lágrimas colgaban de sus párpados. No quiso frenarlas como era el deber de un hombre, de un noble.

    Se hacía tarde. Cogió una lanza corta del suelo. Haciéndola servir de bastón se desplazó hasta otro pequeño promontorio que se erguía más al este. Las últimas luces desaparecían por las montañas de la boca del valle, la brisa fresca acariciaba su rostro encostrado de barro, sudor y sangre seca. Una vez arriba, se ocultó de los ojos del mundo tras los troncos de unos algarrobos.

    La noche, la gran bóveda destellante, era rasgada por el fuego murriano. Las gigantescas bombardas escupían su carga sobre los viejos muros de Vamurta causando enormes estragos. Descargadas de los rinocerontes, habían sido montadas sobre gruesas bases de maderas. Atadas con cuerdas del ancho de un olmo joven, el retroceso de las armas era así frenado, aunque la cadencia de fuego era baja. Contó, por los fogonazos, hasta diecisiete serpientes de bronce que abrían brecha en los muros y en los corazones de los hombres grises. El retronar y las llamaradas de esas armas causaban tanto daño como sus proyectiles. Las puertas de la Torre de Oriente, a pesar de su refuerzo de planchas de hierro, ardían.

    Desde su improvisada atalaya seguía una vez y otra las rutas y las frecuencias de las patrullas de murrianos que controlaban los accesos a la ciudad. Entendió que la única alternativa para alcanzar los muros de Vamurta era infiltrarse hasta llegar al paraje del Molino Toscado, arrastrarse entre las espigas de tallo largo, dejar pasar una de las patrullas y, cuando esta desapareciera, lanzarse a la carrera hasta el pie de los muros.

    Era un plan sencillo. Todo dependía de la rapidez y del sigilo con que actuara. Se deshizo de la coraza, de las grebas anchas y cinceladas, dejó caer el pesado cinturón de cuero, se despojó de la cota de malla. Cubierto con un jubón sencillo y calzas negras, descendió del montículo.

    A medida que avanzaba hacia las posiciones de los enemigos, una incómoda sensación de pánico lo atenazaba más y más. Cualquier ruido lo alertaba, el leve susurro de las aves entre las zarzas lo turbaba, se agachaba por nada, mirando a los lados. Sabía que si era capturado, su fin era seguro. Ya no pensaba en la suerte de los suyos. Solo pensaba en salvarse. Esclavo, sería un esclavo para el resto de sus días.

    Llegó hasta los olivos que precedían a las primeras espigas de los campos. El rugir de las bombardas le proporcionaba la suficiente cobertura para avanzar más rápido en la oscuridad. Corrió hasta el olivo más cercano, se paró. Estaba demasiado asustado, tenía que dominarse. Jadeaba como un cerdo. Corrió hasta esconderse tras otro árbol. Un poco más adelante empezaba el sembrado de cereales, abandonado precipitadamente, sin segar aún, donde podría moverse sin ser visto. Era mejor no pensar, recorrer aquel trecho, jugársela, y una vez allí, descansar.

    Así lo hizo, a paso rápido, corriendo a intervalos, sin vigilar, concentrando su mirada en las manchas puntiagudas de las espigas que se mecían con suavidad, levantando un leve rumor que se apagaba cuando la brisa dejaba de soplar.

    El último tramo lo cubrió en una carrera desgarbada, los brazos torcidos pegados a su cuerpo. Se dejó caer en el campo como un muñeco, se adentró un poco entre la cebada y escuchó con atención. Únicamente le faltaba cubrir un terreno de suelo baldío hasta los muros.

    Oyó retumbar el suelo, eran pasos, muchos. Una columna de murrianos se acercaba como un torbellino.

    Escondido y tumbado en el suelo los vio pasar y alejarse. Las antorchas de los enemigos se reflejaban sobre las láminas de sus delgadas armaduras, sobre los rostros, haciéndolos más feroces. No gruñían, no hablaban. Era el repicar de sus pisadas y el tintineo de sus armas lo que le hacía apretarse contra el suelo, apabullado.

    Entre las espigas entrevió los fornidos muslos, las piernas esculpidas en acero. Lo que sería la tibia de los hombres era una extremidad muy estrecha, que descendía hasta una especie de pie negro y duro, parecido a una pezuña hendida. Sobre esa potencia descansaban unos tórax estrechos y largos, cubiertos con pectorales de cuero y metal, de los que salían unos brazos largos y nudosos, de pelo escaso. Bajo los cascos bailaban los cabellos largos y claros que escondían las facciones de los murrianos. Rostros angulosos en extremo de piel color arena, bigotes felinos, ojos rasgados de cazador.

    Cuando la columna se alejaba pudo escuchar las voces de largas sílabas, estridentes, que emitían los murrianos. Solo comunicaban alguna orden, y aun así se estremeció. Ya estaba tan cerca... Si conseguía volver, podría comer y dormir.

    Los ruidos se alejaron. Giró el cuerpo y se tumbó de espaldas. Respiró todo el aire de la noche de una sola bocanada.

    Ahora contemplaba el infinito vidrio oscuro del cielo, las estrellas aparecían y se escondían tras las grandes y alargadas nubes que como poderosas galeras cruzaban el firmamento absorbiendo la claridad de una luna titubeante. «Este es un buen lugar donde vivir —se dijo—, es mi corazón, mi tierra.» Aquella idea lo reconfortó, otorgándole suficiente fuerza para incorporarse de nuevo.

    Atravesó a gatas, con apenas luz, unos huertos arrasados, cerrados por paredes discontinuas hechas con pequeñas piedras, hasta llegar a un espacio donde crecían matorrales bajos y dispersos. Más allá se percibía la masa negra de la muralla de poniente, de la altura de doce hombres, hecha de formidables sillares encajados por el arte de los antiguos canteros de Vamurta. Se distinguían las pequeñas siluetas de los hombres de guardia recortadas contra un cielo casi negro, repartidos regularmente entre las almenas. Eran pocos porque la mayoría se encontraban detrás de las ruinas de la Torre de Oriente, listos para hacer sangrante la toma de la ciudad.

    En ese estado, entre el agotamiento y el retorno a una lucidez intermitente, el Heredero de Vamurta veía pasar ante sí imágenes y recuerdos cada vez más coherentes. Se preguntó por qué, tras tantos años de guerras, casi no conocían nada de aquella raza. Se decía que en las colonias, especialmente desde su independencia, hombres de todas las clases y murrianos convivían en un mismo territorio y, cada vez con mayor frecuencia, compartían negocios, creaban rutas de comercio entre ciudades y aldeas en las que las mezclas dejaban de ser un hecho aislado. En la inmensidad de su condado únicamente podía averiguar algo más de ellos por los prisioneros. No vivía en Vamurta un solo murriano, y en las alejadas marcas los contactos entre ambas civilizaciones eran poco frecuentes, casi siempre zanjados por la fuerza de las armas, con una violencia irracional.

    Desde niño le había llamado poderosamente la atención las testas de sus enemigos, esas pequeñas astas sobresaliendo entre una cabellera de pelo áspero y de colores pajizos; el rostro, encerrado por líneas romboidales; los ojos rasgados, normalmente amarillentos, a veces con un matiz de madera sucia; y sus pequeñas narices, orificios encajados entre sus largos bigotes, delgados y tensados como el cordaje de un laúd. De barbilla estrecha y boca carnosa, aquellos seres eran animales esbeltos y no muy altos, de corpulencia equivalente a un chico de diecisiete o dieciocho primaveras.

    Los murrianos estaban dotados de una resistencia colosal, siendo capaces de presentar combate tras recorrer distancias considerables, distancias que las piernas del hombre gris solo soportarían con intervalos de descanso. La pesadilla, la obsesión del Heredero era la velocidad de sus enemigos, superior a cualquiera de los hombres más jóvenes del condado.

    En combate, excepto los oficiales, los murrianos se protegían con pequeños escudos de madera reforzados por una capa de medio dedo de metal, sobre la que dibujaban los emblemas de las unidades. Los cascos, en forma de gota y con dos pequeñas aberturas, acababan en un guardanucas de tela acolchada y recubierta de una fina coracina de hierro. Los murrianos tenían la virtud de la disciplina, formaban una civilización comunal, donde cada paso, cada nueva idea surgía del grupo, no del individuo. Quizá era aquella su mayor virtud y ello se reflejaba en su organización militar. Protegidos con uniformes de cuero que les llegaban hasta media pierna y pectorales de lámina de acero, se ataban al cuello pañuelos de colores que ayudaban a identificar y movilizar las diferentes centurias en el caos de la batalla.

    Casi nunca escapaban ni se rendían, y era tarea improbable capturar esas bestias con vida.

    Ya se encontraba cerca de los muros, aplastado contra el suelo frío. La noche se desparramaba sobre los campos y la urbe, transformando las formas del día en un plano oscuro.

    Creyó distinguir un sonido nuevo y remoto. Escuchó con mayor atención. Cuando las bombardas callaban le llegaba un rumor, una vibración semejante a la de una gran manada de búfalos en movimiento. No era una alucinación, a pesar de su enorme sed y cansancio. Era la gente de su ciudad o el avance de un gran ejército. No, no, eran sus ciudadanos, se oían los llantos de los más pequeños, los ladridos de perros, voces de mujeres... ¿La ciudad huía hacia el mar?

    Decidió cubrir el último tramo también a la carrera. Ya no podía esperar mucho más. La patrulla murriana hacía un momento que había desaparecido hacia el oeste. Sin más razones que lo retuvieran, se lanzó al vacío del campo abierto levantando un revelador golpeteo con las sandalias, que repicaban contra la tierra arcillosa.

    Veía la pared de la muralla acercarse más y más, alta, inaccesible. Corría y algo lo desconcertaba. Dejó de correr. Ahora lo comprendía; por encima del silencio de aquel sector se levantaban los gritos de los soldados que, desde las almenas, lo coreaban.

    —¡Callad, callad! —Le faltaba aire, no tuvo suficiente aliento para gritar con fuerza.

    Por fin palpó las piedras, frescas, agradables. Apoyó la espalda en la muralla, ahogado.

    —¡Subidme! ¡Tiradme una cuerda, rápido! —gritó, sorprendido por la firmeza con la que había lanzado su demanda.

    —La estamos buscando —respondieron desde arriba.

    Mientras esperaba vigilaba a su alrededor, intentando encontrar en la noche alguna señal del enemigo.

    La luna sacó la cabeza detrás de unas nubes agrietadas. No se oía nada, excepto la lejana letanía del bombardeo. Tuvo la sensación de que el mundo había dejado de girar. Un instante de sosiego. Se escuchó el sibilino deslizamiento de una cuerda rozando la pared de la muralla. La agarró con fuerza, dispuesto a escalar los muros de su propio hogar.

    Empezó la escalada con prudencia, buscando las grietas y los salientes en los bordes de los grandes sillares. Cuando apenas había ascendido hasta la altura de dos hombres, se detuvo para escrutar la oscuridad. El corazón le dio un salto. Recortados a la luz de la luna, vio acercarse un grupo de murrianos, al menos una brigada, avanzando al trote. Él era un blanco fácil para los dardos del enemigo. «Morir o vivir», se dijo. No tenía sentido permanecer a la espera, quieto como un pequeño gorrión.

    Los pasos de sus enemigos perdían intensidad. Entendió que habían acudido para saber qué había levantando tanto alboroto. No demostraban tener una excesiva prisa. Siguió ascendiendo. El peso de su cuerpo por fin fue captado por los hombres de arriba. Comenzaron a izarlo como a un fardo. A cada tirón, sentía que se alejaba del peligro.

    Los murrianos permanecieron a la expectativa, quietos, vigilando aquel alejado tramo de muralla. Estaban ahí armados de lanzas cortas, las empuñaduras de las espadas sobresaliendo por encima de las clavículas, los pequeños escudos adosados a sus vientres, inmóviles como espectros.

    Fue un golpe de mala suerte. Mientras lo subían, se desequilibró levemente y golpeó con la rodilla contra el muro. Una piedra del diámetro de un puño se desprendió y cayó contra las grandes losas de los muros, llamando la atención. Los soldados grises dejaron de tirar. Quedó en suspensión, a su suerte. Los murrianos, como animados por una señal secreta, cobraron vida de nuevo y se dirigieron hacia él. Era inútil esconderse.

    —¡Tirad! ¡Tirad, malditos! —gritó con voz rota.

    La cuerda se tensó de nuevo, alzándolo, sacudiéndolo. Escuchó unos silbidos, una excitación en la noche, un rápido galopar en la oscuridad. Luego, a su alrededor, unos golpes secos, un temblor.

    Sudaba, su corazón se había desbocado. En la oscuridad únicamente podía percibir las lanzas cuando la luna las hacía brillar un instante. Otro venablo que golpeaba la piedra, el cuarto le rozó el cuello. Desde las almenas empezaron a responder, se oía el zumbido de flechas cruzando la noche, haciéndola vibrar.

    Notó el desgarro. Un dolor agudo lo llenaba, retorciendo todos sus músculos. El punto de quemazón nacía en el muslo. La sangre brotaba de su pierna, deslizándose hasta sus pies. Vio el dardo, laxo, colgando de su carne. Miró abajo, los murrianos se retiraban arrastrando a dos de los suyos heridos. Lo siguieron izando, se mareaba, percibía cómo iba perdiendo la tensión en sus brazos, el cielo nocturno bailaba y volvía a girar...

    Lo trasladaban por detrás de las almenas. Consiguió abrir los ojos. Dos mujeres de la guardia lo movían, arrastrándolo entre una multitud de soldados que se habían agrupado para ver al que sería el último hombre gris en romper el asedio.

    —¿Es el Heredero? —preguntó una de las soldados a su compañera.

    —No estoy segura... —respondió la otra resoplando—. Parece... Lo sabremos cuando lleguemos abajo. Hay antorchas.

    Antes de que lo bajaran por las escaleras de caracol que descendían hasta la calle, recuperó brevemente la consciencia. Miró hacia el interior de Vamurta, que se extendía como una gota adaptándose a la línea de la costa hasta el delta del río Llarieta, cuyo cauce alcanzaba el mar fragmentado en muchos brazos de agua dulce. Vista desde la altura de la muralla, la ciudad parecía un inmenso rompecabezas, un laberinto infinito donde las líneas de manchas de las azoteas se rompían y volvían a cruzarse. Había pocas teas encendidas, pocas lumbres marcaban las irregulares líneas de las calles. Los grandes palacios permanecían en las sombras. El único edificio iluminado era la Ciudadela Condal, erigida sobre un suave promontorio y referente en aquella enorme trama urbana. Los soberbios muros inexpugnables del corazón del condado.

    Recordó que, antes de desmayarse, lo tumbaron sobre una carreta tirada por hombres. Aquella paja olía a suciedad húmeda y a sangre. Aún aguantó el dolor durante un tramo sin perder el conocimiento. Su cabeza se poblaba de visiones. Conseguía retener imágenes fragmentadas mientras las ruedas de la carreta rodaban a trompicones. Algo resultaba desconcertante. ¡Ah! En la Cúpula Roja del templo de Onar no ardían las llamas sagradas y en el alto minarete de Sira no había luz. Y aquel silencio latente que traía el viento, otra vez. Los combates se habían calmado, como si los dos bandos, agotados, quisieran tomarse un respiro. Ya no resonaban los ingenios de fuego del enemigo. Nada se oía, ni tan siquiera a los que pretendían huir.

    Sufría cada uno de los baches, cada salto de la carreta sobre las calles empedradas. Lo llevaban por la Avenida de la Victoria, una vía ancha flanqueada por los edificios de los prohombres de la ciudad. Veía los pequeños palacios de la nobleza y de los ricos mercaderes; pasaron por delante del Teatro de Vajarta, sostenido por las sesenta columnas de mármol verde. Aquella gran avenida rompía la red de las callejuelas de los distintos barrios y trazaba un amplio arco de oeste a este hasta llegar al mar, delante de las puertas del Palacio Condal.

    De repente lo comprendió: no se veía gente por la calle, cuando aún la noche era joven. No, nadie, todos debían de estar encerrados en sus casas o esperando poder embarcar en el puerto, implorando a los dioses. Esperando alguna noticia, alguna señal, convencidos de que un milagro abriría las garras con las que los murrianos atenazaban su mundo.

    2

    Vivir el sitio

    Encaramado sobre las almenas, el veguer de la Marca Sur observaba, impávido, cómo los miles de murrianos estrechaban el cerco sobre la ciudad. Dejaba que el viento de la mañana resbalara entre sus cabellos, sin pensar en nada. Habiendo perdido sus posesiones, dados por muertos sus dos hijos, nada lo haría mover de la gran grieta que el enemigo había abierto en las murallas de Vamurta. Dirigió la vista, absorto, al montón de piedras humeantes por donde pasaría el enemigo.

    Con las primeras luces de la mañana, los murrianos habían hecho avanzar una densa fila de culebrinas por delante de las grandes bombardas. Más finas y ligeras, aquellas armas escupían, sobre los restos de la Torre de Oriente, constantes descargas que perforaban escudos y corazas, causando gravísimos estragos en la tropa. Tras comprobar el mortífero efecto de aquellas bocas de fuego el veguer había ordenado retirar las concentraciones de infantería que, delante de la grieta, defendían la ciudad de un asalto directo. Así, habiendo perdido la carta de una salida por sorpresa, quedaban atrapados en el interior del perímetro amurallado. A la espera. El veguer miró hacia el sur.

    Mucho más allá de donde su vista se perdía en el horizonte empezaban las que habían sido las posesiones más ricas del Condado, tierras fértiles y abundante agua canalizada por los trabajos de muchas generaciones. Daba igual. Solo quedaba la esperanza de un milagro o una huída hacia el mar. Tocó el pomo de su espada. Él no huiría, no se veía con fuerzas para emprender una nueva vida. Todo lo que amaba se había perdido. ¿Para qué marcharse? Las bombardas, al mismo tiempo, seguían lanzando fuego sobre el sector de Oriente, ensanchando el gran agujero en el muro, tensando más y más los nervios de los soldados con sus impactos ensordecedores.

    Estando el heredero malherido en palacio y los grandes vegueros muertos, quedaban él y el capitán de la plaza para dirigir la defensa de la ciudad. Su gran duda era si dar la orden de evacuación o posponer esa decisión. Algo le hacía vacilar. Dar una orden precipitada significaría ser considerado un hombre temeroso, un cobarde. ¿Y si el sitio se levantaba? Sabía que los grandes burgueses y parte de la nobleza ya habían levado anclas hacia las colonias, donde en los últimos tiempos muchos habían adquirido posesiones. Los grandes marchaban con tiempo, cargando con sus familias, sirvientes y bienes. Si conseguían aguantar el asalto, él sería el máximo responsable, aclamado por todos. Pero qué más daba. Serían los dueños de una ciudad sin campos, sin minas. Les esperaba una lenta agonía. Algo le impedía dar la orden, no asumía que su mundo fuera engullido sin más. Decidió, pues, pensarlo otra vez, dejarlo para el día siguiente.

    Abajo, detrás de los muros, veía el hormiguero que eran los soldados. Hombres que llegaban, hombres levantando tiendas, hombres fortificando las casas próximas a la muralla; órdenes, alboroto, confusión. Entre la masa en movimiento distinguió al capitán Álvaro, que intentaba que aquel jaleo tuviera algún sentido.

    Bajó al nivel de calle y avanzó entre los soldados hasta el capitán. Se saludaron, cansados. Aquel oficial parecía superado por los acontecimientos. Casi ni lo vio llegar. Sonrió con aire ausente.

    —¿Cómo veis a los hombres? —preguntó al capitán.

    —Nerviosos. Saben cuántos somos aquí y a lo que nos enfrentamos... Lucharán. En la ciudad quedan los suyos... Lucharán.

    —¿Creéis que podremos aguantar? —inquirió el veguer. Sentía la necesidad de escuchar otra voz, otro veredicto.

    El capitán movió la cabeza, mirando al suelo.

    —No, nada podremos contra estos diablos. —Dejó escapar un suspiro—. A no ser que ataquen con todo, a pecho descubierto. Pero no lo harán. Se han reorganizado. Tienen esas nuevas armas. Esta es una guerra largo tiempo meditada —afirmó, mientras se rascaba la barba, que crecía abrupta sobre su piel grisácea.

    El veguer miró hacia las almenas, casi vacías para evitar el martilleo del fuego enemigo. Giró la cabeza hacia los ballesteros, formidables a corta distancia. Formaban un semicírculo detrás de la infantería condal que guardaba, algunos pasos atrás, la grieta. Encima de los tejados de las casas y también a lo largo de la calle de los Laneros, esperaban los arqueros la orden de volver a los muros. Los miró. Frente a los arcabuceros murrianos eran casi una reliquia, protegidos con cotas de argollas ligadas, sobre las que lucía el escudo condal, una golondrina negra en fondo blanco, una golondrina de alas tensas, casi rectas. Aún podrían ser útiles, aún los arcos y los cuchillos cortos podrían herir cerca de los muros.

    Más atrás de la calle de los Laneros, que moría frente al agujero, y en otras calles, esperaban los restos de los ejércitos de Marca, los que habían conseguido llegar hasta la capital. Hombres y mujeres con todo tipo de armamento. Pesadas mazas romboidales junto a cortantes alabardas, grandes hachas, lanzas y dagas de diferentes largos, corazas y emblemas de muchos señores de frontera. Comparados con los marciales ejércitos murrianos, parecían campesinos armados. Solo podrían servir para el choque, para apuntalar las líneas de los infantes del condado, los mejores soldados. Las falanges eran el muro delante de los ballesteros, una cortina de largas lanzas mirando hacia el cielo manchado por estandartes de tela dura.

    Al menos, aquel era un día bonito. El sol corría sobre el cielo brillante y limpio y comenzaba a caldear la tierra. Por poniente, rompiendo el lienzo azul, avanzaban masas de nubes blancas retorcidas por la pesada musculatura del agua. No había que pensar mucho. Aquel sería el último acto de su paso por el mundo, que ahora le parecía irracional, áspero, injusto. Todo perdido para él, para los grises. Un fogonazo de ira subió por su garganta al pensar que ninguno de sus dos hijos podría ya recordarlo. Ni su mujer, a la que enterraron hacía ya mucho tiempo. Desaparecido uno, muerto el otro en aquella interminable lucha. El tiempo gasta de un lazo elástico. Aquella guerra parecía haber durado unas pocas lunas. Dio un puntapié. Todo le daba igual.

    Había llegado el almuerzo en grandes cacerolas de barro y se repartían pellejos con vino entre la soldadesca. Se oía alguna risa seca. La tropa, lejos del bombardeo, parecía respirar.

    Sara miraba fijamente cómo su madre escogía los objetos más preciados de la casa, empaquetándolos en fardos cubiertos de tela y atados con cuerda. Nunca había visto a su madre moverse con tanto sosiego. Intuía que todo se estaba transformando en muy poco tiempo. Habían ido llegando más y más gentes de las marcas, a pie o arrastrando carros con sus pocas pertenencias. Eran gentes asustadas, que se amontonaban en las plazas cercanas al puerto. Más tarde comenzaron a llegar hombres de armas. Ya no eran familias de labradores. Muchos guerreros alcanzaban la ciudad heridos, sin fuerzas, e iban a morir entre largas agonías a la Casa de las Curas. Los rostros sin expresión de los que volvían, las prisas y las carreras por las calles, las reuniones improvisadas en las plazas, llenas de gritos y rumores. Noticias, mentiras, medias verdades que se extendían deprisa...

    Ya hacía unas cuantas lunas que no iba al taller de su maestro platero, donde pulía el metal y en alguna ocasión permitían que lo trabajara. Limas, punzones, polvo y el olor plomizo del taller habían quedado atrás. Vivía, a sus catorce primaveras, en la calle, con otros chicos y chicas, sin maestros, juntándose y separándose como lo hacen las gaviotas entre la cúpula del cielo y el mar, a voluntad.

    Toda aquella catástrofe de los mayores la favorecía. Hacía muchos días que podía hacer todo aquello que le viniera en gana. En casa solo aparecía para llenar la barriga. Hasta que los alimentos comenzaron a escasear y aquellas bestias se plantaron a las puertas de Vamurta. ¿Cómo es que no hacían nada los mayores? ¿No eran ellos la mejor raza, no lo decían los sacerdotes en los templos? Aquella mañana, además, la expresión extraña en los ojos de su madre le produjo una sensación opaca. Miedo. Miedo a algo que todavía no sabía definir.

    —¿Los murrianos nos matarán?

    Su madre dejó de moverse, sus manos quedaron paralizadas unos instantes. Veía muy bonita a su madre. Los ojos muy negros y redondos, las largas pestañas oscuras, los cabellos cortos oscilando en una pieza sobre la nuca. Su madre la miró. El sol de la mañana llegaba nítido hasta el comedor, donde se encontraban.

    —Nos marchamos en dos o tres días. Quizás tu padre se quede unos días más.

    —¿A casa de los abuelos? ¿A dónde?

    —¡No! —Rio. Hacía mucho que Sara no la veía reír. Aquel sonido resonó, libre, entre las paredes azul claro del comedor. De pronto, la expresión de su madre cambió.

    —A las colonias —dijo muy seria—. Una vida nueva, nuevos vecinos. Tendrás otros amigos, hay muchos jóvenes, he oído decir. Alquilaremos una casa pequeña cerca de algún puerto. Colgaremos cortinas verdes, nuevas, las nuestras están ya raídas y tu padre encontrará otro puesto como oficial. ¡Tu padre es un soldado muy respetado!

    Su madre calló y tomó asiento en una silla baja de madera, el cuerpo inclinado hacia delante, las manos formando un nudo. De repente parecía otra, perdida en medio de aquella marea de violencia y amenazas. Se quedó así sin decir palabra.

    Sara salió corriendo a la calle. Casi no había nadie. El sol de mediodía caía, borrando las sombras en las calles de Vamurta. Desde hacía un buen rato no se oían las explosiones, allí, en el extremo oeste de la ciudad. El silencio parecía nuevo. Las avenidas deberían estar abarrotadas de vendedores de fruta y especias, de patronas con cestos bajo el brazo, llenas de comerciantes nerviosos llevando rollos de telas tintadas, de mercaderes de todas las razas buscando y regateando, atareados. Al poco volvió a escuchar el retumbar de las explosiones que paralizaban la ciudad, que la sumían en una tensión expectante, como si tras el trueno tuviera que suceder algo.

    Sara siguió corriendo sobre el suelo pavimentado de las calles estrechas, que brillaban bajo la luz del día. La brisa barría el olor a orines y deshechos de los callejones, corría entre casas de piedra y argamasa, de dos y tres alturas, entre fachadas pintadas de colores claros, como el de aquella jornada de verano. No se oía el latir de la ciudad. Corrió ahuyentando sus temores, el corto vestido de lino suspendido en el aire, hasta la plaza de los Boneteros, donde se paró, llenando los pulmones de aire.

    En el otro extremo de la plaza había un pequeño grupo de tenderos que hablaban en voz baja, acompañando los discursos de gestos secos. No los oía pero bien sabía de qué hablaban. Cerca, amontonados encima de un banco tallado en piedra, como náufragos en una balsa a la deriva, encontró a su cuadrilla. Sara se fijó en que ninguno iba demasiado limpio. La nueva vida en la calle, pensó.

    —Nos vamos. Mi madre dice que nos vamos a las colonias —les espetó, antes que nadie pudiera decir nada.

    —¡Cobardes! —contestó Ordel con sorna—. Mi padre dice que nos quedamos. Dice que no entrarán, ¡es imposible!

    —Te clavarán una lanza aquí —dijo Sara, enrabiada, señalando con un dedo su cuello—. Os matarán a todos, a todos, mientras yo me iré en un barco grande de velas blancas.

    Ordel se lo tomó mal. Calló, cruzando los brazos encima de su pecho. Miraba el suelo. El grupo volvió a sus historias, las historias de terror, cuentos sobre el modo en que los murrianos iban a sembrar de cadáveres las calles de la ciudad.

    Ordel dio un brinco y les gritó:

    —¡Cobardes! —Se marchó dándoles la espalda. Nadie contestó.

    Sara pensaba en su amigo. Lo veía arrastrado y crucificado por aquella especie de bestias. Habían oído tantas historias, que el miedo, ahora cercano, iba calando con rapidez en sus pensamientos. Ellos, que no se preocupaban por las cosas de los mayores.

    Un rato después se cansaron de estar ahí, en esa plazoleta casi vacía. Alguien propuso ir hasta las atarazanas, desde donde verían la gran flota.

    El grupo se puso en marcha enseguida. Sin que nadie supiera el porqué, de repente, todos apuraban el paso. El puerto siempre era un buen lugar para pasear y más aún cuando casi toda la escuadra condal se encontraba atracada, a la espera. Bajaron por la Avenida que desembocaba en el Bajador del Mar, una de las calles anchas de Vamurta. En el tronco central del paseo crecían grandes tilos de tronco plateado alternados con los majestuosos limoneros de Vamurta que buscaban el sol por encima de las sombras que proyectaban las fachadas. Los laterales eran vías para carros que bajaban y subían del puerto, llevando la carga de los buques de transporte. Era la calle de mayor tráfico, pero aquella mañana encontraron pocos hombres, solo algunos que andaban con pasos rápidos y nerviosos subiendo y bajando del puerto. Parecía que todos se habían quedado en sus casas. Los chicos se sentían los amos de la calle, y aquella sensación los llenaba de un vértigo que los hacía reír por cualquier cosa. Oían sus voces resonando con fuerza, y aquello les hacía sentirse mayores, casi dueños del mundo.

    Dejaron atrás las murallas del mar y llegaron hasta los altos edificios de las atarazanas. Se había levantado una niebla vaporosa que desdibujaba la luz del sol. El horizonte les parecía más próximo y el puerto, más estrecho, como si lo que la neblina encerrara fuera todo el universo existente. Las casas cercanas a los muelles se amontonaban aquí y allá entre los grandes almacenes de madera que sobresalían por encima de las barracas de los pescadores y las tabernas. Sobre las estáticas aguas de los embarcaderos vieron decenas de naves que descansaban oscilando ligeramente. Un gran bosque de troncos acerados buscando el movimiento.

    Cerca de los largos muelles había una actividad frenética. Era como si toda la ciudad estuviera ahí, a punto de sobrepasar los límites que el mar marcaba. Cientos de estibadores y marineros cargaban en los barcos cajas y sacos hasta rebasar los límites de las bodegas, hasta abarrotar las cubiertas. Todo se hacía con mucha ansiedad. Los cargadores se gritaban unos a otros, los mayores de algunas familias que empezaban a embarcarse empujaban y se abrían camino a golpes, los marineros corrían sobre las cubiertas moviendo la carga entre las imprecaciones de los contramaestres. Otros se acercaban en pequeñas balandras y botes a remo hasta las naves fondeadas cerca de los espigones. Embarcaciones de dos y tres palos, muchas de dos usos, de guerra y transporte, en casi su totalidad propiedad de grandes mercaderes.

    En la punta norte del puerto se encontraba la flotilla que obedecía directamente al condado. Estos eran robustos navíos de tres palos y dos castillos, parapetados con escudos. La bandera blanca y negra de Vamurta ondeando, la tripulación dispuesta.

    Por debajo de los grandes arcos de piedra de las atarazanas, entraban y salían marineros y calafateadores llevando cuerdas, tablones, herramientas. Se trabajaba sin descanso reparando los cascos de las naves, las maderas carcomidas por los meses y meses de navegación, cambiando cordajes castigados, dejando los transportes listos para volver a zarpar. Quizá por última vez. Parecía que todo el mundo lo percibiera y por esa razón cuanto envolvía el área marítima estaba dotado de un nerviosismo vigoroso. El retumbar del mar quedaba sepultado por las voces de los hombres.

    —Aquí hay más gente que en las murallas —dijo Sara, recordando la tarde anterior, cuando con su pequeña mesnada, se habían acercado a escondidas hasta poder ver la brecha.

    Aquella mañana no habían visto los pescadores de caña que sacaban los relucientes peces de roca. Tampoco habían visto los tenderetes de pescado ni los hombres discutiendo en las puertas de las tabernas del puerto. Aquello era el preludio de la huída. A Sara le pareció que a muchos solo les importaba hacer llegar a la seguridad de las naves los objetos que conformaban sus vidas. En Vamurta, no todos se preocupaban por defender a los suyos, el último bastión, el hogar de los hombres grises. Demasiados habían dejado de creer y aquello hizo pensar a Sara. Quizá deberían huir, también. Dejar atrás aquella amenaza que los ahogaba. Subir a un barco y alejarse, sentirse aligerados. Su madre lo aprobaría. Su padre no.

    Los chicos bajaron por el camino de los Trapos, siguiendo el trazado exterior de las defensas, hasta saltar a unas rocas donde se sentaron para contemplar, con calma, el espectáculo del puerto. Desde allí divisaron la puerta fortificada que vigilaba el mar. Detrás de la muralla asomaba la imponente mole de la ciudadela, sus altas paredes desnudas, la Torre de Homenaje y sus cuatro vértices rematados con robustas torres de defensa.

    Los gatos que se escondían entre las rocas corrieron hasta otro rincón. Hablaban y lanzaban guijarros al mar. Martín siempre ganaba. Su muñeca conseguía que las piedras dieran más saltos sobre las aguas calmas.

    —Mi madre ha sido llamada a la Puerta. Ha salido de casa temprano, llevando su ballesta y la daga. La abuela aún lloraba cuando me he ido —dijo Martín.

    —¿Y tu padre? —inquirió Ebasto.

    —No lo sé. Se fue hace meses a hacer pieles de antílope, hacia el sur. Madre me ha dicho que no deje a la abuela, pero está todo el día sentada cerca del balcón, mirando la calle y... Me he escapado.

    Los otros no dijeron nada, seguían mirando cómo rebotaban las piedras que lanzaban una y otra vez. Cada uno se preguntaba qué iba a pasar. ¿Qué iba a suceder si la ciudad caía? ¿Estarían en casa, encerrados? Sara pensó, por primera vez, en cómo actuaría. Tras descartar muchos pensamientos creyó que lo mejor sería esperarlos tras la puerta de su casa con un cuchillo de cortar carne. Quizá escondida podría evitar los encantamientos que, según se decía, lanzaban aquellos animales antes de atacar. Se veía a sí misma enfurecida, llena de fuerza, lanzando cuchilladas y amontonando cadáveres a sus pies, sin pensar que ella, más bien delgada, a duras penas podía sostener una espada o desviar la acometida de una lanzada.

    Martín la despertó de su gran gesta.

    —Sara, ¿tú qué harás si llegan?

    —¿Yo? Pues... ¡No les dejaré pasar! No entrarán en mi casa.

    Nadie se rio. Sara había vomitado aquellas palabras, impulsadas por un temor que ahora vivía cerca de ellos. Unos se miraban las sandalias polvorientas, otros, el lento latir del mar. El sol, alto ya en su mediodía, disipaba la niebla de la mañana.

    —A mí me gustaría ir a las colonias. Ahí dicen que también hay murrianos, pero muy pocos —dejó caer Elizabeth, la más pequeña de todos.

    —Sí, y aquellos raros, duros como insectos. Y los hombres rojos —siguió Martín.

    —¡Son fuertes como diez de los nuestros! —dijo Sara, cerrando los puños—. Llevan trenzas y colgantes, como las mujeres.

    Todos se rieron, haciendo muecas. Sara bailaba entre ellos, dando brincos, despreocupada por un instante. Luego se quedaron callados. Cansados de tirar piedras al mar y de observar los trabajos del puerto, decidieron que irían a la Plaza de los Pájaros para ver si se cruzaban con la cuadrilla de los remensas, los hijos de los labradores de las cercanías de la ciudad. Andaban riendo otra vez, empujándose unos a otros. Cualquiera que los hubiera visto, habría pensado que aquellos mozos parecían indiferentes, felices.

    Cuando subían por la calle de los Curtidores, una música que surgía de alguna parte los clavó en el suelo. Era una música conocida. Las notas agudas de las flautas y el ritmo de los tambores hicieron enmudecer toda la ciudad, que escuchaba encogida, atenta, entre la esperanza y una desazón creciente.

    —¡La Falange Roja, es la Falange Roja! —gritó Martín, señalando con un dedo la dirección de donde provenía aquella cadencia.

    Echaron a correr por los callejones que conducían al este de la ciudad. Corrían como locos, esquivando a los vecinos que salían de sus casas. En todos los rincones la gente se asomaba a las ventanas o bajaban con prisas a la calle. Aquí y allá se formaban corillos. Les iban llegando murmullos, los fragmentos de conversaciones de muchos que, desalentados, empezaban a entender que aquello era el final.

    —Dioses de las estrellas, han salido —oyeron decir a un viejo mercader.

    La Falange Roja era una unidad distinta, un gran Batallón Sagrado. Un juramento solemne los ataba al condado, al que defenderían luchando hasta la muerte. La salida de aquella fuerza de la ciudadela indicaba que la situación era desesperada. Muchos supieron en aquel momento que los bandos que ofrecía el condado eran falsos. No existía ninguna duda. El Batallón Sagrado participaba en las luchas en casos excepcionales, siempre comandados por el conde hasta que murió, y más tarde, por el Heredero. Era la última línea de defensa para los ciudadanos de Vamurta, formada por parejas de hombres, parejas atadas dentro y fuera de la jerarquía militar, los conductores y los más jóvenes, los compañeros. Esa doble atadura les otorgaba una ferocidad excepcional, absoluta. Luchaban por el honor y para salvaguardar a aquellos que amaban.

    Los chicos, finalmente, desembocaron en la Rambla Este, que seguía en paralelo al trazado de la muralla, donde, antes de la guerra, se levantaba el tumultuoso barrio de pescadores. Giraron Rambla arriba y allí encontraron la cola de la Falange, que avanzaba marcial en columna de a cinco. Detrás, entre los chicos y la Falange, seguían dos brigadas de infantería ligera y dos más de arqueros. Eran las fuerzas destinadas a proteger la fortaleza de los condes. Las gentes de Vamurta los veían pasar como el peor de los presagios. Las madres llamaban a sus hijos para hacerlos entrar en casa.

    —Vamos hasta la cabeza de la columna, quizás veamos al Heredero —chilló Sara, entre la confusión de la música y las gentes.

    Corrieron siguiendo la serpiente que formaban los soldados, admirando el brillo opaco de las armaduras de un rojo oscuro, las altas lanzas, sus largas espadas colgando de sus cinturones.

    Aquellos hombretones altos de mirada fija, de fuertes espaldas, quizá sabían que se encaminaban hacia el último acto de su existencia. La cuadrilla continuó hasta la cabeza de la marcha, sorteando los transeúntes. Pero al alcanzar a los hombres que encabezaban la columna, solo vieron al capitán de la Falange y los portaestandartes, llevando en alto la golondrina del condado, la única de todas las unidades coloreada en rojo.

    3

    La espera

    El rumor de los combates se fundía con la tranquilizadora música de la cotidianidad. Las voces de la calle llegaban amortiguadas hasta la habitación donde Serlan De Enroc, Heredero de Vamurta, dormía desde hacía más de un día. Lo despertó una terrible sed y al abrir los ojos dirigió sus manos temblorosas hacia la jarra de agua que le habían dejado en la mesa, al lado de la cama. La bebió a grandes tragos, sin importarle que buena parte del líquido cayera sobre su camisa blanca y las sábanas.

    Tras calmar la sed, miró su habitación como si nunca hubiera estado allí. Tardó en conseguir incorporarse, la espalda le pesaba mucho, sus piernas no le respondían bien. Se sentó en la cama, quieto, sintiendo cómo reaccionaba su cuerpo. De lejos, le llegó el seco retronar del bombardeo. Entonces comenzó a recordar. El despertar tras la batalla, aquella enorme confusión, la cuerda con la que fue izado, la herida. Las gentes de su condado, de su ciudad, sus vidas, estranguladas por el sitio.

    Se sintió lo bastante seguro para levantarse y, muy despacio, comenzó a andar sobre el mármol frío de sus aposentos. Se dirigió hasta el balcón, apartó las pesadas cortinas de lana y salió. Los rayos del sol lo cegaron, toda la ciudad parecía blanca, golpeada por aquel baño de luz. Cuando los ojos fueron adaptándose a la claridad, pudo distinguir columnas de humo que se levantaban a poniente. Más allá vislumbró el ejército enemigo. Desde su habitación, parecían bolsas negras desparramadas sobre las doradas y sinuosas extensiones de los campos de cereales y las cuadrículas verdosas de los huertos. Su debilitamiento, los mareos que le sobrevenían desde que se levantó, le ofrecían una nueva perspectiva. Todo aquello parecía muy lejano, lejano a su persona. Se preguntó por qué hacía la guerra. En aquel momento no recordaba demasiado bien cómo empezó, quién inició las hostilidades. ¿Fue aquel ataque murriano a uno de los castillos de frontera? A los soldados de la guarnición les habían cortado el cuello. Hombres grises abandonados a la muerte. Habían llegado rumores de una matanza en algún asentamiento murriano, antes del ataque. Nadie estaba seguro. En las guerras nadie sabe la verdad, ni tan siquiera los verdugos, ni él, el Heredero… Le pareció que los acontecimientos se habían sucedido sin una razón, sin que los pudiera gobernar. Sabía que era incapaz de virar el rumbo de los mismos.

    Paseó su mirada sobre las azoteas; le parecieron un inmenso tablero de ajedrez hecho de casillas irregulares, algunas más hundidas, otras elevadas. Siguió los cortes de las calles hasta que su atención se centró en el puerto, al este de la ciudadela. Figuras minúsculas y ajetreadas cargaban las naves, muchas ancladas al abrigo del espigón construido con grandes rocas. Debía de haber unas cincuenta o algo más, las banderas rojas, negras y blancas ondeando. Era la escuadra que siempre había dominado el Golfo de Daler y el Mar de los Anónimos, capaces de ahuyentar a las flotas de corsarios que habían organizado los pueblos del mar y hacer valer su supremacía sobre las humildes escuadras de las colonias.

    Vamurta exportaba hierro de las minas de la Sierra de Andonin, armas forjadas por las decenas de herreros asentados en la ciudad, cereales y paños tintados con colores puros. Las mercancías llegaban a las colonias y desde allí a otros muchos puntos. Algunos mercaderes también habían establecido rutas más al sur y al norte,

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