Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Guerras de Antigua Vamurta 5
Guerras de Antigua Vamurta 5
Guerras de Antigua Vamurta 5
Libro electrónico199 páginas4 horas

Guerras de Antigua Vamurta 5

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Antigua Vamurta es una saga de fantasía de corte épico y realista dividida en seis volúmenes. La saga completa está publicada en un solo volumen, si lo prefieres, bajo el título de "Antigua Vamurta - Saga Completa".
Guerras de Antigua Vamurta Volumen 5. Libro de literatura fantástica para descargar gratis. Antigua Vamurta es una saga de fantasía de corte épico y realista dividida en seis volúmenes.

El devastador asedio a Vamurta, la capital de los hombres grises, lo cambiará todo para siempre. La caída de la ciudad se narrará como un suceso épico y descarnado. Vamurta agoniza esquilmada por la barbarie, y sus habitantes emprenden una huida por mar, que los llevará a los lejanos puertos de las colonias. Para muchos de ellos, comienza una epopeya hacia tierras inhóspitas, hacia parajes extraños aún por descubrir.

Serlan de Enroc, el más poderoso de los hombres grises, se convierte en un fugitivo. Pronto deberá enfrentarse a un viaje impredecible. A una vida dura, cincelada por las manos de los dioses y el azar. A una epopeya que mostrará su verdadero rostro, sus dudas, su coraje.

Tres mujeres trazarán el destino de Serlan, y en ellas hallará el amor, los anhelos y las fuerzas perdidas para encontrar su lugar en el mundo. Un mundo donde las luchas por el dominio territorial se recrudecen en una guerra intermitente entre civilizaciones, marcada por la fragilidad de las alianzas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2015
ISBN9781310005190
Guerras de Antigua Vamurta 5
Autor

Lluís Viñas Marcus

Me llamo Lluís, nací en 1973 en Barcelona, de donde nunca me muevo.Lo cierto es que no tengo mucho que comentar, mi vida es como una línea sin grandes hechos a reseñar. Vivo entre días luminosos y otros sombríos, como la mayor parte de la humanidad. ¿Será que este es nuestro destino?La poesía o está o está a punto de aparecer. Hay días que parece que todo es poesía y otros días en que solo aparece a ráfagas.Además del presente libro, Este cielo y todas estas calles (2022), que espero que te guste, he escrito Poesías, Amor y Moscas (2018), Canciones de Hierro (2016) y Poemas 3,14 (2015) y algo de narrativa también he publicado.

Lee más de Lluís Viñas Marcus

Relacionado con Guerras de Antigua Vamurta 5

Títulos en esta serie (6)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción de acción y aventura para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Guerras de Antigua Vamurta 5

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Guerras de Antigua Vamurta 5 - Lluís Viñas Marcus

    39

    NOGROG

    Ciudad de Nogrog, año 1144 del Viejo Calendario, 79 de las colonias.

    Querido Ermengol,

    No sé si alguna vez os llegará esta misiva. Quizá sea un estúpido por pensar que tiene algún sentido mantener correspondencia con alguien que ha desaparecido en un reino tan vasto como hermético. Quieran los dioses que los sufones os den buena hospitalidad.

    No siempre un hombre es capaz de sincerarse consigo mismo. Un examen atento frente al espejo puede desvelar verdades que nos empecinamos en negar. Al igual que un niño que no acepta que el tiempo de los juegos ha concluido, me resisto a pensar que todo lo logrado se derrumba. Que las nuevas tierras han devorado nuestros sueños.

    Bien podría ser que escriba estas palabras a fin de ordenar la mente y conjurar mis miedos. Las sombras de una nueva guerra se alargan aquí, sobre el pequeño burgo de Nogrog, una pica de nuestra civilización en las carnes de vesclanos y hombres rojos. La carestía, los huidos de Vamurta y las malas cosechas han hecho el resto. La guarnición está en alerta. Noche y día vigilamos los aledaños de nuestras murallas. No tardarán en atacar.

    En tabernas y mercados se rumorea que un antiguo noble de Vamurta capitanea las huestes de vesclanos y rojos que como una niebla difusa empiezan a rodearnos, ocupando primero los cruces de camino. Hemos perdido contacto con la posta de Las Pinzas, que nos une con el resto de ciudades de las colonias. Desconozco si mi petición de auxilio habrá llegado a la capital. Hemos utilizado, como medida desesperada, palomas mensajeras de un mercader de la costa, aunque ningún pájaro de la capital ha respondido a la llamada. No di crédito a que un antiguo vizconde aglutinara a los bandoleros, irregulares y mercenarios que pretenden asediarnos hasta que un ganadero de Nogrog murmuró su nombre: «Mende». Entonces recordé. Una de las muchas comparsas de la corte que adulaba a Ermesenda, la condesa, apareciendo y desapareciendo como una comadreja para lograr cuantas prebendas pudieran sus manos tomar. Aunque no fue de los primeros en soltar amarras cuando Vamurta estaba cerca de sucumbir, al pisar las nuevas tierras desapareció. Hasta hoy.

    Entre los grupos de ciudadanos armados de Nogrog se afirma que los soldados de Mende están construyendo artefactos proyectados por carpinteros vesclanos. Lo que sí es seguro es que guerreros rojos de los clanes Aritten y Torgal se han sumado a sus fuerzas. Hasta he oído que detrás, hay uno de los padres del clan de los Álfatas.

    En esta mañana de invierno mi hijo ha cumplido sus cinco primeras lunas llenas, y a pesar de ser prematuro, engorda y crece conforme a la naturaleza. Adana también está preocupada. Las mujeres a veces parecen estar impulsadas por una fuerza que los hombres ni tan siquiera intuimos. Bien podría ser que ellas fueran las auténticas guardianas del mundo, aunque muchas lo sean sin ni tan siquiera saberlo. Adana pretende volver a quedar encinta, y para ello no escatima en seducción. En estos tiempos gobernados por el desorden y las promesas de muerte, mi esposa busca la perpetuación, crear en su vientre un eslabón más en el ciclo de la vida. Parece querer no darse cuenta. Antes de que florezcan los campos, las tropas de Mende nos tendrán confinados en el interior de los muros que nos protegen.

    Un sirviente entró en la estancia donde el intendente de la ciudad, Álvaro Telan, escribía, manchados los dedos de tinta, sobre un pergamino.

    —El cónsul Hebraiokasto os espera en su palacio, señor.

    Álvaro sonrió para sí. «¿Cómo podía referirse a aquella alcazaba oscura como palacio?». Hebraiokasto, el delegado del Consejo de los Veintiuno, se mostraba ansioso en demasía hasta el punto de exasperar al viejo capitán de Vamurta.

    —Decidle al recadero que salgo hacia palacio de inmediato —respondió. Cuando el sirviente se retiró, Adana entró en el aposento llevando a su pequeño primogénito en brazos. Sus labios esbozaron la sonrisa de la complicidad.

    —¿Qué querrá ahora? —le preguntó— ¿Alguna medicina mágica para sanar el miedo que lo corroe, o alguna promesa que no puedas cumplir, amor mío?

    —Quiere que le asegure su salvación y la de sus bienes. Recuerda que el cónsul de Nogrog es afín al magíster militum Vertan, que nos vigila.

    —Amor, esta mañana, en la puerta este, he visto llegar gentes del Valle de los Tejos. Llevaban consigo todo aquello que un viaje largo acepta.

    —No hay sitio —dijo el intendente para sí, mesándose la barba.

    —Deberás pensar dónde alojarlos y, sobre todo, qué darles de comer. Y durante cuánto tiempo.

    El Valle de los Tejos era uno de los confines de los territorios que dependían de la ciudad, en el noroeste. Su mujer tenía razón. Si las tres mil almas del burgo se doblaban por la llegada de los agricultores y ganaderos de las aldeas y campos circundantes, los silos de Nogrog se vaciarían en dos o tres lunas.

    —Pediré al cónsul que inicie el acopio de víveres.

    —¿Y si no te hace caso? —preguntó Adana.

    Abrigado con pieles de zorro, el intendente salió a la calle, seguido por cuatro guardias escogidos entre las tropas de la milicia. Aunque no le gustaba la escolta, entendía que el asesinato del responsable de la defensa de la ciudad sería una catástrofe. El aire gélido movía lentamente los nubarrones que gravitaban sobre los transeúntes, enterrados en abrigos y gruesas capas. Algunos rostros grises lo miraban interrogativos, como si esperaran alguna certeza del capitán de la plaza. La mayoría de los ciudadanos se ocupaban de sus quehaceres. No supo si aquel ajetreo nervioso respondía a la angustia del asedio, que había dejado de ser un rumor a ser una realidad cercana desde que habían perdido el contacto con las postas de los caminos.

    —¡Intendente, Señor! —El capitán Álvaro vio a un grupo de tres mercaderes acercarse hacia él. Eran del gremio de los alfareros—. ¿Cuáles son las nuevas? Hemos oído que Las Pinzas han caído. ¿Es verdad, intendente?

    —Es cierto. No sabemos nada de ninguna de las casas de los caminos.

    —Señor, —dijo un mercader joven de mandíbula cuadrada—. Quisiera marchar de Nogrog. Ya no es segura.

    —Si contáis con exploradores y formáis un grupo pequeño que cruce los bosques, es arriesgado. Si lo intentáis formando una caravana cargada de cerámicas, sois hombre muerto —respondió, adivinando sus intenciones.

    Los tres mercaderes lo miraron. Una sombra cubrió los rostros barbudos. El hombre mejor informado de la ciudad les acababa de comunicar que estaban confinados, sin posibilidad de salvar sus fortunas si la ciudad caía. El intendente los saludó y siguió adelante, deseando que la lluvia se demorase hasta la tarde. Nada le apetecía menos que deambular por las calles repartiendo órdenes y llegar a casa con las ropas mojadas y los huesos helados. Antes de alcanzar la casa fortificada del cónsul, repasó mentalmente las fuerzas con las que contaba. Una falange y el escuadrón de ballesteros, repartidos por los muros y puertas. Los pelotones de irregulares, controlando los campos y granjas adyacentes. Algo no le gustaba. Su intuición le decía que aquel ataque no tenía como destino esquilmar los campos y luego desaparecer con el botín, sino la ciudad misma. Las tropas de Mende debían ser numerosas y estar bien pertrechadas. Recordó visitar a los carpinteros de Nogrog, que días antes habían recibido la encomienda de construir balistas para repeler el asedio que se avecinaba. ¿Podrían aquellos artefactos construidos con prisa igualar a la maestría de los vesclanos?

    Subió la corta rampa que llevaba hasta la casa del cónsul. Sobre un suave promontorio que dominaba la ciudad se levantaba una única torre cuadrada de ladrillos rosáceos y un tapial que bordeaba la casona blanca, cuyo segundo piso apenas se destacaba sobre el débil muro exterior. Bajo una puerta cuadrada y la barbacana que la defendía, dos milicianos holgazaneaban con las lanzas apoyadas sobre el muro. Sobre ellos ondeaban dos enormes estandartes azules con seis estrellas blancas, la nueva bandera del Consejo de los Veintiuno. Los guardias recuperaron la compostura al ver llegar a la comitiva, incluso dos cabezas asomaron sobre la línea dentada del antepecho del muro. El intendente sonrió con amargura, avanzando con paso marcial a la vez que sus ropajes volaban hacia atrás, movidos por el aire. Su pequeña guardia lo seguía de cerca.

    Pasó por debajo de la puerta, y antes de visitar al joven cónsul, prefirió otear Nogrog. Ascendió con pasos ágiles hasta la cima de la torre. En la soledad de la atalaya, con el espejismo de poder tocar el cielo, intuyendo la tempestad que se cernía sobre la ciudad, quiso pensar unos instantes. El momento le trajo a la memoria el asedio a su ciudad, Vamurta, de la que él fue el defensor. También, entonces, estuvo encaramado a una altura viendo cómo las huestes murrianas se desplegaban como un cepo alrededor de todo aquello que conformaba su mundo. Veía Nogrog, una pequeña urbe apacible de casas sencillas encaladas y techos encarnados. Una única gran plaza reunía a los ganaderos, pequeños agricultores, artesanos de la buena madera de los bosques circundantes y, sobre todo, a los alfareros, el gremio predominante. El rojo de las tejas parecía brillar bajo el cielo encapotado. La luz del mediodía que filtraban las nubes era una cortina gris y devoraba cualquier sombra. La muralla exterior de ladrillos de arcilla, no más alta que la altura de dos cuerpos, formaba un trazado serpenteante que envolvía el casco urbano. Las pocas torres cuadradas defendían los flancos y cada una de las cuatro puertas. Alrededor de ese tapiz de rojos, paredes blancas y trazos arcillosos, crecía un bosque cerrado, no mucho más allá de los límites de las defensas, lo que ocultaría las maniobras de los sitiadores. El intendente intentó pensar dónde situaría las máquinas de asedio, el campamento, dónde se haría fuerte si tuviera que asaltar la ciudad. Derribar parte de los muros no sería un trabajo complicado. Así que, para qué excavar minas, cuyos trabajos eran largos y arriesgados. Para qué molestarse en un asalto directo que costaría muchas vidas. Con martillear con catapultas un tramo de los muros sería suficiente. Entonces, la infantería podría entrar en masa. ¿Cómo pararlos? El viento arreciaba. Gotas de lluvia golpearon el rostro barbudo del capitán, despertándolo de su ensimismamiento.

    Tenía algo más de tiempo. Los murrianos aparecieron muy rápidamente ante Vamurta y esa fue unas de las razones de su victoria. Reflexionó sobre todo aquello. Qué podía hacer antes de que el cerco fuera una realidad visible. Era el momento de plantear sus ideas al cónsul.

    —Álvaro, mi gran amigo.

    —Señor. Antes de recibir vuestra hospitalidad he divisado el horizonte. Ya sabéis que nos queda poco tiempo.

    —De eso, precisamente, quería hablaros, intendente —respondió el cónsul, sin dejar de sonreír. Abandonó el trono desde el que recibía audiencia al modo de los monarcas que mucho tiempo atrás gobernaron a los hombres grises—. Quiero saber qué pensáis vos. Bien sé que en otro tiempo tuvisteis experiencias parecidas, y disculpadme si os traigo malos recuerdos. ¿Vamos a ganar?

    —He pedido refuerzos —recordó el capitán Álvaro.

    —A mí gran amigo el magíster Vertan, ya me lo habéis dicho. Vertan tiene el poder sobre las tropas de Nueva Vamurta, muy bien… Pero, ¿y si nunca llegan? ¿Podremos resistir a estos bárbaros de los bosques?

    —Muy estimado Hebraiokasto. Las murallas de Nogrog son de arcilla, y no de gran grosor. Me habéis convocado y yo os traigo propuestas para la defensa —respondió el viejo capitán tomando aire—. Guardar toda la comida que nos sea posible, mandar afilar nuevas lanzas y puntas de flecha, que los herreros trabajen día y noche. Que los carpinteros construyan artefactos. Incluso, se podría considerar cavar minas para hundir el suelo donde se asiente el enemigo. Envenenar las tres fuentes de extramuros, con pócimas de efectos lentos. No quisiera yo que nos acusaran de tal delito, si perdemos la ciudad. Ni tan siquiera tomarían esclavos. Debemos buscar hombres, también, capaces de entrar en sus campamentos y difundir rumores. La confusión y el miedo deben estar de nuestro lado. Que crean que el ejército de socorro de Nueva Vamurta puede llegar en cualquier momento. Y…

    Hebraiokasto levantó una ceja, esperando que terminase la frase. Llenó dos copas de oro con vino especiado. —Te escucho, querido amigo.

    —Mandar embajadores secretos a los hombres rojos.

    —¡No! ¡Traición!

    El cónsul se revolvió, arremolinado en su túnica dorada. Airado, su rostro pueril adoptó la expresión de un niño contrariado. Dio largos pasos por la sala principal de aquella pequeña villa fortificada. El intendente de Nogrog pensó que todos los lujos de la urbe se concentraban en ese espacio de pequeñas ventanas alargadas, casi unas simples troneras, donde Hebraiokasto se encerraba con frecuencia. Muebles, tejidos, grandes cerámicas pintadas y gigantescos candelabros de plata encendidos desde el despuntar del alba.

    —Todo menos negociar. No hay que dar un paso atrás, ¡ni uno! —aulló el cónsul. El capitán creyó escuchar la voz del magíster militum, del que tanto dependía aquel joven del Consejo.

    Cuatro días más tarde, el antiguo capitán de Vamurta se encontraba en casa, con su mujer y su hijo. Adana tocaba un flautín, recordando melodías sencillas de su hogar, cerca de Belkasa. El pequeño la miraba con ojos satisfechos tras haber mamado, al mismo tiempo que en el fuego de la cocina se hervían coles, zanahorias y pedazos de ciervo, que inundaban la casa con un olor agridulce. El intendente de Nogrog, sentado en su silla de patas curvadas sin respaldo, tenía la mirada perdida en las llamas que calentaban la única gran estancia de su hogar. Cargó su caña de tabaco y encendió la punta con una brasa. El fuego apenas alejaba el frío, que como una maraña imposible de desenredar, se posaba en todos los rincones de la tierra.

    —Los trabajos están avanzados. Las catapultas, los arcos, las ballestas que encargué… Casi todo.

    —Te preocupa la muralla —dijo Adana, dejando su flautín.

    —La muralla y la guarnición. Pocos y poco experimentados. Apenas han entrado en combate, estos hombres.

    Un silencio abrupto flotó en el comedor. Adana contemplaba la pared, por un momento sin hacer nada en concreto, abstraída.

    —Amor. ¿Qué sucederá si perdemos Nogrog?

    Álvaro se tapó la cara con ambas manos, como si hubiera recordado haber perdido algo. Cuando sus dedos descubrieron sus ojos, estos eran dos globos acuosos.

    —Eres la esposa del defensor. Tu suerte estará echada —tomó aire antes de proseguir—. Si esos animales toman la ciudad, pagando un alto precio en vidas, las mujeres de Nogrog y los niños debéis saltar desde las torres. ¡Adana, no lo imaginas! No puedes ni imaginar lo que sucedería, mi vida…

    —¿Es lo que debemos hacer las mujeres? Esperar que los hombres hagan su trabajo, esperar en casa de brazos cruzados a ver hacia qué lado nuestras vidas, y la de los de nuestra propia sangre, se decanta. ¡Esperar la muerte sin más!

    —No es exactamente así…

    —¡Es lo que me estás pidiendo! Que me lance al vacío con esta criaturita en brazos porque, mientras aguardo en esta casa, los designios de los dioses han cambiado. ¡No, no y no!

    El capitán observaba la furia desatada de su mujer, la ira de quien se ve arrastrado por un río que acaba en un precipicio insalvable.

    —Estoy embarazada. Anoche soñé que la diosa Sira me prometía una niña.

    Saltó Álvaro de la silla, tan sorprendido como alarmado. Sonrió, con la boca todavía abierta. De pronto, la quietud de la noche se vio quebrantada

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1