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La última guerra en la Tierra
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Libro electrónico334 páginas4 horas

La última guerra en la Tierra

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En el año 2071, los pocos miles de sobrevivientes de la Tercera y Cuarta Guerra Mundial que escaparon del apocalipsis, la radiación y el contagio, hallaron refugio y recursos en la selva montañosa de los Andes orientales, donde lograron desarrollar nuevamente la civilización y una sociedad avanzada y pacífica, pero luego se vieron amenazados por inmensos ejércitos invasores que llevaron la muerte y la destrucción hasta sus calles y campos. ¿Logrará la humanidad sobrevivir a una nueva y devastadora guerra?
IdiomaEspañol
EditorialNarrar
Fecha de lanzamiento6 jun 2022
ISBN9786124882531
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    La última guerra en la Tierra - Horacio Wallace

    En el año 2071, los pocos miles de sobrevivientes de la Tercera y Cuarta Guerra Mundial que escaparon del apocalipsis, la radiación y el contagio, hallaron refugio y recursos en la selva montañosa de los Andes orientales, donde lograron desarrollar nuevamente la civilización y una sociedad avanzada y pacífica, pero luego se vieron amenazados por inmensos ejércitos invasores que llevaron la muerte y la destrucción hasta sus calles y campos. ¿Logrará la humanidad sobrevivir a una nueva y devastadora guerra?

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    La última guerra en la tierra

    Primera edición electrónica: junio de 2022

    © Horacio Wallace, 2022

    © Paracaídas Soluciones Editoriales S.A.C., 2022

    para su sello editorial Narrar

    APV. Las Margaritas Mz. C, Lt. 17,

    San Martín de Porres, Lima

    http://paracaidas-se.com/

    editorial@paracaidas-se.com

    Composición: Juan Pablo Mejía

    Ilustración de portada: Isaac Quispe

    ISBN ePub N.° 978-612-48825-3-1

    Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio sin el correspondiente permiso por escrito del autor.

    Producido en Perú.

    A mi familia

    PARTE I

    El nuevo mundo

    1. Sueños

    —¿Quiénes son? ¿Qué quieren de mí?

    —Queremos advertirles. Sobre el peligro que se acerca.

    —¿Cuál peligro?

    —Lo sabrán pronto.

    —Pero, ¿yo que tengo que ver en todo esto? ¿Por qué me hablan?

    —Porque tú debes llevar el mensaje.

    —¿Cuál mensaje? ¿A dónde?

    —A los demás, a todos. Debes decirles que se preparen, que la invasión es inminente.

    —¿Infectados? No hay por aquí, desde hace mucho. Estamos seguros ahora.

    —No lo están. Un gran peligro viene hacia ustedes. Deben luchar y resistir con todas sus fuerzas.

    —¿Y por qué me dicen esto a mí? ¿No debería ser otra persona la que sepa esto?

    —No. Tú debes hacerlo, solo tú. Eres especial, Tania, por eso confiamos en ti.

    —Pero si solo tengo dieciséis.

    —Lo harás bien.

    —Yo no sé cómo...

    —Debes hablar con los que toman las decisiones.

    —Los demás no me creen, piensan que estoy loca.

    —No lo estás, es todo lo contrario. Eres mejor que los demás, por eso hablamos contigo.

    —¿Porque soy diferente? ¿Por eso lo soy?

    —Sí. Eres única. Aquí.

    —¿Aquí?

    —Hay otros como tú.

    —¿Quiénes son?

    —Otras personas, igual o más brillantes.

    —Quiero conocerlos.

    —Eso será luego.

    —De acuerdo, lo intentaré de nuevo —respondió luego de unos segundos—. Lo más probable es que no me creerán. Pensarán, como siempre, que me volví demente y que necesito tratamiento y medicación.

    —Te creerán, cuando vean que lo que dices es cierto. Pronto lo verán.

    —¿Morirán personas?

    —Sí.

    —¿Habrá otra guerra?

    —Sí.

    —¿La quinta?

    —La última. La última de todas.

    2. Tania

    Tania se sentó a la mesa aún somnolienta y se sirvió una taza de café. Vasily, su hermano menor, devoraba su desayuno mientras su madre se movía ajetreada por la cocina. Su padre y Sasha, su hermano mayor, habían vuelto de llevar a pastar al ganado por el campo que daba al río, y luego de lavarse se sentaron con ellos para desayunar. Yanko y Katerina, él ruso y ella ucraniana, se conocieron en San Pedro, unos años antes del nacimiento de Sasha. Ambos llegaron durante la última gran migración, y aunque partieron juntos en el mismo barco desde Vladivostok con un gran grupo de refugiados luego de cruzar Siberia, recién se hicieron amigos en la facultad. Eran parte de la numerosa comunidad rusófila que habitaba en el refugio, y al hablar el mismo idioma y compartir intereses comunes, fue imposible que no se gustaran y que a los pocos meses fueran novios. Ambos botánicos, compartían la pasión por el trabajo en la granja, la vida en el campo y el amor por sus hijos. Yanko era un agricultor y ganadero a tiempo completo, y Katerina alternaba el cuidado de su familia con la investigación, principalmente desarrollando nuevas técnicas para mejorar el cultivo de bananos y otros frutales.

    —Yanko, hoy debo ir al monte contigo para ver mis plataneras.

    —Sí, Katya —como le decía cariñosamente.

    —Me tienen preocupada. Debemos contar con otro cultivo más que nos permita llegar a la cuota, cuando nuestra producción de maíz baje durante la temporada de lluvias —dijo, y se sentó con ellos.

    —Lo sé, iremos por la tarde. Ahora parece que va a empezar a llover.

    —Gracias, cariño. Me preocupa no poder cumplir. Es nuestro compromiso, nuestra palabra...

    —No, Katya —la interrumpió suavemente—, eso no debe preocuparnos tanto. Comida hay, y también reservas suficientes. Nuestra producción es buena, estamos bien.

    —Lo sé, pero nosotros somos expertos, debemos ser mejores.

    —Lo haremos, sin duda. La próxima cosecha de maíz será mucho mejor que la anterior. Y la de bananos también.

    —Espero que sí. Confío en ustedes. —tomó un sorbo de café y miró cariñosamente a Sasha, su hijo mayor, quien le devolvió la sonrisa mientras atacaba su desayuno con hambre feroz.

    Luego de un momento, Yanko cambió abruptamente el tema de conversación.

    —Tania, hija, ayer tuviste pesadillas nuevamente. Te oí hablando y discutiendo en medio de la noche.

    —No quiero hablar de eso. —y cruzó los brazos, aún con cara de sueño y despeinada.

    —No te estarás volviendo loca, ¿verdad, hermanita? —dijo Sasha con sarcasmo.

    Ella lo miró molesta.

    —¡Sasha! No digas eso. ¡Tú no! —replicó Vasily.

    —Lo siento, Vasily, era una broma. —miró a su hermana—. Lo siento, Tania.

    Ella seguía mirándolo, pero relajó la expresión.

    —Hija, pude escuchar algo de la «conversación» que tenías. Por lo menos lo que tú decías —continuó su padre—. ¿Más sueños de guerra?

    Tania lo miró, aún de brazos cruzados.

    —No quiero hablar de eso.

    —Somos tu familia, puedes contarnos. Nadie te conoce como nosotros —le dijo Katerina con cariño.

    Respiró hondo. Confiaba en ellos, naturalmente, y aparte de las bromas que pudiera hacer Sasha, sabía que la iban a escuchar, y sin juzgarla.

    —No son pesadillas, papá. Algunas noches, cuando estoy dormida, unas voces me hablan, y me despierto. Escucho voces y veo cosas. Cosas sobre el futuro.

    Hizo otra pausa y los miró, atenta a su reacción.

    —¿Cuáles voces? —preguntó Yanko.

    —No lo sé —respondió, mientras se ponía nerviosa—. Solo sé que me hablan, y yo les hablo, y estoy despierta, no estoy dormida, no es un sueño, por lo menos no lo parece, no hablo sola, es muy real... no puedo estar hablando sola... pero, la verdad, no lo sé... ¡no sé!... —y se echó a llorar.

    —Tranquila —le dijo su mamá mientras le cogía la mano—, te creemos.

    —¿En verdad me creen? ¿No piensan que estoy loca? ¿O que todo es parte de mi gran imaginación, o que realmente son solo pesadillas? Porque estas personas, estas voces, me hablan de problemas, de guerra, y veo cosas, veo destrucción, fuego y sangre, sangre por todos lados.

    La familia la observaba con asombro.

    —No, no. Estos sueños son por algo. Esto es parte de ti, de tu fuerza —dijo su madre—. Tienes algo que no lo tienen los otros. Eres más inteligente que los demás, incluso mucho más que nosotros. Y tienes esta percepción, este don maravilloso de saber cuándo algo va a salir mal. Lo veo en ti desde niña.

    —No lo sé, mamá, no estoy tan segura de eso, y todo esto me trae problemas. En la escuela, en el pueblo. No debí hablar en la plaza, desde ese momento todo cambió. Piensan que perdí la razón o que es puro invento mío para llamar la atención.

    Sasha soltó una risita.

    —Lo siento —dijo Sasha—. Pero sí, tienes razón, no debiste hablarle a los del pueblo. Y menos decirles que nos vamos a morir todos si es que no empezamos a fabricar armamento en cantidades. Antes de eso debiste hablarlo más con nosotros.

    —Tania, en este pueblo lo mejor es hacer cada uno su vida, sin llamar la atención —dijo Katerina—. Allá abajo hay muchos tontos que hablan y hablan y saben poco. No vale la pena escucharlos.

    —Sí, no lo volveré a hacer, ya lo sé. Pero, ¿y en la escuela?

    —Así es la vida en la escuela —dijo Sasha—, siempre hay compañeros molestos. Lo mejor es ponerlos en su sitio a la primera. No es difícil, como Vasily, que ya se agarró a golpes con dos chicos mayores la semana pasada —y empezó a jugar con el menor de los hermanos lanzándole golpecitos de mentira, que le respondió con alegría de la misma manera—. Por defender a su hermana, ¡todo un héroe!

    Tania miró a Vasily y estiró su mano para cogerle el brazo con cariño. Le dijo gracias con la mirada.

    —¡Le voy a sacar la mierda a cualquiera que diga algo malo sobre ti, así sean más grandes! —exclamó el chiquillo con energía, y todos rieron.

    —¡Vasily! —le increpó su mamá—. No hables así. No queremos que te suspendan de nuevo, y menos por belicoso.

    Vasily no se disculpó. Seguía sonriendo. Que Sasha hubiera mencionado nuevamente su reciente hazaña lo llenaba de orgullo, ya que el asunto se había enfriado luego de unos días y le parecía que era muy pronto para que todos lo olvidaran.

    —Tania, y estas voces, dices que te dan mensajes, ¿y te piden que hagas algo? —volvió Yanko con el tema que más le preocupaba.

    —Sí, papá. Me piden que transmita los mensajes. Imagino que a los militares, o a algún consejero.

    —¿Y qué clase de información es esa? —indagó nuevamente.

    Tania los miró un momento.

    —Que debemos prepararnos, que nos armemos, que el peligro se acerca, y que nos atacarán con fuerza. Que habrá otra guerra, y que muchos morirán.

    —¿Una guerra?, ¿contra quién? —preguntó Katerina—. Vivimos en paz hace mucho, y los infectados... —y en eso dejó de hablar.

    Todos miraron a Tania. Ella asintió.

    —Vienen por el oeste.

    —Es imposible, los tienen a raya, no pasan de las fronteras —replicó su madre, después de un momento de silencio general.

    —Los cazadores están acabando con los últimos que quedan —añadió Vasily, que, como casi todos los chiquillos de su edad, tenía a aquellos intrépidos guerreros de las montañas como sus héroes favoritos.

    —No puede ser cierto. Espero no lo sea. ¡No más guerras, por Dios! Aquí vivimos bien, no podemos salir a buscar otro refugio. Lo más probable es que este sea el mejor lugar donde vivir, donde cultivar... —dijo Katerina con preocupación.

    Tania miró con cara de sospecha a su padre y hermano, que permanecían en silencio.

    —Ustedes saben algo, por eso no dicen nada. No les asombra tanto, lo veo. Deben haberlo sabido durante sus excursiones a la cordillera —les dijo Tania son seguridad.

    Sasha y Yanko se miraron.

    —Sí, es verdad —dijo Yanko después de una pausa—. Siempre hemos escuchado todo tipo de historias sobre los infectados, que nos cuentan los cazadores en las fronteras, cuando algunas veces nos alojamos con ellos.

    —Vienen principalmente del oeste, y otros más desde el sur, y cada vez son más —agregó Sasha—. Hasta hemos visto cómo cazaban a algunos desde grandes distancias. Allá hay excelentes tiradores.

    —Ustedes lo supieron todo este tiempo, y sin embargo no dijeron nada —les dijo Katerina—. Sé que lo ocultaron para protegernos.

    Ambos asintieron con amor.

    —Y Tania lo presentía, o lo empezó a saber, desde que comenzaron estos sueños, o conversaciones —dijo Yanko.

    —Pero lo que dices es muy diferente a lo que hemos visto o escuchado —dijo Sasha—. Hablas de guerra, y eso no es lo que sucede ahora. Tiene que ser otra cosa, mucho más grande, con una fuerza muy superior, para que puedan superar nuestras defensas.

    —Confiamos en los cazadores, y también en el ejército. Y en nosotros mismos. Los mantendremos fuera, como siempre. ¡No pasarán! —exclamó Katerina, tratando de mantener la esperanza en la familia.

    —Parece que esta vez será diferente, Katya —le dijo Yanko, y luego se dirigió a todos—. Lo mejor que podemos hacer es lo que mejor sabemos hacer. Y eso es prepararnos. Para todo, para lo que venga, para lo que pase. Para lo que no se nos ocurra que pueda pasar. Lo venimos haciendo en esta familia desde siempre, y es lo que toca ahora. Pensemos en que tenemos suerte, ya que en verdad creo que nosotros, los cinco, debemos de ser unos de los pocos civiles que sabemos lo que realmente está pasando.

    —Y si, además, consideramos como cierta la información de los mensajes que recibe Tania, tenemos una idea mucho más clara de lo que pasará en los siguientes meses. Siempre has predicho cosas y la mayoría de veces han resultado como lo dijiste. Ahora también debemos tomar muy en serio lo que dices, Tania —agregó Katerina.

    —Exacto —respondió Yanko—. Y esa valiosísima ventaja, la de contar con esta información antes que los demás, nos da el tiempo necesario para actuar, para idear un plan, así podremos asegurar nuestra protección y acumular víveres y las demás cosas que necesitaremos para cuando las cosas se pongan realmente mal.

    —Ay no, qué problema. No necesitamos esto, ahora no, después de tantos años de paz y desarrollo... —expresó Katerina con nerviosismo.

    —Tranquila, mamá —le dijo Tania cogiéndole la mano—. También me dicen que hay esperanza, que la vida continuará, y que habrá paz después de la guerra.

    Yanko asentía levemente mientras las miraba.

    —Qué bien —dijo Katerina—. Al final parece que son buenas voces.

    —Sí, mamá. Se siente así. Siento que nos quieren proteger, y es lo que me dicen, por eso nos están advirtiendo.

    —Está bien, solo eso quería saber. Por ahora —dijo su padre, mientras se recostaba en la silla y sacaba su estuche de cuero para armar un mapacho, un cigarro de tabaco negro y fuerte que aún fumaban los rurales y soldados—. Ahora terminen su desayuno, que tú y tu hermano deben ir a la escuela y nosotros tenemos trabajo en el corral. Ya iremos pensando en un plan en los siguientes días.

    —Sí, papá —dijeron los tres.

    Tania decidió no ir al colegio ese día y salió al pórtico de su casa, tapada con una pequeña y delgada manta, y se sentó a mirar el amanecer. Le gustaba mucho esas horas del día, cuando el refrescante frío de las alturas en las mañanas hacía la respiración helada y se podía sentir en la punta de la nariz, las orejas, las manos y las mejillas. Además, ese día iniciaba hermoso, con el sol saliendo sobre la Cordillera del Omagua, de montañas bajas, adentrándose en las nubes rechonchas que venían de la Amazonía cargadas de lluvias, formando un paisaje aéreo de bellos colores.

    Tenía que pensar. Quería pensar. Aún no sabía qué hacer. Estas «conversaciones» eran cada vez más frecuentes, y los mensajes, cada vez más insistentes. Era obvio que, si tenía que hacer algo, si ellos querían que hiciera algo, debía ser pronto. Por lo menos sentía que debía empezar a hacerlo, lo que fuera a hacer. No quería repetir el gran error de hablarle nuevamente a las personas del pueblo. Ni siquiera al consejo local. Ellos no iban a entender. Eran gente simple y cerrada, a la que solo le interesaba mantener su lenta vida campechana, sin preocuparse por lo que ocurría en el resto del mundo. O lo que quedaba del mundo.

    Pensaba en cómo alertar a las personas correctas, sin alarmarlos tanto, por lo menos al inicio, y sin hacerlos creer que lo que debía contarles era tan increíble que lo más probable es que creyeran que no fuera cierto. Esa mala característica instintiva de los humanos para ocultarse a ellos mismos la verdad cuando esta es muy dura de aceptar.

    Si ella era tan inteligente como decía su familia —principalmente su mamá, que lo repetía siempre, para que le quede superclaro que, en eso, era mucho mejor que los demás, mejor que todos—, era el motivo porque el que, quizás, por algo estaba pasando todo esto, pensó. Sabía que podía ser que fuera un poco más lista que sus compañeros del colegio, y seguramente también que los habitantes de Maizal, y era probable que entendiera mejor que su familia algunas cosas del mundo. Quizás por eso fue elegida para recibir y transmitir estos mensajes.

    Y sabía que era culta, muy culta. Eso era porque le gustaba leer y era sumamente curiosa. No podía soportar no saberlo todo sobre algo, cuando sobre algo no sabía mucho. Inmediatamente buscaba información para saciar su curiosidad, absolver sus dudas, o revisar o profundizar en lo que rondara por su cabeza en esos días. Y, después de informarse rápidamente, para tener las ideas o hechos generales claros, empezaba el estudio del tema. Un estudio largo y serio. Devoraba libros, cantidades de libros, de antes de las guerras y también los nuevos, sobre todo tipo de tópicos. Podía leer sobre algún tema de ciencias, y al saciar su hambre de conocimiento sobre el asunto, pasaba a, por ejemplo, estudiar la historia de un país determinado, o los principios de alguna antigua tendencia política, o las causas para el inicio de un conflicto. Y le encantaban las biografías. Disfrutaba conociendo la historia de cómo una persona llegó a ser alguien importante, ya sean científicos, inventores, políticos o deportistas, o como así una banda o cantante de pop llegó a ser estrella, hasta como un pequeño emprendimiento de garaje se convirtió en una marca que dominó el mercado global.

    Y, además, sabía expresarse con claridad. Debía ser también por eso que la eligieron. Pero hablar de estos temas con la familia, o a los del pueblo, era una cosa, y llevarlo a, por ejemplo, el Primer Consejo, y ser persuasiva para que le creyeran, y, lo más importante, para que actúen, era una cosa muy diferente.

    Sí, al Consejo; sabía que era lo mejor, allí debía ir. No podía perder tiempo explicando cosas a gente sin criterio ni poder de decisión en los temas que importan. Sabía que lo mejor era saltarse los pasos, flanquear la burocracia, y llegar directamente a quienes debía llegar. Al Primer Consejo. Y a los militares. Al Consejo y a los militares.

    ¿Pero cómo iba a hacerlo?

    3. Crimen

    —¿Lo tienes?

    —Shh... —No lo pierdas.

    —No.

    Jake respiraba lentamente y había bajado el ritmo cardíaco. Toda su atención estaba en el trogón de cola negra al otro lado de la mira. Eran trescientos metros, y el ave no paraba de saltar de rama en rama.

    Soy una piedra, no me muevo —se dijo a sí mismo en silencio, y unos segundos después jaló el gatillo.

    El disparo retumbó en el bosque, ahuyentando a las aves que había en la zona. Aunque pocas, fue todo un espectáculo verlas alzar vuelo juntas.

    —¡Bien! —exclamó Harry, que también observó por la mira de su rifle cómo el ave se desplomaba hacia el suelo, dejando un remolino de plumas durante su caída.

    —Vamos rápido.

    Salieron de su escondite y bajaron apurados la quebrada. Corrieron por el arroyo, saltando de piedra en piedra, hasta llegar a un recodo, debajo de un árbol grande de pacay, donde el ave roja y negra yacía muerta sobre la orilla. Harry se acercó y la levantó cogiéndola de una pata.

    —Le diste en el cuello. El pájaro está entero.

    —Trescientos metros. Tengo el nuevo récord —dijo Jake orgulloso, y se dieron un golpe de puños—. Ya van a empezar a buscar al que hizo el disparo. Salgamos de aquí.

    Jake sacó un paño de tela y envolvió al ave, para después amarrar el paquete al exterior de su mochila. Llenaron sus cantimploras en el arroyo, y de inmediato se internaron corriendo en el bosque. Ambos conocían los graves problemas en los que se podían meter si los descubrían. Matar a un animal silvestre era un crimen mayor, y el castigo era casi igual a como si hubieran robado o hasta asesinado a alguien. Además del repudio de todos. Pero eso al final no les importaba tanto. En realidad, no se arrepentían. Al contrario, tenían una deliciosa cena por delante, y habían demostrado una vez más que eran excelentes cazadores, aunque el reconocimiento tuviera que darse solo entre ellos mismos.

    Antes ya habían logrado salirse con la suya, evadiendo hábilmente las acusaciones con coartadas bien elaboradas que hacían creíbles, con actos de magia como aparecer en el pueblo desde la dirección opuesta al disparo solo unos minutos después de haberlo realizado. Su agilidad y el conocimiento del terreno les permitía cruzar rápida y sigilosamente a través de los senderos ocultos en el bosque de montaña, para luego llegar por el otro extremo, respirando tranquilamente, como si nada hubiera pasado, lo que desconcertaba a sus acusadores, dejándolos sin argumentos y mucho menos con evidencias para cargarles la culpa. Por esto también estaban orgullosos, por haber evadido siempre las acusaciones. Sabían que estaban fuera del sistema, que no pertenecían, que los acuerdos no aplicaban para ellos. Por eso vivían como vivían, libres y errantes. Eran los dueños del bosque, y también de sus vidas y destinos. Los árboles eran sus tronos y la selva su reino.

    Jake y Harry eran huérfanos. Sus padres murieron durante la última gran migración, diecisiete años atrás. Fueron acogidos por la Cruz Roja al llegar a Panamá y desde allí continuaron el viaje hacia la costa sur del Pacífico en un barco cargado de pequeños refugiados como ellos. Al llegar a la costa de lo que antes se conocía como el Perú, abordaron buses repletos de mujeres y niños, que al igual que la mayoría de inmigrantes, cruzaron la cordillera por el paso Tingo.

    Cuando finalmente alcanzaron su nuevo hogar, fueron acogidos por una comunidad de artistas, que ya tenía muchos años allí. Al principio fueron atendidos por un grupo de mujeres, que los trataron y cuidaron bien, compartiendo su custodia con la de sus propios hijos. Pero a los pocos meses fueron trasladados a otra comuna, donde rápidamente percibieron que se cometían abusos contra algunos niños que allí vivían, todos huérfanos como ellos. A los pocos días de arribar a su nuevo hogar, y antes de que los recién llegados, incluyendo a ellos dos, hubieran sido invitados a «cenar» con el «maestro» para «darles la bienvenida», un grupo de chicos mayores que ya tenían algún tiempo allí planearon una fuga, y se organizaron para abandonar a sus captores.

    La oportunidad se presentó la siguiente noche durante una sesión de ayahuasca que realizaban los adultos, aprovechando la oscuridad de su viaje psicodélico para atacarlos con cuchillos dentro de su maloca, matando a dos mujeres y a cuatro de los líderes varones de la secta. Escaparon hacía lo profundo del bosque, selva adentro y montaña arriba, y junto al grupo de niños que lograron huir, se las ingeniaron para sobrevivir con lo poco que la naturaleza les podía proveer para comer y refugiarse.

    Esto pasó cuando tenían solo cuatro años. Ahora, ya con veinte cada uno, sabían que habían mantenido su promesa, la de no volver a confiar en nadie y de siempre ver por ellos mismos. Permanecieron en el bosque, alejados de la ciudad y de los pueblos, a los que solo se acercaban de vez en cuando para la feria de los sábados, cuando tenían algo para intercambiar por víveres, ropa, utensilios o algunas armas pequeñas, como cuchillos y hondas, y la tan necesaria munición, que sabían conseguir fácilmente en el mercado negro.

    Así, durante todos esos años, habían aprendido a sobrevivir como podían. Eran nómadas y ermitaños a la vez. Acampaban donde se les ocurría e iban hacia donde los llevara el camino. Vivian un tiempo aquí, y otro allá. Conocían bien el valle, en toda su extensión, con sus cientos de senderos dentro del bosque de montaña de la selva altoandina, todos sus miradores, ríos, quebradas, lagunas y cataratas.

    Y la necesidad los había hecho buenos cazadores. De niños nunca escucharon acerca de los acuerdos sobre la prohibición absoluta de caza de animales silvestres, por lo que dieron rienda suelta a su instinto y buen apetito, matando y cocinando todo lo que se moviera. Aprendieron ellos mismos a

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