Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Los juegos del tiempo
Los juegos del tiempo
Los juegos del tiempo
Libro electrónico184 páginas1 hora

Los juegos del tiempo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Los juegos del tiempo" se compone de tres novelas cortas experimentales, que pretenden llevar al límite la noción de novela tradicional e invitar a reflexionar sobre problemáticas universales con objeto de conservar la memoria.
La primera, "Cuentos de la selva de asfalto" presenta la posibilidad de leerla como cuentos independientes o de seguir el orden dado para completar una idea de unidad. La trama gira en torno a temas como la guerra, la curandería, la sexualidad y la creación.
La segunda novela, "Las cuatro estaciones" está estructurada en forma de poesía libre regida por los movimientos de la música de Vivaldi. Recorre etapas en la vida de una mujer y su sentir ante el paso del tiempo, el amor, la maternidad y la muerte.
La tercera, "Redención" compuesta de relatos muy breves detenidos en el tiempo, es una biblia de personajes cruzados por el conflicto de las prácticas de destrucción masiva.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 feb 2020
ISBN9789878702452
Los juegos del tiempo

Relacionado con Los juegos del tiempo

Libros electrónicos relacionados

Relatos cortos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Los juegos del tiempo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Los juegos del tiempo - Claudia Ingrid Tudisco

    Redención

    Cuentos de la selva de asfalto

    Un cuento de veterano

    Un hombre apesadumbrado camina en el lineal espacio que contiene una acera. Sus manos nerviosas intentan calmarse al vaivén de las piernas. El hombre piensa que hubiese sido mejor no estar a esas horas avanzando por ese lugar inhóspito y helado, pero siente la obligación de hacerlo: su padre, harto de verlo arreglar el fusil que guarda en el armario, le dijo que se fuera, que buscase qué hacer a la intemperie. Ahí está, sin rumbo, pero con el mandato de su padre que resuena en su cabeza como un disco rayado sin arreglo. Tiene miedo, sí, un miedo inexplicable y espantoso, un miedo de muerte que lleva a cuestas desde la guerra. Esas imágenes que no pueden borrarse ultrajan su mente con flashes reiterativos de su amigo muerto, de estallidos en el cielo, y el ruido, que también escucha a diario.

    ¿Estaba loco? ¿Por qué no podía olvidar, aunque solo fuera un momento, aquella maldición que alguien le envió? ¿Por qué lo habían elegido? ¿Por qué el número de su documento era ese y no otro?

    Comienza a tararear una canción que coincide a la perfección con todas las escenas que recuerda.

    De estar caminando a esas horas, lo peor es el frío que le cala en los huesos. Se imagina arreglando el fusil del armario y unas lágrimas ruedan por sus mejillas. Llora a diario, no puede evitarlo. La tristeza que lleva cargando desde hace tantos años no lo deja despertar de esa pesadilla, círculo vicioso de autoflagelo.

    No te olvides –se dice a sí mismo–, no hay posibilidad de olvido.

    Lee y relee las cartas que escribió durante su viaje, cartas a su familia, al amor de su vida. Las lee todos los días, como un ritual, para tener muy presente ese sentimiento que un día importó.

    Los años lo habían convertido en un ser distante y parco, muchos decían que había dejado de sentir, que había perdido parte de su humanidad, la esencia del ser. ¿La habría dejado en las islas?

    Se abraza para protegerse del frío. Restregarse las manos en su propio cuerpo era lo que hacía cuando estaba de guardia, mirando las estrellas en el paraje helado de las islas. Terror sí sentía, ese sentir lo conocía muy bien. Mirar las estrellas de noche y tener miedo de que cayeran sobre él, en un derrame de luces que aniquilara todo ser vivo en un cierto radio de alcance.

    Recuerda aquella película de Farocki en que habla sobre el napalm. El hombre nunca lo vio, pero la impresión del dolor intenso que se marcaba en el rostro de sus compañeros de batalla al ser heridos se le aparece como semejante a la de aquel que figura en pantalla. Rostros reiterados y acumulados en siglos de guerras y muertes.

    Se imagina cómo podría sentirse el desintegrarse en un instante bajo la bomba atómica, aunque es un sentir no fácil de captar. ¿Y qué tiene eso que ver con él?

    Se siente con suerte dentro de la desgracia de su pasado. Cualquiera diría que salió bien parado del asunto.

    El hombre llega a una iglesia y decide subir las escaleras que lo llevan a la entrada. Abre la puerta rechinante de óxido acumulado en las bisagras. Ese lugar le gusta mucho porque le recuerda a una fotografía de una construcción europea: la iglesia fue levantada sobre una mezquita antigua, que fue reacondicionada a sus nuevas funciones y cultos.

    El hombre se ríe de esta comparación porque no sabe cuál es realmente el parecido y se adelanta hacia el altar. En el centro, al fondo del templo, se encuentra un Jesucristo crucificado. La primera vez que lo vio le llamó la atención que ese Jesús fuese negro y enorme. En otras iglesias había visto ángeles negros, pero nunca un Cristo crucificado de ese color.

    Un ventilador hace ruido desde lo alto, distrayéndolo de sus pensamientos sobre los relatos de la Biblia. El hombre rememora el día en que se lo llevaron al hospital para pacientes con enfermedades mentales. Según le contaron, lo encontraron desnudo y ensangrentado, llorando a los pies de su cama por haber boxeado contra su propia imagen, en el espejo de su cuarto. Como no entendía en qué tiempo y lugar estaba, lo encerraron en el hospital. Allí le administraron varias pócimas mágicas que le devolvieron su juicio.

    El hombre mira sus manos, llenas de cicatrices, pero sube la mirada hacia el destartalado ventilador. En algún punto, ese ventilador le trae a la mente imágenes de aquellos helicópteros que circulaban para matarlo, durante la guerra.

    En una de las paredes de la iglesia se halla escrita una frase de Salmos:

    "Te ensalzaré, oh, Dios,

    porque, tirando de mí,

    me has subido

    y no has dejado que mis enemigos

    se regocijen sobre mí" (Sl 30: 1)

    El hombre a veces siente que el leer la Biblia lo ayuda, otras veces pasa por alto estas lecturas y se entretiene en cuestiones históricas o políticas, que son muy de su agrado desde su regreso a casa.

    Reiterativa y recurrente, la voz de una explicación del gobernador resuena como una visión de derrota que lo acompaña en todo momento. Ese sentir del que fue obligado a pelear y al que, sin embargo, ni Dios quiso ayudar:

    (…) y no has dejado que mis enemigos se regocijen sobre mí, se dice.

    El día en que el hombre volvió de la guerra entendió que su vida futura se basaría en la búsqueda de una explicación sobre el proceder divino, y la superación del sentimiento del perdedor. Muchos de sus compañeros supervivientes ya se han quitado la vida, pero él sigue en pie.

    El hombre no entiende aún cómo compaginar el modo en que fue manejado todo el asunto, la dictadura y su sentido patriótico. No ha encontrado en forma fehaciente si realmente tiene derecho a un reclamo soberano. Ha escuchado que los habitantes de las islas no estuvieron felices con la llegada de la guerra, y que tampoco estuvieron a favor de ninguno de los dos bandos, porque deseaban ser un Estado autónomo.

    El hombre recuerda tantas declaraciones de independencia que hubo a lo largo de la historia, tantas muertes justificadas por amor a la patria.

    También está la cuestión religiosa, piensa absorto.

    En ese momento, el hombre decide volver a las islas, al sitio donde alguna vez estuvo al borde de la muerte. Aún no sabe exactamente el motivo de su impulso, pero siente la necesidad interna que le quema la sien, esa necesidad obligada de verlo todo de nuevo. Como la memoria, que hace reaparecer una y otra vez las mismas imágenes, así siente el hombre, clavada en su mente, la recurrente exasperación del retorno.

    El hombre se pone de pie y camina hacia la salida. Moja sus dedos en agua bendita y hace la señal de la cruz sobre su propio cuerpo, persignándose al tiempo que recita en voz baja:

    —Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos, líbranos Señor, Dios nuestro.

    Abre el portón y sale nuevamente a la calle. Allí hay un automóvil detenido desde donde suena la Cabalgata de las valquirias, de Wagner, una de sus composiciones favoritas.

    El hombre la repite a diario en el tocadiscos del comedor, mientras recita de memoria el poema Remordimiento póstumo de Baudelaire. Siempre pensó que coincidían a la perfección música y ritmo de las palabras, otorgando un significado nuevo al fragmentario instante; como si hubiesen sido creados el uno para el otro, y él fuese el nexo necesario para que se produjera esa comunión de arte.

    El hombre camina y se detiene en una agencia de viajes. Compra un boleto a las islas, sin alojamiento.

    —Lo encontraré allí –dijo al vendedor

    En algunas oportunidades se siente nuevamente como si estuviese en el hospital. En aquel lugar, lo único que hacía era levantarse por las mañanas, tomar las medicinas que le daba la enfermera, caminar dando una vuelta completa al piso, sin saludar a nadie e intentando que no lo descubrieran. Para ello, elaboró una técnica a la que llamó expedición secreta y que consistía en dar pasos sigilosos hasta llegar a la primera abertura que se encontrara. Entonces, quedarse inmóvil hasta que las personas que estén invadiendo el camino se dispersen. Luego avanzar nuevamente. Este método es el que utilizaba en el hospital, lamentándose de no tener su fusil al alcance de la mano por si algo

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1