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El regreso de los dioses: la batalla de Folkvangr
El regreso de los dioses: la batalla de Folkvangr
El regreso de los dioses: la batalla de Folkvangr
Libro electrónico617 páginas8 horas

El regreso de los dioses: la batalla de Folkvangr

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Los dioses han invadido la Tierra y la pugna por el poder va a asolar el mundo.

Imagina que despiertas una mañana y descubres que el planeta entero ha sido tomado por implacables dioses. Los países, tal y como los conoces, han desaparecido y en su lugar existen reinos dominados por poderosas deidades. ¿Qué harás? ¿Seguirás a algún dios?, ¿o lucharás contra ellos?

La batalla de Folkvangr está contada a través de los ojos de tres personajes:

La doctora: después de un accidente de avión una cardióloga despierta en el templo de Atenea solo para descubrir que su esposo ha fallecido. Hace un pacto con la diosa para revivir a su amado.

Solvi: un guerrero nórdico que toda su vida ha seguido los designios de su diosa se encuentra con que ella es tan real como él, y es entonces cuando servirla comienza a tornarse complicado.

El maestro: un profesor está a punto de morir por negarse a servir a los dioses que han conquistado el mundo. En el último momento, una caótica deidad le salva con el fin de usarlo en su ardid.

Una nueva guerra santa se acerca. ¿De qué lado lucharás?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 feb 2019
ISBN9788417813727
El regreso de los dioses: la batalla de Folkvangr
Autor

J. R. Spinoza

J.R. Spinoza nació en H. Matamoros, Tamaulipas (México). Estudió en la escuela Normal J. Guadalupe Mainero, y se graduó de la licenciatura en Educación Primaria. Ajedrecista amateur, coleccionista de espadas y lector empedernido. Comenzó a escribir desde los trece años pastorelas y dramas para la iglesia a la que asistía. No fue hasta el año 2011 en que se decidió a comenzar a escribir sobre una idea que llevaba rato rondando en su cabeza. Le tomó siete años ver concluida su primera obra, El regreso de los dioses: La batalla de Folkvangr.

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    El regreso de los dioses - J. R. Spinoza

    Nota del autor

    Siempre me ha gustado la mitología. Es tan similar a la religión. Los mitos son las creencias de nuestros antepasados. Su cosmovisión e idiosincrasia. Por eso son tan fascinantes.

    Me preguntaba, ¿qué pasaría si todos los dioses mitológicos, de todos los panteones coexistieran al mismo tiempo?

    La idea me asaltaba por las noches ahuyentando el sueño. Escribir este libro era una necesidad para mí. Si gustas de las historias de héroes, los relatos épicos, si te gustan las grandes batallas y las novelas fantásticas…estoy seguro de que disfrutarás leyendo tanto como yo lo hice escribiendo.

    En las páginas finales anexé un apéndice de los panteones mitológicos que utilicé. Puedes ir ahí antes de leer si lo deseas.

    Prólogo

    El maestro I

    «El secreto de la existencia no consiste solamente en vivir, sino en saber para que se vive»

    Fiodor Dostoievski

    Estaba a punto de morir. Una espada había atravesado mi pecho. Sentía como mi alma buscaba su salida a través de la herida. Sentía la sangre en mi boca y un sordo y ardiente dolor en todo mi cuerpo. Estando así, tan cercano a la muerte, exhalando mi vida con cada aliento, los pensamientos se tornaron simples y sinceros. «No quiero dejar de existir». Ese sólo pensamiento ocupaba toda la lucidez que le quedaba a mi mente.

    Probablemente te estés preguntando como llegué a esta situación. Si algo aprendí, durante mis veinticinco años de vida, es que las historias no tienen un principio o un final. Siempre que leemos un relato, hay algo antes y algo después. Un personaje muere, pero la historia es interminable. Así que no te mentiré diciendo que te contaré todo desde el inicio.

    Soy un apasionado de la mitología, me he leído las historias de los dioses griegos, del antiguo Egipto, las eddas nórdicas y también los relatos mexicas, originarios de mi país. Lo que nunca creí que fuese a suceder, es que todos ellos resultaran ser verdad.

    Los dioses conquistaron al mundo. Ellos bajaron del cielo en distintos puntos del planeta. Se organizaban en familias o panteones, cada uno reclamando grandes porciones de tierra para sí.

    Cualquier cosa que se pudo hacer se hizo. Atacamos con balas, bombas, tanques, aviones, todo. Nada funcionó.

    El octavo día tembló. Un país vecino lanzó cinco ojivas nucleares buscando erradicar a los intrusos de golpe. Las pérdidas humanas de miles o millones, estaban consideradas como necesarias.

    No sé cómo, pero esos seres lograron repelerlas y regresárselas. Logrando que de un momento a otro la mitad de Estados Unidos fuera una farola humeante.

    Te lo cuento así, tan burdo y simple, porque eso no es lo importante.

    Esta epopeya no trata de como ellos se hicieron con el mundo. Si no de lo que pasó después.

    «Debe de haber una manera de salir de aquí». Di un paso más. El sudor corría por mi rostro. El calor era intenso a pesar de ser de noche. ¿Cuánto tiempo llevaba el cielo oscuro?, ¿un mes?, no, seguramente era un día normal, de veinticuatro horas; era el dolor en los pies, las quemaduras en la parte trasera del cuello, en la cara y en los brazos, el nauseabundo olor a sangre, heces y a orina, era eso lo que hacía eternas las horas. Escuché a un sacerdote decir una vez que un minuto en el infierno eran cien años en nuestra dimensión, nunca me pareció más real esa analogía.

    Estaba hecho un asco, la playera blanca de cuello redondo que usaba bajo mi extraviada camisa, estaba empapada en sudor, tenía unas manchas amarillas y seguro que apestaba. Mi pantalón de mezclilla azul me rosaba ligeramente en la entrepierna y por la cantidad de sudor que tenía se me hacía muy pesado.

    Nunca había estado en Teotihuacán, lo había visto, claro, en vídeos, en libros de historia. Era una zona arqueológica, unas ruinas de una antigua civilización. Lo que estaba frente a mis ojos, apenas se le parecía. La ciudad había sido renovada, decorada con piedras preciosas, ornamentada con figuras de animales talladas en obsidiana. Una enorme selva había crecido a su alrededor. Un sendero de antorchas iluminaba el camino hacia la edificación más grande y nueva de toda la ciudad. El Palacio del dios Quetzalcóatl, dos veces más ancho y tres veces más alto que la pirámide del sol. Era un recinto demasiado colosal para ser habitado por un hombre. El palacete de un dios.

    Se trataba de una fiesta. Diez días de celebración. Lo que para ellos era una verbena de gozo y algarabía para nosotros era un juicio amañado. Donde el juez era el mismo anfitrión del festejo. El dios supremo de los mexicas, Quetzalcóatl. Declararte culpable, rogar el perdón y someterte a su voluntad divina, significaba seguir viviendo. Cualquier otra cosa diferente a eso estaba castigada con la ejecución.

    Estaba subiendo escalones. Íbamos en fila, una larga línea hacia la cima de aquel palacio, donde tomaríamos la decisión. Lo había estado sopesando durante las últimas horas. Ya lo tenía muy claro. Iba a morir. Había crecido toda mi vida como católico devoto, incluso fui catequista en mi adolescencia. En ocasiones Dios era lo único que me sostenía. ¡Detenlos Dios!, ¡Sálvanos Dios!, ¡Dame el poder de hacerlos parar!, le había suplicado los primeros días. No tuve respuesta. Simplemente no estaba, nunca había estado.

    Estaba sólo. Tenía miedo. «¿Qué ocurrirá cuando muera?», me preguntaba. La verdad es que el mundo siempre me había parecido un asco. Para alguien de origen humilde y de un país de tercer mundo en el que el dinero y los compadrazgos dictan quien es quien, era difícil no sentirse de esa manera.

    Antes de la conquista, el mundo ya estaba bastante maltrecho, desigualdad, hambruna, control de masas, gobiernos invasivos; era la promesa de un reino de los cielos, la fe en que al morir llegaría a un paraíso y que todo el dolor y la miseria sería como un mal sueño, era definitivamente eso lo que me hacía seguir cada día. Me había convertido en maestro para hacer del mundo un lugar mejor. Podía hacer el bien mientras trabajaba. Nunca es como uno se lo imagina, ser adulto, trabajar.

    Ya nada tenía sentido, el nihilismo me seducía como si fuese un abismo insidioso, persuadiéndome de perder la cordura. ¿Por qué seguía avanzando en la fila? ¿Por qué aún albergaba la tenue esperanza de poder escapar? Por qué aun creía en mi Dios aun cuando ya estaba comprobado que era todo un engaño, como Santa Claus, o el ratón de los dientes.

    Había una voz. Si acallaba mi mente, la vaciaba de pensamientos y mi corazón de deseos. Si ignoraba los gritos lejanos y los sollozos de quiénes estaban cerca de mí. Podía escucharla. Venía de dentro de mí. Una voz en el silencio. Me estaba diciendo algo, pero no en palabras. Me llamaba a seguir, me daba valor.

    Algunos de los que eligieron servir al nuevo régimen estaban de guardias. Ellos nos vigilaban y controlaban nuestro avance. Estaban armados con macuahuitles. Eran armas semejantes a una espada, hechas de madera con filos de obsidiana a cada lado y algunos listones de colores pendiendo del mango.

    El guardia más próximo a mí, tenía la piel morena y medía, según mi estimación, dos metros de altura. Llevaba el torso desnudo y se podía apreciar una trabajada musculatura. Esperé a que se acercara a mí para comenzar a hablarle.

    —¿Eras una atleta?

    —¿Qué dices? —se acercó más a mí.

    —Antes de esto, ¿eras atleta? Podría jurar que te vi en las olimpiadas —puse mucha atención en su rostro, necesitaba enredarlo.

    —No, no. Bueno, la verdad es que si hacía un poco de ejercicio, sabes, era muy bueno levantando peso y en maratones —a la gente le gusta hablar sobre sí misma, sobre lo que son buenos.

    —¡Oh!, Eso lo explica —la conversación estaba saliendo como quería.

    —¿Explica qué? —dijo cruzando los brazos, su voz cambió a la defensiva.

    —Porque el listón de tu macahuitl es azul —se me quedó viendo, al parecer no era demasiado brillante —esa arma que traes en la mano, se llama macahuitl, ves el listón azul que cuelga de ella —el asintió—observa los de tus compañeros, son de diferentes colores, pero, sólo el tuyo es azul —había logrado capturar su atención —el azul es importante, sólo se lo dan al más fuerte, al mejor guerrero —mentí.

    Una sonrisa se esbozó en el rostro de aquel hombre. Bajó sus brazos y observó el brillante azul rey de su listón. Echó una mirada a todas las armas de sus compañeros para cerciorarse que sólo él tuviera el color azul.

    —Soy el único azu l—lo había conseguido, ya se sentía especial, ahora venía la segunda parte.

    —Sí, el único azul —hice una pausa y luego lancé un suspiro, con toda la sinceridad que pude fingir —lo siento mucho.

    —¿Sentirlo?, ¿por qué?

    —Verás —tardé unos segundos en responder —en un par de días es la fiesta del Sol —mentí de nuevo, estaba confiando mucho en la ignorancia de mi interlocutor —es cuando se sacrifica al mejor guerrero. Se coloca en una piedra antes del alba, y al salir el Sol su magnífica sangre alimenta a los dioses. Creo que ese eres tú, el mejor guerrero —miré directamente a el listón azul que colgaba de su arma y negué lentamente con la cabeza.

    Pude ver como se llenaba de miedo. Había caído en mi trampa. Ahora lo convencería de escapar juntos. Que me escoltara fuera de la fila con alguna excusa. Estaba planeando mis siguientes movimientos cuando lo echaron todo a perder.

    Un muchacho no mayor de veinte años, comenzó a correr. A diferencia de mí, parecía bastante ágil, aun así eran muchos guardias. Un par de ellos lo persiguieron, entonces una joven un poco mayor que él inició una carrera justo al lado opuesto. Una tercera mujer, más grande que la segunda también intentó huir. «Quizás uno de los tres lo logre».

    Un aullido de dolor llamó mi atención. Volteé a tiempo para ver como una enorme pantera de obsidiana le rajaba la cara a la pobre muchacha. Sentí algo de dolor y escalofríos al contemplar la escena. «¿Qué hay de la otra mujer?» La busqué con la mirada, al igual que decenas de personas. La encontré acorralada por otra de esas bestias de oscuras.

    El animal lanzó un rugido vidrioso, potente, áspero y cortado antes de saltar sobre ella y arrancarle un buen pedazo de cuello. El suelo de piedra de Teotihuacán se llenó de más sangre mientras la luz se escapaba de los ojos de la mujer. «Bien, definitivamente no correré».

    Busqué al guardia del listón azul con la mirada, pero cuando logré ubicarlo se encontraba escoltando al joven escapista al interior del palacio. Lejos de mí. «Ahí va mi boleto de salida».

    La fila avanzaba con lentitud. Hasta para morirse había que esperar turno. ¿Cuántas respiraciones me quedaban? ¿Cuántas sonrisas? Por lo menos estaba seguro de que no me quedaban lágrimas. Me hubiera gustado encontrar el amor. Casarme. Tener hijos, haber tenido una vida común. Ahora, al borde del abismo, con la penumbra cerniéndose sobre mí a cada paso, cada escalón hacia la muerte, lamentaba no haber vivido con más coraje. No haber besado a más mujeres, ni reído con más fuerza. Lamentaba no haber dedicado mi vida a salvar el mundo cuando parecía que el mundo podía ser salvado. Una vida normal, común, me parecía bastante gloriosa comparada con el destino que me aguardaba. Dudé. Dudé por última vez, antes de entrar. Cuando aún había posibilidad.

    Un grito de agonía disipó toda mi incertidumbre. Era una voz de mujer, de una mujer muy joven. No venía de ningún lado. Bueno, de ningún lado físico, provenía de mi mente, de mis recuerdos, de mi alma. Estaba amaneciendo, poco a poco la oscuridad cedía y el sol victorioso emergía con tonos de rosa y naranja. La bóveda celeste iba clareando, el negro se transformó en azul marino, que a su vez abrió paso al celeste.

    —Hoy es un buen día para morir —le dije al viento —Lo lamento mucho Citlaly—dije en voz alta, porque pensarlo hubiera sido una tortura insoportable. Tuve que sacarlo, escupirlo. Si de alguna manera me reunía con ella después de la muerte, aunque sea unos pocos segundos, le diría lo mucho que lo siento.

    El interior del palacio de Quetzalcóatl estaba hecho de oro macizo. Todo. Las paredes, el piso, el techo, las columnas y por supuesto el trono del dios supremo de los mexicas.

    Quetzalcóatl, también llamado el blanco, la serpiente emplumada, Kukulkán y príncipe de los nahuales; estaba sentado con la espalda derecha, tenía la cabeza erguida y los brazos descansando en su sitial. Era semejante a un reptil, con escamas color esmeralda en todo el cuerpo. Sus ojos eran de un naranja semejante al atardecer. Alrededor de cabeza, como si fuera león, se desprendía una melena de plumas de todos los colores. También tenía plumas carmesí en los antebrazos y portaba un látigo hecho de fuego en su mano derecha. Llevaba el torso descubierto y la túnica que cubría la parte inferior de su cuerpo era de color purpura con bordados de oro. Su imponente tamaño le hacía resaltar sobre el resto. Medía tres metros de alto y tenía una complexión musculosa y bestial.

    Los demás dioses celebraban en un balcón que quedaba frente al trono. Estaban comiendo y bebiendo. Disfrutando de un morboso espectáculo. La pequeñez humana. El pasar de mujeres y hombres indefensos que habían de elegir ponerse al servicio de sus conquistadores o morir. Uno por uno. No te preguntaban tu nombre, simplemente pasabas y te hacían la propuesta.

    —¿Deseas entregarte al servicio de los dioses mexicas, amos y señores del universo y servirles con devoción y fiereza? —dijo el vocero del dios reptil.

    Habían pasado al centro del salón a una niña de unos once o doce años. La pobre criatura tenía la mirada en el suelo y temblaba como una débil hoja de otoño.

    —Sí —el sonido fue apenas audible, a decir verdad lo adiviné, de no haber sido porque asintió con la cabeza no me hubiera dado por enterado.

    Las personas que aceptaban eran escoltadas por un guardia a la salida lateral. Había cincuenta personas por delante de mí y tal vez miles a mi espalda. Casi todos juraron lealtad a los dioses. A algunos les hacían más preguntas, los hacían recitar una especie de credo. El vocero de la serpiente emplumada era un hombre moreno, de baja estatura. Al parecer hablaba náhuatl y otros dialectos con los que se hacía entender con sus amos. En ocasiones hablaba por su cuenta y otras tantas, traducía lo que Kukulkán le decía.

    Hubo una anciana, que con valor se negó a servir a los dioses, se arrancó el crucifijo que pendía de su cuello y lo sujeto con fuerza entre sus manos. Unas nubes negras se formaron al lado de ella, después un pequeño remolino las devoró, y de este salió un ser con la cara semejante a un chacal de color negro, por sus túnicas parecía egipcio. Tenía el cuerpo de hombre. Estaba seguro de ya haberlo visto antes. Haciendo memoria pude recordar su nombre y su historia. Set el dios del caos y del desierto.

    Seth tocó con la punta de su dedo la nariz de la viejecita y esta se carbonizó en el acto. Ni siquiera pudo gritar, en un segundo estaba viva y al siguiente no era más que un puñado de cenizas esparcidas en el suelo dorado.

    Con el mismo remolino oscuro que apareció, Seth, el dios egipcio, desapareció y volvió a su lugar en el balcón con las otras deidades.

    Esa no fue la peor muerte. Un muchacho, no se veía mayor de veintiuno se bebió el resto del contenido de su cantimplora antes de pasar al frente. Cuando el intérprete le pidió hincarse abrió su boca y lo dijo muy alto.

    —¡Chinguen a su madre todos ustedes!

    Se hizo el silencio. Por primera vez, vi a Quetzalcóatl pararse de su asiento. Levantó su brazo hacia el joven y cerró su puño con fuerza. El muchacho estaba dándome la espalda, así que sólo pude percatarme de que pasaba algo cuando comenzó a temblar de dolor. Noté como la sangré empezó a gotear, no hubiera visto mucho de no haber sido porque en el peor momento se giró de una forma poco humana. Sus globos oculares se saltaron, y de sus ojos, boca, orejas, ombligo y más abajo, de todos sus orificios salieron serpientes verdes con unos colmillos grandes y cuerpos anchos, se enroscaron alrededor de él. Cuando estuvo cubierto de víboras, todas sisearon al unísono y el cuerpo del tipo fue desmembrado en muchos pedazos. Cada serpiente devoró un pedazo y después se devoraron entre ellas, hasta que sólo quedó una.

    Ya casi era mi turno. El sujeto que estaba delante de mí, estaba mucho más gordo, sucio y cansado que yo. La playera otrora azul marino que tenía estaba rota y raída. Tragué saliva. Todo mi cuerpo se puso en alerta. Comencé a sudar y a sentirme mareado. Tuve miedo, más miedo del que había tenido en toda mi vida. Recé un padre nuestro, no me pregunté si había un dios escuchando mis plegarias. Lo recé para mí. Para alejar el miedo, como cuando niño le temía a la oscuridad y a lo que pudiera haber en el closet del cuarto de huéspedes de casa de mis padres.

    Era el turno de aquel hombre grueso y moreno, el sólo dijo que no con la cabeza y la agachó. Nunca más volvió a levantar la mirada; una de las deidades del balcón bajo a la plataforma de juicio. Tenía apariencia humana, un hombre maduro pero buena condición física. Usaba una trenza para sujetar su largo cabello plateado, los rasgos de su faz eran orientales, chino, probablemente. Usaba una túnica de seda con detalles en plata y oro. Levantó su dedo índice y aquel hombre tan pesado se levantó del suelo como si se tratara de una ligera pluma. Apuntó al techo con su dedo y el hombre se golpeó estrepitosamente contra aquel techo dorado. Luego bajó su brazo y lo dejó caer. Entonces lo noté, cómo la sangre en el suelo se evaporaba e iba a dar en forma de humo hacia los dioses. Se alimentaban de ella. Entonces recordé mis clases de historia y lo referente a los sacrificios que realizaba periódicamente el pueblo mexica.

    Ya era mi hora. Caminé al centro de aquel majestuoso palacio. Me tomé mi tiempo, lo hice lento, cada pasó duraba una eternidad, sentí como cada segundo se estiraba y mi conciencia tomaba el control de mi mente y de mi cuerpo. «¿Cómo vencerlos?», me preguntaba. Dicen los sabios que la esperanza es lo que muere al último, y la esperanza era lo único que me quedaba. «Necesito un milagro», al estar frente a Quetzalcóatl me detuve.

    —¿Deseas entregarte al servicio de los dioses mexicas, amos y señores del universo y servirles con devoción y fiereza? —la voz se escuchaba muy lejana, como cuando estas dormido y escuchas una conversación a medias.

    Pensaba en mi muerte. Si moría quería conservar mi esencia, ayudar a vencerlos de alguna manera. Sabía lo que no podía hacer, no podía huir, tampoco podía pelear y estaba seguro que no podía negociar. Había decidido no servirles, así que, ¿qué era lo que si podía hacer? Podía morir. Al fallecer perdería mi mente, mi cuerpo, mis recuerdos, ¿qué me quedaría?, ¿mi alma?, ¿mi espíritu?, Mi conciencia.

    Si lograba trascender mi conciencia, conservar mi esencia al morir, quizás del otro lado pudiera…

    —Responda la pregunta —la voz del vocero me trajo de vuelta al palacio del dios mexica.

    Sabía lo que tenía que hacer y al mismo tiempo estaba improvisando. Es como si los segundos fueran más largos para mí. Me senté cruzado de piernas y junté mis palmas como cuando hacia oración en la iglesia. Cerré los ojos. Ignoré todo y a todos. Vi en mi interior, más profundo que nunca antes.

    —Hoy he decidido tener fe —las palabras venían de dentro de mí, de mi esencia y salían por mi boca, no las pensaba, no las creaba, ya estaban ahí —y vencer el miedo con valor. Caminaré entre monstruos y pelearé con gigantes. Haré arder mi corazón con pasión y coraje. Liberaré todo el poder que hay dentro de mí. Me convertiré en amor —de esta forma, así es como quería morir.

    —¡Alto! —abrí los ojos. Tenía una lanza a punto de atravesar mi cuello. El guardia que la portaba dudó, pero finalmente la retiró. Me puse de pie, ¿quién lo había detenido?

    Estaba en el balcón, se trataba de un hombre de cabello castaño, maduro pero no anciano, unos treinta y ocho, o cuarenta años, facciones europeas y ojos rojos.

    —Oh sabio y poderoso Quetzalcóatl, permíteme encargarme a mí —su voz era enérgica y refinada, pero también tenía un rastro de burla y sarcasmo.

    —Adelante Loki —dijo el intérprete.

    Así que se trataba de Loki, no se parecía mucho a los dibujos que había visto de él; extendió sus manos, mostrándome sus palmas, las juntó, y después las separó lentamente, a medida que las separaba una espada se extendía, una vez a un metro y medio de distancia se pudo apreciar la espada completa, era dorada con un rubí rojo en el centro, volteo su vista hacia mí, sonrió y me lanzó la espada.

    Solvi

    Solvi I

    «Créeme, en tu corazón brilla la estrella de tu destino»

    Friedrich Schiller

    Todo comenzó un veintiuno de marzo, el día que peleé a muerte con mi mejor amigo.

    Yo vivía en Vanaheim, un pequeño poblado al norte de Noruega, a cuatro horas en vehículo de Hammerfest, tres, si tenías prisa y no había mucha nieve. Nuestra matriarca decía que vivir aislados del resto del mundo, de su tecnología y sus costumbres, nos facilitaba poder seguir las nueve virtudes vikingas. Las cuales eran las normas sagradas que nos había dejado nuestra diosa Freyja.

    De vez en vez venía algún forastero a visitarnos. Vanaheim no era atractivo, ya que no había centros recreativos y a duras penas teníamos energía eléctrica; aun así la gente era curiosa, ocasionalmente traían también espectáculos, o venían a buscar mujer; en el poblado había quince mujeres por cada hombre.

    Sólo una vez, una mujer dejó la aldea para irse con alguien de fuera, Craya Rinnegan, quien se desposó con un doctor, y se fue a vivir lejos. A las mujeres de nuestro pueblo no les agradaban los forasteros para emparejarse con ellos, eran débiles y deshonestos, pero siempre eran bien recibidos, en primera instancia por practicar la virtud de la hospitalidad, y en segundo lugar por la diversión que traían consigo.

    El calor era sofocante, eran ocho las fogatas encendidas en aquella gran cabaña conocida como la casa del pueblo.

    —No exageres —me dijo Greta mientras me codeaba las costillas.

    —¿De verdad no tienes calor? —le pregunté haciendo un esfuerzo por no sonar muy fastidiado.

    —El señor Hembill dice que necesita un lugar caliente para el espectáculo—dijo sin perder detalle de lo que pasaba en frente.

    —Yo creo que tiene frío, y lo dijo como excusa para que le tuviéramos en un lugar caliente —el escuálido y cara de niña señor Hembill no me agradaba, y tampoco me gustaba la forma en la que Greta lo veía.

    —¿Qué pasó?, ¿Llego tarde? —Un joven de cabello oscuro y ojos verdes apareció tras nosotros, se trataba de Frodinburg, mi mejor amigo —¡por Freyja que calor hace aquí! —Greta le dirigió una mirada de desagrado mientras yo lo recibía con una sonrisa de victoria.

    —Ya va a comenzar —Greta apartó la vista un segundo del frente y se dirigió a Frodi —te guardé un lugar.

    Frodi tomó asiento y el señor cara de niña comenzó su espectáculo.

    —Damas y caballeros —bueno, por lo menos su voz no era de mujer —les traigo para ustedes un espectáculo nunca antes visto en estas tierras —sí, es lo que todos dicen —ante ustedes la antigua y mortal cobra.

    Una serpiente se deslizo fuera de un contenedor de plástico azul que tenía un foco anaranjado en uno de sus costados.

    Ya había visto antes serpientes, pero no como esa, era grande y al deslizarse sobre el suelo de gruesa madera, abrió una capucha, de espaldas, parecía como si tuviera dos malvados ojos. Esa cosa, de verdad era peligrosa.

    Unos aros estaban colocados sobre el suelo, el señor Hembill tocó una canción a la que la serpiente respondía, y logro atravesar todos los aros con facilidad.

    —Se debe tener un gran coraje para entrenar un animal así —dijo Greta fascinada.

    —¡Por favor! —es un animal muy pequeño, apuesto a que podría morir de un pisotón. Además se ve que es muy lenta. —Se podría decir que a Frodi tampoco le agradaba el forastero, pero lo más seguro es que su desprecio hacia él fuera por toda la atención que Greta le ponía. Me pregunto si mi amigo también sabía lo que yo sentía por Greta, nunca lo habíamos hablado.

    —Es la serpiente más grande que he visto —dijo Greta con un asombro que me resultó molesto.

    —No sales muy a menudo —contestó él.

    —Disculpe señor perfecto, no todos pueden entrenar un oso polar como usted —se refería a Koke, la madre de Frodi llegó a ser la más rica de la aldea, hasta que gastó todo su dinero en un oso polar, si Frodi lo entrenaba eso le daría honor a la familia —si ya no quieres ver el espectáculo sólo salte, déjame verlo.

    Frodi se levantó de su asiento y se fue a un rincón.

    —Ahora la mortal cobra atravesará los mismos aros en llamas.

    —¡Genial!, más calor —el señor Hembill puso la boquilla de su flauta en la boca y sopló una melodía más potente y veloz. Muchas chicas parecían emocionadas de ver el acto, a decir verdad, no era la gran cosa, sí, el bicho ese de la capucha extraña hacía lo que se esperaba, pero, le faltaba emoción.

    —Y ahora para darle más emoción, verán alimentarse a la poderosa cobra. Voy a soltar a tres ratones de campo y verán como caza este majestuoso animal. Les pido de favor que se pongan de pie en sus asientos para que no salgan lastimados.

    Me acababa de subir a la silla cuando Frida Redsnow entró corriendo hacia mí.

    —Solvi —dijo la chica de los ojos rojos —es el viejo Meredt —jadeaba como perro en cada pausa, parecía haber corrido con mucha prisa —está a punto de hacer el viaje.

    —¡Qué!, ¿dónde? —infeliz, típico de él.

    —Por la salida sur —no me fije si mis amigos venían tras de mí. Sólo corrí. Ojala no fuera muy tarde. Quería tener la oportunidad de decir adiós.

    El último viaje era una lúgubre tradición vikinga. Nuestro pueblo siempre ha sido guerrero, en la antigüedad los hombres no llegaban a vivir muchos años, morían jóvenes y luchando en el calor de la batalla. Freyja ofrecía a todos los valientes guerreros caídos en combate poder visitar Folkvangr tras su muerte. El palacio de cristal de la diosa Freyja donde el vino y la comida nunca escaseaban. Pero, si no morías luchando, se te consideraba un flojo y un cobarde, así que sólo podías ir a un solo lugar. Un abismo oscuro y tormentoso donde la diosa de la muerte torturaba tu alma hasta el fin de los tiempos.

    Cuando un hombre comenzaba a perder la fuerza en su cuerpo y había llegado a una cierta edad avanzada, realizaba el último viaje. Salía de la aldea y buscaba pelea con bestias o forasteros con el objetivo de encontrar un oponente digno que le diera una muerte en combate.

    Corría por la nieve, estaba helada. Sentí mucho frío, después de estar en ese horno por más de un tercio de hora tardaría un rato en aclimatarme. Estornude. Me limpié con la manga de mi abrigo. Aún faltaba un buen tramo para llegar a la salida sur.

    —Eh Solvi —me llamó una voz conocida.

    —Wynmur —el primo de Frodi regresaba de cortar leña como cada mañana. Partía desde muy temprano, solía decir que había que cortar los arboles cuando estaban aún dormidos, así no ponían tanta resistencia. Era de las pocas personas en la aldea en tener un vehículo, se lo había ganado en una apuesta a uno de los forasteros.

    —¿A dónde vas? —detuvo su jeep de nieve y se quitó las orejeras.

    —A la salida sur —dije jadeando —el viejo Meredt se va al último viaje—me llevas.

    Gracias a Freyja, Wynmur aceptó de inmediato y subí en la parte trasera.

    Lo que hubiese sido un viaje de hora y media a pie, resultó ser quince minutos en su jeep de nieve. Por una vez me alegré que el Loco Wynmur, como le llamaban fuera un adicto a la velocidad.

    La salida sur no estaba cercada y no lo necesitaba. No había camino ni para vehículos ni para personas y las montañas Gengar cubrían el paso. De las cuatro salidas que tenía la ciudad era la segunda más peligrosa. Aunque siendo justos, la salida Norte, la salida del mar, era imposible sin un bote. Se dice que Finder Rinnegan lo intentó una vez nadando, pobre idiota, aún no sabemos si murió ahogado o de hipotermia.

    —Solvi —el ruido del jeep avisó de nuestra llegada —¿Qué haces aquí? —dijo el viejo Meredt, un robusto y fibroso hombre, de piel blanca y cabello gris otrora rojo.

    —Yo mandé a mi hija a avisarle —dijo el señor Redsnow, encargado de la biblioteca de la aldea.

    —¿Qué parte de no me gustan las despedidas no entendiste? —reclamó mi padre con su voz de enojo fingido.

    —No seas idiota Meredt —dijo nuestra matriarca, ciento tres años y caminaba más rápido que muchos de cincuenta, ciertamente su fisionomía lucía treinta años más joven de lo que era, pero su cara no tuvo la misma suerte. Su nombre era Sofía Polaris, es vieja desde que tengo memoria y siempre porta un moño café con forma de venado en sus plateados cabellos, al igual que siempre sostiene una maza delgada pero pesada en sus manos, que usa en muchas veces a forma de bastón.

    —¿Idiota? —intentó reclamar el viejo, no tan viejo como la matriarca.

    —Idiota, necio y falso. Tú criaste al niño, es lo más parecido que tendrás a un hijo y tú lo más parecido que tendrá a un padre, desafortunadamente. Es su deber armarte y despedirte.

    —No te vayas —la voz se me cortó y sentí que mis ojos me picaban.

    —No te atrevas a llorar, ¿qué eres, una mujer? —un mazazo bien dado fue propinado en el estómago del viejo Meredt por la anciana Polaris.

    —Yo soy una mujer —reclamó la anciana.

    —Sabes a lo que me refería —salió del sofoco Meredt —el chico —no le deje terminar, ya estaba abrazándolo.

    —Te voy a extrañar.

    —Tú —vi su rostro sonrojarse —no deberías…te verás débil.

    —He seguido las nueve virtudes vikingas toda mi vida, no he quebrantado una sola ley, ni tengo una sola transgresión a los mandamientos de nuestra diosa —abracé con más fuerza, ya no vería a mi querido amigo, a mi amado padre —no creo que Freyja me condene por ser débil una vez —entonces sentí calor en mis mejillas. Me descubrí llorando. Ya no había frío, no más, por un momento me olvidé que había más gente ahí, sólo mi padre y yo. Más padre que el que me engendró.

    Él me tomó de la nuca como cuando niño y me abrazó. Cuando pierdes a un padre, te sientes grande, te sientes hombre y te sientes sólo.

    Terminado el abrazo él se fue sin decir nada más, no recuerdo mucho, no puedo recordar lo que traía puesto, ni las palabras que dijo la anciana. No recuerdo cuando le entregué la espada, para armarlo en su viaje. Sólo se, que después de ese día nunca me sentí igual. Nunca volví a ser el mismo.

    Cuando regresaba de despedir a mi viejo, me encontré a Greta gritando y llorando, lo curioso es que yo no lloraba desde que era niño, y la última vez que a ella la vi llorar, tenía cinco.

    Wynmur detuvo el jeep y ambos bajamos.

    —Solvi —chilló ella —es Frodi —tardó unos segundos en dejar de gemir —lo mordió.

    —¿Qué?, ¿quién lo mor…? —oh no.

    —¿Qué pasa? —preguntó Wynmur.

    —La serpiente lo mordió —dije sin prestar atención a su reacción —¿el cara de niña tiene un antídoto?

    —No —sollozó Greta—dice que en la ciudad lo pueden hacer, pero…

    —No llegarán a tiempo —sentencié. Ella asintió con la cabeza.

    Acaso era un castigo de Freyja por lo que dije. ¡Maldición!

    Frodi venía hacia mí. Frida Redsnow le ayudaba a mantenerse en pie. Notó que me percaté de eso, porque la alejó al instante. Un vikingo no debe ser débil, nunca.

    —Es sólo un rasguño —dijo el imbécil —Greta ya lo arregló. Traía el pantalón roto, y una cortada grande.

    —Intenté chupar el veneno —dijo Greta, pero parece que no funcionó.

    —Es sólo un rasguño —repitió el tarado de mi amigo —estaré bien pronto.

    —Estarás muerto pronto —todos callaron y voltearon a verme. No me había dado cuenta que todos los espectadores de la función del señor cara de niña habían venido tras de Frodi —¡No dejaré que te vayas así! —grité —¡un arma! —ordené.

    Gandra Bermic, la prima de Greta, quien siempre cargaba sus espadas me las arrojó. Las tomé ambas, y le tendí una a Frodi.

    —¿Qué haces? —su voz sonaba débil y febril.

    —¿Quieres estar con Hela en el inframundo o renacer en Folkvangr al banquete de nuestra señora? —él tomó la espada con su mano, me sonrió con su boca y con sus ojos me dijo: gracias.

    —Será una pelea a muerte —dijo cuándo me lanzó el primer espadazo.

    —Será la pelea de tu vida —me reí sin sentirme feliz.

    —¿Qué hay si te mato? —me dijo, parecía disfrutarlo más que yo. Las espadas volvieron a chocar, siempre fue mejor que yo, ahora era yo el más rápido, el más fuerte.

    —Entonces nos reuniremos en la eternidad —un corte mío acertó en su hombro derecho, tuvo que cambiar de mano.

    —Aun si pierdo, promete que nos veremos de nuevo —y dicho esto se lanzó con todo su valor y su energía hacía mí. Yo di una estocada rápida y firme en su pecho, y le atravesé el cuerpo.

    —Lo prometo —dije. Esta vez no lloré. Antes de cerrar los ojos el sólo vio mi sonrisa.

    Estaba hecho. Tomé a mi amigo en mis brazos y caí. Estaba temblando. Todos a mí alrededor cayeron también. Un pico atravesó la nieve, atravesó la tierra, algo se desenterraba.

    Intenté esquivar los picos de hielo que surgían desde la tierra, después de ocho perdí la cuenta, eran enormes y se elevaban mientras continuaba temblando. Me encontré sólo, rodeado por estás monstruosas garras de cristal que salían de lo profundo de la tierra. Luché por ponerme en pie y así estuve un par de segundos hasta que fui empujado por un gran trozo de roca que se desprendía del suelo hacia las alturas.

    La caída me aturdió. Esa roca debió haberme lanzado a una buena distancia de donde me encontraba, ya que al alzar la mirada pude ver, ahora a lo lejos, como tomaban forma todos esos picos de hielo y cristal. Era un colosal castillo que ocupaba literalmente la mitad de la aldea.

    El camarógrafo I

    «El misterio de la vida es la conexión entre nuestros errores y nuestros infortunios»

    Madame de Staël

    El agua se veía muy oscura, como si de un momento a otro algún extraño ser fuera a salir de ella.

    —Sí que es silencioso este motor.

    —Baja la voz niño —dijo el sujeto al que apodaban «El ´Púas» —ya puedes subir. El bote se detuvo justo debajo del puente General Manuel Belgrano.

    —Aún no han dado la señal —repliqué, sin pensar que quizá eso haría enojar a mi compañero. No tenía intenciones de conocer su garrote. Era una cosa fea pero poderosa. Un garrote de metal lleno de picos muy largos y afilados. Había reventado, por lo menos una veintena de cabezas con esa cosa. «El Púas» era el guarda espaldas personal del doctor Emilio Barrientos, el hombre más rico del nordeste de Argentina.

    —En lo que subes arriba, se dará —contestó sin enojarse. Lo que fue extraño, pero también un alivio —Dispones de sólo tres minutos para fotografiar el lugar.

    El fornido y grueso guardaespaldas lanzó el gancho eléctrico que se aferró con firmeza a la barda lateral del puente. En ese momento fue comencé a subir. No era sólo una escalada hacía el puente, también ascendería en fama y fortuna. A media subida, palpé con cuidado mi pecho, para asegurarme que siguiera ahí. Como anticipo y para poder cumplir mi misión, el doctor Barrientos me había regalado la mejor cámara del mundo. Una Requiem 6.0, fabricada en Corea del Sur, y planeada para salir al mercado en agosto, dentro de cuatro meses. Nunca había tenido una cámara así. Ya no se fabricarían más cámaras, por lo menos en un buen rato. Era para mí el mayor tesoro. Le llamé «Alejandra», en honor a mi primer amor.

    Al llegar al puente me apoyé sobre el abdomen para subir. La oscuridad de la noche me cubría como un manto. A pocas decenas de metros se encontraba el artefacto que debía fotografiar. La iluminación era muy escasa, quizás pensaban que así llamaba menos la atención, quizás si no la veían olvidarían que está ahí. ¡Ilusos!, nadie va a poder olvidar esa cosa. El día que llegó el mundo se rompió.

    Se empezó a escuchar ruido, eran balas, los guardias del otro lado del puente dejaron sus puestos, pero los que estaban de mi lado seguían ahí, mientras no se movieran no podría avanzar.

    Los balazos continuaron, gritos, maldiciones y un helicóptero llegó a apoyar a los guardias, esperé en las sombras hasta que necesitaron a los custodios de mi lado, y la nave quedó desprotegida. En ese momento mi teléfono sonó, sólo una persona tenía ese número.

    —Diga, doctor Barrientos.

    —Tienes doscientos cincuenta segundos para tomar esas fotos y salir de ahí. Te di las mejores herramientas, así que quiero una excelente calidad —Dijo con su extraña voz. Era la voz de un anciano, suave y sofisticada, pero de alguna extraña manera me aterraba.

    —Ssí seseñor— creo que tartamudeé un poco.

    —¡Qué esperas hijo, corre!

    Me lancé hacia mi destino. Los tenis que me habían dado funcionaban de maravilla, no hacían el menor ruido, era como caminar sobre nubes.

    Mis pasos se volvieron cuidadosas zancadas a medida que me acercaba a la nave. «Nada de ruido Sebastián» Era más grande de cerca. Un enorme escudo hecho de platino, digno de una atracción de los estudios universal, pero con un extraño misticismo, era, era como estar frente al cosmos, frente a un umbral. Fuera lo que fuera, ese armatoste despedía una energía inusual. Me aproxime a la puerta, estaba cerrada. Hice acopio de toda mi fuerza, buscando abrir la escotilla, casi se me escapa un grito de frustración, y todo en vano. La puerta de aquella nave espacial, no cedió. Empezaba a tener desesperanza cuando lo vi. Era un hoyo, un agujero tres o cuatro metros a la derecha de la escotilla.

    «Bien, estoy adentro». No podía ver nada; encendí mi cámara y le puse la visión nocturna. La primer imagen que capté fue la de un códice, era una especie de cuadro. Un astronauta sentado sobre una nave espacial. Había visto la imagen antes, en un documental de History Channel, pero en ese momento no recordaba a qué cultura pertenecía.

    Recorrí el interior de aquella nave y sólo me encontré con palancas, códices de alguna cultura extraña y botones, sí y también la esfera. Una esfera de cristal que flotaba al centro del lugar. Pasé mi mano por debajo de ella, por arriba y por los lados, no había duda, flotaba sola. Hubiera llamado más mi atención de tener algo adentro, pero no, estaba vacía.

    Tomé veintitrés fotos y grabé setenta segundos de vídeo. Lo que más me llamó la atención fue la ausencia de un lugar para cocina, refrigerador o algo parecido. ¡Y los baños! Nada de baños y regaderas, estaba tan maravillado con todo eso que olvidé el tiempo. Mi teléfono vibró.

    —Sal de ahí estúpido.

    Sentí un impulso de electricidad por todo mi cuerpo. Localicé el agujero y al correr hacia a él, noté que había sido hecho de adentro hacia afuera. «Algo salió de esta nave». La idea me paralizó unos segundos, cuando recobré conciencia corrí sin reparar en hacer ruido. Nadie, nadie me seguía. La distracción fue mejor de lo que esperaba. Palpé que mi cámara estuviera en su lugar antes de bajar al bote. Comencé el descenso mirando siempre hacia arriba, me preocupaba que alguien fuera a cortar la

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