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El señor de las cruzadas
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Libro electrónico222 páginas2 horas

El señor de las cruzadas

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Ségnegas, un joven tímido pero valiente y audaz, siempre impulsado por hacer lo correcto y ayudar a los demás. De repente, su vida tomará un giro inesperado al pasar de ser un simple mortal a estar en medio de un mundo totalmente prohibido para la mayoría.
Junto a sus amigos, atravesará una infinidad de duras pruebas que pondrán bajo la lupa su capacidad de resolver problemas y sobre todo de mantener su voluntad de seguir viviendo, aun contra toda probabilidad.
Conocerá personas valiosas que le darán fuerzas para seguir luchando en medio de una guerra de la cual no quería formar parte, pero que una vez dentro ya no podía dar vuelta atrás. Sus enemigos serán despiadados y feroces, algunos más allá de su comprensión.
La aparición de un personaje inesperado dará un giro definitivo en el camino de Ségnegas, cuando tenga que luchar por amor y defender con su vida a sus amigos; tendrá que demostrar que a veces el valor y el miedo son impulsos fundamentales que estallan en el más brillante de los milagros…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 ene 2021
ISBN9788413860909
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    El señor de las cruzadas - Ricardo Joel Almánzar Fortuna

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Ricardo Joel Almánzar Fortuna

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-1386-090-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    DEDICATORIA

    A todos aquellos que tienen el don de soñar, de soñar con mundos fantásticos, con posibilidades infinitas, de ver más allá de lo evidente y de luchar por conseguirlo, por lo menos en las blancas páginas que nos sirven de compañía.

    AGRADECIMIENTOS

    A todo aquel que tiene voluntad de cambiar en sueños la realidad, a mis padres, familiares y amigos.

    INTRÓITO

    Hace mucho, mucho tiempo atrás, cuando la diosa Bethae comenzó su creación con Alfarios y Efesios, antes de que la tierra fuera hecha, éstos dos fueron creados a un tiempo como sus hijos. Por reglas sagradas, Alfarios se casó con Nereyda, creada por Bethae. Pero Efesios no obedeció las reglas sagradas y comenzó la creación de Dioses y Señores, por lo que fue expulsado del cielo por los guardianes sagrados. Él juró vengarse de Alfarios por dejarlo fuera del reino celestial.

    En su propio reino, la tierra, Efesios creó los infiernos y puso un dios en cada uno. Sus hijos fueron llamados los dioses negros, que crearon su propio reino, sirvientes y Señores.

    Conociendo estos hechos, Alfarios, nombrado dios de los cielos, creó sus hijos y Señores. Pero este hecho enfadó a Bethae y ella ordenó que Alfarios y Efesios no intervinieran en la guerra de los dioses. Esta guerra tomó control de la humanidad.

    Los dioses negros tienen ventaja en la guerra, pero según la diosa Arcana, un mortal deberá emerger para apoderarse de los pendientes mágicos y convertirse así en el salvador en estas cruzadas. ¿Pero dejarán los dioses negros que este mortal triunfe sobre ellos?

    Esta es la historia llamada El señor de las cruzadas

    PARTE I

    ENCUENTRA A ELYSIA

    Angellore es designada por el dios del trueno para encontrar a un mortal que ha de convertirse en el héroe de las cruzadas de los dioses. Pero para ello tendrán que enfrentarse a incontables obstáculos, sobrepasar dificultades, combatir sus miedos más profundos.

    En compañía de sus fieles amigos, Ségnegas deberá imponer el don de la justicia por encima de los maléficos planes de los dioses negros, pero no será nada fácil.

    1

    UNA AVENTURA COMIENZA

    —¡Corran! ¡Los elysiuns están aquí!

    —Ah, tontos mortales. ¿De qué les servirá? Corren de quien no pueden correr y menos esconderse. —Los aldeanos corrían desesperados ante la presencia del ejército negro de los elysiuns, comandados por Ernak.

    —¡Busquen en todo lugar! ¡Que no quede vivo un varón, bebé o niño, matad a todos! —Escondidos, algunos de los aldeanos se preguntaban qué buscaba un dios en una aldea y por qué mataba a los niños varones.

    —Mi señor Ernak, ya buscamos y no está aquí.

    —¡Maldición! ¿Dónde está?

    —Señor, disculpe, pero, ¿no cree que tal vez la diosa Arcana se haya equivocado?

    —Eres un tonto. ¿Osas dudar de la palabra de un dios?

    —No, no, señor.

    —Más que nada quisiera que Arcana se equivocara, pero no es posible, hay que encontrar ese mortal, entre tanto, mata a toda la aldea. ¡Ahora!

    —¡No lo harás! —Irrumpió una voz fuerte.

    —¡Qué! ¡Quién contradice al dios Ernak!

    —¡Yo!

    —Vaya, vaya; pero si es mi querido hermano Thelión, dime, ¿vas a detener mi ejercito tú solo?

    —Podría intentarlo, pero traje algunos amigos.

    —¡Estamos listos! —dijeron los tres personajes: un joven, una chica y una especie de niebla que luego se convirtió en una guerrera.

    —¡Qué! Veo que atrás de ti hay una gran compañía, ¿cómo están? Angellore, Issis y mi desheredado hijo, Manthys.

    —Bien —dijo Manthys—, muy bien, padre.

    —¿Qué haremos, señor? —alardeó el capitán de los Elysiuns, esperando la respuesta de Ernak.

    —¡Vámonos!

    —Sí, señor. —El ejército comenzó a desplegarse.

    —¡Nos veremos, Thelión! —dijo Ernak a tono de amenaza.

    —¡Claro que sí! ¡Hermano! —dijo Thelión viendo cómo Ernak y su ejército desaparecía como por arte de magia—. Claro que sí —se dijo—. ¡Angellore!

    —Sí, mi señor —la joven de cabellos marrones y ojos miel, que vestía una túnica también marrón, se hubo acercado al dios Thelión, mejor conocido como Señor del trueno.

    —Quiero que busques al mortal y lo guíes a donde debe de ir.

    —Como mandes.

    —Ah, y... Angellore.

    —¿Sí?

    —Él deberá enfrentar su destino solo.

    —Como digas —la chica se transformó en una gran flama y luego desapareció.

    —¿Y yo, qué? —preguntó Manthys.

    —Vuelve a tus dominios, tú también, Issis.

    —¡Sí! —dijeron a coro los jóvenes y también desaparecieron, Issis en forma de niebla y Manthys solo corrió a supervelocidad, solo quedó en la escena Thelión, entre los cadáveres de niños y de muchos padres que se opusieron al sanguinario Ernak, dios del infierno sur y de la ciudad oculta de Elysia.

    —Pagarás por esta —dijo para sí el dios barbado, vestido de una armadura divina con la insignia del trueno, su pelo era largo y sus ojos verdes, era alto, aunque un poco viejo, pero la edad no importaba, era inmortal.

    Ciudad de Bok

    Dos chicos estaban ocultos en el florido bosque de Bok, teñido de verdes y altos árboles, uno de ellos era de pelo largo y negro, de ojos grises, era de estatura normal para un chico de diecisiete años, el otro era rubio, de ojos azules y muy alto, llamado Arfil, y el primero era el travieso, pero amable, Ségnegas.

    —Oye —decía Arfil a Ségnegas—, ahí está —refiriéndose al nido de un dragón verde cuyos dientes eran muy valiosos y este en especial había mudado en esos días y había varios dientes.

    —¿Y cómo lo haremos?

    —Está dormido, iremos allá.

    —Oh no, estás loco, ¿lo sabes?

    —Eso dicen mis padres.

    —Pues no mienten. Bien, yo iré.

    —Ten cuidado y no lo destruyas esta vez, el cliente exige calidad.

    —Oye, la vez pasada fue un accidente.

    Ségnegas empezó a avanzar entre los arbustos hasta llegar al nido, la bestia dormía profundo y ya se disponía a tomar los colmillos y a partir, cuando:

    —¿Pero qué rayos? —se dijo a sí mismo al ver aquello. Dejó los dientes y se dirigió a aquello. —¿Pero qué haces? —se preguntaba Arfil. Ségnegas continuó y al llegar a una extraña arboleda, lo vio con más claridad, una bella joven de cabellera marrón dormía en la hierba, pero no era eso lo que le asombraba, sino el hecho de que de su cuerpo salía un fuego extraño que no la dañaba en lo absoluto, se acercó tanto que pisó unos trillos y:

    —¿Quién eres? —preguntó ella medio enfadada.

    —Eh, yo...

    —Atrevido, ahora verás —el fuego se concentró en sus manos.

    —Oye, espera.

    —¡Morirás! —ella arrojó la flama.

    —¡Oohh! —el chico no supo cómo, pero esquivó la flama, aunque luego quedó a merced de la chica.

    —¿Cómo? —dijo ella—. ¿Cómo puede un mortal esquivar mi ataque?

    —¡Ségnegas! —era Arfil, que venía.

    —Ah, vaya, otro más —dijo la chica.

    —Oye —dijo Ségnegas—. ¿Quién eres tú?

    —¿Qué te importa? Solo eres un tonto mortal.

    —¿Y tú, no lo eres?

    —No, soy un ser divino y no tengo tiempo de platicar contigo, debo ir a la ciudad y hallar al general Enzou.

    —¿Dijiste Enzou?

    —Sí, si lo conoces, dímelo.

    —Sí, él es mi padre —en eso:

    —¡Rrrr! —el dragón había despertado y ahora apuntaba hacia ellos.

    —Oh, no —dijo Ségnegas—. Oye, haz algo —dijo él a la chica.

    —¿Yo?

    —Sí, tú —interrumpió Arfil.

    —No puedo —dijo ella.

    —¿Qué dices? —dijo Ségnegas—. Un dragón va a devorarnos y no harás nada.

    —Es uno de los sirvientes de Aphelión.

    —Y ese, ¿quién es?

    —Mi hermano.

    —Ah, sí —dijo Arfil—. Pues si no haces algo, nos morimos.

    —¡Rrr! —la fiera se lanzó al ataque.

    —¡Aaaahhh! —Se escuchó una voz y la fiera se detuvo. Tras de la bestia había un hombre con una extraña vestimenta.

    —Oh, gracias al cielo —dijo la chica—, Aphelión.

    —Hola, Angellore.

    —¡Escuchen! —dijo Arfil—. ¿Quieren decirnos quiénes son y qué quieren?

    —Somos deidades —dijo ella.

    —¿Qué? —preguntó Ségnegas—. ¿Son qué...?

    —Sí —dijo el hombre—, somos dioses, o parte de ellos.

    —Vaya, papá y mamá van a pensar que estoy loco de verdad —dijo Arfil.

    —¿Y qué quieren?

    —Bueno —dijo la chica conocida como la poderosa Angellore—. Debo encontrar al general Enzou, lo que me recuerda que ibas a decir algo sobre él.

    —Sí, es mi padre.

    —En verdad, ¿Enzou es tu padre?

    —Así es —asintió Arfil.

    —Llévame con él —dijo ella—. Señor Aphelión, no tienes que venir, yo lo manejaré.

    —Como gustes —dijo, y partió entre los árboles acompañados del dragón que ya no pareció tan feroz.

    —Por aquí —dijo Ségnegas, indicando el camino a la ciudad.

    —Los sigo —dijo ella.

    La ciudad de Bok era una de las más ricas del reino, tenían gran producción de pieles, alimentos y eran comerciantes de dientes de dragón, los cuales cambiaban por armas con otras ciudades. Angellore llegó a la casa del general Enzou al atardecer. Se sorprendió mucho de ver a una divinidad en su casa.

    —Hola —dijo inclinándose.

    —Hacía tiempo ya, general —dijo Angellore.

    —¿Qué puedo servirte, señorita?

    —Vengo por el chico.

    —¿Ya?

    —Así es, la guerra está en su peor momento y necesitamos al chico.

    —Pero no está listo aún.

    —No discuta, general, sé que es difícil desligarse de él, pero es su destino.

    —Bien, como digas. ¡Ségnegas! —llamó el general.

    —¿Sí, padre?

    —Escucha bien, hijo, debes ir con ella.

    —¿Por qué?

    —El destino de todo el mundo está en tus manos. —Explicó el general.

    —¿Qué dices, padre?

    —Verás —interfirió Angellore—, hay una guerra de dioses que acabará por destruirnos a ti, a mí y a todo si no la ganamos, para ello, un mortal que no es mortal, sino un dios, debe detener a los dioses negros.

    —¿Y yo qué haré?

    —Tú, mi hijo —dijo el general— eres ese mortal, eres un dios.

    —¿Soy un dios?

    —No, eres más bien un Señor —dijo Angellore.

    —¿Más bien un Señor? —preguntó Ségnegas.

    —Es un dios que puede ser aniquilado por otro dios y por un mortal, aunque un mortal deberá usar un arma sagrada para matar a un Señor. Pero tú aún eres un mortal.

    —¿Y cómo seré un dios?

    —El camino que recorrerás te convertirá en ello —respondió ella.

    —¿El camino? ¿Qué camino?

    —Ya lo sabrás. Ahora solo ve a dormir, mañana empezaremos el viaje.

    —Sí —respondió Ségnegas y se marchó.

    —Él estará bien —dijo ella.

    —Lo sé —dijo el general—. Por favor, acepta dormir en mi casa señorita de la flama.

    —Ni que lo digas, estoy muy cansada. Adiós.

    —Que descanses.

    Infierno sur

    —Mi señor —el guardia estaba inclinado en señal de respeto por el soberano del infierno sur, el dios negro Ernak.

    —¿Qué noticias me traes? —preguntó Ernak sentado en su trono.

    —Angellore encontró al mortal.

    —Ya veo —dijo afincando su barbilla en el puño derecho—. Conociendo a Thelión, no permitirá que me acerque al mortal, pero no importa, él mismo vendrá a mí de acuerdo al enigma de Arcana. Claro, que me encargaré de que no llegue con vida... ¡Soldado!

    —¿Sí, señor?

    —Dirígete al infierno este y dale a mi hermano Vasilius la noticia, y dile también que debe preparar a sus sirvientes.

    —Como ordene, señor.

    Ernak se quedó solo en su salón de mando decorado con calaveras y condenados, había un corredor y a ambos lados un pozo de lava hirviente en el cual vacío decenas de condenados que eran mutilados por los demonios de Ernak.

    —Veremos si ese mortal es en verdad un dios...

    Con la bendición de su padre y la esperanza, partió Ségnegas junto a Angellore. El sol no había salido cuando ya alcanzaban los montes que daban salida a la ciudad de Bok. A pesar de la niebla, el paisaje era admirable. Ninguno hubo dicho nada hasta que, salido el sol, el joven Ségnegas no cesó de hacer preguntas.

    —Oye —decía Angellore—, haces muchas preguntas para ser un dios.

    —Ese es el problema, yo no creo ser un dios.

    —Te dije que aún no lo eres.

    —Eres muy grosera, ¿lo sabías?

    —Sí... bueno —dijo ella en señal de satisfacción al llegar a una verde pradera—, he cumplido mi parte.

    —¿Qué dices? ¿De qué parte hablas?

    —Yo solo debía traerte hasta aquí, tú has de continuar.

    —¿A dónde?

    —A la ciudad de Elsya.

    —¿Qué? Estás loca, eso es el otro extremo del planeta, además, no sé cómo llegar hasta...

    —Sabes, ustedes los mortales son muy impulsivos. Aquí tienes —dijo ella señalando un documento que sacó de su bolso.

    —¿Qué es?

    —Es un mapa, con él podrás llegar a Elsya, y cuídense de no ser atrapados por Ernak.

    —¿Por qué dices cuídense?

    —Tú y él.

    —¿Él?

    —Vaya, no me dirás que no habías notado que tu amigo nos sigue.

    —¿Arfil? ¿A dónde?

    —Tras aquel roble —ella indicó un árbol que habían dejado a unos metros tras de ellos—. ¡Oye! —gritó—. ¡Sal de ahí! —y efectivamente ahí estaba. Una vez reunidos ella les dio las últimas indicaciones—. Escuchen con atención…

    —¡Sí!

    —… Deben ir hasta Elsya y visitar al rey de la ciudad, cuando lo vean, díganle que el mismo Thelión los envía.

    —Como si fuera a creernos —dijo Arfil.

    —Lo hará —asintió ella—. Tomen —dijo, y lanzó una llama que sustituyó sus ropas por armaduras con la insignia del trueno.

    —Vaya, esto ya está mejor —dijo Ségnegas.

    —Son armaduras de muy poco poder, la tuya, por ejemplo, Arfil, te servirá para adquirir la fuerza de un rinoceronte negro.

    —¿Y la mía? —curioseó Ségnegas.

    —La tuya te protegerá de las flechas y armas envenenadas.

    —¿Es todo? —dijo él en tono despectivo—. Yo pensé que ibas a darme algún poder igual que a él.

    —No lo necesitarás. Bueno, adiós —dijo y desapareció.

    —Vaya —dijo Ségnegas—. Vamos ya; según este mapa, debemos ir al sureste.

    Y así empieza la hazaña de Ségnegas y su inseparable amigo Arfil, que debían atravesar grandes reinos teñidos de peligros inimaginables para encontrar la ciudad pérdida de Elysia. Luego de dos días de viaje, llegaron a un poblado, o lo que quedó de él.

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