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Generaciones III
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Libro electrónico1364 páginas21 horas

Generaciones III

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La amistad de Alejandro Acosta y Juan de Dios se fragua ante el cadáver de un amigo común. Este hecho azaroso sirve de arranque a la última parte de Generaciones, completando así la trilogía iniciada en 1979, fecha en la que se publicó el primer libro; el segundo vería la luz en 1989.
Este tercer libro desarrolla su trama en un manicomio de la Barcelona olímpica de 1992. Y es en dicho lugar, que no es un psiquiátrico al uso, donde se inicia la fábula de fábulas. Dadas sus opuestas ideologías, en un primer momento, la vida en el centro no parece fácil para los dos protagonistas. Pero gracias a su asombrosa memoria y a su gran erudición, pronto superan las discrepancias iniciales dándose a duelos dialécticos y juegos metaliterarios. Sus fabulosos conocimientos y la profunda huella ideológica que los ha marcado, junto a una larga experiencia vital, les permiten diseccionar la realidad de España sin que les tiemble la mano, y sin necesidad de taparse la nariz, por muy cruda y nauseabunda que esta sea. El autor, gran conocedor de la historia de nuestro país, ingenia una fábula, que, en el fondo, no lo es tanto, teniendo en cuenta lo premonitorio de unos acontecimientos que —como si de una terrible maldición se tratara— nos han perseguido hasta el día de hoy. Contento por abrir los ojos a las generaciones venideras, Cristóbal Zaragoza aprovecha la edición de este volumen para regalar a los lectores cuatro novelas más, sin ocultar que lo hace para escarnio de quienes tanto lo hostigaron en vida.

EL AUTOR

Cristóbal Zaragoza Sellés (La Vila Joiosa, 1923-Orba, 1999) era licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Valencia.
En 1981 ganó el premio Planeta con Y Dios en la última playa, novela destinada a ser una de las más vendidas de todos los certámenes celebrados. Sus obras posteriores le encumbran definitivamente, consolidándose en 1986 con el Premio Internacional Plaza, otorgado a su novela Al fin la libertad. Especial mención merecen sus biografías (Cervantes. Vida y semblanza; El Presidente, Yo, Juan Prim…). Autor prolífico, en su corta carrera ha escrito más de treinta obras, algunas de las cuales permanecen inéditas. Con la trilogía Generaciones, su obra más ambiciosa, el autor traspasa los límites naturales de la literatura, adentrándose en el caprichoso Parnaso reservado para los grandes genios de la literatura universal.
IdiomaEspañol
EditorialCarena
Fecha de lanzamiento17 dic 2014
ISBN9788492619283
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    Generaciones III - Cristóbal Zaragoza

    1

    CAPITULO ÚNICO

    Primera parte

    En las manos de Dios, el billete de dólar perdía su condición de papel moneda para adquirir la inquietante dimensión de mensaje críptico.

    Siguiendo las instrucciones del joven Karl, lo observaba Dios con la enorme lupa que le había prestado Diana, la propietaria del restaurante en el que este terminaba de almorzar. Trastornado por el descubrimiento, olvidó el jotabé que tenía servido junto a la taza de café, olvidó los sugerentes andares de Diana, el arco que formaban sus braguitas bajo la escueta mini, para sumirse en una de sus reflexiones, de las que casi siempre surgía la idea genial, cuando no la teoría o la revelación más insospechadas.

    Tal como le había indicado Karl antes de salir del restaurante, el círculo grabado en la parte izquierda del billete encerraba una pirámide de piedra sillar en cuya cúspide aparecía un ojo con su correspondiente ceja. Traducía el polifémico ojo una cierta gravedad en su mirada, quién sabe si de padre vigilante, de severo Dios del Sinaí, o quizás de un tiránico Satán. Fuera de lo que fuese su forma de mirar, lo cierto era que se trataba de un ojo impresionante o que, al menos había impresionado a Dios. Irradiaba, además, una potente luz que envolvía la cúspide de la pirámide, lo cual contribuía a aumentar la inquietud de nuestro abstraído personaje, que empezaba a acusar las bascas de la digestión.

    Había más en la misteriosa pirámide, una fecha. Una fecha en números romanos cuyas cifras aparecían escritas en las piedras sillares de la base. Había inclinado Dios la cabeza hasta casi tocar el vidrio de la lupa con la punta de la ganchuda nariz, lo que le permitió leer la mencionada fecha:MDCCLXXVl. ¡Eureka!, gritó ante el descubrimiento, y los escasos comensales que quedaban en el comedor se volvieron a mirar al carcamal, que reía en un gozoso cacareo de gallo viejo repentinamente rejuvenecido. ¡Eureka!, repitió, esta vez más fuerte, y su peludo belfo temblequeó de alegría, y su melena gris plata aleteó gozosa desde las greñas apelmazadas en el cogote.

    Fue entonces cuando Diana se inclinó sobre su divertido cliente y le preguntó, entre obsequiosa y alarmada:

    -¿Todo bien, Juanito?

    Sin levantar la cabeza de la lupa, el aludido contestó muy alterado:

    -¡Son los malditos Iluminados! ¡Están aquí, entre nosotros! ¡Es Satán, que vuelve!

    Gritaba de tal forma, que Diana, luego de enarcar la cuidadísima geometría de sus cejas, le hizo señas de que bajara el diapasón. Juntó luego las palmas de las manos en actitud orante, las encajó en el canalillo de sus senos, e inclinándose todavía más, ofreció desde el fondo del escote el regalo de sus pezones, diminutos y sonrosados, como de virgen.

    -Lo que tengas que decir me lo dices al oído, ¿eh, Juanín, guapo?

    Solicitaba el favor mirando con fijeza los claros ojos de su cliente, mientras enseñaba su perfecta dentadura con la sonrisa.

    Entonces la chillona voz de Dios se hizo un susurro, un rosario de palabras apenas comprensibles, de las que la resignada Diana sacó la conclusión de que Juanito, o Juan de Dios, como ustedes prefieran, seguía como un cencerro. Porque ella le oyó decir que la fecha que aparecía impresa en la base de la pirámide era la de 1776, el año exacto en que se constituyó la orden de los Iluminados. Y que el ojo de la cúspide no era el ojo de Dios, sino el del mismísimo Lucifer, a quien sirven los hombres más poderosos del planeta, con el fin de adueñarse de él. Añadió que la pirámide del billete de dólar es el símbolo del Nuevo Orden Mundial, que no era de ahora, en que tanto se cacareaba, sino más viejo que el hambre. Y que si quería convencerse, que observara la leyenda escrita en la base de la pirámide, que decía, en latín, Novus Ordo Seclorum.

    -O sea -murmuró el vejestorio-, el Nuevo Orden Mundial con el que Bush amenaza al mundo.

    Le pasó la lupa para que lo viera con sus propios ojos, y Diana parpadeó sorprendida.

    -¿Seguro que no te inventas todo esto, Juanín?

    -Llevo mucho tiempo adoctrinándome en La llave del Portal de la Vida. Este chico alemán que me ha invitado a comer, Karl, el rubio que se acaba de ir, está en el secreto. ¡Y en otros más terribles!

    Siguió diciendo que los Iluminados, como orden secreta nacida de los primeros masones, se constituyó el primero de mayo de 1776, la fecha que daba el billete.

    -¿Vas comprendiendo, pequeña?

    -No del todo.

    -Pues es muy fácil. Que el mundo está en manos de media docena de golfos sin escrúpulos, hija mía.

    -¡No será tanto, hombre!

    -¿No me crees?

    Ella se encogió de hombros.

    -Yo no he dicho eso. Yo lo que sé es que tú eres muy dado a la exageración. Que empiezas a hablar, a hablar, y te vas como un punto de media.

    -¡Pero si encaja todo perfectamente, criatura!

    Llevado de su entusiasmo, explicó que el fundador de los Iluminados era un bávaro apellidado Weishaupt, que se propuso apoderarse de Europa y que lo hubiera conseguido de no impedirlo el elector de Baviera, un tal Teodoro. Pero que la secta renació pocos años después, en el corazón de los Estados Unidos.

    -Es de allí de donde viene su influencia, hasta llegar a nuestros días. Por que tú recordarás que cuando al presidente Bush, le planteó la pregunta un redactor del Washington Post, aquello tan sonado de qué era lo que entendía él por el Nuevo Orden, contestó sin dudar: What we say, goes!

    -¿Y eso qué significa?

    -Eso es otra desfachatez de Bush: Lo que nosotros ordenamos, se hace. Fue cuando la Guerra del Golfo, esa monstruosidad de la que fue cómplice todo el occidente.

    -No veo la desfachatez.

    -Ten presente que se trata de deificar el dinero en la figura de Satán. Como al Maldito, se trata de adorarlo sobre todas las cosas y seres creados. De sacrificarle tantas vidas humanas como precisen esos pocos desalmados que se disputan el dominio del mundo. Y todo eso ya lo vienen haciendo en nombre de los derechos humanos, de la libertad, de la democracia. ¡Ya me dirás, qué democracia ni qué cuernos!

    En esto estaban cuando avanzó hacia ellos un caballero de cierta edad, bien trajeado, en cuya busca salió la dueña del restaurante.

    -Que dijo al volver con él junto a Dios:

    -Te presento a mi marido, Magín Llompart. El amigo es Juan de Dios Iruritagoyena, el primer talento que tenemos en España -rió discretamente mientras decía-: Los íntimos lo llamamos Dios.

    Pronunció las últimas palabras con un cierto recochineo, por lo que el aludido afirmó contundente:

    -¡El único talento, querida! Si no te importa.

    Asintió un Magín condescendiente, que preguntó al recién conocido si estaba ante el íntimo de Alejandro Acosta, el periodista.

    -El mismo.

    Diana se disculpó antes de retirarse, y se esfumó como el personaje de fábula que venía siendo desde el tomo segundo de cierta trilogía.

    -Charláis un rato -dijo-, y os conocéis mejor.

    Se alejaba a buen paso entre las mesas, y se volvió con la sonrisa en los labios.

    -¿Os mando un par de cafés?

    Y como su marido asintiera, le envió un beso.

    -Gran chica, tu mujer -comentó Dios, escrutando el pálido semblante del recién llegado.

    Que repuso tomando asiento:

    -Ella fue mi salvación.

    Como siempre que expresaba una opinión ante un desconocido, Magín no pudo reprimir la contracción del labio superior, que se frunció involuntariamente en torno a la nariz.

    -Y conste que te digo esto tal como lo siento.

    Observaba nuestro Dios las cuidadas manos de Magín, el impecable corte de su traje azul marino, cruzado, calculaba el precio del Rolex de oro que lucía en la muñeca, y lo hacía sin dejar de hablar con desenfado, a fin de que su interlocutor no descubriera la severa inspección a que estaba siendo sometido.

    Refiriéndose a Acosta, Magín dijo:

    -Hace mil años que no le veo. Sé por Diana que viene a veces por aquí, al restaurante, pero nunca coincidimos.

    Añadió Magín que Alejandro era tío carnal de su primera mujer, y que había sido él quien le abrió los ojos a la realidad de la vida.

    -Para mí fue un drama. Ella me dejó para irse a la India con un gurú o algo parecido, y Alejandro, al que yo apenas conocía, me hizo ver la imposibilidad de rehacer un hogar sin arreglo.

    Se expresaba en voz baja, mientras sus dedos jugueteaban con una minúscula miga de pan.

    -Por entonces él sostenía una relación amorosa con la que hoy es mi mujer -dijo, con tono bajo, mansurrón.

    -Con Diana, sí.

    -¡Vaya por Dios!

    -Conste que en realidad fue ella la que me sedujo, que yo no estaba para nada. Imagínate, solo y con dos hijos en la adolescencia, Magín y Nuria, que es cuando más necesidad tienen de la madre.

    -O sea, que fue ella, Diana, la que te llevó al huerto.

    -Viviendo ella aún con Alejandro Acosta. Precisamente fue en el apartamento de él donde nos conocimos.

    Los simiescos ojillos de Dios brillaron de un visible entusiasmo de recochineo.

    -No está nada mal -dijo.

    -No, desde luego. Nos casamos cuando ella se quedó embarazada, y a partir de entonces se hizo cargo de mis negocios. Montó en Barcelona dos boutiques, las acreditó y las vendió muy bien, cosa de un año, y en seguida nos trasladamos aquí, a Madrid.

    -Entonces es Diana la que montó este tinglado.

    Sonreía Magín, asentía, mientras Dios exploraba con la mirada el amplio comedor del restaurante, un moderno cinco tenedores con terraza acristalada al fondo, desde la que se bajaba a un reducido jardín entoldado.

    Como buen solitario que era, Magín se abrió a la confidencia. Explicó cómo florecía el dinero en las manos de su mujer, su tacto en el trato con el cliente, su gran capacidad de trabajo y su intuición en las inversiones.

    -Es un demonio de mujer-dijo finalmente, mientras sus ojos, de mirada blanda, observaban con fijeza la trabilla azul de los de su interlocutor-: Tengo entendido -añadió-, que Acosta lo está pasando muy mal.

    -¿Alejandro? La primera noticia -mintió Dios.

    -¿Sigue en Barcelona, con los frailes?

    -No, no. A Poblet va a veces a descansar. O a escribir un libro con tranquilidad. Ahora vivimos los dos en el mismo hotel, en Rambla de Cataluña -volvió a mentir.

    Se aplicaba al encendido de una cerilla de largas dimensiones, una distinguida cerilla británica que había extraído de una llamativa caja da madera, con la que prendió las perfumadas hebras en la cazoleta de su pipa de espuma, ayudándose de un atascador de metal con el que las comprimía hábilmente.

    -Ahora trabaja en otro libro de poemas -dijo con voz tomada de humo.

    -Lo celebro.

    -Un gran libro -añadió. Y asintió a sus propias palabras un par de veces con la cabeza.

    "Diana -pensaba mientras sahumaba al semblante inexpresivo de Magín con el humo dulzón de la cachimba-, Diana, Dianita, quién iba a decírtelo, criada de aquella manera en el barrio del Clot, sin conocer apenas la escuela, sin educación, convertida en una empresaria de toma pan y moja en el Madrid que ostenta la capitalidad cultural de Europa. Ahora exprimirás este restaurante al máximo, lo venderás por una pila de millones, como hiciste con las boutiques de Barcelona, y a montar el chiringuito en otra parte. ¿Nueva York? Pues Nueva York, ¿por qué no? ¡Esta es la conciencia empresarial de los listos de hoy! ¿Existe una ética del empresario? Un diablo de mujer dice el propio marido que es, el gran calzonazos. Y acierta, porque el Diablo se ha hecho omnipresente y lo mismo está en la presidencia del banco que en el culo de Dianita. Es el Diablo quien dispone que los ricos sean cada vez más pocos y más ricos, y que los pobres sean más numerosos cada día y más pobres. Se trata de un proceso de simplificación diabólico, obra de Satán, qué duda cabe. Hace muchos años que esto lo anunció Churchill, cuando dijo aquellas palabras que nadie creyó: Aquel que no vea que en esta tierra se está llevando a cabo un importante plan, en cuya organización nos es permitido colaborar como fieles siervos, tiene que estar efectivamente ciego.

    Razonaba Dios de esta forma para sus adentros, cuando Diana se sentó a su lado, en la mesa.

    -¿Algo nuevo que contar? -le pregunto mimosona.

    Pero Dios seguía encerrado en su silencio, chupando de la apestosa pipa, recordando el casi medio siglo vivido por Dianita, desde su infancia, cuando solo era una niña-mujer llenita y muy espabilada con deseos de emular a doña Concha Piquer, una especie de ídolo a cuyos pies, en la estatua que tiene levantada en el Paralelo barcelonés, solía poner ramitos de violeta, hasta que arrasaba en el New York de la calle Escudillers del barrio chino, que fue cuando él la conoció.

    -Poca cosa -replicó triturando las palabras con ayuda de la sucia boquilla.

    De nuevo el silencio, en el que la misoginia de Juan de Dios creía ver en el menudo y sugestivo cuerpo de Diana la presencia del Gran Buco, o poco menos.

    -Ha dado un gran vuelco el mundo, ¿no? -preguntóle ésta.

    -¿Un vuelco? Un revolcón, un tremendo batacazo del que ya veremos si se levanta y cómo se levanta.

    -La gente está cansada de que la engañen y sólo quiere vivir.

    -¡La gente no tiene vergüenza!

    Magín terció para preguntar al oráculo qué iba a ocurrir si la sociedad seguía entregada a la especulación y la buena vida.

    -Pues que vosotros, los restauradores, ¿no os hacéis llamar así?, seguiréis poniéndoos las botas.

    Levantó los hombros, y se preguntó a sí mismo:

    -¿Por cuánto tiempo? ¡Ah! Eso yo ya no lo sé.

    Y como dejara escapar un quejidito como de cansancio, Diana quiso saber qué le inquietaba.

    -Nada en particular.

    -No irás a decirnos que te aburres. Con lo divertido que tú eras.

    -Yo no me aburro nunca. Me cabreo cuando hablo con imbéciles.

    Rió Diana, fruncióse automáticamente la roma nariz de su marido, y tras la pausa que sobrevino, ella le agarró una mano, inclinó la cabeza en busca de la de Dios, y murmuró unas palabras cariñosas.

    -¿Qué te pasa? -preguntó después.

    -Es la digestión. ¿No ves que no estoy acostumbrado a comer?

    Seguía ella en la misma postura, su rubia melena rozando el mantel, color salmón, la mirada puesta en la del esquivo Dios, las manos de ambos enlazadas, cuando formuló la pregunta, dirigida al marido:

    -¿Te digo una cosa, Magín?

    -Dila.

    -Nuestro Juan, o mi Dios, que para el caso es lo mismo, conoce a todos los famosos del país. Sobre todo a los escritores. Pero también a pintores, poetas, gente del cine y del teatro. ¡Lo que tú quieras!

    Volvió la cabeza hacia Magín, y exclamó:

    -¡Pero conoce a los famosos de verdad, no creas que él se para en barras!

    Miró de nuevo a Dios, esta vez abiertamente, y dijo que le ofrecía un buen trabajo en el restaurante.

    -¿A mi edad Dianita? ¿Trabajar, yo?

    -No es que tengas que darle al curro como un peón cualquiera.

    Ella se levantó ágilmente, y dijo con cara de palo:

    -Yo te nombro oficialmente el Relaciones Públicas del acreditado restaurante Molly, con barra libre y comedor abierto, para ti y para todos los invitados que traigas.

    Y como le viera inmóvil en su asiento, sin manifestar ningún entusiasmo, añadió:

    -El sueldo, a negociar.

    Inmutable y solemne, sin objetar ni convenir, como quien oye llover mansamente sobre el verde prado, Dios guardó sus trastos de fumador en una pequeña bolsa de gamuza marrón, recogió sus papeles y, luego de una ceremoniosa reverencia al matrimonio Llompart, anunció su intención de retirarse.

    -¿Te vas?

    -Quiero estar en Barcelona mañana a primera hora. Gracias por el almuerzo.

    Al autor, por lo general, concierne escribir la obra y soltarla en el oleaje del tiempo como se suelta el barquito en el estanque. Después se lava las manos.

    Sin embargo, hay obras en las que, además del autor, intervienen en su creación otros seres más o menos interesados en que se escriba, redactores de una primera versión apócrifa, copistas, editores, críticos, y algún negro de los llegados en patera, peces gordos. Esto ha sido siempre.

    La obra puede llegar a buen puerto o quedarse al pairo a mitad de travesía: nada que objetar. Pero están los personajes, gente aparentemente dócil que se deja llevar con suma facilidad de la mano del autor, pero que, en ocasiones, se rebelan contra éste. La obra-barquito podrá salvarse o podrá naufragar, según sea la suerte y el talante del Eolo encargado de soplar. Conoce el autor de esta fábula que aquí empieza a no pocos escritores que, pese a disponer de Eolos propicios han visto y ven naufragar a diario sus barquitos por causa de rebelión a bordo: son los propios tripulantes-personaje los encargados de hundirla. Otros buques, en cambio, con vientos adversos, si bien a veces desaparecen en el tenebroso Mar del Silencio, suelen reaparecer al cabo de cierto tiempo más sólidos marineros que nunca. La Regenta, por no poner otro, ese formidable buque insignia diseñado por Clarín, es la mejor prueba de supervivencia del buen libro-embarcación. Cuando ya todos lo daban por perdido, dignos obispos y orondos caciques, algún mariconcete que otro, que siempre los hay, reapareció más de medio siglo después de navegar en un oscuro piélago minado de cominerías políticas y de puñetas morales. Lo salvó, es fama, la salvaje pasión del Magistral de Vetusta por la insatisfecha Ana Ozores.

    Cuestión distinta es el hecho de que exista talento en el autor. Porque el talento es algo tan inefable, tan sutil y evanescente, que puede verse donde no está y pasar desapercibido de todos en el sitio donde se halla, cualquier chabola, en un palomar o pudriéndose bajo tierra entre el cartón piedra residual de un muerto anónimo.

    De ahí que existan tantas opiniones al respecto. Para la Porras y Porras, doña Julieta, el talento de un autor está en la obra escrita o, si se quiere, en el hecho de escribirla. Más claro aún, en el hecho de empezar el primer folio y terminar el último de la novela, dale que te pego, sin mirar a los lados ni volver la vista atrás. Lo escrito podrá tener mejor o peor calidad, pero sin duda contendrá una cierta dosis de talento, aunque sea el de la tozudez. Que no es talento manco, por tratarse del que ostenta el noble mulo.

    Al autor de esta fábula, lo que menos parece importarle es el talento. Él escribe porque es el único modo que tiene de pasar el rato. Supongo que, además, como gato viejo que es, se calla que lo hace para poder soportarse a sí mismo.

    En cuanto a Dios, eterno discrepante como es, irreductible y entestado, a ninguno de ustedes les sorprenderá su original teoría: el talento literario no existe en absoluto.

    Y, si quieren convencerse de su estupidez echen un vistazo a este fragmento de disputa rescatada milagrosamente del relato por nuestra voz en off.

    JUAN DE DIOS. -Yo sostengo que, para escribir, sólo se necesita tiempo y paciencia. Con estos dos ingredientes y algo de voluntad, yo me comprometo a escribir la Biblia en pasta; Antiguo y Nuevo Testamento, de la cruz a la raya.

    ALEJANDRO. -¡Hala, y qué más!

    J. de D. -Te lo juro, Alex. Es cuestión de tiempo y de paciencia. Ahí es donde nace el verdadero talento, en esa cuna tan humilde. Tú mira las piedras preciosas. El diamante, por ejemplo. ¿Qué necesita el carbono puro para cristalizar en diamante?

    A. -Ante todo, la pureza.

    J. de D. -De acuerdo. Pero después se conforma con tres cosas muy baratas: tiempo, espacio y reposo.

    A. -No me convence el símil. Nunca me gustaron.

    J. de D. -¡Ah! ¿no?

    A. -¿No precisa de un poco de talento carbónico?

    J. de D. -¡El talento no existe! No niego que en el creador haya una cierta predisposición natural, llámalo habilidad, maña, intuición, pero el talento en sí no existe. Cualquier diccionario que consultes te remite a la voz inteligencia. Que ya es harina de otro costal.

    A. -¡Vete a paseo!

    J. de D. -¡Insisto! El talento literario es una invención burguesa. Los de siempre, ya sabes, lo atribuyen a quien quieren atribuirlo, desde luego, a los suyos, ¡la gente de orden!, pero nunca lo reconocerán en el escritor discrepante porque estorba a sus fines. Ni al insumiso. Ni al que proclama la verdad, por evidente que sea.

    A. -Vamos a dejarlo estar, ¿te parece?

    J. de D. -Lo dejamos, pero que conste que el talento literario es una invención burguesa. Mira a tu alrededor, y no me hagas hablar, que no está el horno para bollos.

    "Con enredos como estos de la voz en off y los apócrifos que te inventas no vas a ninguna parte, mi enfático autor. También los personajes son impresentables. Chirrían, créeme. No van con este noventa y dos del Quinto Centenario. Un viejo medio chiflado, la cursi de Diana y el calzonazos del marido, no interesan a nadie, y menos aún a las chavalas de mi edad, que están pidiendo otros tipos, ambientes distintos, la disco, por ejemplo, y no un manicomio. Claro que tú no tienes ni idea de quién te habla, a pesar de haber sido tú quien me descubriste en una manifestación de anarcos, allá por el setenta y seis, y de sudacas de los de entonces, quiero decir vagos izquierdosos, no dentistas y psicólogos como los que tenéis ahora por ahí. Yo era una de las que cogía la pancarta, muy larga, de parte a parte del paseo. ¡Es! ¡Es! ¡Es! ¡Agarremos de los huevos al burgués! Tú estabas en la acera del Drugstore y nuestras miradas se cruzaron un instante. Me viste, y ¡zas! atrapaste a uno de tus mejores personajes. Naturalmente, el señor autor ya no se acuerda de Olga ¡Olga, sí! Pues, claro, tronco, yo soy Olguita, la rebelde, la inconformista, la que puso un anuncio en La Vanguardia en el que cambiaba una mamá en buen uso por un bocata de anchoas, con salsa romescu. ¡Ahora caes! Yo, yo era la Olga que se adelantaba a su tiempo a pesar de ser una mocosa, diecisiete taquitos, me parece, porque cuando palmé en el vuelo de Iberia Londres-Barcelona estaba a punto de cumplir los dieciocho. Fue a poco del referéndum, cuando la Constitución, que os parecía tan perfecta y ahora le encontráis más agujeros que tomates tiene un calcetín viejo. Me viste en las Ramblas, me atrapaste para tu novela, y la verdad, es que me jodiste bien jodida, cabrón. Hiciste de mí una putita vocacional, el espejo oscuro en que mirarse el burgués de entonces, que estaba realmente espantado, ¿te acuerdas? Me hiciste tiernísima con los demás, generosa, alegre, llena de ingenio, un personaje muy atractivo, pero con unas tremendas ganas de follar. Confiada, sí… Demasiado confiada, pero es que aquel fue el momento de los confiados, así han quedado ellos. ¡Un ser contradictorio, como quieras! Pero no irás a negarme ahora que fuiste tú el único responsable de que me quedara preñada, precisamente cuando mamá le ponía los cuernos a su marido. Otro confiado. ¡La rabia que tenía yo por dentro! Y tú fuiste también, como el autor que eres de aquella historia, quien me hizo abortar, en Londres. El pobre Xavi tuvo que vender la moto para pagar los pasajes del avión. Otro que tal, el Xavi. Él quería que el crío naciera. Lo aceptó, aún dudando de que fuera suyo. Pero yo no estaba segura de su paternidad, así que me lo quité como quien se quita el apéndice o un juanete envenenado. Eran otros tiempos, claro. Estas palabras que dices ahora se escuchan a diario en la radio y en la tele, se leen en los periódicos, y las dicen y las escriben unos cuarentones y cuarentonas arrepentidos de lo que hicieron. O así como avergonzados, no sé. ¡Los mismos de entonces, tío! ¡Claro, los famosos de la época y los de ahora! Cantantes, periodistas, intelectuales, que había que ver cómo iban por el mundo, porque no tenían ni un duro, y en cambio ahora se están forrando con la democracia. Dejémoslo correr. Otra cosa en la que te pasaste fue en la escenita de mi aborto, en el avión, cuando permitiste que me desangrara como un cerdo en el matadero. ¡Sangre por todas partes! Me acuerdo que el Xavi protestaba porque su gran amor, una servidora, se moría de todas todas. Insultó al comandante del avión que sí, decía, que a bordo mucho cartón de rubio y mucho Johny Walker, pero ni un mal hemostático. ¡Un dramón! Total, que llegué a Barcelona desangrada y pálida, un pajarito. Y ya me dirás de qué sirvió todo aquello si miras alrededor. ¿Para qué? ¡Querías ejemplarizar! ¿En este país? ¿Que fui un símbolo literario? ¡Eso es una memez como la joroba de un camello! ¡Una tontería la mar de tonta, como diría la hermana Micaela! Porque entonces, como siempre, jodió la que quiso, y la que pudo, y cascó la que tenía que cascar. Pero había entusiasmo, defendíamos ideales, había ilusión. Lo que no puedo negarte es que me lo hiciste pasar de cojón de mico en aquella comuna, con Leopoldo, aquel larguirucho que iba siempre de cura, con una sotana que le llegaba un palmo por debajo de las rodillas, un tipo que lo daba todo y que ahora se está forrando con el negocio de las tragaperras. ¿Quién más había por allí? El Xavi, claro, hoy el famoso psiquiatra don Javier Cañadas, ¡el doctor Cañadas!, con tres o cuatro hijos y harto de escuchar a las marujas de peluquería podridas de dinero, que se tumban en el sofá, cuentan sus guarradas, las muy represivas, y se espulgan las manías con la ayuda del doctor. ¡Qué más da! Por cierto que el Xavi me suena con mucha frecuencia ¿Quién más había? Estaban Cristina, Glorieta Martí, que en realidad se llamaba Julieta Porras y Porras, ¡vaya porradas!, estaba Polo… Y una tía que nos ilustraba en la ciencia sexológica, no me acuerdo del nombre. Palmó de una sobredosis. Me acuerdo que siempre empezaba las clases con las mismas palabras: Cuando más folla una tía, más puede follar y más ganas tiene. De nada te sirvió escribir todo aquello, tonto del culo. ¡De nada! Aquellas crías revolucionarias son ahora unas burguesas asquerosas. Cuarentonas y cincuentonas cursis, egoístas, beatas como las de siempre. Terminan como terminaron sus madres y sus abuelas, sólo que tratan de disimularlo. El look, la sauna, el gimnasio, pero ¿qué hacen por los treinta o cuarenta mil niños que mueren de hambre cada día? También las pasan putas, que hoy, ahí abajo, nunca falta el loco o el criminal que, si les pasa por los huevos, les roba a una hija, la viola, la mata y la entierra en cualquier estercolero. Que no me irrite, dices. No, no, yo no me irrito nunca, señor autor, yo me cabreo de ver tanta cobardía, que no es lo mismo. Por ejemplo, lo que hiciste conmigo y con mi niño no tiene perdón, consentir que lo matara… ¿Qué no fue culpa tuya? ¿Entonces quién me dictó la carta de marras? Llorando como una Magdalena la escribí, mirándome la barriga como si el feto estuviera ya hecho un hombrecito. "Chati mío, he decidido que no nazcas -le decía-. Así que mañana tempranito, el Xavi guapo, tú y yo, volaremos a Londres. ¿No te hace ilusión volar? Tú sabes a qué van a Londres las putitas españolas de buena familia con posibles. Te sobra pesquis para que tu mamaíta tenga que darte una explicación al respezto". Supongo que te acuerdas de esta carta, que me dictaste la noche antes de tornar el avión, con el Xavi, que se prestó a acompañarme. Si te sirve de algo, te diré que yo estaba muy emocionada mientras la escribía. Y, a la vez, cabreada. ¿Cómo contra quién? ¡Contra mí misma! Porque la verdad es que yo no quería matar a la pobre criatura, pero estaban los papas, con sus vergüenzas burguesas, estaban mis amigas de colegio, ¡oh, las monjas negras!, qué sé yo. Bien mirado, fue mejor que acabaras conmigo cuanto antes. Porque la verdad, si miro ahí abajo, ¿qué es lo que veo? Una mamá cargada de remordimientos, estupidizada por las pastillas, ¡tan lejos de la Eulalia que pudo ser! Un Quique amargado, pobre hermanito, porque entre todos le han hecho un infeliz cargado de millones, pero que no llegó a cuajar en el tenis, menudo frustre para toda la vida. Y al pobre Xavi, ya lo ves, recordándome cada vez que se tira a la mujer, soñándome casi cada noche. Y la porquería más puerca es la que dejas caer sobre Alejandro Acosta, otro confiado, solo y amargado, viviendo con ese loco de Juan de Dios en un manicomio. ¿Cómo has podido hacer eso? Lo que te digo. Todo lo que os queda por ahí abajo es una mierda. ¡Una hermosa y saludable mierda pinchada con un palo!

    ¡Ah, otra cosa! Te advierto que voy a ser tu pesadilla. O no. Según cómo me dé.

    El autor de esta fábula entre el puño socialista y la rosa disecada se ha levantado a las cinco de la mañana, al oír el timbre de la puerta. Ha corrido hacia ella con el corazón en la garganta, convencido de que es Olga la que llama. La pequeña Olga, con la que a veces sueña, cuyas palabras acaba de oír en la pesadilla que lo ha despertado.

    El autor ha abierto la puerta y, dormido como está, o medio sonámbulo, ha preguntado a la oscuridad del rellano: ¿Olga? ¿Eres tú? Pero en lugar de ver a Olga, ha descubierto a un joven enchisterado, envuelto en una capa azul cielo con visos granate.


    …así es España

    Umbral pone en boca de Mihura la siguiente declaración:

    -Yo, de pequeño, era el encargado de dar los vales de teatro a los amigos bajo un letrero que ponía: No se conceden vales.


    Con más pena que gloria, mora el autor en el limbo de los creadores, donde todo es posible, entre verdades disecadas y clavadas con alfileres a la pared y, en torno a la mesa de trabajo, ficciones de toda clase gravitando crucificadas.

    Por tal motivo no le sorprende la presencia del visitante de la capa, que se presenta como redactor, dice, de cierto periódico madrileño de la primera mitad del siglo pasado.

    Quien se disculpa por el impertinente madrugón:

    -Perdóneme usted, señor autor, pero es que hace unas horas que me he pegado un tiro en la cabeza, aunque yo suelo escribir pistoletazo en la sien", y he pensado en usted.

    Parpadea el autor un algo modorro todavía; pregunta atónito:

    "-¿No es usted el famoso Fígaro?

    -Así firmo mis artículos a veces, pero usted puede llamarme por mi nombre de pila.

    "-Adelante, por favor, don Mariano José.

    Sin desprenderse de su capa, don Mariano toma asiento sobre un montón de libros polvorientos que hay en suelo, y entra sin rodeos en la cuestión que le trae allí. Que no es otra que la de advertir al autor sobre el peligro que corre su vida.

    "-¿Peligró mi vida, mi admirado don Mariano?

    "-En las condiciones en que usted se halla, señor mío, podría poner fin a sus días como acabo de hacer yo. Y, créame, no vale la pena. Toda esta gente que le rodea es demasiado vulgar para sacrificarle, no digo ya su vida, sino un ratito de sol como el que tenemos habitualmente en esta bendita tierra nuestra.

    Hablan durante unos minutos sobre la sonada insurrección de La Granja y el retorno al constitucionalismo, precisamente cuando don Mariano volvía de un largo viaje por la Europa nórdica.

    "-Tendría que ver -dice Larra- la diferencia entre aquellos pueblos y el español. Ellos piensan, reflexionan, hacen las cosas bien hechas. El español, en cambio, vegeta al sol con cuatro hierbajos por todo alimento, pero nunca protesta.

    "-Pero esta España del 92 no es la suya, don Mariano. Se transforma a un ritmo de vértigo hasta alcanzar los primeros puestos entre los países europeos. Nos sentimos libres, somos demócratas, nada machistas, y nos gusta el dinero y la ostentación como al primer europeo o norteamericano. Por otra parte, investigamos. Somos científicos, don Mariano.

    "-Sin embargo, lo español sigue existiendo.

    "-¿En este pequeño gallinero de lenguas tan diversas y de culturas tan fervorosamente tradicionales? Procesiones, vaquillas, cosas por el estilo.

    "-Para mí, lo español es la siesta. Es el individualismo y la carencia de sentido cívico que siguen teniendo ustedes. Es, ¿cómo se lo diría para no incurrir en ofensas?; es la ineficacia y el amiguismo; es la envidia ante la persona que sobresale, la delirante burocracia que siguen sosteniendo, y que sigue poniendo las mismas trabas de siempre en lugar de facilitar la gestión.

    Un poco mosca, y luego de mirar receloso alrededor, el autor cambia de tercio.

    "-En los medios bienpensantes sentó muy mal su traducción y el prólogo que ha hecho de El dogma de los hombres libres, de Lamennais. Le acusan de librepensador, de descreído y enemigo de las tradiciones. ¿Lo sabía?

    "-Se me acusa de todo, especialmente por el prólogo de esa obra que acaba de citar usted. Y por mi artículo de Horas de invierno. ¿Lo conoce usted?

    -Efectivamente, lo conozco. Y me pica una cierta curiosidad en saber si usted empleó en él la frase escribir en España es llorar", tan repetida hoy por los plumíferos españoles.

    Sonríe don Mariano, carraspea, para afirmar después que él nunca escribió tal frase en ese artículo ni en ninguna otra parte.

    "-No, yo nunca dije eso. Yo dejé escrito en Horas de invierno lo siguiente: ‘Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos?’"

    "-Ese es el drama del escritor español, don Mariano, aunque en su caso barrunto que los suyos todavía están por nacer. En el prólogo que hace usted a su traducción de El dogma de los hombres libres, de Lamennais, dice lo siguiente: Tolerancia y libertad de conciencia; libertad civil; igualdad completa ante la ley e igualdad que abra las puertas a los cargos públicos de los hombres todos, según su idoneidad y sin necesidad de otra aristocracia que el talento y el mérito; libertad absoluta de pensamiento escrito… Esto, en las Españas de hoy, todavía es un sueño, señor. Yo no me atrevería a escribirlo tan clarito como lo hizo usted, de modo que no me sorprende que en su época el ojo del clero y de la nobleza pusiera a Fígaro en el punto de mira.

    Los ahuevados ojos de don Mariano José parpadean desconcertados:

    "-¿Qué insinúa usted, mi respetado autor?

    -Algo que quizás le deje patidifuso. Que usted no se ha pegado el tiro sólo por el feo asunto de doña Dolores de Armijo. Ni por lo que le esperaba al lado de su lerda señora, doña Pepita Wetoret. Todo esto puede haber contribuido, no digo que no. Pero en el fondo lo que había en usted era un tremendo desánimo, un gran abatimiento al no encontrar a los suyos" por ninguna parte. Si algo halló alrededor fue el silencio.

    "-Y la vulgaridad.

    "-Y usted sabe que nada hay más difícil que luchar contra el silencio y la vulgaridad, señor de Larra. Recuerde el dicho castellano: entre todos lo matamos, y él sólito se murió.

    "-No resulta halagüeño saberse aborrecido de todos, sin motivo.

    "-¿Qué quiere que le diga? Yo no veo desdoro alguno en ser aborrecido en un país de burros y de sinvergüenzas. Es la mejor credencial de persona decente, ¿no le parece? Su suicidio, por ejemplo, quedó en rabieta por haberle desdeñado la Armijo, y así pasó a la historia de la literatura. Pues, santas y buenas, señor mío. Es como lo de escribir en España o escribir en Madrid, después de todo, ¿qué importancia tiene?

    Dichas estas palabras, el autor cierra de golpe el volumen con los artículos de Larra que estaba leyendo y anuncia a ustedes su propósito con soñolienta voz. "A partir de ahora dejo de ser el Autor de esta historia y paso los trastos de matar a la anónima y modestísima voz en off."

    Y es esta voz en off la que les recuerda lo ocurrido en el dilatado avellanal que ciñe por poniente la severa abadía de Poblet, mediada la mañana de un lejano día de 1984, mientras Acosta daba su paseo matinal. Que fue cuando apareció ante él un joven lego vestido de estameña gris pizarra, con un telegrama en la mano y el sobresalto en los bizqueantes ojos, ya que veía por primera vez a un poeta de carne y hueso. Y manifiesta la misma voz en off que el poeta sintió un extraño pálpito al coger el telegrama, una premonición de mal fario, sobre todo al reparar en la mano del lego, una garra enorme, carnosa, enrojecida por el frío y deformada por unos soberbios sabañones, morados los más como tiernas berenjenas a medio madurar, cárdenos como el fulgor del rayo los otros, tirantes, a punto de reventar, menos el del dedo pequeño, que sangraba por debajo del sucio esparadrapo. En razón, pues, del aspecto del mensajero y de la mala fama del mensaje, el alarmado Acosta echó a andar por sobre el resbaladizo fango del avellanal.

    Era la estación de la nostalgia, la de los colores tristes: el ocre que visten encinas y castaños, el gris de las desnudas cepas, el que se tiende entre brumas sobre el dilatado nabal que alimentará a la congregación en el invierno que pinta en las blancas cimas. Era la estación de las traicioneras humedades. Era también el tiempo del abigarrado pinzón, de la nerviosa lavanderita, del apayasado estornino.

    También el del conspicuo verderón:

    "Un oscuro ciprés de cementerio pobre

    y, en su vértice, el robusto verderón.

    No recuerdo que cantara el solitario.

    Sólo sé que me miraba desde sus alturas,

    mientras el tiempo eternizaba sobre los muertos

    desnudos bajo tierra.

    Me persigue esta imagen".

    Había escrito Acosta este verso la víspera, en el cementerio de la cartuja, y lo miraba sobre su mesa de trabajo luego de haber leído el telegrama: el veterano Ortega Grau, el amigo olvidado durante año y medio, agonizaba en su último destierro de Calafell.

    Inmediatamente después, las prisas con que suele acuciar el viaje inesperado: la bolsa de mano; el libro que se está leyendo; la evidencia de que todo va a cambiar cuando abandone los claustros de la abadía; la batería que dice que nones. Y de nuevo la presencia del lego, que empuja el coche una y otra vez, hasta que la Santa Madre de Dios hace el milagro que le viene pidiendo su devoto siervo hace media hora: que arranque la vieja cafetera.

    Después, las curvas de la carretera vecinal, un pueblo detrás de otro, la autopista: kilómetros y kilómetros. Finalmente, la presentida realidad del Mediterráneo. Y Calafell, azotado por la ventolera. Un pueblo frío e inhóspito en uno de cuyos pisos, frente al mar, expira el viejo republicano sin alcanzar a ver a su esperado poeta.

    Batía con furia el oleaje cuando Acosta salió del coche, seguía el ventarrón. La empinada escalera le recordó las que había en el arrabal de su pueblo marinero, y fue mientras subía sus peldaños cuando recordó cierta conversación con Ortega, una tarde de enero de 1982.

    "-Su joven líder González ha machacado sañudamente al socialismo histórico de Llopis -le había dicho-, ha borrado a Tierno del mapa político y hostiga a la oposición centrista con verdadera crueldad. Son malos síntomas, amigo. Si a ello añade que ya no menciona la reforma de la Constitución como hacía al principio, y que soltó el lastre del marxismo, creo que estamos ante un hombre de mucho cuidado.

    Mientras pulsaba el timbre de la puerta, recordó las últimas palabras que le había dicho Ortega al marcharse de Poblet, la última vez que lo vio: No le niego que este lugar sea el idóneo para escribir versos, pero tiene que alejarse de él, ¡huir de estos muros! Le espera una dura tarea, el pueblo que desconoce sus derechos, una juventud desorientada, mucho sinvergüenza suelto. No se acobarde. Escriba usted. Publique sus ensayos, sus versos. Lo que no puede hacer es tirar la toalla.

    Detrás de la puerta, en el piso, se oía un vozarrón de hombre realmente enfadado.

    Se ha dicho que el miedo es el mejor disolvente contra el valor de la persona, entendido éste como el coraje del ciudadano para cumplir un deber moral contra amenazas o presiones desde el Poder. Esto es tan evidente como que la gasolina es el disolvente más adecuado contra la grasa, no me lo negarán ustedes.

    El miedo es plurimorfo y multicolor, escandalosamente omnipresente y todopoderoso. Por extensión, se podría decir que es el fantasma más temido de la humanidad, en sus variantes de intimidación, amenaza velada, linchamiento físico o moral, y un largo etcétera sin excluir el miedo al silencio. Suele borrar la decencia, la rectitud, la honradez, la dignidad humana. Al miedo debe su existencia la sumisión al poderoso, aconsejada en los tiempos que corren con esta sentencia cargada de refrescante cinismo: Si no puedes contra ellos, únete a ellos. De ahí la nueva y modernísima moda de fusionarse los grandes bancos, las grandes empresas de medios de comunicación. La moda, en política, se llama pacto. O consenso si ustedes lo prefieren.

    Sirve el preámbulo, si es que en realidad sirve para algo, para introducirles a ustedes en el torturante mundo de las hipótesis en que viven los personajes de esta historia desde que desapareció el autor de la misma. ¿Abandonó por miedo? ¿A qué o a quiénes? ¿Cómo podrá trasmitir sus relatos a una servidora, la voz en off? ¿Engaño yo al público lector? ¿No estaré vendida a alguna multinacional? Porque lo cierto es que, hasta el momento, la melodía de esta fabulilla no suena ni por casualidad, como ocurrió en la del asno y la flauta.

    Para el atolondrado doctor Gual, el autor de esto abandonó porque se olía la tostada de la cursi de doña María de la O, empeñada en hacer de negra. Por eso no consigue que ésta salga del Palomar.

    Juan de Dios, por su parte, admite un cierto temor, nada de pánico, que nuestro pueblo está maduro; un temorcillo que sin duda alberga el Autor ante la posibilidad de que ciertos mafiosos atenten contra su hasta hace unos pocos años intachable autoría. El viejo sabe muchas cosas de los demás -le dijo en cierta ocasión a Alejandro-, y eso es muy peligroso en este país. Comprensible que desaparezca. Conste que hubo discusión, más por la sana costumbre de practicar el gratificante deporte dialéctico que por otra razón, aunque Acosta no bajó de su burro: el Autor se había retirado asqueado de una sociedad que daba asco. Se niega a escribir en serio sobre la gente de hoy, y se ha inventado este manicomio -dicen que dijo el poeta.

    La Porras y Porras no quiere opinar. Afirma que lo suyo es pasar a máquina lo que le dicta la voz en off, por gordo que sea el disparate. El consejero de la Presidencia don Ramón María, afirma muy seriote él que, si el doctor Gual hubiera seguido su consejo, ya habría pasado por las armas al Autor y a todos los compinches que intervienen en esta fábula liberaloide. Y les recuerda a ustedes, los sufridos lectores, que él hace muchos años que predicó con el ejemplo, ya que a la hora de morir, como su buen confesor le preguntase si perdonaba de corazón a sus enemigos, le contestó apesadumbrado: No puedo perdonarlos, padre, porque los he fusilado a todos.

    Ambrosio no cuenta aquí de momento, ni en ninguna parte, porque su carabina sólo puede cargarse con cañamones. Picio sigue igual, escondido nadie sabe dónde. Y Blas, el del punto redondo, hace tiempo que zanjó la cuestión diciendo que el Autor es un cagón (un caguerris, precisó), que se ha largado porque no quiere problemas.

    Por lo que a mí respecta, yo, la voz en off, ignoro hasta qué punto me asiste el derecho a opinar sobre la dimisión del Autor (a partir de aquí con mayúscula), pero aún así estoy dispuesta a hacerlo.

    Aunque aquí cada cual ejerce libremente su democrático derecho a opinar, la verdad es que nadie sabe lo que pasó, ya que el Autor nunca hizo declaraciones al respecto. Se asegura que perdió la estima de las personas decentes, sesudos varones, espíritus exquisitos, las plumas más finas del país y de sus autonomías. Hay quienes afirman que se disgustó con Blas, el del punto redondo, precisamente por presumir de haber inventado la redondez del punto: esto es un bodrio, y punto redondo, suele decir. Otros dicen que el culpable es cierto mendigo que se hace pasar por él, aunque yo tengo para mí que lo ocurrido es que se cansó de emborronar papel, ese absurdo empeño en escribir, ya me dirán ustedes para qué, con lo fatigoso que resulta el estado de alerta de quien ha de ejercer una infatigable vigilancia a la hora de escribir, para no meter la pata del todo.

    En otro sentido, cabe sospechar que nuestro Autor abandonase el lisonjero escaparate de las librerías para ir en busca del tranquilo espacio literario, ese limbo apacible desde el que intentar la novela de la novela que nunca se hizo. Un limbo muy especial desde el que, panza al sol, el Autor vaya presenciando la lenta disolución de los personajes así como una progresiva evaporación de las situaciones que se crean a medida que llena el folio. Algo así como escribir sin escribir. O, si lo prefieren, usar de la bendita ociosidad como de una tinta indeleble, de manera que quede bien sentado el principio según el cual el escritor escribe sin más interés que el de escribir, sencillamente porque nació escritor, y de escritor tiene que ejercer, del mismo modo que quien nace borde o mariquita ejercerá de ello.

    Son aprensiones mías, quede constancia, y lo digo porque nunca sobra guardarse las espaldas en una tierra de tantísimas sospechas como la nuestra, de tanta presuposición y suposición legalistas como se vienen oyendo en este bendito año del Quinto Centenario; con tanto presunto y presunta, eso sin contar la llamada "presunción legal, cosa que, por disposición de la ley, se tiene como verdad", aunque de hecho sea una mentira como nuestra airosa Giralda. Y como el que avisa no es traidor, quiero añadir que esta fábula sin autor conocido podría resultar el cuento de María Sarmiento, tan flaca y trasijada, que fue a mear y se la llevó el viento.

    Otro sí declaro que si acepto este trabajo es con la condición de que Juan de Dios revise los folios que escribe la Porras y Porras. La cual no pone en ellos lo que le viene en gana, según el Autor, sino que cuenta la verdad verdadera de los hechos, desde luego según su leal saber y entender. Que verdades hay muchas y de muy variadas clases, tantas como el color que tiene el cristal con que se miran. Lo cual tampoco es cierto del todo, ya que si en este mundo traidor nada es verdad ni mentira, tampoco lo será el color del cristal con que se mira.

    Hechas estas consideraciones, volvamos al momento en que Acosta entra en el comedor que tenía en su casa de Calafell el anciano Ortega Grau. Cuyo cuerpo seguía en la mecedora donde terminaba de expirar, frente al balcón encarado al sorollesco Mediterráneo.

    Sentimental como siempre fue, Alejandro no pudo contener las lágrimas ante el desdichado republicano. Seguía allí, pensó, con su helada mirada de desencanto, cadáver de una dilatada época de desgarramientos patrios -primorriverismo-República-salvajada militar-guerra-represión-exilio- lo que sigue coleando-, que no sirvió para nada absolutamente. Estaba allí, rígido y con los ojos abiertos, cual muñeco indultado de falla, mientras su mecedora oscilaba sobre el balancín a impulso de los codazos de un Juan de Dios Iruritagoyena no sé qué más, escritor y antiguo periodista, residente en un establecimiento psiquiátrico particular, precisó, con muchas ganas de vivir pese a haber cumplido los setenta. Por la fantasma, larga como día sin pan, tronitronante, supo, además, que el chamarilero con el que distendía, bizco y enano, pretendía quedarse con los libros del muerto por cuatro perras, a lo que él se negó presentando documento acreditativo de propiedad. Y le informó de que su único trabajo en la vida era de carácter deportivo: ver cómo se le iban muriendo los amigos ricos, mientras él, que nunca tuvo donde caerse muerto, contemplaba el desfile la mar de divertido.

    -Alguna ventaja hemos de tener, ¿no te parece?

    -Desde luego.

    -¿Y tú de dónde sales?

    -Del mundo de los que se entierran en vida -repuso Alejandro.

    -La cartuja, claro.

    -De Poblet.

    -Tampoco es mala solución.

    Sin sospecharlo ninguno de los dos, habían unido sus destinos para el resto de sus días.


    A MERCED DE LA CORRUPCIÓN

    "El pueblo es siempre responsable del tipo y de la calidad de su gobierno". El valor de este juicio de última instancia, al que la historia no suele acudir, depende de que el pueblo haya tenido la oportunidad de elegir, sin temor y con información, otra forma de gobierno. Es bien sabido, aunque nadie lo quiera recordar, que la Constitución española fue impuesta, desde arriba, por una oligarquía que usurpó los poderes constituyentes de la sociedad para autoperpetuarse, como clase cerrada, con un plebiscito de ilusiones.

    Las fuerzas sentimentalmente constituyentes del régimen, el miedo y la esperanza, dieron base social al oportunismo del pacto entre burócratas de la dictadura y burócratas de partidos demócratas. El consenso constitucional no fue, sin embargo, una creación de los saberes jurídicos o políticos de la docena de personas que decidieron por los españoles, sino un producto de la fuerza internacional entonces hegemónica.

    Resulta paradójico que el régimen constitucional, sin más ilusión actual que la de llamar democracia a lo que la ciencia conoce como oligocracia de partidos, esté fundado sobre potencias negativas que, con el final de la guerra fría, han dejado de ser constituyentes. La transición no ha conducido a una Monarquía basada en el honor, ni a una República basada en la virtud, sino a una oligocracia apoyada en el temor y la ilusión reformista. La disminución del temor y el final de la ilusión dejan al Régimen a merced de la corrupción económica del poder político, amparada en la corrupción intelectual de los grandes medios de comunicación que han perdido, con el final de la ilusión, su anterior hegemonía cultural."

    El Independiente, martes, 19 de junio de 1990.

    Tom Paine


    Sobre las tres de la tarde, primorosamente afeitado el difunto Ortega Grau, maquillado y vestido por el mañoso Juan de Dios, los recién conocidos devoraban unos goteantes bocatas de atún al aceite puro de oliva en el bar de abajo, el de los maricones, a la espera de los empleados de pompas fúnebres.

    Como suele ocurrir cuando se juntan dos solitarios, charlaron con un entusiasmo de tal calibre, que atrajeron la atención de la media docena de gays que había en el establecimiento. Sobre todo al exponer Juan de Dios su curiosa teoría sobre los enfermos mentales, personas excelentes con alguna manía, dijo como por ejemplo la bondadosa Justinita, que a sus sesenta y tantos años seguía creyéndose una respetable gallina ponedora a perpetuidad.

    "-Pero eso de las manías no perjudica a nadie -dijo. Y añadió con el extravío en los ojos-: Si se les sigue la corriente se le entregan a uno, porque el loco es un alma de Dios, dulce, compasiva, es un ser humano que se duele en la desgracia ajena, no como el cuerdo, sobre todo si es listo, y mucho peor si llega a intelectual de campanillas, que es capaz de vender a su propio padre. ¡Que los hay así!

    Había arrebañado las yemas de los dedos y las ponía ante los ojos de los mariquitas, que bizquearon uno tras otro, a medida que pasaba por debajo de sus narices la mano del predicador. Y tan metido estaba en su perorata, que ni se percató del repentino llanto del marica que atendía la barra, una teñida rubia cuarentona de notable pechuga, que confesó hipando:

    -Una servidora iba para monjita clarisa, esas que llevan un uniforme tan chulo, pero la mandamasa no me admitió, total porque una servidora tenía pito.

    La cosa prometía animarse, cuando entró en el bar un empleado de la funeraria.

    "¿No es aquí donde está el muerto? -preguntó agitando un impreso de color azul.

    Horas después, el ataúd del viejo republicano penetraba en el horno crematorio de cierto cementerio barcelonés. Y mientras se deslizaba sobre los rodillos, el poeta Acosta evocó la última visita que le hizo el amigo muerto, en Poblet, durante el verano de 1983.

    Acompañados por el prior, visitaron el museo y la biblioteca, pero como Ortega Grau no podía con su asmática alma, recalaron al cuarto de Alejandro, en la hostería del monasterio.

    "-No puede usted estar encerrado aquí, entre estos muros, volvió a insistir el anciano. Tiene que seguir en la brecha, publicar sus versos, sus trabajos de Historia. Le espera un calvario entre estos demócratas de pacotilla, ya lo sé, pero tiene que hacerlo, Alejandro. No para convencer a los aprovechados, eso nunca lo conseguirá ni usted ni nadie, porque esos sólo van a eso, a aprovecharse de una situación de conchabo histórico, de la que todos son responsables. Ni para sonrojo al claudicante, que nunca sofista conoció la vergüenza. Ni al chiquilicuatre del sí pero no, dispuestos siempre al cambio de chaqueta. Tiene que hacerlo por las próximas generaciones, para que esos chicos tengan donde acudir, al menos, a informarse de lo ocurrido aquí. Y de lo que puede ocurrir.

    Siguió diciendo que alguien tenía que dejar constancia de ciertas cosillas que nadie quería recordar, por ejemplo la Constitución, que a su criterio fue sucio pacto entre el franquismo resuelto a apoyar a los Borbones y la oligarquía que formaron apresuradamente los responsables de los partidos políticos, que usurparon los poderes constituyentes del pueblo.

    "-Les escamotearon el referéndum -dijo-, y el Estado quedó en manos de los jefezuelos. Es decir, entregado a la corrupción de unos y otros y, en consecuencia, ya lo verá usted, no tardará en producirse esa misma corrupción entre la sociedad.

    Luego de quebrar un ahogo, Ortega Grau profetizó arqueando las cejas:

    "-Primero los gobernantes crearán una ilusión colectiva de abundancia. De riqueza fácil y generalizada. En épocas así, siempre ocurrió lo mismo, amigo Acosta. Pero después de la época del derroche llegará la crisis económica, que ya esta ahí, lo que ocurre es que ustedes no la ven. Hasta es posible que se produzca la quiebra de los estados autonómicos, lo cual sería muy peligroso. Y le advierto a usted que, en tales condiciones, con escándalos financieros, endeudamientos del Estado, la gente sin trabajo y el cierre de las empresas, no sería la primera vez que Europa abandonara España a su suerte.

    Se marchó de Poblet Ortega Grau pasito paso, apoyándose en el sólido bastón de vuelta, ponderando la esbeltez de los álamos ("¿No deriva el sustantivo Poblet del latín populus, en su acepción de álamo?); se iba desanimado por el desinterés manifestado por Alejandro (¿Quién recogerá la antorcha?), cuya mano oprimió luego de tomar asiento en el taxi que iba a conducirlo a Calafell: Mi estimado poeta, adiós".

    Y nunca más volverían a verse.

    Ojo con la voz en off. Mucho cuidadito con ella. Les alerta a ustedes Julieta Porras y Porras, como ya saben la mecanógrafa encargada de escribir los folios que ella dicta.

    Pero, con lo bien que esta loca la trata en los folios anteriores, dirán ustedes, ¿a santo de qué la advertencia? Si en ellos la llama señora y, rectificando al Autor, dice que es estenomecanógrafa excedente, no jubilada, y que no está como una regadera sino un algo tocada del ala, ¿qué más quiere? Precisamente ahí voy yo a parar.

    Como todo el mundo sabe, la voz en off es la que está fuera de la escena, digamos para entendernos que está al otro lado de ella. O detrás, como quieran. Está detrás de las bambalinas en la obra de teatro y en el guión del cine, pero también en la novela, en la persona del autor de la misma. Su influencia en el relato es, pues, decisiva. Si transmite fielmente las ideas del autor; si las dicta tal cual, sin quitar ni poner una sola coma, resultará un relato serio, objetivo. Nada que oponer. Pero ¿y si no es así? ¿Y si la voz en off tergiversa el sentido de una frase? ¿Y si miente descaradamente, y da al lector gato por liebre? Porque bien podría ocurrir y de hecho a veces ocurre, que una voz en off nos salga una marisabidilla, o una hipócrita de tomo y lomo de ésas que ponen buena carita y usa de palabras muy suaves con todo el mundo, pero que cuando llega el momento clavan el puñal. Las hay también, más cada día, que se venden al mejor postor. Sí, sí, no se sorprendan ustedes. Ponen la mano abierta y, sin dejar de charlar animadamente, como si no pasara nada, sólo la cierran cuando la tienen llena de billetes gordos. ¿Y qué ocurre cuando esto sucede? Pues que la voz en off se convierte en la voz de su amo. Naturalmente, siempre paga quien puede pagar: digamos para no ofender a nadie que paga el sistema.

    De momento no quiero hablar de los medios de comunicación, así que tranquilos y a seguir largando. Pero sí importa que sepa el público lector que una antigua marxista como una servidora nunca se llevó bien con una voz en off cualquiera, sobre todo si se alberga la sospecha de que la en off pasó a ser la voz de su amo en virtud de propina, dádiva o atención, sin tocar para nada el cohecho, la corrupción, la descarada compra de conciencias o la sucia prevaricación, palabras demasiado gordas para el tono ligero y bien humorado que el Autor pretende dar a esta su obra.

    Como Julieta Porras y Porras, pues, de profesión mecanógrafa, declaro entrado el invierno de 1992 que la voz en off se olvidó de presentarme a ustedes, los lectores, olvido que yo juzgo voluntario. No dice que una servidora es en realidad un personaje creado por el Autor en el primer volumen de esta fábula, un personaje que aparece y desaparece sin más en el capítulo en que salen Olga y el Xavi, hoy prestigioso doctor Cañadas. Hasta en los novelistas más famosos pasa, aunque nunca en la voz en off, que se olvidan a veces de un personaje. Dostoievsky, por ejemplo, se inventa al mendigo Foma en Los hermanos Karamazov, y luego se olvida de él por completo. Cosa rara. Digo yo, o mejor aventuro, si no sería porque Foma terminó sus días hace cosa de un mes en Madrid, quemado dentro del coche en el que dormía, y que el bueno de Fiodor se olvidara voluntariamente de su simpático mendigo para no verse en la necesidad de revelar cómo está el patio en este país, Reino de las Españas o Estado de las Autonomías, como ustedes prefieran.

    A lo que iba. Yo figuro en la nómina de personajes de Generaciones como Glorieta Martí, así se me ve un momento metida en un saco de dormir, desde el que asomo la cabeza para preguntar no sé qué tontería sobre el coito. Salgo también en una escena

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