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En tiempo imperfecto
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Libro electrónico107 páginas1 hora

En tiempo imperfecto

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Información de este libro electrónico

Diez relatos cortos. Diez aventuras buscando plasmar un país en el que hechos del pasado, acciones inconclusas y sentimientos extraviados, transforman de manera inexorable a sus habitantes.
El pasado, una mezcla de alegría, ternura y horror, que arrastramos con nuestra soledad prolongada, se replica, transformado hacia el presente. Los fragmentos que llamamos recuerdos deben renacer en las páginas, convocando a un encuentro con un país que reconocemos desde la distancia del tiempo.
Estos cuentos son, de cierta manera, una declaración de amor a mi país de origen, cristalizados, indefectiblemente, en un Tiempo Imperfecto.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 may 2022
ISBN9789945933291
En tiempo imperfecto

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    En tiempo imperfecto - Osvaldo A. Fernández Domínguez

    EN TIEMPO IMPERFECTO


    Cuentos

    En tiempo imperfecto

    Osvaldo A. Fernández Domínguez

    ISBN 978-9945-9332-8-4

    Río de Oro Editores

    Edición, corrección, diseño e impresión de textos literarios y científicos.

    Av. Winston Churchill No. 1154, Edificio Elsa Mireya, Apto. 1, 2do piso.

    Urb. Fernández. Santo Domingo, República Dominicana. E-mail: riodeoroeditores@gmail.com Tel.: 809 434-7482

    Edición-corrección: Rafael J. Rodríguez Pérez (duharte83@gmail.com) 809 434 7482

    Diseño y diagramación: Carlos H. Bruzón (cbruzonv@gmail.com)

    Foto de cubierta y solapa: Inside, del artista Tommy Ingber

    Agradecimientos

    A Dios Todopoderoso, quien me ha guiado con su sabiduría hasta este punto de mi vida.

    A mis padres y mi abuela,

    quienes abonaron las raíces de mi niñez con su ternura.

    A mi amada esposa Nelly, quien atiende mis premuras cuando me acosan las fiebres literarias.

    A mi talentosa hija Nathalie, siempre presente en mis pensamientos.

    A Tommy Ingber, quien gentilmente ha colaborado con su talento fotográfico en la imagen de cubierta.

    El tiempo con su mano derriba las murallas;

    Ninguna ciudadela a su asedio resiste;

    Mil siglos o un instante, nada cambia: la luna

    Verá que en polvo acaba la humana vanidad.

    León David, El nuevo Rubayat, Versos de vino y polvo

    Para que tengas Patria es preciso, hijo mío, algo más que el amor y mucho más que gritos sublevados: vas a necesitar –presta, presta atención– además de romper las cadenas, aprender a ser libre.

    León David, Para que tengas Patria

    Redención

    «Algo debió salir mal. No se suponía que las cosas ocurrieran así», pensó, mientras trataba de recuperarse de la patada en la cara que lo había lanzado sobre unos botes de basura. El pateador, maldiciendo, volvía a abalanzarse sobre él, con la intención de golpearlo una vez más. Él trataba de gritar, de responderle, pero no podía. La lengua le pesaba y se le salía involuntariamente de la boca. Por un momento, pensó que había sido víctima de alguna droga, pues en vez de palabras producía solamente un ruido gutural, que se escapaba junto con la saliva por los rebordes de la boca, demasiado vasta y extraña para ser la suya. «¡Basta!», creyó gritar, aterrado, y lo que salió de su garganta fue una especie de aullido.

    ¿Por qué se encontraba en ese callejón, entre la basura, maltratado de ese modo brutal? ¿Había caído tan bajo? Ciertamente, su vida había sido desordenada y prolífera en vicios, pero nunca se había visto en una condición tan mísera.

    Él había hecho grandes esfuerzos por redimirse: logró alejarse de los rufianes de los que se había rodeado en su juventud, en un intento por ascender a un grado superior de espiritualidad y lograr paz interior. Comenzó el estudio de los textos sagrados hindúes, las Upanishad y el Bhagavad Gita. Incluso, practicó yoga, como parte de su cruzada personal de redención y purificación del alma. Sin embargo, en lugar de recibir un premio por haber superado tantos obstáculos, era víctima de un acto despreciable.

    Aturdido por la patada, las ideas se enredaban en su mente y muy pronto no pudo hilar ninguna con claridad. En cambio, los pensamientos eran sustituidos aceleradamente por deseos más primarios e instintivos. Mientas se escondía y esquivaba los ataques del hombre enfurecido, entre los tachos de basura, sintió de pronto un feroz deseo de agredir, de triturar, de morder, y también una sed como jamás la había sentido. Hubiera querido poder razonar con aquel hombre, explicarle que él no significaba un peligro, que podía perdonarle, incluso, la patada; pero, al parecer, aquella bestia no entendía de razones… «¡Te voy a romper los huesos, maldito!», gritó el hombre, iracundo. Las venas, inflamadas de rabia, brotaban como cuerdas moradas en el cuello y las sienes. «¿Qué había hecho para despertar tanta ira? ¿Mendigar comida, ese era su crimen?».

    No tenía respuestas. Arrinconado, finalmente, se afirmó sobre el suelo y dio el frente. El gruñido y los colmillos amenazantes, en señal de ataque inminente, frenaron en seco al hombre. Por un segundo, pudo ver su reflejo en los ojos atemorizados del otro, que comenzó a retroceder con cautela. Entonces, entendió… Lo entendió todo. Aun tuvo tiempo de pensar que, a pesar de que su karma y su tránsito a través del Samsara lo habían decidido de otra manera, hubiese sido una gran suerte que le hubiera ocurrido en Nepal, en aquel increíble festival de las luces, donde se festejaba el triunfo de la luz sobre las tinieblas. Él creía recordar que, en el segundo día, se celebra a los perros como mensajeros del Señor de los Muertos. «Hubiese sido algo maravilloso», pensó. Los pensamientos empezaban a escaparse de su mente, se le dificultaba retenerlos y se hundían en las sombras del olvido con gran rapidez. Nepal y su fiesta de luces se desvanecían en la creciente bruma de nuevos instintos, que pugnaban por imponerse. Antes de descender hacia la nada, comprendió, oscuramente, que pasaría el resto de su vida lejos de las divinidades y la espiritualidad, reducido a una existencia de penurias, acorde a las trasgresiones de su vida anterior. No, no había logrado la ansiada redención, sino este cuerpo áspero y extraño, y este paraje hostil, polvoriento, donde se mezclaban olores de fritangas y comidas podridas, y donde se pateaba sin ninguna razón…

    Enfrentó unos segundos más al hombre, que se alejaba sin dejar de mirarlo. Entonces giró rápidamente y se largó corriendo, moviendo, triunfal, el rabo, seguido por su escuálida sombra, para ir a juntarse con otros perros realengos, de los que abundan en aquel lugar, en el que no se celebran fiestas de luces, un barrio cualquiera del pueblo de San Cristóbal, un rincón del mundo esculpido sobre un pedazo de tierra inmerso en el azul del mar Caribe, eternamente lejos de Nepal.

    Escarabajos

    El hombre, sentado sobre el sillón, estiró los hombros en señal de cansancio. Habían transcurrido muchas horas desde que había tomado asiento para iniciar el reporte que redactaba. Se aseguró de que no lo interrumpieran. Había dado instrucciones de no ser molestado y pasó el cerrojo para asegurarse de que nadie entrara, sorpresivamente, a su alcoba. El aire circulaba poco en la pequeña habitación en la que se encontraba, y el abanico, a su lado, era el único alivio para reducir el flujo de sudoración que humedecía su frente y axilas.

    Acercó la luz de la lámpara y luego reposó sobre el escritorio sus manos bien cuidadas. Los dedos, regordetes, lucían uñas tratadas con manicure y esmalte transparente. En el dedo anular de su mano derecha brillaba un anillo con una enorme piedra rojiza de ópalo, y en su mano izquierda lucía una pulsera de hombre, oro catorce quilates, que le rodeaba la muñeca.

    Ajustó sus espejuelos gruesos sobre la nariz ancha con un movimiento rutinario y rápido, que acostumbraba a hacer en los momentos de tensión. Realizó otra lectura crítica del texto que había redactado, antes de tirar de la última página con copia en carbón, que se encontraba atrapada por el rodillo de la máquina de escribir.

    Era un individuo afable, observador, reservado, pero el escribir con fluidez no era uno de sus dotes. Le resultaba difícil expresar sus ideas sobre el papel, aunque fuese tan solo una página de pocos párrafos, que no requería de facultades de excelencia para su elaboración. Era un juez riguroso consigo mismo y con los escritos que producía, los cuales, en su opinión, no debían lucir como escuálidos reflejos de una persona carente de aptitudes. Le había costado mucho esfuerzo escribir el informe que sostenía en sus manos. La tarea le hubiese resultado mucho más fácil, de no preocuparse tanto por incluir cada mínimo detalle de sus observaciones, anotados cuidadosamente

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