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El despertar de Helios
El despertar de Helios
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Libro electrónico526 páginas8 horas

El despertar de Helios

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Ha llegado el 2012, el mundo se convulsiona en una crisis económica y social que por sí misma constituye una catástrofe. Europa se tambalea, los cimientos de la democracia y la civilización occidental están a solo un paso de derrumbarse. Ante este panorama, el miedo a un supuesto "fin del mundo" cede ante un miedo más real. Sin embargo, en diciembre de este mismo año, todo va a cambiar, una convulsión solar afecta de tal manera la mente de los humanos que se desata una hecatombe mundial. En medio del desastre, un grupo de personas luchará por los que quiere y deberá emprender un viaje sin retorno hacia una nueva humanidad, en este camino se encontrará con enemigos, pero también con amigos, gente dispuesta a ayudar, e inesperados aliados.
¿Seremos capaces de empezar de nuevo?
¿Cometeremos los mismos errores?
IdiomaEspañol
EditorialNPQ Editores
Fecha de lanzamiento19 jun 2017
ISBN9788494703867
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    El despertar de Helios - Jose Luis Tarazona

    EL DESPERTAR

    DE HELIOS

    J. L. TARAZONA

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informático, ni su transmisión por cualquier procedimiento o medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro o por otros medios, sin permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o trans-formación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra».

    © Del texto: José Luis Tarazona Rubio © De esta edición: NPQ Editores 2017

    www.npqeditores.com

    Segunda edición: Junio 2017

    Registrado en la Propiedad Intelectual V-1441-2011

    ISBN: 978-84-947038-3-6

    ÍNDICE

    Capítulo I. Joseph

    Capítulo II. la despedIda

    Capítulo III. el rapto

    Capítulo IV. el prInCIpIo del fIn

    Capítulo V. anne

    Capítulo VI. Caos

    Capítulo VII. el búnker

    Capítulo VIII. planes

    Capítulo IX. esperanza

    Capítulo X. la separaCIón

    Capítulo XI. deCIsIones dIfíCIles

    Capítulo XII. regreso a Casa

    Capítulo XIII. hogar, dulCe hogar

    Capítulo XIV. el VIaJe (prImera parte)

    Capítulo XV. VIsIta al InfIerno

    Capítulo XVI. el VIaJe (segunda parte)

    Capítulo XVII. en busCa de marIe

    Capítulo XVIII. el desenlaCe

    CAPÍTULO I. JOSEPH

    Mediados de 2013. Estrasburgo

    Los pasos se oían cada vez más cerca. Un sudor frío recorría el cuerpo de Joseph, sus manos asían fuerte el cuchillo. El momento crítico se acercaba y esa maldita Voz no dejaba de atormentarle, llenando su cabeza de odio, ira y ansias por matar. Si al menos cesara unos segundos… No le dejaba pensar con claridad… Los pasos ya se oían a menos de cinco metros y al fin su instinto animal se apoderó de su cuerpo y de su mente, acallando esa Voz.

    Sus músculos se tensaron, en su cara se reflejaba determinación, los pasos ya estaban encima de él, se preparó para atacar…

    ¡Ahora! Dio un rápido salto a la espalda del hombre, le cogió la cabeza con una mano echándosela hacia atrás y con un preciso giro de muñeca le degolló. El cuerpo del hombre cayó al suelo. Se quedó de pie, observando sus últimos estertores, viendo la sangre manar de su garganta como una fuente grotesca. No cabía duda, se había vuelto implacable y muy preciso. No daba ninguna op-ción al adversario y ya no sentía ninguna emoción cuando mataba, no como la primera vez…

    Se quedó allí de pie un buen rato, repasando todo lo que había sucedido. Había cometido un fallo de principiante, se había dejado sorprender y casi le había costado un disgusto. Su primer error fue ir al centro comercial creyendo que no habría dificultades.

    Esta vez no iba de caza, solo a buscar provisiones, y dejó las armas en su casa. Algo que no volvería a suceder. Tenía entrenamiento militar, se consideraba en guerra, y las distracciones se pagaban muy caras.

    Había dejado señales claras de su presencia, otro desliz más.

    En el supermercado recogió unas latas de comida. Luego, pensando en la necesidad de unas sartenes, se había dirigido hacia la Elsaß Hause Crazy, una conocida tienda de menaje del hogar. Por no ir cargado había dejado las bolsas a la entrada y la puerta de acceso abierta de par en par, lo que delataba a las claras su presencia en el interior. Se prometió ser más cauteloso.

    La Voz le había estado avisando del peligro y la había ignorado.

    Se fio de sus sentidos corporales, que le indicaban que no había nadie cerca, y desechó la advertencia de lo que él consideraba su sexto sentido. Solo cuando aquel hombre se acercó y estuvo a unas pocas decenas de metros y la Voz se hizo insoportable, reaccionó.

    Tercer error. Tomó buena nota: siempre hacer caso de la Voz.

    Del resto estaba satisfecho. Supo reaccionar a las dificultades, bueno, tuvo un poco de suerte de encontrarse en el interior de aquella tienda y poder coger un cuchillo. En realidad aquel hombre no había tenido posibilidad alguna una vez que Joseph descubrió su presencia. El local estaba oscuro, como en las profundidades de una caverna, era imposible que lo viera, y él tenía a la Voz para guiarle, como un radar. ¿A cuántos había matado ya? No lo recordaba y tampoco quería hacerlo, él mataba y eso era todo.

    La sangre empezó a empapar sus zapatos, esperó a que cesara de salir de la garganta del hombre y se dispuso a preparar el cadáver para su ritual mortuorio. Le dio la vuelta, juntó sus piernas, cruzó los brazos encima de su pecho, dibujó una cruz en la frente del muerto con la sangre del suelo y rezó unas oraciones por aquella pobre alma.

    Siempre había sido una persona pacífica, difícil de enfadar, pero cuando lo hacía era como un volcán en erupción y se des-controlaba. Había utilizado la violencia en contadas ocasiones a lo largo su vida, siempre en defensa propia, pero esas pocas veces se había convertido en un auténtico Mr. Hyde y había herido de forma grave a sus oponentes. Eso le asustaba y por ese motivo era poco amigo de las discusiones, algo que de forma equivocada, el resto de la gente tomaba por falta de carácter.

    Luego llegó la Voz. Ella le mostró la verdad. Hasta ese momento no era consciente de que existía la maldad en el ser humano. Se sobrecogía cuando veía imágenes de violencia en las 8

    noticias, pero ahí quedaba todo, a los pocos minutos seguía con su vida y almacenaba aquellas visiones en un remoto rincón de su cerebro, donde no le molestasen. Todo eso cambió el día en que la Voz le enseñó a ver la oscuridad y depravación de muchos seres humanos, fue el día en que por primera vez el Mal le alcanzó de lleno y le afectó. Entonces ya no pudo abstraerse más y se convirtió en cazador.

    En cualquier caso, no tomaba a la ligera quitar la vida a un ser humano, era algo terrible y que se arrastraba en la conciencia para el resto de la vida. Por eso decidió empezar a realizar el ritual, tratando que aquellas almas que arrebataba pudieran encontrar paz y descanso, era una forma de mostrarles respeto.

    En muchas ocasiones, cuando jugaba a ser Dios decidiendo entre la vida y la muerte, sentía la necesidad de bromear. Eso le ayudaba a soltar toda la tensión acumulada. Era la forma en la que su mente trataba de reducir la gravedad de sus actos. A veces funcionaba, otras no. Pero siempre y de forma regular, los espíritus de los muertos asaltaban sus sueños, todo tenía un precio, aunque él creyese en el fondo de su alma que hacía lo correcto.

    En un tiempo no tan lejano, pero que a él se le antojaba una eternidad, se había dedicado a leer e interesarse por las diferentes filosofías de la vida. La oriental le pareció interesante en especial, el Yin y el Yang lo ejercía en su día a día. Creía a ciencia cierta que la vida era como un búmeran, todo lo que lanzas la vida te lo devuelve duplicado, tanto lo bueno como lo malo.

    Terminó de rezar por aquel pobre diablo y esperó que en un futuro se le perdonasen aquellos actos. Salió al pequeño hall del centro comercial, un espacio circular de dos pisos de altura y con el techo acristalado que le recordaba vagamente la forma del Panteón de Roma. Se paró un momento bajo la luz de la luna que entraba por el enorme ventanal y escuchó atento a cualquier sonido. No se oía nada, y lo que era más importante, la Voz se había marchado. En su mente ya solo había paz y silencio… bendito silencio.

    Se vio reflejado en uno de los escaparates, tenía la camisa empapada de sangre y en su mano el cuchillo de cocina, un Shizoyu, especial para cocineros profesionales. Desde luego es un cuchillo excelente, pensó. Lo tiró en una papelera, esa noche ya no lo necesitaría y se dirigió a una tienda de ropa situada justo enfrente de donde se encontraba, tenía que cambiarse antes de ir a casa, no quería que su hija Marie le viera así.

    Se quedó unos instantes mirando a través del escaparate de una tienda de ropa informal, quizás demasiado juvenil para su estilo. Pero decidió que le serviría. Rompió el cristal con una de las papeleras de hierro del vestíbulo, el ruido se debió oír en toda la planta. ¿Qué más da? Nadie me va a oír, no hay nadie en el centro comercial, al menos con vida, pensó. Tampoco le preocupó la alarma, no había corriente eléctrica, así que entró con calma.

    Allí dentro estaba bastante oscuro, la luz de la luna sólo iluminaba unos cuantos metros del interior. Aunque el local se veía bastante profundo no le importó, sus ojos y su vista parecían estar mejorando últimamente, pero decidió buscarse algún tipo de iluminación. A su derecha había un grupo de seis maniquíes que parecían mirarle aterrorizados, como si pudieran leer en la mente de Joseph sus intenciones.

    ―Bueno chicos, uno de vosotros se va a convertir en mártir del mal gusto. ¿Quién será? ―dijo con un tono de sorna a la soledad del local.

    Miró entre el grupo de figuras inertes, fue observándolas una a una, con mirada de gravedad, como si fuera en verdad el juez de un concurso de moda y tuviera que tomar una decisión importante. Tras un par de minutos de reflexión, la candidatura a míster maniquí espantoso del año estaba muy reñida. Eligió a uno cuyo vestuario parecía especialmente hortera. Se situó frente al rey de la noche y le habló jovialmente, como si fuera una persona de carne y hueso:

    ―Bueno Bob, siento decirte que eres feo de cojones, y la ropa que llevas… ¡madre mía! ―se burló Joseph―. Así que has salido elegido por el público. Vas a tener el enorme privilegio de morir sacrificado en honor al dios de la moda.

    Bob, como buen muñeco que era, permaneció impasible, pero sus ojos cristalinos parecía que iban a ponerse a llorar ante el destino que se le avecinaba.

    Con gran ceremonia, Joseph le quitó al maniquí su chaqueta de…

    ¿De qué material estaba hecho aquello? ¿Pellejo de hiena? ¡Qué horror!, pensó, y la tiró, no sin cierta aprensión, a un rincón. Lo que le interesaba era la camiseta de color amarillo chillón con dibujos de piñas que había debajo, parecía de algodón y le serviría para su propó-

    sito. Una vez en su poder, se dirigió por última vez a su nuevo amigo: ―Bueno, camarada, ahora viene lo más duro para ti…

    Cogió la mano izquierda de Bob y le propinó con todas sus fuerzas una patada en el estómago. El muñeco salió volando unos cuantos metros, tirando de paso a un par de compañeros, y se estrelló contra el suelo, quedando destrozado. El brazo izquierdo del maniquí se quedó en la mano de Joseph. Bueno, ya tengo soporte para la antorcha, murmuró. Enrolló la camisa de algodón entre los dedos de plástico y con su Zippo le prendió fuego.

    Un tenue resplandor empezó a iluminar el local, suficiente para elegir unas cuantas prendas. Esperaba no pegarle fuego al sitio, tendría que ir con cuidado. Fue recorriendo los pasillos en busca de algo que le gustara. Eligió un par de vaqueros de diferentes tallas, ya que nunca era capaz de recordar cuál era la suya. Añadió a la lista de la compra unos zapatos marrones italianos y una camisa elegante de color negro, tamaño XL, eso sí que lo sabía.

    Una vez con la ropa que necesitaba, fue hacia el mostrador del fondo de la tienda y abrió una puerta con un cartel que rezaba: Solo personal autorizado. Entró en un almacén que acumulaba cajas y cajas de prendas y localizó el aseo, donde podría quitarse aquella ropa manchada de sangre y lavarse.

    Ya aseado, salió de nuevo al hall y decidió que era hora de volver a casa, ya había tenido suficientes emociones para ese día y no quería más encuentros imprevistos. Recogió las bolsas de su compra y se sumergió en la fría y oscura noche. No había nadie, solo las estrellas y una enorme Luna iluminaban la desierta calle. La Luna…

    Se quedó mirándola con una mezcla de fascinación y repulsa.

    Siempre había sido su astro favorito desde el día en que su padre le regaló aquel telescopio. En lo más profundo de su ser envidiaba y maldecía a todos aquellos astronautas que habían podido pasear por su maltratada pero hermosa cara, pero ahora... las cosas habían cambiado. ¿Verdad Joseph?, se preguntaba. Los días de su feliz infancia se perdían en la bruma del tiempo, la realidad le golpeaba como un martillo. Sí, se contestaba, las cosas han cambiado, ahora las noches de Luna llena siempre son las peores, se lamentó.

    Divagando sobre lo que pudo ser y no fue, se encaminó hacia su casa sin prisa, disfrutando de un agradable paseo. De vez en cuando echaba un vistazo hacia atrás y prestaba atención. Quería comprobar que nadie le siguiese, una estupidez, su mente le aseguraba que nadie le observaba, y esta nunca fallaba. Se lo había demostrado infinitas veces en los últimos meses, pero aún se aferraba a los antiguos sentidos corporales, le quedaba mucho por aprender. Todo a su tiempo, se dijo. No convenía descuidarse, en el centro comercial lo había hecho y casi lo habían cazado, tomó nota mental del grave error, no debía volver a suceder.

    Su sombra pasaba silenciosa entre los elegantes edificios del centro de Estrasburgo. Pasó por delante de uno que se había quemado en diciembre pasado, algo que le entristecía profundamente. Era un apasionado de la arquitectura y la fachada de aquel edificio le gustaba en especial.

    Siguió su camino con la cabeza agachada y atento a cualquier ruido. Pasó fascinado por el lado este de la majestuosa catedral.

    No en vano decidió trasladarse a vivir a una de las casas de estilo alemán que tenía vistas a su fachada principal. Se quedó un momento observándola, buscando quizás un poco de paz y consuelo antes de abrir la puerta de la casa.

    Nunca había sabido bien qué creer en cuestiones de religión, creía en algo, pero no sabía en qué. ¿Dios, cielo, infierno? ¿Vida después de la Muerte? No, definitivamente no era un hombre religioso al uso. Ninguna religión le convencía lo más mínimo, aunque extrañamente las catedrales, y en especial aquella, le hacían sentir una paz espiritual que lo desconcertaba. No tenía ninguna duda de que los maestros canteros no construyeron simples mo-numentos de piedra, eran auténticas máquinas espirituales que trascendían cualquier religión.

    Cuando alguien se pasaba tantos años explorando por una diminuta mirilla la inmensidad del cielo no le quedaba más remedio que creer que había algo más grande que todos ellos. La inmensidad del firmamento lo engullía cada vez que la observaba y lo extasiaba, haciéndole sentir que había algo más... ¿El qué? No lo sabía, pero lo hacía estremecerse. En lo que sí creía era en la Madre Tierra. Oh, sí, se dijo, tú sí que eres bien real, ya lo creo, musitó. Buena lección que nos has dado de tu poder. En ese momento cayó en la cuenta de que veneraba y respetaba a Gaia como un ente, la Gran Madre Naturaleza. Si algo debía ser, sería druida, del resto... cuando muriese ya vería.

    Dudó un instante antes de abrir la puerta de entrada de su casa.

    Se examinó. No tenía restos visibles del encuentro de hacía una hora escasa, se había adecentado a conciencia, pero Marie sabría lo que había hecho, siempre lo sabía, y no tenía ganas de enfrentarse a ella, su hija aún no era capaz de comprender lo que hacía.

    Rezó por que durmiese y poder aplazar la confrontación hasta el día siguiente, se sentía tan cansado… pero estaba convencido de que no habría suerte, ella siempre esperaba su regreso. Aunque nada en el aspecto exterior de la casa indicaba que hubiese actividad en su interior y el silencio cubría con su fino manto la zona, sabía que su hija estaría despierta.

    Al final se decidió y entró al amplio recibidor, decorado con muebles góticos de estilo alemán, alfombras persas y con el lienzo de San Pedro y San Pablo de José de Ribera, que parecía observarle desde su lugar privilegiado. Joseph siempre tenía la sensación de que San Pablo le miraba acusador, recriminándole su forma de actuar, y que San Pedro intercedía por él comprendiéndole. Jamás hubiera imaginado que algún día podría vivir en una mansión como aquella.

    La planta baja estaba oscura y en silencio, tampoco oía ruido alguno en los pisos superiores.

    ―¡Marie, he vuelto! ―gritó.

    No obtuvo respuesta. Aunque sabía que su hija estaba bien y que lo estaba escuchando, se dirigió nervioso hacia la escalera de madera que llevaba a los pisos superiores. Cogió un candil de una pequeña cómoda junto a la escalera, lo encendió y volvió a insistir: ―¿Marie? ¿Estás bien? ¿Dónde estás? Por favor, contéstame ―dijo Joseph, que empezaba a angustiarse.

    El silencio se adueñó de nuevo de la casa. A Joseph se le aceleró el pulso, su mente le decía que todo estaba bien, pero aún no controlaba las emociones humanas más primitivas y seguía sin hacerle caso a su nuevo instinto. Sí, aún le quedaba mucho por aprender.

    Decidió subir los peldaños de la escalera de dos en dos ayudándose del elaborado pasamano de caoba. Llegó al primer piso y miró a su derecha, por debajo de la rendija de la puerta del fondo se veía una tenue luz que lo tranquilizó. Se dirigió de forma pausada a la habitación de Marie. Sus pasos los acompañaban los crujidos de la tarima de madera que conformaba el suelo, ruidos clásicos de una vieja mansión y que tanto le molestaban. Le parecía que aquellos sonidos despertarían hasta a un muerto. A la casa sólo le falta un espíritu y ya estará completa, pensaba a menudo. Ya tenía bastantes sobresaltos con las voces que asaltaban de vez en cuando su cabeza, aunque ahora, al saber qué eran, ya no le causaban tanto pavor.

    Por fin se paró bajo el dintel de entrada y quedó unos instantes con la mano asida al robusto pomo de bronce, dudando si entrar. En verdad, aunque pareciera mentira, le daba miedo la reacción de su hija. Tenía muy mal genio cuando se enfadaba. Una sonrisa amarga asomó entre sus labios, la situación no podía ser más irónica. Él, que ya no llevaba ni la cuenta de las personas que había matado, se asustaba de una adolescente que en su vida no había hecho daño ni al más insignificante de los insectos. Agitó la cabeza para dejar su mente vacía y con un gesto decidido abrió la puerta.

    La habitación era amplia y disponía de todas las comodidades que alguien pudiera desear, pero era obvio que no era la habitación de la típica adolescente. Los muebles y la decoración eran clásicos, y la iluminación a base de unos cuantos candiles de cristal del siglo XIX tampoco, aunque a Joseph ―y le constaba que también a su hija― le encantaba el ambiente que se creaba con aquella vaporosa luz. Era como si vivieran en una época ya olvidada.

    Frente a la puerta se situaba una magnífica cama de madera maciza con un dosel de cuatro columnas finamente labradas. Era lo que su hija siempre había soñado, en ella se sentía como la princesa de un remoto castillo en un tiempo ya pasado. Cuando Joseph la vio en una casa de antigüedades, no dudó ni un instante en llevársela a su hija, que al verla se quedó sin habla. Sí, la decoración de la casa le daba un aire muy victoriano. Joseph a veces soñaba que era el famoso Sherlock Holmes, su personaje de ficción favorito, y trasladaba su imaginación a aquella época. En el fondo, nunca dejaría de ser un niño grande al que le gustaba fantasear.

    A la derecha de la cama, sin deshacer, se encontraba la chimenea, crepitando con los últimos rescoldos de carbón. Su hija siempre la encendía a media tarde y un poco antes de acostarse la apagaba, le horrorizaba la idea de que un brasa saltara e incendiara la habitación. Para ella no había peor dolor que el causado por el fuego, y su peor pesadilla la de morir quemada. A su padre no le extrañaba, su hija siempre había tenido una especial conexión con los árboles y se sentía profundamente ligada e identificada con ellos.

    Justo encima del hogar, desde la repisa de madera, le observaba una foto de la familia en sus últimas vacaciones invernales en Saint Moritz . Su mujer Anne, en medio de los tres, observaba con una amplia sonrisa.

    ―Cómo te echo de menos ―la añoró.

    Esta vez dirigió su mirada a su izquierda y tal como esperaba, su hija se encontraba allí, sentada sobre el alféizar. Observaba las estrellas a hurtadillas, a través de una estrecha obertura entre las pesadas y sólidas cortinas, que mantenía abierta con dos de sus delicados dedos. Parecía distraída observándolas. Era la viva imagen de su madre, con una piel blanca y suave, pelo largo y rubio y una figura esbelta. Alguien que no la conociera podría decir que era una chica frágil y delicada, pero nada más alejado de la realidad. Marie tenía un espíritu inquebrantable, una inteligencia fuera de lo común y desde luego no le temía a nada ni a nadie y era así desde el día en que nació.

    Lentamente, Marie se giró hacia su padre y le miró con unos ojos azules que penetraron hasta lo más profundo de su alma y notó en su cabeza la furia de Marie: ¡Lo has hecho otra vez, padre!, resonó como un trueno en su cabeza.

    Joseph se sentía apabullado, realmente no podía ocultar nada a su hija y menos aún mentirle, pero él tenía que matar a esas personas; es más, ¡debía hacerlo! Era su misión y debía cumplirla, por muy desagradable que fuera. Marie debía comprender la realidad tan terrible que les había tocado vivir y a la que se enfrentaban, no había otro camino, o todo se perdería. Hasta el momento había conseguido protegerla en gran medida de todo mal y evitarle lo que él había pasado y daba gracias a Dios por ello. Marie solo in-tuía las cosas, pero no las había vivido de primera mano, por eso no podía comprenderle del todo. Pero sabía que no podría protegerla de forma indefinida, y eso le hacía sentir un pánico intenso.

    ―Marie, yo… has de entender ―trató de excusarse.

    ―¿Entender qué? ―su voz sonaba muy fría y cortante.

    ―Lo que hago, sabes muy bien lo que hago. Algún día lo entenderás, aunque espero que ese día no llegue nunca.

    Marie no dejaba de observarle de aquella forma tan penetrante.

    No había nada en el aspecto de Joseph que delatara lo que había hecho, pero no le hacían falta pruebas físicas para saber que había vuelto a matar. Su mente era capaz de leer en lo más profundo del alma de su padre y lo que más le disgustaba era que no le mentía.

    Ella sabía que debía matarlos.

    ―Deberías descansar padre, esta noche has tenido mucho trabajo ―dijo, irónica.

    ―Sabes que no tengo más remedio y que hago lo que se debe hacer para que esto termine y empezar de nuevo ―dijo, y Joseph era consciente de que su hija en el fondo lo entendía, pero aún no podía aceptarlo.

    ―Buenas noches, papá ―le despidió Marie, quien ya no deseaba seguir discutiendo y solo deseaba estar sola.

    ―Buenas noches, hija ―fue la única respuesta que atinó a dar.

    Joseph salió y cerró la puerta tras de sí. Con paso cansado y el alma dolida se dirigió a su habitación. La tenue llama de la vela iluminaba con su luz anaranjada los cuadros del pasillo, todos ellos de gran valor. Por fin llegó a su cuarto, tras lo que le pareció una eternidad. Era una estancia decorada elegantemente, de estilo clásico, bastante amplia y con baño propio, al cual se dirigió de inmediato y entró.

    Se desvistió sin mucha prisa, apilando de forma ordenada toda la ropa en una banqueta. Desnudo y tiritando de frío, a pesar de ser casi agosto, se introdujo en la ducha rogando que el poco Sol que había hecho aquel día hubiera bastado para que las placas solares acumularan suficiente energía. Sus cansados músculos pedían a gritos aquella agua caliente, lo último que necesitaba era una ducha fría. Abrió el grifo plateado sin mucha convicción, pero tuvo suerte; a los pocos segundos de que el agua fluyera por su mano, empezó a notar la agradable sensación del calor.

    No perdió tiempo y se introdujo en la ducha, se frotó muy fuerte por todo el cuerpo. Se sentía sucio, pero por mucho que se frotaba, el olor almizclado de sangre y muerte no se le iba de la nariz. No desaparecía nunca, lo tenía incrustado en su cerebro.

    Cuando las gotas a presión de la ducha empezaron a acuchi-llarle la piel, frías como témpanos de hielo, decidió que ya era hora de salir. Se envolvió en un albornoz blanco de algodón y se secó despacio. Le costaba moverse, estaba agotado, pero era un cansancio más mental que físico. El peso de los acontecimientos era una carga demasiado pesada para él, aunque su cuerpo también acusaba que la adrenalina que había generado hacía unas horas empezaba a diluirse. A pesar de todo, el baño le relajó y pareció devolverle parte de la fuerza perdida.

    Se acercó al lavabo y con su mano derecha limpió el vaho que se había acumulado en el espejo y observó su rostro un buen rato.

    Casi no se reconocía, habían pasado solo seis meses desde que empezó todo, pero parecía haber transcurrido toda una vida. Sus ojos azules reflejaban una mezcla de sentimientos contrapuestos, cansancio, pesar, alegría, determinación… Eran el resultado de todas las experiencias de los últimos meses. Cuánta razón tenía el dicho popular de que la cara es el espejo del alma.

    Solo tenía cuarenta y cinco años, era bastante alto y corpulento, se mantenía en buena forma. Hasta había perdido los quilos que le sobraban, lo cual no le extrañaba, considerando el increíble ritmo de vida que había llevado desde diciembre. A pesar de su relativa juventud, su pelo, antes moreno, se había vuelto casi por completo cano ya hacía un par de años. Lo cual agradecía en parte, mantenía una buena mata y las canas le aseguraban que no la perdería, la idea de quedarse calvo le horrorizaba. Considera-17

    ba que su rostro era el de alguien normal, si quería ser objetivo.

    Todos sus rasgos eran proporcionados, los labios finos y rojos, de piel clara, pero con un toque de color, supuso que era herencia, al igual que su cabello, de su abuelo español, un republicano que tuvo que huir de España tras la Guerra Civil.

    Su mujer siempre le decía que había ganado atractivo con la edad, Joseph le replicaba con sorna que el amor era ciego. En cualquier caso, como buen científico que era, consideraba a la belleza algo banal y secundaria. Nunca se había preocupado por aquellas cosas, hasta que conoció a Anne, claro, que lo había reconducido en cuanto a estética se refiere. Como no podía ser de otra forma, ella tenía un gusto exquisito y él se dejaba guiar encantado.

    Anne… La echaba tanto de menos… ¿Cuánto hacía? ¿Seis, siete meses que no sabía de ella? La conoció en una reunión en París de antiguos guerrilleros republicanos españoles. Sus respectivos abuelos habían luchado en la Guerra Civil y se habían visto obligados a exiliarse tras perder. No se puede decir que fuera amor a primera vista, aunque no se podía negar que era muy bella.

    En verdad le cautivó su extrema inteligencia y su enorme cultura.

    Podía estar horas y horas escuchándola. Solo tenía un pequeño defecto, no sabía nada de ciencia, pero aprendía rápido y siempre le escuchaba cuando venía del trabajo y empezaba a explicarle nuevos descubrimientos de planetas, estrellas, agujeros negros…

    Sin lugar a dudas eran la pareja perfecta.

    Una sombra de tristeza cruzó por los ojos de Joseph, que trató de espantar rápido. No podía permitírselo ahora, ya habría tiempo para las lamentaciones más adelante. Una cosa le extrañó del reflejo que le devolvía el espejo, ahora que se fijaba, parecía tener menos canas… y su piel, ¿no estaba más tersa? Desechó de inmediato la idea por absurda, lo achacó a alucinaciones provocadas por el cansancio.

    Pasó de nuevo a la habitación y se puso un pijama de seda, por la ventana entraba la claridad de la luna, se asomó por el ventanal y como era de esperar, no distinguió a nadie. Todo estaba tranquilo y en calma, tampoco oía voces en su cabeza. Observó las estrellas del firmamento, tal y como hacía todas las noches, y se dispuso a irse directo a la cama, pero las tripas le protestaron de manera enérgica y decidió bajar a la cocina a tomar alguna cosa.

    Salió al pasillo. No se veía luz por el resquicio inferior de la puerta de Marie, supuso que debería estar ya dormida. Había montado un buen sistema de paneles solares en el tejado de la casa que le suministraban electricidad, pero no la suficiente, por lo que la racionaba con esmero.

    Ya tenía planeado ampliar la autosuficiencia energética. Quería montar un minisistema de producción de hidrógeno en el sótano.

    La idea era usar la energía sobrante que daban las placas solares en verano, con el fin de producir hidrógeno a partir de agua. Lo almacenaría en depósitos para usarlo en crear electricidad en invierno.

    Con aquella perspectiva en mente y un futuro eléctrico más halagüeño, decidió encender la luz del pasillo y la del hall inferior.

    Un día era un día, llegaba el verano y con seguridad la batería solar se recargaría a la mañana siguiente. Las luces de las lámparas se encendieron, pero con un tenue resplandor, que fluctuaba como la llama de una vela.

    Bajó con cautela las escaleras y se introdujo en el pasillo de su derecha, pasando por delante de la sala que usaba de biblioteca.

    Atravesó el comedor y por fin llegó a la cocina. Era un placer vivir en una casa como aquella, pero había que estar en forma, demasiada distancia entre las estancias. En ese momento se le ocurrió que no sería mala idea tener una pequeña nevera en su habitación, tomó nota mental, quizás mañana pasara por alguna tienda a ver qué encontraba.

    Abrió la despensa, no había gran cosa, la verdad, pero su estó-

    mago no dejaba de protestar y le exigía una ofrenda alimenticia.

    Se decidió por unas galletas y cogió un tarro de crema de casta-

    ñas para untarlas. Se sentó en la mesa de madera de la cocina y cuando se disponía a disfrutar de su pequeño ágape, algo le alertó.

    ¿Qué había sido eso? Le pareció oír un ruido en la calle, se quedó quieto y trató de agudizar todos sus sentidos. No se oía nada, su mente también estaba en calma. La Voz siempre le advertía de los peligros y lo ponía en alerta, no le había fallado nunca. Le había sacado de situaciones muy comprometidas.

    Trató de poner la mente en blanco y escuchar a la Voz, pero no sucedió nada. Se tranquilizó un poco. Seguro que su imaginación ―combinada con el cansancio y las altas horas de la noche― le había jugado una mala pasada. Vivían en una casa antigua que crujía con frecuencia, sobre todo por las noches. Seguro que era eso lo que creía haber escuchado, aunque la sensación de mala espina no le abandonó por completo.

    Terminó su cena y guardó cada cosa en su sitio. Joseph era una persona muy metódica y no le gustaba el desorden. Se dirigió de nuevo a su habitación, cerrando a su paso todas las luces, no quería malgastar la poca energía de que disponía.

    Entró en su habitación y fue directo a acostarse en la cama, te-nía que descansar. Retiró la colcha y se dejó caer sobre el cómodo colchón, cubierto de sábanas de algodón puro. Antes de conocer a Anne nunca le habían importado aquellos detalles, pero ella le había enseñado la diferencia entre dormir con ese tipo de sábanas y las de poliéster que usaba en su pequeño apartamento de estudiante, y ciertamente la había. Ahora podía disponer de todos los lujos que quisiera, ¿por qué no iba a permitírselos y vivir lo más confortable posible?

    Con aquellos pensamientos cerró los ojos, tratando que los recuerdos felices le ayudaran a dormir y le introdujeran en el mundo de los sueños. Pero esa idea le hizo fruncir las cejas, solo quería dormir, no soñar, las pesadillas torturaban su alma y le hacían despertar angustiado en mitad de la noche. Evocaba una y otra vez las escenas de violencia y muerte; cuando matas a alguien, una parte de ti muere un poco y tu acto te persigue por el resto de tu vida. A regañadientes, siguió con los párpados cerrados, luchando por expulsar los pensamientos negativos de su cabeza.

    Pero sabía que por mucho que lo intentase, las pesadillas volverían a acecharle esa noche y tendría que recordar, y lo que más necesitaba era olvidar.

    Casi sin darse cuenta, a los pocos minutos de tumbarse, se durmió. Esta vez sus peores temores no se materializaron. Volvió a recordar el pasado, pero sus sueños lo llevaron al último fin de semana que su familia pasó junta, el recuerdo más agradable que había pasado en los últimos dos años de su vida. Se durmió y soñó como un niño feliz con un juguete nuevo.

    CAPÍTULO II. LA DESPEDIDA Noviembre de 2012. Aeropuerto Charles de Gaulle, París

    ―Bufff ―resopló Joseph―. Joder, cuántas maletas... de verdad, Anne, ¿eran necesarias tantas? Piensa que vamos en avión, no en el Titanic ―protestó Joseph ante la pila de equipaje que se amontonaba en el mostrador de Swiss Air―. Esto nos va a costar un ojo de la cara en suplementos ―siguió rezongando, sin recibir contestación alguna de su mujer, que ignoraba sus protestas con aplomo.

    La azafata de facturación miraba la escena sin perder su sonrisa. Ponía cara de póquer y de vez en cuando le lanzaba de soslayo a Anne una mirada de camaradería femenina que indicaba a las claras una idea: ¡Hombres! Anne se divertía con aquella situación, sabía que Joseph estaba exteriorizando su pánico a los aviones, mezclado con la pizca de impaciencia que siempre le entraba a su esposo antes de iniciar un viaje.

    A su hija Marie no le hacía tanta gracia, estaba de pie junto a ellos, tratando de no avergonzarse en demasía con el comportamiento de su padre.

    Marie y Joseph habían volado a París desde Zúrich el jueves pasado para ver y pasar el fin de semana con Anne, quien llevaba ya más de tres semanas en París. Era una abogada financiera de gran prestigio y trabajaba como asesora principal del ministro de economía, Pierre Rasseneur. Aquel último año y medio había sido muy ajetreado, con innumerables reuniones en el seno del ministerio, y conferencias a dos y más bandas con el resto de países de la Unión Europea.

    El caos y los ataques de dos mil once sobre el sistema de deuda europeo y el euro habían puesto en jaque a todos los ministerios de economía. Incluso habían sucumbido a aquella vorágine varios países. Finalmente y a pesar de los recelos de Alemania, todos habían llegado a la misma conclusión: el sistema no funcionaba.

    Solo había dos caminos: retroceder y disolver el euro o ir hacia delante. Para Anne solo era viable la última, que suponía crear un verdadero sistema económico fiscal y de control de gasto equita-tivo para todos los estados de la zona euro.

    Anne era escéptica respecto a llegar a un consenso, demasiados países e intereses para que todos se pusieran de acuerdo. El año y medio tan duro que llevaban a cuestas no le hacía tener buenos pálpitos al respecto. Todo se decidiría en la reunión de ministros de diciembre en Estrasburgo. Si todo salía bien, los presidentes de los respectivos países sacarían pecho en una reunión posterior. Necesitaban que los periodistas los sacaran en Prime Time de todas las cadenas de televisión y así llevarse los méritos y de paso un buen puñado de votos. Anne y sus colegas, quienes ideaban, desarrollaban y hacían el trabajo sucio, se quedarían sin la gloria, se resignaba Anne. Era lo que había.

    Llevaba casi un mes que creía que la cabeza le iba a estallar, con reuniones de diez y doce horas los siete días de la semana.

    Sí, ganaba un dineral, como dirían muchos, pero de verdad que no compensaba. Después de aquello abandonaría, no podía más, trataría de volver a algún bufete menos exigente que el ministerio, o mejor aún, volver como docente a la universidad, de donde no debió salir nunca. Aquello sí que era vida, pensaba con nostalgia.

    Pero ese fin de semana se lo había tomado libre. Lo deseaba, no, lo necesitaba. El viernes por la mañana se plantó delante de Philippe, su jefe, el subsecretario del ministerio y mano derecha del ministro Rasseneur. Le explicó con los brazos en jarra lo agotada que estaba, que su marido e hija volaban a París esa tarde para ver si tenían suerte y podían verla en un hueco y le exigió que la tarde y el resto del fin de semana se lo diera libre o explota-ría. Todo el trabajo estaba casi hecho, solo quedaban unos flecos por perfilar y todo estaría listo, había tiempo de sobra. Para su sorpresa, su jefe no puso reparos y le concedió las minivacacio-nes. Es más, la obligó a dejar el despacho esa misma mañana, casi arrastrándola fuera. Sin lugar a dudas era un buen jefe.

    El tiempo había pasado volando, como siempre que uno disfruta del mismo. Joseph las había invitado a cenar el viernes a un restaurante bastante bohemio en Montmartre que le encantaba a su hija. Allí se pusieron al día de todas aquellas semanas. Ni Joseph ni Anne hablaron mucho de sus respectivos trabajos, y fue Marie quien llevó la voz cantante en la cena y en el resto de la velada. Quería disfrutar de sus padres, ya tenía planeado dejarles solos el sábado para que pudieran tener un día romántico, así que durante esa noche eran de su propiedad.

    En efecto, el sábado por la mañana, ya en el apartamento familiar de París, Marie les comunicó que había quedado con su amiga del alma Martina y que se quedaría en su casa a dormir. Sus padres no protestaron, su hija era de lo más responsable, incluso se podía decir que más que ellos dos juntos. Además, la mirada socarrona de su hija dejó bien a las claras a ambos que la verdadera intención de su hija era dejarles intimidad. Ocasión que no desaprovecharon.

    Pero allí estaban, ya era domingo y la hora de la despedida había llegado. Esa escena ya la habían vivido unas cuantas veces, vivían a caballo entre el lago Neuchâtel y París por el trabajo de ambos, pero esta vez Anne tenía un mal presentimiento, nada comparable con las otras veces. Algo no iba bien, pero desechó la idea, siempre se preocupaba demasiado.

    Joseph seguía con sus protestas, Anne le apretó con ligereza el codo y lo consiguió tranquilizar. Él le puso su cara de ya sabes, estoy nervioso, volar y todo eso, Anne asintió con una ligera inclinación de cabeza.

    ―Bueno, cariño, ¿estarás bien? ―le preguntó Anne a Joseph.

    ―Sí, no te preocupes, no pondré en ridículo a Marie ―le respondió, guiñándole un ojo a su hija, quien sonrió con una mueca entre divertida y escéptica.

    ―Llamadme nada más aterricéis. ¿Me oís? Si no lo hacéis os espera una buena bronca ―les amenazó Anne, apuntándoles con el dedo.

    ―Sí, ¡tranquila! ―se rio Joseph con ganas―. Ya sabes que nada más entremos al microbús te llamaré.

    Se dirigieron despacio hacia la puerta de salida, tratando de retrasar el adiós, que llegó inevitable, se fundieron los tres en un largo abrazo y contuvieron las lágrimas. Tras varios intentos de separación y unos cuantos besos de despedida, a Joseph no le quedó más remedio que entregarle a la azafata de embarque los billetes del vuelo ante el inexorable avance del tiempo. Esta, tras revisarlos junto a sus pasaportes, se los devolvió con una amplia sonrisa, tan falsa como una moneda de seis euros. Los ojos de la chica indicaban a las claras que aborrecía su trabajo.

    ―Que tengan un buen vuelo ―les despidió la chica.

    Claro, como si te importase una mierda si nos estrellamos, pensó Joseph, aunque se arrepintió al instante por su mal humor.

    De verdad tenía que controlar aquel miedo a volar, no debía comportarse así. Una vez más se repitió, como si de un mantra budista se tratase: el avión es el medio de transporte más seguro, hay más probabilidades de matarse en coche.

    Joseph y Anne se abrazaron de nuevo y se dieron un largo beso, acompañado de otros más cortos, que solo dejaron ante las protestas de la avergonzada Marie:

    ―Venga, vamos. ¡Dejadlo ya! ―les dijo.

    Sin más remedio, y tras unas cuantas muestras más de cariño familiar, padre e hija se adentraron en el laberinto de cintas que les llevaría al detector de metales.

    Ya en la zona de control de seguridad, empezaron a depositar todas sus posesiones metálicas en las dichosas bandejas para pasar por el escáner, y se despidieron de Anne con la mano, quien les observaba detrás de las mamparas de plástico.

    Joseph se dispuso a pasar por el detector, cuando una luz lo atravesó justo por en medio; a Joseph la imagen se le antojó como si fuera a atravesar la Puerta del Sol de Tiahuanaco, que tanto le impresionó unos cuantos años antes en sus vacaciones en Bolivia.

    Tuvo un mal presagio. Unos metros más atrás, Anne les observaba preocupada, ella también tenía la misma extraña sensación que su marido. Se saludaron por última vez con la mano y padre e hija desaparecieron.

    Anne se dirigió apesadumbrada a la salida, en dirección al parking T3. Iba cabizbaja y ensimismada, cuando tropezó a la salida de la terminal con un hombre.

    ―Perdone, disculpe ust… ―Anne se quedó a mitad de frase.

    El hombre con el que había tropezado iba harapiento, con la ropa ajada y más bien sucia, aunque no olía mal, como hubiera sido de esperar de alguien que tenía toda la pinta de vivir en la calle. Tenía una barba larga y desaliñada, aunque también limpia, su color entre blanco y amarillento denotaba que era ya un hombre de cierta edad. Su tez

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